CAMINO DE INICIACIÓN
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por dulcehombre.
Éramos cuatro amigos inseparables que andábamos por entre los 8 y los 9 años. Se podía decir que éramos chicos comunes. Ni lindos ni feos. Uno de nosotros era de pelo castaño muy claro, casi rubio. Tenía contextura mediana y no muy alto. Yo era un gordito de cara redonda, piel muy blanca y piernas gruesas casi lampiñas. Los otros dos tenían caras delgadas, angulosas, pelo negro uno ondulado y el otro lacio y duro. Ambos practicaban continuamente el ciclismo y jugaban al fútbol en el equipo infantil del club por lo que perfilaban un cuerpo mas atlético, de piernas lar-gas, duras y fibrosas.
Salvo la excepción de alguno que tendría una prima dócil o muy alzada, el roce con mujeres estaba muy lejos de nuestro alcance. Solo teníamos el recurso del juego por mano propia. Pero la curiosidad y las ganas de ir mas lejos aumentaba según crecíamos. Pasamos de las conversaciones explicativas de cómo era que el hombre se la ponía a la mujer a mostrárnoslas paradas. Seguramente todos los chicos de mi generación –rozo los 65- se informaron de maneras mas o menos parecidas.
Primeros Juegos
Vivíamos en la “calle de las quintas” en las afueras del pueblo. Nuestra infancia y primera juventud transcurrió de modo silvestre. Andábamos en libertad por las orillas del río, por los pequeños bosques nativos de árboles rústicos y bajos que por entonces abundaban por los campos y en los descampados cubiertos de maleza alta y tupida, todos lugares en los que los adultos no veían lo que hacíamos y por ello lejos de su control. Quizá fue ese espacio de reserva dentro del que nos movíamos lo que animó a uno de los cuatro a proponer que nos fregáramos entre nosotros pero con las ropas puestas. Uno debía ponerse de rodillas para que el otro lo empalmara. Luego cambiaba el puesto. Lo entendíamos como un “juego de mentirita” pero nos resultó tan provocador y sugerente que lo repetimos durante todas esas vacaciones. En invierno los encuentros al aire libre eran espaciados y dentro de la casa de alguno de nosotros resultaba difícil hacerlo.
Al verano siguiente reiniciamos otra ronda de juegos y refregones. Habíamos crecido y también aumentado nuestra confianza íntima por lo que al paso de los prime-ros días ya nos permitimos cambios. Hicimos una “chocita” dentro de unos yuyos altos y pusimos pajas secas sobre el piso. Allí se acostaba de panza el que debía quedar abajo. Fue por ese tiempo en el que comenzaron a sospecharme mariquita. Comencé a proponerme para primer “montado” y muchas veces levantar el culo sin que me lo pidan. Es que así sentía mejor el roce y fregado del bulto y de la verga dura. Dejaba que repitan las subidas dos y a algunas veces tres veces por cada uno. A mi turno solo devolvía una a cada uno y muchas otras nada. Años después entendí que en realidad todos disfrutaban cuando estaban abajo.
El Secreto
Pero la verdad era que mi gusto por esas sensaciones y en especial por la del con-tacto con una verga tenía un despertar anterior a esta segunda etapa de nuestros juegos. Lo mantenía en absoluto secreto y bajo ninguna circunstancia hubiese querido que se conozca. Hoy lo contaré por primera vez.
Había comenzado un año y medio antes cuando una tarde de domingo se disputaba un partido de futbol entre el equipo del club del pueblo con su clásico rival del poblado vecino. En el entretiempo se atestaron los servicios sanitarios por lo que decidí esperar para mear ya reiniciado el segundo tiempo. Como buen baño de club pobre era un espacio precario, reducido, húmedo, con suciedades viejas y el infaltable olor a pozo de cloaca. Entré cuando salía el último de ese momento. Me des-cargué en el mingitorio del final. En eso ingresó un tipo de unos 40 años al que al-guna vez había visto pasar caminando por la calle que corre hacia el río por detrás de nuestra quinta. Mientras lidiaba tratando que el cierre pase por donde faltaba un diente, el tipo se encaminó al mingitorio vecino pero antes de girar hacia la pa-red comenzó a mostrarme la verga. No podía impedir que la curiosidad me domine. Me pareció que la tenía gigante. Y para mi edad lo era. Subí la vista y lo encontré atento a mis gestos. Me sonreía con amabilidad y con la mirada me invitara a que se la siga apreciando. No le decía nada ni intentaba retirarme. Tiraba del cierre como insinuando que solo me detenía allí la dificultad para cerrarlo.
En ese momento oímos que venía gente acercándose. Hablaban y gritaban cruzando bromas. Antes de que entren ya me lavaba las manos frente a la pileta. El meaba mientras respondía algunas burlas. Sin duda se conocían. Me demoraba pero uno quedó esperando desocupe el lavatorio. Salí afuera sacudiéndome el agua de las manos. Cuan-do me paré junto al alambrado de la cancha caí en la cuenta de que seguía con la bragueta abierta. Me dio vergüenza y regresé por el camino que lleva al baño. Lo encontré volviendo junto a los tipos del meadero. Cruzamos una mirada firme y fi-ja. Era una silenciosa confirmación de complicidad.
El jueves siguiente estaba en la parte trasera de la quinta junto al camino por don-de alguna vez lo había visto pasar. Andaba por debajo del antiguo cerco de ligustros y pinos que fueran plantados unos 50 años antes para delimitar el perímetro. Ahora también resguardaban de miradas. Cuando salté a la calle desde el borde de los árboles lo vi venir caminando por la cuneta profunda que servía de cause a las abundantes aguas de lluvia. Caminé unos metros y subí para quedar sentado en el borde del camino. Quedé rodeado de ramas bajas de pinos y con la espalda apoya-da sobre una vieja pila de ladrillos que alguna vez fueron llevados para construir algo que nunca se hizo. Estaba fuera de cualquier posibilidad de ser visto desde mi casa u otro lugar de la quinta y semi oculto para quien pasara por el camino. Él me había visto y cuando llegó a donde yo estaba, también subió. Se sentó en un tronco caído sobre el piso y quedó mejor escondido que yo. Preguntó mi nombre y sin esperar la respuesta comenzó a desprenderse y a sacarla. Le contestaba mientras el la desplegaba para que la mire y admire en todo su largo. Me ordenó tocarla. Me acerqué y me senté al frente. Nunca se me ocurrió desobedecerle.
Mirá como se me para dijo mientras le crecía en mi mano. Se estiraba la piel al tiempo que aparecían e hinchaban las líneas azules de sus venas. Asomaba la cabe-za brillando y estirando su ranura como en una sonrisa leve. Me embriagaba la sensación de sentirla latiendo y creciendo. Estaba dura, bien parada y caliente. En mi inexperiencia y curiosidad la apretaba y soltaba como si fuese de goma. Indicó que la agarrarla con la otra. No la solté y sumé la otra mano envolviéndole la cabeza.
Dentro de mí bullían emociones que no podía describir pero me impulsaban a seguir ingresando a ese espacio misterioso y cubierto por una niebla que no dejaba ver pero tampoco atemorizaba. La curiosidad también me empujaba en ese avance a ciegas. Confiaba y no resistí ninguna de sus indicaciones. Tomó mi mano y la hizo subir y bajar agarrada del cuero. Comenzaba mi primera lección de cómo debe dar-se una buena paja. El calor brotaba en mi cara. Hoy no podría decir si era pura calentura o porque también me estaba desvergonzando. Seguramente tendría cache-tes y orejas coloradas. Nos interrumpió el grito con mi nombre llamándome a tomar la merienda. La guardó rápidamente y quedó en silencio. Regresé corriendo a la casa. Llegué con la cara enrojecida. No sería solo por la carrera. Me senté a la mesa sin lavarme las manos. Cada vez que la acercaba a mi cara se la olía en mis dedos.
Creando la Fama
Fue en esos días cuando comenzaron a gustarme mas esos juegos de roces los tres amigos. Terminábamos haciéndonos una paja propia. Todavía no largábamos leche pero nos daba gusto sacudirla hasta la cosquilla del final. Pero yo prefería la primera parte que era la de tenerlos arriba pasándome sus palos duros por el culo y la raya. Haber dejado que me monten varias veces había sido el germen de las sospechas pero es que estaba descontrolado. Por esos días hacía doble turno. A la tarde con los amigos. De noche con el hombre de la verga. Me caliento de solo recordar-lo.
La idea de que era puto finalmente se completó y divulgó cuando uno de nosotros que se comportaba como alfa pero en realidad el tiempo demostró que era “infra –dotado” (de materia gris) propuso que me baje los pantalones para pasarme el bulto sobre el culo desnudo. Acepté entendiendo que entre todos nos haríamos lo mismo. Me acosté de panza con el pantalón en los tobillos. Cuando se puso arriba descubrí que también se había desnudado. Sentí su pija recorriendo mi raya. Pro-testé pero aseguró que no me pasaría nada. Los otros dos miraban en silencio. La punta subía y bajaba dejándome una sensación nueva y agradable. No lo rechazaba. Se detuvo en alrededores de mi hoyo y empujó pero no me encontró. Insistió otras veces. Me indicó que levante el culo y la calzó en la puerta. El empujaba. Yo me cerraba. No quería que intente entrar. “Dejarse coger de verdad” nunca estuvo en nuestros acuerdos y no me gustó que lo intente por la fuerza. Con mi resistencia se dañaba y me dañaba. Pedí que deje y me moví hacia un costado como para sacármelo de arriba. Los que miraban terminaron de hacerlo reclamando su turno. Siguió el otro deportista. Tampoco pudo embocarme pero se dio el gusto de acariciarme un buen rato con su verga dura. Volví a disfrutar de la sensación. En algún momento me tenté en recibirlo. Pero no lo hice. El último de mis amigos no quiso subirme.
Me enojó muchísimo cuando ellos se negaron a sacarse sus pantalones para que los monte yo. Me habían engañado. Me sentía traicionado por mis íntimos. Humillado e indignado me fui insultándolos y asegurando que nunca volvería a estar con ellos. Cumplí. Pero pagué un precio muy alto. Los dos que me habían refregado piel a piel contaron “que me habían cogido sin pantalones.” Desde entonces pasé a ser un putito público.
Con la braza en la mano
La verdad no estaba tan lejos porque seguía disfrutando en mano de la verga de cada noche. Nos encontrábamos en el mismo lugar de la primera vez pero un buen rato antes de la hora de la cena y cuando ya todo estaba a oscuras. Nadie me veía ir ni a él andar rondando. Pasé de frotarlo a mojarle la cabeza con los dedos ensalivados para facilitar y suavizar el bombeo. Me quedó para siempre la memoria de su sabor. Indicaba los movimientos y las velocidades que debía llevar hasta alcanzar el punto de lanzamiento de su leche. A veces me tocaba el culo por debajo del pantalón y pasaba el dedo por el canal. También jugaba con su dedo en el hoyo. Otras agarraba mi verga parada para sacudirla en clave de paja. No me llevaba hasta el final. Como antes dije, por entonces no volcaba. También me enseño a acariciarle los huevos y tocarlo calentándolo despacio o me sentaba en su falda para ponerla entre mis piernas desnudas o con la verga bien dura acariciaba mis muslos, mi culo o pasaba la punta por mi cara. Siempre acepté callado y sumiso. Solo quien así lo vivió puede entender lo delicioso de las sensaciones que produce lo aquí cuento.
Otras veces pedía le moje con saliva la punta y él la presentaba en mi hoyo. También escupía él y sentía su gruesa gota tibia deslizándose por medio de mi culo. Después la arrimaba dándome cosquillas. Pasaba varias veces por todo el largo de mi ranura. Si se detenía en mi agujero me inclinaba ofreciéndoselo. Presionaba suave pero jamás intentó forzarme. Seguramente disfrutaba de mis pajas y de las caricias de verga y no habrá querido lastimarme ni provocar mi reticencia o desconfianza. Quizá me veía muy niño o muy estrecho. No puedo explicar con certeza sus razones. Otro no me hubiese perdonado.
Por todo ese verano mi triunfo era llevarlo a la descarga y dejarlo en estado de relajación. Fue un tiempo delicioso e irrepetible de sexo prohibido y secreto. Después se mudó a trabajar en el campo. El recuerdo de su braza en mi mano me quedó en la memoria para siempre.
—————————————————————————————————————————————————————————
Pasé a estar en boca de todos. Algunos conocidos me eludían. Los muchachos de los grados mas altos o del secundario eran mas avispados y se acercaban con discreción y no se burlaban de mi condición de “putito” ni me invitaban de forma directa. Pero cuando alguno me alcanzaba por detrás en el cine o por algún lugar oscuro, me arrimaba o me tocaba con disimulo. Aunque me apasionaba y calentaba recibir y dar toques y manoseos de ocasión manteniendo la reserva y disimulo no quería que puedan decir que “me lo habían hecho” o “que me habían visto”. Claro que alguna vez me venció el deseo de tener algo en mano o sobre mi trasero. En esos momento me decía que cualquier cosa que se comentara no agregaba mucho a todo lo que ya tanto se había sido dicho.
Andaría por los 12 años cuando cedí a la tentación y convine encontrarme discretamente con alguien mas grande que yo. Todo empezó una noche de carnaval cuando alguien que estaba en el último año del secundario me apoyó el bulto en medio de un amontonamiento que los compradores de sandwichs y gaseosas formábamos frente al buffet. Casi de madrugada nos escondimos detrás de un camión donde le hice una paja. Cuando sinceró sus apetitos me agarró la pija. Me invitó a encontrarnos otra vez. Unos días después fuimos a un lugar cercano al que frecuentaba con mis amigos de la iniciación. Las sacamos y nos tocarnos. Quiso hacerse la paja entre mis piernas. En un árbol con el tronco dividido en dos ramas me apoyé en la mas baja. La puso en la parte gruesa de mis muslos y la apreté. Apenas lo sentía pero él comenzó a moverse como si me cogiera. No me calentó tanto el roce de su pija como sus embestidas, su calor, su fuerza. A veces me tocaba y se encontraba mi verga al palo. En un momento me inclinó bastante y empezó a bombear con rabia hasta el derrame. Mis piernas chorreaban leche. Me limpié con la mano. La piel parecía engomada. Me di vuelta y me senté en el tronco. El me hizo una paja. Saltó mi leche al mismo momento que di un gemido. Quiso saber si nos podíamos encontrar para coger. Respondí que no me dejaba. Entonces me preguntó porque todos decían que era puto. Le conté que venía de una mentira. Lógicamente no me creyó.
Con otro de los mas grandes nos relacionamos en las clases de basquet. Caminábamos juntos de regreso y una noche propuso que nos hagamos la paja en una tapera abandonada que cruzábamos en nuestro camino. Nos hicimos una cruzada. Me calentaba su pija larga. Me hacía llegar con muy poco trabajo. Yo en cambio bombeaba un buen rato. Lo repetimos muchas veces y otras tantas debí responderle que no me dejaba coger porque no era el puto que decían.
Del antiguo grupo de los cuatro se me acercó aquel que el día de la ruptura no me había querido montar. Explicó que no solo nunca dijo nada a nadie sino que no aceptó subirme porque se dio cuenta que estaban de acuerdo entre ellos desde antes. El plan era no solo no devolverlo sino intentar cogerme. Calculaban que me dejaría. El tampoco volvió a juntarse con ellos. Desde entonces mantuvimos una amistad discreta. Nos unían secretos compartidos como el gusto y las ganas de intercambios “mano a mano”. Vivía a menos de cien metros de mi casa y me visitaba. Regresamos a las conversaciones íntimas. Habíamos crecido y ambos teníamos gusto por estar hombre con hombre. Por entonces los padres viajaban seguido. Nos escondíamos en una pieza de trastos del fondo de su casa y de parados nos acariciábamos. El ida y vuelta sin ropas comenzó a ser un trato secreto que cumplimos.
Mi fama no paraba. Varias veces se acercaron hombres grandes para convidarme. Otros mas sutiles me invitaban a su casa o a dar un vuelta en automóvil. Otro alguna vez se caminó al lado mío y mientras ponía su mano en mi culo me decía que crucemos hasta un descampado. Todos esos “acercamientos” fueron rechazados con insultos en voz viva. Era mi forma indirecta para vilipendiar al hijo de puta que hizo públicos nuestros juegos.
A mis trece años el mote de putito era infrenable y si bien de palabra “todos me habían cogido”, con una sola excepción, por cierto nadie lo había hecho.
El que finalmente llegó a convencerme fue un primo que andaba por los veintidós. Estábamos en la cochera de su casa. Era un tipo amable, seductor y por sobre todo convincente y un gran manipulador. Conversando sobre sexo me llevó a una calentura extrema y en un momento preguntó si me gustaría agarrársela. Contesté con un gesto de hombro, como dudando pero sin rechazarlo. Seguro sabía de mi fama.
Fuimos hasta el asiento trasero del auto de sus padres. Era un Chevrolet del año 39, negro, de asientos espaciosos. Nos sentíamos escondidos donde nadie nos encontraría. La sacó y no me impresionó por su tamaño pero me calentó mirarla parársele en la mano. No era grande comparada con la de mi maestro de pajas clandestinas. Empujó lenta y firmemente mi cabeza para abajo como si yo supiera o me gustara chuparla. No quería y en el camino torcí la cabeza. Quedé apretándola contra mi mejilla. Volví a tener una en cara y a oler el sexo pegado a mi nariz. Ya el no me sujetaba ni yo me escurría. Me invitaba a ponerla dentro de la boca. No lo acepté. Me convenció para que le de besos cortos de labios cerrados. Lo hice y me gustó. Guiaba el recorrido llevándome desde la cabeza hasta el tronco y volviendo a subir. Después me condujo hasta las caricias de sus huevos y seguía pasándome la pija por la cara. Mi calentura llegaba al cielo.
De un mueble desvencijado donde guardaban herramientas y repuestos viejos sacó un pote cerrado. También trabó la puerta de la cochera para que nadie entre. Nunca venía gente pero la prevención me dio comodidad. Me pidió que saque mis pantalones y me acueste con medio cuerpo sobre el asiento trasero. Quedé con la cabeza en dirección a la otra puerta del auto y la mitad desnuda para ser abordado desde afuera. Sentí su dedo poniéndome una pasta fría. Me explicó que la glicerina me haría disfrutar. Untaba y masajeaba el aro con maestría. El gusto que me daba ser hurgado me emputecía y me llevaba hacia el deseo de entregarme. Estaba asumiéndome como un puto ante quien mostraba que sabía como hacerlo. Me recorrió en redondo y sin darme cuenta venció la tensión de mi aro de cuero e ingresó el dedo sin forzarme. Sostuvo el vaivén hasta encontrarlo dócil, flexible, receptivo. Esta vez sentía un placer que me dominaba, que me invadía. Era yo quién dejaba y aceptaba que lo haga. En un momento reemplazó el dedo por la punta de su verga.
El mismo recorrido y muy suaves embestidas. Insistía con amabilidad y mucha paciencia. Empujaba justo en el centro pero sin forzarme. Nunca había experimentado tanto gusto. Puso de nuevo glicerina haciendo entrar el dedo bien cubierto. Volvió a ponerla en puerta y esta vez entró la punta de la cabeza sin forzarme. Dos o tres entradas y salidas fueron bien recibidas porque las facilitaba la lubricación. Luego comenzó a empujar y enchufármela. Me llenaba el culo y en un momento dí un brinco. Volvió al saca y pon hasta que me encontró entregado de nuevo. Volvió con mas crema y parecía que me pajeaba con el dedo. Tanta que parecía que brotaba del agujero. También me masajeaba el tramo que separa el culo de los huevos. La calentura y la entrega alcanzaban extremos inesperados. Recibí de nuevo un empuje de su verga. Colmó el agujero. Comencé a sentirla enchufarse dentro mío y en un momento me partió un ardor de latigazo. Dí un grito. El dolor quedó pero mas sordo. Se detuvo diciendo aguantá que pasa, pasa, pasa mientras se movía muy despacio entrando y saliendo como agrandándome el agujero.
El dolor por momento me enmudecía e intentaba expulsarlo como si quisiese evacuarlo pero entraba. Dejé de resistirlo y comencé a tolerar su invasión. Primero lo aguantaba. Luego acepté y en un momento caí en la cuenta que me estaba inaugurando, que tenía una verga adentro. Fui calmándome, recibiéndola en una cadencia suave en un lento entrar y salir. Una sensación distinta, única, incomparable de tal intensidad que se sobreponía a todos mis otros sentidos. Estaba desbordado de verga. Descargó toda la leche adentro. Bufó vencido arriba mío. Se desenchufó despacio. Quedé tirado en el asiento con el aro abierto. Volvió cierto dolor. No sabía si levantarme o descansar. Fue hasta un excusado y se limpió. Trajo papel higiénico para mi. Cuando me senté me dolió fuerte y cayó algo de leche. Me limpié de nuevo. Luego pasamos alcohol por el asiento. Seguía sintiendo dolor de culo. Me puse un poco de papel en el calzoncillo a la altura del hoyo y los subí junto a los pantalones. Hablábamos poco. Me preguntó si era la primera vez. Le dije la verdad. Me prometió que me gustaría. Y así fue. Me atendió por un buen tiempo.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!