Antonio, me domina.
Eres una bola de estrógenos, con esa actitud tan tímida y suave. Y ni hablar de ese culo, redondo y firme, y tu cara afeminada. Tienes suerte de tener pene, porque si fuera un coño, no serías más que mi puta, como todas mis perras que ruegan por mi y que me follo a diario..
Eran las siete con doce minutos de la mañana. Estaba agotado. Llevaba casi veinte minutos esperando en la entrada de la preparatoria. El portero me observaba con desdén, inmóvil tras la reja, como si su mirada fuera suficiente para marcar un muro entre la escuela y yo. Había esperado lo suficiente para saber que era inútil: no me dejaría entrar.
—Ya se lo dije, joven. No puede ingresar con ese cabello tan largo —reprochó el anciano con voz áspera, con ese tono de voz que me irritaba.
Solté un suspiro largo. Ya me lo habían advertido tres veces, pero había seguido evitándome cortarme el pelo. Ahora, finalmente, había llegado al límite: no iba a poder asistir a clases.
Sin decir una palabra, me di media vuelta y empecé a alejarme.
—¡Quiero que busque al barbero más cercano y vuelva de inmediato! —gritó el portero a mis espaldas.
No respondí. Solo seguí caminando, con el cabello alborotado cayendo sobre mi nuca.
Al doblar la esquina, me topé con Antonio. Tenía la piel bronceada por el sol, el cabello rizado enredándosele como si nunca se lo peinara, y un cuerpo sorprendentemente atlético para alguien de nuestra edad. Sostenía un cigarrillo entre los dedos y exhalaba el humo con indiferencia. No era raro que se escapara de clases, pero nunca antes lo había visto fuera del colegio. Me pareció absurdo: él sí podía entrar, y yo no. A veces, las reglas parecían hechas para fallar.
Antonio tenía apenas diecisiete años, pero ya era un dolor de cabeza para los profesores. Fumaba, hablaba con groserías, era testarudo y holgazán. O al menos eso decía todo el mundo. Aunque compartíamos salón, apenas cruzábamos palabra.
No pude evitar su mirada. Me había visto. Caminó hacia mí sin apuro, con esa seguridad desganada que siempre lo rodeaba.
—¿Y tú qué haces fuera de la escuela? —preguntó.
El olor a nicotina me golpeó de lleno. Era fuerte, penetrante, como si llevara años fumando.
—No me dejaron pasar —dije sin ganas, sin mirarlo.
Antonio rió con esa risa burlona que parecía no tomarse nada en serio. Dio un par de pasos más, acortando la distancia entre nosotros. Desde tan cerca, la diferencia de estatura se hizo imposible de ignorar. Era alto, corpulento para su edad. Yo, en cambio, parecía encogerme a su lado. Me sentí ridículo. Patético.
Siguió fumando con tranquilidad, y de pronto sopló el humo directo hacia mi cara. Tosí, irritado, pero él solo sonrió con malicia, como si lo hubiera logrado a propósito.
—A ver, a ver… —dijo, entornando los ojos con falsa curiosidad—. ¿No te dejaron pasar? ¿Y eso?
—Por mi cabello —respondí, casi en un susurro.
Entonces dio un paso más, quedando a pocos centímetros. Levantó la mano y me tomó del pelo, apretándolo en un puño. No dolía, pero su agarre era firme, casi posesivo, y no podía soltarme.
—Es cierto… estás bastante greñudo, ¿eh? —dijo, examinándome como si yo fuera un objeto raro—. Incluso pareces una niña.
No dije nada, pero fruncí el ceño. Antonio lo notó al instante y su sonrisa se volvió más afilada, casi burlona.
—Ah, ya entiendo —murmuró, inclinándose un poco hacia mí—. Te dejas el cabello largo para que tenga de dónde agarrarte cuando te folle, ¿eh?
No supe qué decir. Su comentario me descolocó, como si me hubiera quitado el suelo bajo los pies. Él seguía sonriendo, como si disfrutar de mi desconcierto fuera parte del juego.
Me soltó el cabello, pero su expresión había cambiado. Ahora me miraba distinto, con una mezcla de burla y algo más… algo difícil de descifrar. Antes de que pudiera reaccionar, me tomó del brazo. Su mano era grande y firme, y sin darme opción, me arrastró hacia un callejón angosto entre dos edificios.
El aire allí olía a humedad y cemento viejo. Antonio me miró con sus ojos oscuros, intensos, como si algo estuviera hirviendo detrás de ellos.
—No puedo creer que vaya a hacer esto contigo —dijo en voz baja, casi como un secreto—. Pero tengo tantas ganas que no me puedo controlar.
Mire a Antonio, pude notar que tal vez el efecto de la nicotina ya estaba en su sistema, se le veía raro completamente fuera de si. No entendía si realmente estaba bajo el efecto de algo más, probablemente si, pues de él se decían muchas cosas en el colegio. De pronto me di cuenta que estaba en este callejón asqueroso, con un olor apestoso y el suelo cubierto por alguna sustancia que ya estaba seca. Todo había pasado por dejarme crecer el cabello, algo tan insignificante me trajo a este pozo de mierda.
—Sabes, siempre he creído que tienes el rostro de una niña, y ahora, teniéndote tan cerca, puedo confirmarlo —dijo Antonio mientras desabotonaba mi camisa. Intenté zafarme, pero él era mucho más fuerte que yo. En cuestión de minutos, me encontré en el suelo con él encima de mí. Desde abajo, pude ver su silueta: fuerte, varonil y, sobre todo, posesiva.
Aunque me costaba admitirlo, algo en toda la escena me estaba excitando. No sabía si era el hecho de sentir cómo nuestros cuerpos se iban uniendo cada vez más o la visión de Antonio en ese estado, increíblemente sexy. Mientras desabrochaba mi camisa, Antonio se detuvo un momento, observando mi pecho.
—En serio, ¿de verdad eres un hombre? —preguntó, casi incrédulo—. Tus pezones son enormes —dijo, comenzando a tocarlos torpemente, casi de forma desesperada, sus dedos se movían en mis pezones de forma brusca, lastimándome.
La verdad era que había tenido problemas hormonales durante toda mi vida, lo que había resultado en una leve ginecomastia. Pero allí estaba, presente y evidente.
—Sí, soy hombre —respondí, sintiendo cómo el rubor subía a mis mejillas.
—Eso lo averiguaré pronto —dijo con una sonrisa traviesa—. Quiero ver qué escondes entre tus piernas.
Pronto olvidé que estábamos en un callejón oscuro y frío. Antonio desabrochó mi pantalón con una rapidez que me dejó sin aliento, bajando tanto el pantalón como mis boxers de un solo tirón. Me miró divertido, con una sonrisa burlona en el rostro.
—En serio te llamas hombre, con ese pene tan diminuto que tienes —se mofó—. Creo que es del tamaño de mi pulgar.
Sabía que mi pene era pequeño, pero sus palabras eran una exageración cruel. Los problemas hormonales habían afectado mi desarrollo físico, dejándome con un cuerpo que no correspondía a mis expectativas ni a las de nadie más.
No dije nada; la vergüenza me atenazaba la garganta, impidiéndome responder. Sentí cómo las lágrimas amenazaban con salir, pero me contuve con todas mis fuerzas.
—Con razón todos nos burlamos de ti —continuó, disfrutando de mi humillación—. Eres una bola de estrógenos, con esa actitud tan tímida y suave. Y ni hablar de ese culo, redondo y firme, y tu cara afeminada. Tienes suerte de tener pene, porque si fuera un coño, no serías más que mi puta, como todas mis perras que ruegan por mi y que me follo a diario.
Intenté taparme con las manos, pero Antonio fue más rápido y se opuso con firmeza.
—Hey, no te avergüences, maricón —dijo con una sonrisa cruel—. Pronto conocerás a un hombre de verdad, y te haré sentir como lo que mis ojos me dicen: te haré sentir como una mujer.
Antonio se incorporó y yo también, en un instante, se quitó la camisa, desató el cinturón y se bajó el pantalón. Pude ver claramente la erección que se marcaba en sus boxers blancos. El tamaño de su miembro era impresionante, y solo con verlo detrás de la tela supe que me superaba por varios centímetros.
—¿Disfrutas de la vista, putito? —preguntó, mirándome con ojos llenos de lujuria y deseo. Su voz era un susurro peligroso que me hizo estremecer.
Aparté la vista, pero mi traicionera curiosidad me hizo volver a mirar. Era la primera vez que veía el cuerpo de otro chico que no fuera yo mismo. Antonio se bajó los boxers, revelando su miembro completamente erecto y apuntando hacia mí. Su pene era más oscuro que el resto de su piel, y aunque no era extraordinariamente enorme, más bien promedio, el grosor era impresionante en comparación con el mío.
—Mira, yo soy un hombre de verdad —dijo con una mezcla de orgullo y burla—. ¿Ves mi verga? Las vergas se ponen así cuando ven un coño, y yo te estoy mirando a ti.
Sus palabras me golpearon con una crudeza que me dejó sin aliento, y su mirada lujuriosa no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
—Vamos, no seas tímido —continuó Antonio, acercándose más—. Quiero que lo veas bien. Quiero que sepas como luce un macho cargado de testosterona.
Su voz era baja y burlona, y su aliento de nicotina caliente me rozaba la cara mientras se inclinaba sobre mí. Sentí una mezcla de vergüenza y excitación, algo que no podía controlar.
—Mira cómo se pone por ti —dijo, agarrando su miembro con la mano y moviéndolo ligeramente—. ¿Te gustaría sentirlo? ¿Te gustaría saber cómo se siente un hombre de verdad?
Sentí cómo mi rostro se encendía de vergüenza. No podía responder, no podía moverme. Estaba atrapado bajo su mirada y su cuerpo dominante.
—Claro que sí —respondió por mí, con una sonrisa sádica—. Sabía que te gustaría. Todos los maricas como tú quieren sentir una verga de verdad.
Antonio se inclinó aún más, su pecho desnudo rozando el mío. Pude sentir el calor de su cuerpo, el olor de su sudor y la presión de su erección contra mi pierna.
—Voy a enseñarte lo que es bueno —susurró en mi oído—. Voy a hacer que te sientas como una puta, como la zorra que eres.
Sus palabras eran como latigazos, cada una más humillante que la anterior. Pero, a pesar de todo, había algo en su crudeza que me mantenía paralizado, incapaz de escapar. Antonio sabía que tenía el control y no dudaba en usarlo para su placer y mi tormento.
—Y no te preocupes —dijo, con una risa burlona—. No voy a ser amable contigo. Voy a tomarte como si fueras una puta en la calle. Voy a hacerte sentir cada centímetro de mi verga.
Con cada palabra, su voz se volvía más dura, más despiadada. Y yo, atrapado bajo su cuerpo y su mirada, no podía hacer más que soportar la humillación, esperando que en algún momento todo acabara.
Entre más cerca estaba Antonio, menos podía ignorar su verga. Sin previo aviso, mis manos traicioneras la tomaron. Sentí su pene en mi palma, apenas cabía en ella. Se sentía duro como una piedra y caliente, palpitante de deseo. Antes de darme cuenta de lo que había hecho, Antonio ya me había tomado del cuello con un agarre que, aunque no me lastimaba, me poseía por completo.
—Mira qué rápido te rindes, pequeña puta —dijo con una sonrisa malvada—. Sabía que no podrías resistirte a tocarlo. Eres patético, ¿lo sabes?
Su voz era un susurro amenazante, lleno de desprecio. Sentí cómo mis mejillas se encendían de vergüenza mientras él apretaba su agarre, recordándome quién estaba al mando.
—Tu cara es tan bonita, tan femenina —continuó, sus dedos rozando mi mejilla—. Pareces una maldita chica. ¿Sabes lo que les hago a las chicas como tú? Las tomo, las hago sentir cómo un verdadero hombre puede dominarlas.
—Y tu cuerpo —dijo, su mano deslizándose por mi pecho—. Lleno de estrógenos, blando y suave. No eres más que una puta femenina, una zorra que necesita ser domada.
Sentí su erección presionando contra mi pierna.
—Voy a enseñarte lo que es ser un hombre de verdad —susurró—. Voy a hacer que te sientas como la puta que eres, como la zorra que siempre has sido.
Con cada palabra, su voz se volvía más dura, más despiadada. Sentí cómo mi corazón latía con fuerza en mi pecho, una mezcla de miedo y excitación que no podía controlar.
Su mano se deslizó más abajo, rozando mi abdomen y luego mi ingle. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, una mezcla de miedo y anticipación que me dejaba sin aliento. Antonio sabía exactamente cómo manejarme, cómo hacerme sentir pequeño y vulnerable bajo su dominio.
—Eres mía ahora —susurró, su voz llena de lujuria y desprecio—. Y voy a hacer contigo lo que quiera. Voy a tomarte, a usar tu cuerpo para mi placer, y no hay nada que puedas hacer para detenerme.
Con esas palabras, Antonio se movió, colocándose entre mis piernas. Sentí cómo su erección presionaba contra mí, una amenaza inminente de lo que estaba por venir. Y allí, en ese callejón oscuro y frío, supe que estaba completamente a su merced, incapaz de escapar de su dominio y su humillación.
Levanté la mirada y vi a Antonio observándome con sus ojos oscuros llenos de maldad. Me levantó las piernas con una facilidad pasmosa, como si fuera un muñeco de trapo. Sentí cómo su pene intentaba entrar en mi ano, duro y exigente. Una sensación de invasión total.
—Qué patético eres —se mofó—. Ni siquiera intentas luchar. Sabes que no puedes escapar de esto. Eres mío para hacer lo que quiera.
No dije nada. Apoyado contra la pared y con las piernas en el aire, sentía que, por más que lo intentara, no podía hacer nada. Antonio tenía todo el control.
Se acercó aún más y comenzó a besarme, eso me tomó por sorpresa. No moví los labios ni abrí la boca, lo que pareció molestar a Antonio aún más. Me agarró del pelo con fuerza, tirando de mi cabeza hacia atrás para exponer mi cuello.
—Eres una puta inútil —siseó en mi oído—. Vamos a hacer esto a mi manera.
Con su mano libre, comenzó a acariciar mi pecho, pellizcando mis pezones con fuerza. El dolor se mezcló con una extraña excitación, haciendo que mi respiración se volviera más rápida y superficial.
—Te gusta, ¿verdad? —dijo con una sonrisa malvada—. Sabía que eras una puta en el fondo. Tu cuerpo lo delata todo.
Antonio se retiró ligeramente y se posicionó mejor, su pene presionando con más fuerza contra mi entrada. Sentí cómo comenzaba a empujar, lento pero firme, sin dejarme escapar. El dolor era intenso, pero también había una sensación de placer prohibido que no podía ignorar. Mi cara se empezaba a poner roja por el dolor y placer; mi cuerpo sudaba, sentía calor dentro de mí, sentía calor en mi piel, mis mejillas y mis orejas.
—Mírate —se burló mientras empujaba más profundo, mi ano dejo entrar su pene, sentí como todo su tronco ya estaba dentro de mí, sentí sus huevos chocando en mi culo—. Tan débil, tan sumiso. Eres una puta hecha para ser usada.
Sus embestidas se volvieron más rápidas y fuertes, cada una acompañada de un gruñido de satisfacción. Sentí cómo su cuerpo se apretaba contra el mío, su piel caliente y cubierta de sudor. El olor de su excitación llenaba el aire, mezclándose con el mío propio.
—Dilo —exigió Antonio, su voz llena de lujuria y desprecio—. Dime que eres una puta.
No pude responder. Las palabras se atascaron en mi garganta, pero Antonio no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Me agarró del cuello con más fuerza, apretando lo suficiente para hacerme saber quién mandaba.
—Dilo —repitió, su voz en un grito peligroso—. ¡Dime que eres mi puta!
Finalmente, las palabras salieron de mis labios en un susurro roto:
—Soy tu puta.
Antonio sonrió, satisfecho, y sus embestidas se volvieron aún más frenéticas. Sentí cómo mi cuerpo respondía a pesar de mí mismo, traicionándome con cada movimiento. El placer y el dolor se entrelazaron, creando una sensación abrumadora que me dejaba sin aliento.
—Eres mío —dijo Antonio, su voz llena de triunfo—. Y siempre lo serás. Nadie más te follara como yo. Nadie más te hará sentir así.
Con un último empujón profundo, Antonio llegó al clímax, su cuerpo temblando de satisfacción. Sentí cómo se derramaba dentro de mí, caliente, marcándome como su propiedad. Y allí, en ese callejón oscuro y frío, supe que había sido completamente dominado y humillado, pero también que había encontrado una parte de mí mismo que nunca había conocido.
…
Antes de que pudiera reaccionar, Antonio se había ido, dejando solo el eco de sus pasos en el callejón. Me levanté lentamente, mi cuerpo adolorido y marcado por la brutalidad de lo que acababa de ocurrir. Me sentía desnudo, no solo físicamente, sino también en un sentido más profundo, como si cada capa de mi ser hubiera sido despojada y expuesta.
Mientras me ponía en pie, noté una nota cerca de mi ropa, junto con un puñado de billetes arrugados. La tomé con manos temblorosas y leí el mensaje con ojos llenos de humillación y rabia:
«Esto es para que te cortes el cabello, maricón.»
Las palabras eran como un latigazo, un recordatorio cruel de lo que acababa de vivir. Sentí cómo las lágrimas comenzaban a salir, después de contenerlas durante un buen rato.
Con el dinero en una mano y la nota en la otra, me vestí rápidamente. Mientras salía del callejón, me juré a mí mismo que nunca más permitiría que alguien me tratara de esa manera. Pero, en el fondo, sabía que las cicatrices de esa noche quedarían grabadas en mi alma para siempre.
Excelente relato. como sigue?
Que gran relato, así si da gusto masturbarse.
Como sigue?