Adios amor
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Emmanuel.
ADIOS AMOR
Autor: Emmanuel
Fue sacrificado escribir este relato. Siento escrúpulos. No se si hago bien en publicarlo. Esto fue hace 6 años, entonces tenía 19 e iba promediando mi primer año en la Universidad.
Mi nombre es Emmanuel. Mis ojos claros se posaban a diario sobre la figura del recepcionista de la facultad. Su camisa blanca se hundía en sus ajustados pantalones negros. En el costado derecho de su pecho, colgaba una credencial que decía Rodrigo. Sus cabellos cortos caían sobre la derecha con magnífica prolijidad. Sus mandíbulas marcadas contorneaban un rostro lindo. Nunca sonreía aunque atendía con respeto al estudiantado. Marcaba distancia y no daba confianza a los alumnos. Sus labios bellos daban respuestas concisas y claras. Adusto pero amable. Sus ojos marrones miraban sin provocaciones. Su virilidad era notoria y eso me seducía.
Rodrigo me gustó desde el primer día en que lo vi en la recepción de la facu. Llegaba temprano a mis clases. Lo hacía a propósito. Me sentaba a tomar una gaseosa justo al frente donde él trabajaba. Desde esa trinchera lo miraba sin pudor. Muchas veces me levantaba a leer los afiches que la Universidad coloca en los avisadores. Fingía leerlos. En realidad exponía mis redondos y paraditos glúteos. Tenía la esperanza de que él me mirase. Me acercaba simulando preguntas, y me respondía como a todos, de manera precisa sin abrir conversación. Rodrigo me ignoraba y eso me dolía. Me sentía herido.
La seducción que ejercía sobre mí era enorme y no sabía como controlarla. Una vez me acerqué a preguntarle una excusa y de pronto quedé hipnotizado observándole los labios. Rodrigo me despertó con su pregunta. “¿entendiste? ¿Querés preguntar algo más?”. Reaccioné, me ruboricé, me sentí descubierto, y le dije: “no…Gracias”. Él siguió atendiendo al joven que estaba detrás de mí.
Un día yo estaba en la cantina de la facultad comiendo un sándwich. Todas las mesas estaban ocupadas. Él entró, se sirvió un café, miró a su alrededor y vino directo a mi. Me preguntó: “¿puedo?” Le dije inmediatamente: “si, claro”. Bebió un sorbo de café. Comentó: “¿no tenés amigos? Siempre te veo solo” Yo estaba maravillado de que él estuviera allí frente mío, hablándome. Me sorprendía que me individualizara. Mi excitación creció. Esa tarde me enteré que tenía 32 años, que trabajaba allí desde los 20. Me contó que estaba separado de su mujer y que tenía una hija.
Sólo yo preguntaba. Él se limitaba a responder. No averiguaba nada sobre mí. Bebió el último sorbo de café. Me guiñó amistosamente un ojo, se levantó y volvió a su tarea. Quedé lleno de expectativas.
Al día siguiente, pensé que había iniciado una amistad. Me acerqué a preguntarle algo, pero tras una respuesta corta, sin el mínimo gesto de alegría, siguió atendiendo a mis pares. Desconcertado fui a sentarme en “mi trinchera”. Esos días lo encontré en varias partes: en los pasillos, en el baño, en un aula. Para él yo no era más que un alumno y me trataba como tal.
Una noche decidí esperarlo a que saliese del trabajo. Salía una hora después de mi última clase. Fingí que el encuentro era casual. Me dijo: “¿todavía por aquí?”. Le mentí: “quedé conversando con un compañero… ¿querés que te acerque a tu casa? Estoy con el auto de mi madre” Me respondió: “no gracias. Tengo mi vehículo” y encaminó para el lugar de estacionamiento que queda alejado. Hay que cruzar una arboleda sin iluminación. Caminé a su lado. Me contó: “este lugar obscuro y solitario es muy peligroso. Muchos estudiantes fueron asaltados y vejados. No debes caminar por aquí a estas horas y menos solo” Luego calló. Íbamos en silencio.
Cuando pasamos por el campo de deportes, él me dijo: “Allí suelo correr para mantenerme en estado” Sin pensarlo mucho le comenté: “con razón tenés buen cuerpo” Entonces sonrió y pellizcándome una nalga dijo: “vos también tenés lo tuyo”. Sorprendido y ardiendo no dejé escapar esa ocasión. Él simulaba una broma entre machos, pero yo no quería simular nada, me le puse al frente y le toqué el pene, me sacó la mano de allí. Me tomó de los hombros y me dio un beso delicado en los labios. Quise responder con otro mas apasionado, pero me retiró bruscamente. Puso una mano en mi pecho manteniéndome distante, me miró, disfrutando la situación. Dijo: “ya imaginaba que eres putito”.
Se dio media vuelta y cuando había avanzado unos metros, se dirigió a mi advirtiéndome: “Tené cuidado. Este lugar es muy peligroso y como te dije, peor para una persona sola” Llegó a su coche, subió en él sin mirarme, y salió raudamente.
En los días siguientes, Rodrigo volvió a ignorarme. Obvio que se había dado cuenta que me ponía allí a propósito. No parecía molestarse. Simplemente no me llevaba el apunte. Todas las tardes antes de clases, me sentaba en el mismo lugar, pero yo no existía para él. Hacía meses que lo espiaba y sabía todos sus movimientos y horarios. Descubrí que muchas chicas se le ofrecían, pero, él parecía no darse cuenta de nada.
Un día decidí encontrarlo mientras corría en el campo de deporte. Lucía un pantalón cortito. Transpiraba su rostro y su torso desnudo. Perdí toda vergüenza y me puse a trotar a su lado. También yo llevaba un short y mi cuerpo desnudo. Se sorprendió al descubrirme, pero siguió trotando. Lo vi de reojo y divisé una sonrisa suya. Me dice: “¡qué casualidad! Siendo la ciudad tan grande” Me di cuenta que estaba ironizando pero seguí corriendo a su lado. Otra vez ironizó: “como siguen los mosquitos” y mirándome me dice: “lindas piernas” le respondí: “las tuyas también”.
Entonces dirigió sus pasos hacia las duchas. Obvio, lo seguí. Ingresamos. Allí se sacó ante mi vista el pantaloncito y el slip. Desnudo como Adán expuso su grueso genital que le colgaba. Me dio la espalda y observé una hermosa cola. Luego ingresó a una de las duchas. También me desnudé e ingresé sin permiso a la misma ducha que él. No se enojó. Tampoco me expulsó de allí. Siguió mojándose en la lluvia. Enormemente atraído por él, me arrodille y le tomé el pene con la mano. Se lo froté dulcemente y no hizo ninguna resistencia.
Comencé a lamerle el glande y su miembro comenzó a estirarse hasta quedar duro, inmóvil, tensionado hacia arriba. Le tomé de su cadera y comencé a saborear su pija. Lamía alrededor del glande. Sentí que sus manos me tomaban mis cabellos y presionaban mi rostro sobre su verga. Tomaba su falo como si fuese un helado o un chupetín. Entraba y sacaba mis labios de su bulto. Lamía sus huevos que se estremecían. Miré hacia arriba y él llevaba la cabeza para atrás, dejando caer el agua en su rostro.
Con sus manos acariciaba mis cabellos. Estaba levemente contorneado hacia atrás y yo le daba una magnífica mamada. Su esperma salpicó mi garganta y sus dedos aprisionaron mi nuca. El semen bañó mi paladar y quedé de rodillas aferrado a su cadera. Después me levantó del suelo me miró fijo a los ojos y siguió enjuagándose. Sin decirme una palabra salió de la ducha y se fue al vestuario. Terminé de enjuagarme y fui también a ponerme la ropa, pero él ya no estaba allí, corrí a la puerta. Se alejaba tranquilamente. Supuse que iba a trabajar.
Cuando entré a la facultad, lo miré y me miró de reojo. Presentí que volvía a ignorarme. Pero en su corazón ya no era uno del montón. Teníamos “algo” compartido. Esta vez no me hirió su indiferencia. Tanto esa tarde como las demás, Rodrigo no me dirigió la palabra ni tampoco detuvo sobre mi su mirada. Otra vez inventé cientos de preguntas y obtuve las respuestas respectivas con concisión y cortesía. Nada de confianza ni amiguismo. Pero esta vez yo lo conocía mas allá de su camisa blanca y sus pantalones negros y él lo sabía.
Soñaba ese cuerpo majestuoso, con personalidad fuerte y la seducción era como una serpiente que me envolvía enroscándose en mí, dejándome sin aire. Lo que había recibido de él era un incentivo para buscar más. Aunque él fingiese ignorarme, tratarme con indiferencia. Todavía repicaba en mi memoria aquellas frases en la arboleda “vos también tenés lo tuyo” o cuando corríamos en el campo de deportes: “tenés lindas piernas”. Añoraba sus manos en mi cuerpo, su verga en mi boca, mis manos en su cadera. Lo deseaba y estaba decidido a todo.
Una noche, mientras él atravesaba la arboleda lo intercepté. Me miró y siguió caminando hacia su coche. Caminé a su lado. Ninguno decía nada. Hasta que rompió el silencio: “te dije que no estuvieras solo a estas horas por aquí. Te advertí que es peligroso” Mi silencio pareció responderle: “no me importa” y continué caminando a su lado. El mutismo de ambos me llenaba de lujuria. Quería lanzarme hacia él, pero el miedo al rechazo me detenía. Llegamos a su auto, se extrañó que yo me ubicase en la puerta del acompañante. Preguntó: “¿Cuál es el coche de tu madre?”. Respondí: “hoy vine sin él”. Se extrañó mas y dijo: “¿Qué querés? ¿Qué necesitas?”, le respondí: “quiero que me lleves. Necesito estar con vos”.
Me miró reflexivo. Ingresó a su coche y abrió mi puerta. Una vez ubicados adentro, quedamos en silencio. Él respiraba agitado, sediento. Me dice: “¿A dónde te llevo?” le respondí: “A cualquier parte pero llévame con vos”. Nos miramos detenidamente y él interrumpió el momento: “¿querés hacerlo? ¿No te vas a arrepentir?” lo miré y le dije con la cabeza que no me arrepentiría. Arrancó el auto y llegamos a su departamento sin pronunciar una palabra. Antes de bajar él me advirtió: “esta será la única vez…prométeme que ya no insistirás. Compréndeme que no quiero ningún compromiso con alguien, menos con un muchacho. Deseo recuperar a mi mujer aunque ella diga que ya no me quiere. Es cierto que necesito desahogarme, pero no había pensado que esta debía ser la manera”
Descendimos del coche, entramos en su departamento silencioso. Abrió la heladera, sacó dos latas de cervezas. Me invitó a brindar y luego las bebimos casi de un trago. Con la mirada me indicó la habitación. Prendió su equipo de música y se metió al baño para ducharse. Cuando salió de él, apareció completamente desnudo. Con una mano se sobaba el pene y con la mirada me ordenó que me duchara. Le obedecí y después de ducharme salí del baño desnudo. Me miró desde los pies a la cabeza. Estaba perplejo. Seguía sobándose pero ahora lo hacía sobre su pene erguido. Se recostó en su cama y me paré frente a él. Le di la espalda y pronuncié el culito y de inmediato sentí una mano acariciando mis nalgas.
Me recosté cerca de su verga y comencé a lamerla. Rodrigo se estremecía a cada lenguetazo y me confesaba que no había tenido relación con nadie desde hacía un año y medio, fecha en la que lo abandonó su esposa. Besé cada milímetro de sus muslos, su pene, sus testículos, su vientre. Besé y mordí suavemente sus tetillas, su cuello y me detuve en sus labios. Primero fue un besito rápido al que él respondió. Luego fueron dos o tres besitos fugaces hasta que el cuarto fue largo, desesperado, lujurioso. Desde allí se desató una tormenta de besos, caricias, toqueteos en partes íntimas, en los cuales gemíamos los dos. A veces me tapaba la boca porque mis gemidos eran tan fuertes que podía escucharnos la ciudad. Él también gemía y lo hacía con libertad.
Me puso boca abajo, y comenzó a lamer mi espalda y mis glúteos. Tanto tiempo estuve esperando este momento, que logró no solo que gimiese sino también que sollozara de placer. Mordió mis carnes, puso su lengua en mi orificio anal. Lamió los aros de mi esfínter. A cada toque de su lengua yo suspiraba de gozo. Rodrigo no dejaba de repetir: “¡Qué culo! ¡Qué culazo! Tal como me lo había imaginado”. Masajeaba mis glúteos y decía: “este postre lo como, aunque sea la única vez”. Mientras decía frases excitadas y sus palabras sonaban entre cortadas, me ponía crema con los dedos. Hundía cada uno de sus dedos y decía jadeando: “ya te pongo el último dedo, el que tengo entre mis piernas. Voy a partirte por provocador”. Yo levantaba el culito y ansiaba la estocada final.
Le dije: “¡penétrame!” y por primera vez me obedeció. Orientó su pene hacia mi esfínter y penetró su glande que se abrió paso en los anillos de mi culo. Grite y otra vez ordené: “¡detente un rato!” Se detuvo. Le comenté que era hasta que se acomodara. Esperó en silencio con la cabeza dentro de mi ano. Ordené nuevamente: “¡continúa!”. Entonces pechó y se abrió paso su tronco. Sentí dolor y lo expresé en un grito, pero él insistió y empujó mas y más, hasta meterse todo dentro de mi. Su glande, su tronco. Toda su verga me atravesaba punta a punta. Sus testículos chocaban con los míos y mi pija dura, parada, estaba aullando de placer.
Di la última orden: “¡quiero más! ¡Dame más!” él comenzó a bombear. Sacaba y metía su pene en mi esfínter como si lo estaría serruchando. Yo apretaba las sábanas y mordía la almohada y no podía creer que ese macho, serio, adusto que nos asistía diariamente en la facultad entraba y salía de mi cuerpo. Sentirlo arriba fue suficiente para que llegara al orgasmo antes que él y le mojase las sábanas con mi leche. Volqué mucha. Sentía en mi vientre, la cama humedecida.
“¡soy tuyo! ¡Tenés una verga inmensa! ¡Sos un macho con pija gigantesca” fueron las frases finales que pronuncié y que provocaron definitivamente su orgasmo. Pegó su vientre a mi culo y detuvo el bombeo. Tres o más palpitaciones de su pija presionaron los anillos de mi esfínter, entonces yo los cerré para aprisionarla: una corriente de semen como un río alocado ingresaba a mis entrañas. Un año y medio de ayuno de Rodrigo eran satisfechos con el gran banquete de mi cola.
Después me alcanzó las ropas, me pidió que me vistiese y que me vaya. Me acompañó hasta la puerta y me dijo: “lo de esta noche queda en nosotros”. Me dio un beso en la mejilla y le dije: “Gracias”. Cerró su puerta. Regresé a mi hogar.
Nuevamente lo vi en la facultad. Otra vez llegaba antes, me sentaba a tomar una gaseosa y a mirarlo. Rodrigo conservaba su conducta habitual. A veces cuando quedábamos solos, me regalaba una mirada y me guiñaba el ojo. Eso era suficiente para que me quedara en éxtasis. Estaba más enamorado que nunca. Cada vez que lo miraba lo imaginaba desnudo, espléndido, amante como un semental. Crecía en mí la sed de tenerlo nuevamente. Él no me provocaba, pero el efecto en mi era opuesto: así me seducía más. Una vez, lo crucé en el pasillo, intenté conversar con él y me cortó toda posibilidad de diálogo.
Herido por el deseo, intenté avanzar como otras veces. Hice tiempo hasta que él saliera de su trabajo y lo esperé en la arboleda. La noche estaba fría y solitaria. No se sentía ninguna presencia. Si bien era conciente del peligro de la situación, no me importaba. Deseaba volver con él a su casa. Apoyado a un árbol miraba hacia la dirección por la que él venía. Era la hora y Rodrigo era puntual. Estaba esperándolo cuando siento un brazo que cruza mi cuello y la punta de un cuchillo haciéndome doler una costilla. Eran dos muchachos que me asaltaban. Uno me aprisionaba así y el otro me golpeaba el rostro y me revisaba los bolsillos. Estaba asustado y les imploraba que no me lastimasen. Llegué a suplicarles: “¡no me maten! ¡Por Dios, no me maten!”.
Como no me encontraban dinero, me tiraron al suelo y comenzaron a patearme. Rodrigo llegó y se lanzó sobre los bandidos. Dejaron de golpearme pero lo atacaron a él. Logré tirarme sobre uno de ellos y él luchaba contra el otro. De repente vi que Rodrigo se tomaba con las dos manos el estómago y aterrorizado fui testigo cuando el miserable le asestaba otro cuchillazo en el pecho. Su compañero se zafó de mí y tomó del brazo al perverso y lo alentó a huir. Mi amor quiso correr detrás de ellos pero se desplomó. Paralizado por la escena no sabía que hacer. Lo asistí. Rodrigo estaba inconsciente y respiraba esforzadamente. Lo tenía en mis brazos y me sentía impotente.
Llamé con mi celular a mis padres y les clamé que llamaran una ambulancia. Quedé hablándole palabras de amor y de aliento…pero Rodrigo no me escuchaba. Se estaba yendo. Primero sentí sirenas y eran patrullas de la policía. Lo asistieron y mientras me preguntaban que había sucedido me informaban que su estado era grave. Llegaron mis padres preocupadísimos. Me abrazaron. También me preguntaban acerca de lo sucedido. No podía decir nada. Solo lloraba. Llegó otro vehículo con sirena, era una ambulancia. Había demorado mucho.
Los para médicos hicieron en el lugar un intento de reanimación. Luego observé que ya no se movilizaban con urgencia. Escuché cuando uno le decía a los policías: “falleció”. Lo levantaron en una camilla y la ambulancia lo llevó del lugar. La Policía me preguntó: “¿lo conoces?” les dije: “si. Trabaja en la facultad”. Me hicieron otras preguntas y me indicaban lo que debía hacer. Tirado sobre el hombro de mi madre lloraba sentidamente. Mi papá me ayudó a caminar hacia el auto. Regresamos a casa.
Los delincuentes fueron atrapados. Reconocí a uno de ellos. Están presos. Nunca cicatrizó esa herida que tengo y que se llama culpa. Siempre en mi vida me responsabilicé de males que no busqué intencionalmente.
Pensé muchas veces si debía escribir esta historia. Fue una manera de desahogarme. No escribirla hubiera sido saltear un capítulo importante de mi vida. Este relato es en memoria de Rodrigo. Escribo con la esperanza de ponerme de pie. Recordar mi pasado con cariño, disfrutar el presente con intensidad. Mi “hoy” tiene un nombre: Uriel y caminar hacia un futuro sin remordimiento. Lo necesito.
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