ABRIENDO LAS ALITAS 2
La historia biográfica continua, no son inventos.
El pajarito acechado en el nido.
El tiempo pasó pronto.
Superé la partida de mi primo Pablo, o más bien me acostumbré a su ausencia, no sé. Los besos que nos dimos y las sensaciones que me provocaron se convirtieron en huellas imborrables en mi memoria, pasaron a formar parte de mi ser. Si volví a verlo, pero nunca pudimos hablar a solas, tan solo nos mirábamos y sonreíamos.
Con cada experiencia traumática vivida diferentes aspectos de mi personalidad se fueron delineando. Descubrir lo falso que podían ser las personas que me rodeaban contribuyó a que me fuera encerrando más y más en mis propios pensamientos y a esconder mis emociones. Como escape a ese encierro se creó en mi mente un ser imaginario igual que yo, como un reflejo o una réplica de mí mismo, pero irreverente, libre, atento, con el que podía platicar y soñar, y quién me aconsejaba o me advertía sobre qué hacer o no hacer. Lo visualizaba como mi gemelo en pequeño, mi “verdadero yo”, el que solo yo conocía y que no se podía mostrar ante los demás.
Hola, mundo cruel.
La experiencia vivida con Pablo, las humillaciones y las burlas recibidas empezaron a moldear mi personalidad. No solo hubo cambios en mi vida, también cambié yo. Me convertí en un niño temeroso y retraído. Ese aislamiento fue desarrollando en mí la costumbre de hablar conmigo mismo en voz baja para no sentirme tan solo.
También me sentía constantemente triste por la situación en la que vivíamos. Nuestra casa era pequeña y mis hermanos varones y yo dormíamos en una sola recámara. A mí me tocaba dormir con mi hermano Marco en una cama pequeña. Algunas noches me despertaba porque sentía que unos brazos rodeaban mi cuerpo. No entendía lo que sucedía. Cuando lograba despertar bien y abrir los ojos encontraba a mi hermano dormido, o al menos eso parecía. En más de una ocasión encontré en mi trusa un líquido pegajoso en la parte trasera. La primera vez que lo descubrí me asusté, pensé que era algo malo, pensé que era sangre.
No me llevaba bien con mi hermano, no sé si era por la diferencia de edad, él ya tenía 13 años, o por su forma de ser agresiva y brusca. Marco, constantemente y a manera de juego, nos molestaba a mi hermana y a mí, hasta nos golpeaba según él en son de broma, por lo mismo lo evitaba. Desde lo sucedido con Pablo no platicaba con mi mamá de lo que sentía o de lo que me pasaba por miedo a que volviera a enojarse conmigo, nunca le conté lo que me pasaba en la noche.
Mis padres eran muy católicos. A mi corta edad, no alcanzaba a comprender eso de la religión, me preguntaba como un Dios que nos amaba podría quemarnos en el infierno, igual que no entendía cómo mi mamá, que decía quererme tanto, me había tratado tan mal cuando pasó lo del beso con Pablo.
Por órdenes de mi madre mis hermanos y yo tuvimos que ir al catecismo los fines de semana “para acercarnos a Dios” según nos decía. Esa idea me parecía imposible si Dios estaba tan lejos en el cielo, ni modo que un día yo empezara a flotar rumbo a las nubes a mitad de las lecciones de la biblia.
Cuando platicaba conmigo mismo me imaginaba que en alguna parte debía haber un Dios bueno, uno que realmente nos quisiera, aunque no sabía dónde encontrarlo ni cómo sería.
Los sábados, las clases de catecismo las tomábamos en una escuela religiosa donde las monjas se encargaban de dar las lecciones de las 9 a las 12 del mediodía. Mis hermanos y yo estábamos en diferentes grupos acorde con nuestra edad. A las pocas semanas de empezar las clases las monjas nos dijeron que nos iban a preparar para hacer la “primera comunión”. No sabía qué era eso, y creo que ni me importaba, yo solo me ocupaba de obedecer a mi madre y a las monjas.
Como parte de la preparación teníamos que aprender a confesar nuestros pecados por lo que teníamos que visitar a un sacerdote al término de las clases. Era algo completamente absurdo, ¿Qué pecados podía cometer un niño de mi edad como para tener que confesarse cada semana?
Las confesiones las hacíamos en un cuartito, con la puerta cerrada, de uno por uno solos con un sacerdote El primer día me tocó confesarme con un sacerdote muy serio y muy joven. En cuanto entré al cuartito, el sacerdote cerró la puerta y me sentó en sus piernas, según él para que le contara mis pecados despacito al oído. Mientras yo intentaba recordar lo que suponía eran pecados para contárselos, la mano del sacerdote se escurrió despacito debajo de mi ropa. Todo el tiempo que durño la confesión, el sacerdote se encargó de acariciarme el pilín, que por supuesto se me puso bien duro y eso me encantó. En cuanto llegué a casa le dije a mi mamá que me gustó mucho ir a “confesarme” con el padre, claro, sin dar detalles. Estaba aprendiendo rápido a ser como los demás.
Conforme fui creciendo, mi círculo social se fue haciendo más amplio. Empecé a juntarme con algunos niños vecinos de mi edad para jugar y platicar. Por ese tiempo mis juegos eran el trompo, las canicas, los carritos y el fútbol. Pasaba las tardes con mis amigos en un terreno baldío a un lado de mi casa en donde había mucha arena.
Cuando cumplí 9 años ya tenía tres amigos que vivían en la misma cuadra que yo, Lalo, Jesús y Daniel, mi tocayo.
Con el que más tiempo pasaba era con Jesús, a quién su familia le decía “el Chuy”. Era un niño regordete de mí misma edad. Su familia vivía mejor que la mayoría de las familias del barrio porque tenía una tienda de abarrotes en otra colonia. Los fines de semana era común que Jesús fuera a ayudar en la tienda. Lo que más me gustaba de él era que siempre andaba de buenas, le gustaba contar chistes y hacer bromas. Su actitud era muy dinámica y atrevida, fui su cómplice en muchas travesuras. Bueno, también lo apreciaba porque seguido nos regalaba dulces que se traía de la tienda.
La vida no tardó en empezar a darme sorpresas.
Una tarde estábamos el Chuy y yo jugando en la arena cuando él se paró a orinar en un rincón del terreno baldío. A mí, no sé por qué, se me ocurrió acercarme y lo que vi me llamó mucho la atención. En la punta del pene Jesús tenía como una bolita redonda de color rosa, yo nunca me había fijado en el mío y no sabía si tenía eso.
–¿Qué? –preguntó Jesús.
–¿Qué tienes en la punta? –pregunté con curiosidad.
–¿La bolita?
–Sí.
–Tú la tienes también –aseguró mi amigo.
Abrí el cierre de mis pantalones, me saqué el pito y no vi ninguna bolita en la punta. Jesús se acercó, lo tomó y me lo peló.
–Es cierto ¡Mira! ¡Uy, que chiquito lo tienes! –dijo.
–¿El tuyo es más grande? –pregunté inocentemente.
–Agárralo para que veas.
Tomé su pene y lo palpé, se sentía más grande que el mío. A Jesús le gustó mi caricia y se sonrió, su pene se endureció, al igual que el mío, y eso nos hizo estallar en risas. Me acordé de las ¨confesiones¨ con el sacerdote.
El contacto de su pene en mi mano me agradó tanto que inmediatamente desató en mí sensaciones que habían estado dormidas, pero que ya me eran conocidas. En ese momento regresé al pasado, sentí de nuevo el cosquilleo en el cuerpo que experimenté al besar a mi primo. Mi yo “verdadero” rebosaba de felicidad. ¿Tocar a alguien sería tan agradable como besarlo? Empecé a creer que sí. En ese momento sentí que entre el Chuy y yo se creaba una conexión especial, casi como la que me unió a Pablo años antes, y eso me encantó.
¿Bueno o malo? no sé. La naturaleza humana sobrepasa el miope concepto de “perversión” con el que algunos clasifican el comportamiento de las personas.
Se lo agarré, y me gustó.
CONTINUARA, SI USTEDES QUIEREN
Excelente relato. como sigue?