Alan (III): Haciendo amistad con el Roberto
Uno de mis amigos de la «pandilla puñetera» y yo empezamos a jugar también después de clases..
El relato anterior de esta serie se encuentra aquí: https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/gays/alan-ii-tarde-de-sabado-en-casa-del-fabian/
El Roberto era uno de los amigos de la “pandilla puñetera” que siempre estaba cuando nos la jalábamos en los baños. En ocasiones solo íbamos el Fabián, él y yo.
Ambos empezamos a reunirnos por las tardes. Nos quedábamos a unas clases paraescolares y después pasábamos el rato juntos.
Hablábamos de muchas cosas y poco a poco sacamos a relucir el sexo en la conversación. A él le gustaba el tema tanto como a mí.
Una tarde me invitó a su casa y en su cuarto me mostró un montón de playboys que le había regalado un primo suyo. A mí me ponía dura, por supuesto, y a él también. Nos echábamos un vistazo a nuestras entrepiernas, pero curiosamente no comentábamos nada acerca de la “pandilla puñetera” –de lo que sí hablábamos el Fabián y yo.
El Roberto y yo empezamos a jactarnos de las cosas que haríamos con las morras, aunque ninguno de los dos tenía novia. Nunca le conté de mis escapadas con el Fabián ni le pregunté si él había hecho algo con alguien.
Casi todas las tardes yo iba a su casa y hojeábamos las revistas, excitándonos aunque sin avanzar más. Yo quería desesperadamente llegar más lejos, pero no me atrevía a dar el primer paso. Al día siguiente, en la secundaria, mientras nos puñeteábamos con el Fabián y otros compañeros, ni el Roberto ni yo comentábamos nada de los playboys.
Al principio no le conté nada al Fabián de esas jaladas con nuestro amigo. Pero un sábado, que estábamos en mi cuarto, él me preguntó si habíamos hecho algo el Roberto y yo, pues sabía que nos quedábamos a las paraescolares.
Entonces le conté de las revistas y de las ganas que tenía de que nos la jaláramos los dos juntos. Mientras me escuchaba, el Fabián empezó a acariciarme la verga por encima del pantalón y yo le hice lo mismo, sin dejar de hablar. Nos calentamos tanto que pronto estábamos en un frenético sesenta y nueve.
Al terminar, mientras descansábamos abrazados, me animó a dar el primer paso. Yo le dije que lo pensaría y le pedí que no le dijera nada al Roberto de lo que yo le había contado.
Pero fue este quien rompió el hielo, una tarde muy calurosa. Los dos estábamos sentados en su cama, en shorts, habiendo prescindido de camisas, calcetines y zapatos, debido al calor y la humedad extremos. El Roberto estaba mirando mi entrepierna. Su pecho brillaba por el sudor.
–¿Ahora te la jalaste? –me preguntó, con su voz quebrada.
–No –le contesté–. ¿Tú?
–Tampoco.
Esa era mi oportunidad. Debía aprovechar el momento. Me sobé el bulto mirándolo a los ojos.
–Ya la tengo bien dura.
Hubo una pausa insoportable. Y él volvió a romper el hielo.
–¿Quieres hacerlo?
Su rostro estaba sonrojado. Creo que ambos podíamos sentir cómo se nos aceleraba el pulso.
–Ya sabes, juntos. Al mismo tiempo… Lo haré si tú quieres.
–Bueno… –le dije, como no queriendo–. ¿Pero nadie va a venir?
–No. Nadie viene a mi cuarto. Le puse llave. No hay bronca… Además –continuó, con la voz más profunda–, los dos ya estamos duros, ¿no?
–Está bien, si dices que no hay bronca.
Él ya se estaba frotando la parte delantera de sus shorts y yo seguí haciéndolo. En silencio, ambos nos jalamos nuestros bultos, cada uno mostrando al otro que estábamos en lo mismo.
–Vamos a quitarnos los shorts al mismo tiempo, ¿sale? –me dijo.
–Ok –le respondí, despertando de mi trance.
–A las tres entonces. ¡Uno… dos… tres! –y ambos nos bajamos lentamente los shorts, con los ojos clavados en los calzoncillos del otro. Casi podía ver su hermoso pene moverse dentro de su ropa interior.
–Ahora lo demás –se veía que él también estaba ansioso–. ¡Uno… dos… tres! –y nuestros calzoncillos cayeron hasta los tobillos, junto con los shorts.
El Roberto levantó la pierna y se los quitó por completo. Yo seguí su ejemplo y los dejé a un lado.
Mi pene se mantenía firme, al igual que el suyo, apuntando a mi ombligo. Ya se estaba formando una gota de líquido preseminal en la punta de mi verga.
El Roberto empezó a jalárselo y yo lentamente agarré el mío. Nos quedamos en silencio. Solo escuchábamos nuestra respiración, que se hizo más pesada para ambos.
–Ya estoy por terminar –susurró mi amigo.
–Yo también –Eso era cierto. Ya casi acababa. Yo quería terminar primero, era una competencia no acordada.
–¡Argh! –gimió el Roberto, cuando su eyaculación llegó primero. Su pene pareció estremecerse mientras gotas y gotas de leche le bañaban todo el pecho, casi hasta el cuello.
Pronto seguí yo, jadeando también, igualando a mi amigo. Fue glorioso, era todo lo que había estado esperando todos esos días.
El Roberto se recostó en su cama, casi radiante.
–¡Güey… estuvo… bien rico! –dijo, mientras luchaba por recuperar el aliento.
Mi respiración regresaba lentamente. –¡Sí… bien rico…l
Ambos nos acariciábamos nuestras vergas lentamente mientras las erecciones disminuían.
–Vamos a limpiarnos –dijo por fin el Roberto y tomó unos clínex. Nos frotamos y demás, riéndonos mientras veíamos cómo los pañuelos se pegaban a nuestros miembros, se rasgaban y dificultaban el trabajo de limpieza. Finalmente, nos volvimos a poner la ropa.
Una vez que el hielo se hubo roto, repetimos ese ritual durante las siguientes dos semanas, sin aventurarnos nunca más allá de donde habíamos ido, aunque progresábamos a juegos tontos de «quién podría terminar primero» o «quién podría disparar más lejos».
En la secundaria también continuaban las sesiones de la “pandilla puñetera”.
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