Abusé de un moribundo II
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por elgrancochino.
Durante semanas, el remordimiento por lo que le hice al chico no me dejaba dormir. Me echaba en cara a todas horas haber añadido ese sufrimiento a alguien que iba a morirse. ¿Por qué fui tan cabrón? ¿Por qué no me contuve? Me había convertido en un hijo de puta insensible capaz de cometer un crimen como ese sólo por un desahogo sexual de diez minutos. Durante semanas, pensé que nunca debí haber nacido.
Pero, por más que el remordimiento me carcomía por dentro, mis deseos por el chico no desaparecieron. Daba igual que desde entonces pareciera más melancólico, que evitara acercarse a mí o que me mirara con miedo. Daba igual todo el daño que le había hecho porque seguía antojándoseme apetecible. Creo incluso que su actitud lastimera me ponía todavía más.
Durante mucho tiempo sufrí un conflicto interior que me hizo pasarlo muy mal. Fui una victima atormentada que no deseaba el mal a nadie pero que quería follarse a Luis al precio que fuera. Y, finalmente, como en la vez anterior, sucumbí a la tentación.
Volví a pedirle que hiciera horas extra, volví a esperar a que estuviéramos a solas, volví a llamarle al despacho y volví a darle una Coca Cola. Todo volvió a ser igual salvo por el hecho de que nadie habló esa vez. Ni hubo sonrisas, ni hubo preguntas de cortesía, ni ninguna conversación amena. Llegó, se sentó en la misma silla y agarró el refresco. Tenía la cabeza gacha y no abría la lata, estaba a la espera de ver qué le decía para marcharse de aquel sitio que tan malos recuerdos debía traerle.
Sin mirarle, saqué un fajo de billetes de la caja fuerte y los puse sobre la mesa.
— ¿Quieres repetir lo de la última vez?
Su cara se contrajo en un gesto de dolor. Debía estar recordando lo mal que lo pasó la última vez y lo mucho que quería el dinero. Su vida ya no valía nada y podía hacer que sus últimos días sirvieran para algo. Sin embargo, lo que podía hacer para conseguir el dinero era algo tan cruel y desagradable para él, que tener que tomar una decisión como aquella era un trago amargo capaz de desfigurar la cara de cualquiera.
No tardó en empezar a sollozar. Las lágrimas caían sobre sus piernas y tapaba su rostro con una mano en un vano intento de desaparecer de allí. Tendría que haberme apiadado de él en ese momento, tendría que haber recordado los remordimientos que sentí después de la última vez y, sobretodo, tendría que haber pensado que tenía enfrente a una persona que ya lo estaba pasando bastante mal. Pero no hice nada de eso, simplemente me callé y aguardé su respuesta.
Sorbió los mocos que inundaban su nariz y se secó las lágrimas.
— ¿Qué tengo que hacer? — preguntó.
— Ponte de pie y acércate.
Hizo lo que le pedí. Temblaba un poco y era incapaz de mirarme. Le besé en la boca y no me correspondió. La mantuvo cerrada con un gesto de asco que me ofendió un poco ya que mi orgullo no parecía haberse enterado de por qué el chico se dejaba hacer aquello.
— Abre la boca — le ordené.
Separó sus mandíbulas y pude hacer lo que quería. Me gustaría poder decir que fue uno de los mejores besos de toda mi vida pero no lo fue. Fue de los peores ya que era como besar la boca de alguien sin vida, no movía los labios, no movía la lengua, no movía nada.
Me cansé pronto y decidí dedicarme a otra cosa. Le quité la camiseta y chupé sus tetillas, que eran pequeñitas y apetecibles. Lamí su pecho, lleno de vello, y lamí su vientre. Aquello me gustaba más porque no necesitaba que el chico hiciera nada y no tenía que enfrentarme al hecho de que Luis no deseaba hacer eso.
Metí mi lengua dentro de su ombligo y le bajé los pantalones y los calzoncillos. Una lágrima calló sobre su pene, que estaba tan flácido como la última vez, y resbaló hasta llegar a su punta. Aquello me pareció gracioso y me reí. Lamí la lágrima, que sabía salada, y succioné el pene del chico al mismo tiempo que palpaba con los dedos la forma de cada uno de sus testículos. Le retire el prepucio para ver si así se excitaba y volví a succionar sin éxito. No hubo manera de lograr que disfrutara.
Le lamí un rato por darme el gustazo y dejé su polla ya que no había nada que hacer con ella. Le di la vuelta y toqueteé sus nalgas. ¡Cómo me gustaban! Se veían tan jugosas que daban ganas de darles un mordisco. Me desnudé por completo y metí mi polla entre sus piernas provocando en Luis un aluvión de lágrimas por lo que venía. Creía que iba a penetrarle pero me conformé con restregarme entre sus pantorrillas ya que quería hacer algo diferente ese día.
Le pedí que se arrodillara y levanté su barbilla para que me mirara. Su cara daba asco, tenía los ojos rojos, los mocos le resbalaban, las lágrimas cubrían por completo sus mejillas y tenía una expresión de intenso sufrimiento. Aun así, me dio igual. Con una sonrisa macabra, restregué mi polla contra su cara, pringándola con sus lágrimas y sus mocos y pringándole a él con el líquido preseminal que escupía. La repugnancia que se dibujó en su expresión me excitó aun más si cabe y presioné sobre sus labios para que se comiera todos esos fluidos.
— Abre la boca — le ordené.
— No, por favor — suplicó.
— Si quieres el dinero, ábrela.
Finalmente obedeció y pude metérsela y acariciar con mi glande su paladar. ¡Menuda suavidad! Restregué mi polla por toda su boca y me decidí a llegar más lejos. Con un movimiento rápido y certero, se la metí hasta el fondo de la garganta provocándole una arcada que le hizo vomitar. Cuando recuperó el aliento, le agarré por el pelo y le coloqué la cara en posición para poder penetrar su boca de nuevo.
— Chupa si no quieres quedarte sin dinero.
Volvió a abrir la boca, llorando tanto como la última vez, y volví a penetrarle hasta el fondo, sólo que esta vez no se la saqué para que recuperara el aliento. Se la dejé allí dentro y le obligué a restregar su nariz contra el sudoroso vello de mi pubis.
— Venga chico, huéleme, ya verás cómo te gusta.
Me follé su boca con pasión y fuerza. Me encantaba sentir el tacto de su campanilla sobre la piel de mi glande y me encantaba la presión que hacían las paredes de su garganta sobre mi pene cada vez que le daba una arcada. Era genial follarse a ese chico, se comportaba como un telele y eso me hacía sentir poderoso.
Noté que iba a correrme y saqué la polla de su boca ya que quería pringarle la cara con mi leche tal y como ocurría en las películas porno. Me masturbé frenéticamente hasta que fui incapaz de dejar de restregar compulsivamente mi mano sobre mi polla. El placer inundó mi cuerpo y un montón de espeso semen brotó de mi falo. Llené sus cejas y su ojo izquierdo, sus fosas nasales y su boca. Limpié los restos sobre sus mejillas y me deleité con el espectáculo. Vi un pobre chico, que no dejaba de llorar, lleno de lágrimas, mocos, algo de vómito y mi semen. Esta vez, tomar conciencia de lo que había hecho no me provocó ningún remordimiento, sentí una extraña satisfacción al verle de aquella manera. Había dejado de ser una persona y se había convertido en mi juguete, con el que podía hacer todo cuanto quisiera sin tener que preocuparme por las consecuencias.
Mezclé con mis dedos los fluidos que adornaban su cara y los restregué por sus labios, sus dientes y su lengua para que notara bien el sabor.
— Lo has hecho muy bien. Si quieres repetir, vuelve el martes que viene.
Eso fue lo último que le dije aquel día. Recogí mis cosas, le tiré los billetes para que los cogiera y me marché. Los remordimientos no volvieron a rondar mi mente y nunca más volví a preocuparme por el bienestar de Luis. El siguiente martes volvió y volví a abusar de él a cambio de dinero y, cada martes, repetimos lo mismo hasta que ya no pudo trabajar y se marchó. Nunca se acostumbró a mí y nunca lo disfrutó. Todos y cada uno de los martes lloró a moco tendido y se dejó hacer todo lo que quise.
Su esfuerzo no sirvió de mucho ya que tomé la precaución de pagarle cada vez menos para que dependiera de mí hasta el último día y, con lo que ganó, no le bastó para terminar de pagar la hipoteca de sus padres. Lo único que logró fue deprimirse hasta el punto de convertirse casi en un fantasma. Su jovialidad desapareció y dejó de hablar con todo el mundo. Se limitó a hacer su trabajo y a complacerme cada martes a mí.
Cuando estaba a punto de morir, fui a visitarle al hospital. Sus padres me abrazaron con lágrimas en los ojos y me dieron las gracias por todo lo que había ayudado a su hijo. Los pobres imbéciles no tenían ni idea del infierno en el que había convertido los últimos días de vida del chico y me dejaron entrar a solas a la habitación. Ya había perdido la consciencia y estaba lleno de tubos y cables. Nunca más se recuperaría de aquello y ya sólo quedaba aguardar a que muriera de una vez. Puse un ramo de flores sobre la mesilla que tenía al lado y me despedí de él con un beso en la mejilla. Dos semanas después, se murió.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!