Club de Hombres
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Había llegado el día. Mi tío llevaba hablándome de ello desde hacía semanas y, según él, ya estoy preparado para convertirme en un hombre.
Fui educado en colegio catolico, como todos los de mi familia, la característica es que es de varones solamente.
Mi tío era uno de esos hombres que donde se le pone algo en la cabeza no para hasta cumplirlo. Él no tiene hijos y es como que me adopto de alguna manera, yo heredaria todos sus bienes. Pero, para eso, como he oído desde que era apenas un niño, hacía falta que me convirtiera en un hombre.
Yo acababa de terminar mis estudios. Estaba a punto de cumplir diecinueve años. Me había licenciado con excelentes calificaciones y estaba comprometido con Barbara Fairchild, un matrimonio que no solo me proporcionaría bienestar sino que además me ayudaría a subir en la escala social, que era mi verdadero objetivo.
Así que, aquella noche no podía estar más nervioso. Aquella noche me convertiría en un hombre, pero no tenía la menor idea en cómo iba a ser. Dudaba mucho que fuera como hacían las clases más bajas, yendo a los burdeles de mi ciudad. Entre la clase alta estaba mal visto el frecuentar aquellos lugares. Aunque era cierto que la mayoría de los jóvenes habíamos acudido a ellos en más de una ocasión, pero en secreto, claro, siempre en secreto. Mientras mantuvieras las apariencias, todo estaba bien. Era mejor parecerlo que serlo.
Por eso me moría de curiosidad. No sabía dónde pensaba llevarme mi tío, pero me había advertido de que me vistiera con mis mejores galas. Y lo hice.
Cuando llegué abajo, mi tío ya estaba esperándome y lucía tan espectacular como esperaba, es realmente un hombre hermoso de cuerpo muy bien trabajado y unos ojos verdes espectáculares.
—¿Preparado, hijo? —me preguntó con una sonrisa de dientes blancos.
Simplemente asentí con la cabeza, pero dentro de mi el miedo me consumia.
Ambos nos subimos al auto y mi tío le dio instrucciones al chofer. Después, se sentó frente a mí y me miró con condescendencia, con aquella mirada clara con la que siempre me había observado desde que era pequeño.
—¿Estás nervioso, hijo?
Sus ojos verdes brillaban con anticipación.Yo miraba aquella barba morena, con alguna cana, y me sonreía a través de sus labios carnosos y rosados, haciendome olvidar de todo el miedo.
Mi tío siempre fue un hombre digno de admiración: por su porte distinguido, su compostura, por su elegancia, su educación refinada y saber estar. Era un hombre inteligente que había sabido utilizar la fortuna que había heredado invirtiendo en buenos negocios y había ganado más dinero del que tenía en un principio, lo que le había otorgado clase, distinción y reconocimiento social. Sus rasgos habían hecho suspirar a más de una dama y de seguro a unos cuantos caballeros, aun, a pesar de no ser un jovencito, seguían haciéndolo. Su voz era grave y masculina, como se esperaba de un hombre como él. Hablaba muy despacio, para hacerse notar. Y, siempre que iba a decir algo importante, se lamía imperceptiblemente sus labios, haciendo que quedaran brillantes a la vista. Como acababa de hacer antes de hacerme aquella pregunta.
—Un poco… —reconocí.
—No te preocupes. No será… difícil —me contestó.
Cuando el auto se detuvo y bajamos a la calle, el frío de la noche nos dio de lleno en la cara. Hacía viento, así que cuando levanté la cabeza y descubrí dónde estábamos, me quedé sorprendido: Estábamos cerca del centro de la ciudad, en la puerta de uno de los edificios eblematicos de aqui. La puerta del club de hombres.
Jamás habría imaginado que me fuera a llevar allí. Aquellos clubs eran selectos. No eras nadie dentro de la sociedad si no pertenecías a uno. Los había de todo tipo y condición: desde clubs deportivos, o clubes políticos, hasta clubes para artistas y escritores. Aunque, en realidad, los clubes eran un lugar para hombres donde escapar de las tonterías hogareñas de sus mujeres ya que estas, por supuesto, tenían vetada la entrada. Para entrar había que pagar una exagerada cuota y, por supuesto, el club al que pertenecía mi tío era el más selecto de todos. No tenía ningún objetivo en concreto pero era de todos sabido que la flor y nata de la sociedad pertenecía a él. Me llenó de orgullo que mi tío quisiera inscribirme.
Me miró, me apretó el hombro y entramos dentro.
Nada más entrar, un empleado nos quitó los abrigos con mucho cuidado y, después de recibir un nuevo apretón en el hombro y una nueva mirada de complicidad por parte de mi tío, entramos en el salón.
Al principio me costó un poco reconocer a quién había dentro. Me lloraban los ojos por el humo de los habanos que todos los hombres que había esparcidos por la habitación estaban fumando. El fuego crepitaba en un rincón y, al momento, sentía que me sobraba toda la ropa, pero debía mantener la compostura y comportarme como el digno sucesor de mi tío.
El salón, completamente revestido en madera, con cuadros de Turner y esculturas de Howard; los sofás y asientos, tapizados en cuero marrón y una tenue luz, unido a la atmósfera de niebla azulada por efecto del humo, tenía un aspecto serio, regio, masculino. Me sentí inmediatamente atemorizado ante aquellas presencias, pero, de nuevo, carraspeé y di un paso al frente, hacia mi tío, que estaba saludando a unos caballeros que no conocía.
A su derecha, un hombre bien parecido aproximadamente de la edad de mi tío, le estaba estrechando la mano. Era rubio y su bigote estaba perfectamente recortado, como el de todos los demás (la etiqueta era fundamental en aquellos clubes). Sonreía más con sus ojos verdes que con la boca y parecía un hombre afable. En seguida me cayó bien. A su lado, un joven más o menos de mi misma edad, igual de rubio que el hombre que saludaba a mi tío, con una piel blanca como la porcelana y unos ojos tan verdes que evidenciaban que era hijo del primero. Parecía tímido, se escondía detrás de su padre y miraba a su alrededor con el temor de un muchacho pequeño. Le sonreí y saqué pecho. No quería parecer tan asustado como él.
—Este es mi sobrino, Fabricio —dijo mi tío agarrándome por el hombro y acercándome a ellos. Al escuchar mi nombre, «Fabricio», me puse alerta y le tendí la mano al caballero—. También ha llegado su momento, como el de su hijo Eduardo (hijo de un empresario respetable Martín Risso)
—Efectivamente, amigo —Martín me tendió la mano—. Ha llegado el momento en que nuestros muchachos se conviertan en verdaderos caballeros, en auténticos hombres. Como nos tocó a ti y a mí hace ya algunos años, ¿verdad? —le respondió a mi tío con un guiño de complicidad.
—Espero que estén a la altura —comentó de nuevo mi tío apretándome el hombro con cariño.
—Son sangre de nuestra sangre. Lo estarán.
En ese momento, se acercó a nosotros otro caballero acompañado de un joven que también tendría mi edad. Sin embargo, las diferencias entre Eduardo y el nuevo muchacho no podían ser más evidentes. Mientras que Eduardo tenía el cabello tan rubio que chispeaba ante la luz, el cabello del chico nuevo era oscuro, muy moreno. Igual que su piel, que parecía cincelada por el mismo Miguel Ángel, sin una sola grieta, sin una sola arruga. Podría haber sido la mismísima encarnación de su David, al que pude admirar en mi visita a Florencia. Aquella piel parecía tan suave y fina al tacto como la de una señorita. Sus cejas estaban pobladas, y de cabellos rizados. Su sonrisa contrastaba con el resto, blanca, refulgente, brillante. Pero, sobre todo, era en la actitud en la que más se diferenciaba de Eduardo, porque mientras Eduardo parecía un niño asustado que miraba a todo lo que había a su alrededor con ojos pequeños y nerviosos, el chico moreno parecía estar de vuelta de todo. Le superaba en tamaño y no pude evitar mirarle con cierto desdén. En esta sociedad, los únicos hombres corpulentos eran los hombres del campo o del ejército, no estaba bien visto ni llevar la piel tan bronceada ni disponer de una colección de músculos tan evidentes que eran capaces de dibujarse bajo la ropa que llevaba puesta. Sin embargo, el color de sus ojos, tan azules como los del mar, desvelaban su linaje: era un Doyle, una de las familias con más abolengo de toda la ciudad.
—Amigos —Facundo Doyle se acercó a mi tío y a Martín Risso—, les presento a mi hijo, recién llegado de Miami —por eso su piel tan oscura y tan bronceada, Claudio se llamaba el muchacho.
—Un placer, caballeros —El encantador Claudio era de modales delicados pero al mismo tiempo masculinos, tal cual reflejados en la reverencia que acababa de hacer, acompañada de aquella sonrisa pícara y burlona que parecía indicar que se sabía superior a todos nosotros, y en la forma que tenía de sostener y fumar el habano—. Es un honor que se me haya invitado a compartir club con ustedes en este día. Espero estar a la altura de las circunstancias.
—¡Por supuesto que lo estarás, muchacho! —su padre le dio un manotazo en el hombro—. ¡Por supuesto que lo estarás!
Mi tío me presentó y traté de mostrarme tan arrogante como él, no quería parecer tan pusilánime como lo estaba pareciendo Eduardo Risso. Le tendí la mano y se la apreté con fuerza, mirándole a los ojos. Él me devolvió el apretón, sonrió de nuevo con picardía y pude apreciar que sus ojos lanzaron un destello de competición.
—Vaya —dijo—. No pensaba que fuera a conocer al señor Fabricio Suarez. Son muchos y muy conocidos sus logros en el colegio. Un verdadero placer conocerle.
—Gracias —le respondí con una sonrisa algo forzada porque no podía evitar que Claudio me intimidara de algún modo—. Para mí también es un placer. Es usted toda una celebridad. Espero que me cuente después anécdotas de su viaje por Estados Unidos, señor Doyle. En el colegio nos llegaban con cuentagotas sus noticias y espero conocerlas de primera mano.
—Señores —el padre de Claudio nos interrumpió—. Espero que prueben uno de estos deliciosos habanos que mi hijo Claudio ha traído de la mismísima Cuba para la ocasión.
—¡Estupendo!
Mi tío tomó uno, así como Martín Risso. Eduardo parecía mirar la caja de madera tímidamente, así que, como parecía no decidirse y no quería quedar como el pelele de la noche, tomé mi ejemplar, me lo llevé a la nariz y aspiré su aroma. Realmente era de buena calidad, así que asentí con los labios fruncidos. Mordí uno de sus bordes para permitir el paso del aire, lancé al suelo lo que había quedado en mi boca y me lo puse entre los labios tan solo segundos antes de que Claudio encendiera un fósforo y, mirándome fijamente a los ojos, me lo encendiera.
El habano tardó un par de minutos en encenderse por completo y, en su transcurso, Claudio no dejó de mirarme directamente con aquellos ojos azules tan brillantes. No supe por qué, pero mis piernas temblaron al sentir su mirada y me recorrió una sensación cálida desde la boca del estómago que se extendió por todo mi cuerpo. No supe identificar si era por el humo del cigarro o por su mirada, pero no dejé que se me notara. Yo también podía ser igual que Claudio y tener su clase y su porte.
Cuando se separó, noté que el calor que había sentido mermaba, pero tuve la necesidad de aspirar del cigarro habano con fuerza. Necesitaba otro calor que sustituyera al anterior.
Jamás me había sentido tan extraño en mi vida.
Me serví un vaso de cognac y me lo bebí de un golpe. Normalmente el cognac se bebía con la misma lentitud con la que se fumaba el habano. No había dos sabores que combinaran mejor, pero tuve la imperiosa necesidad de hacerlo para aplacar aquellas sensaciones.
En ese momento, ante una señal de mi tío, tal y como se nos había comunicado segundos antes, tanto Claudio como Eduardo y yo, nos pusimos detrás de él: Iba a comenzar nuestra presentación en sociedad.
—Señores —empezó mi tío dirigiéndose al resto de jóvenes y caballeros que había repartidos por la habitación, algunos de pie, otros elegantemente sentados en los sofás o en los sillones, todos disfrutando de su cognac y de su habano—. Como todos saben, hoy es un día grande para los miembros de este club ya que estamos prestos a recibir a tres nuevos miembros —mi tío se volvió y nos miró—. El primer candidato es el hijo de nuestro amigo Doyle, Claudio Doyle —Claudio y su padre dieron un paso al frente. La mano de su padre descansaba sobre el hombro de Claudio y ambos sonreían mientras el resto asentía a la proposición—.
El segundo es Eduardo Risso —Eduardo y su padre dieron también un paso al frente mientras todos les mirábamos. Eduardo, como siempre, miraba atemorizado a la multitud como si no quisiera estar ahí—. Y, finalmente, es un placer para mí que haya llegado este día —suspiró, me miró, y yo le sonreí—. Como todos saben no tengo hijos, asi que mi sobrino Fabricio, es como si fuera el mío propio, ya que dios no nos concedió ni a mi esposa ni a mí la bendición de descendencia. Con el paso de los años he llegado a quererle como si se tratara de mi propio hijo y, hasta ahora, no ha decepcionado una sola de las expectativas que tenía puestas sobre él. Por eso, ha llegado el día de que mi sobrino, Fabricio Suarez, carne de mi carne y sangre de mi sangre, se una a nuestro club. Acércate, hijo —mi tío me miró con una sonrisa y me hizo una señal para que me acercara. Yo di un par de pasos y me puse junto a él, frente a nuestra audiencia.
No dijo nada más. Volvió a mirarme y me apretó de nuevo el hombro en aquel gesto de complicidad que se había convertido en uno tan característico entre los dos. Sus ojos azules, iguales a los míos, me observaban con atención. Al mismo tiempo, su boca de labios carnosos enmarcada en aquella barba tan cuidada, ribeteada de hebras de plata, se curvaba en una sonrisa de orgullo. Se relamió y, entonces, le dio una profunda, profundísima calada a su habano. Después, sostuvo mi cabeza con ambas manos y acercó la suya. En esos momentos mis ojos se abrieron desorbitadamente: jamás había estado tan cerca de un hombre en mi vida. Nuestros alientos se fundían. Nuestras bocas estaban apenas a unos milímetros, el corazón me bombeaba con fuerza y era incapaz de adivinar qué vendría a continuación.
Pero no tuve tiempo para pensarlo porque, de pronto, mi tío me besó en los labios delante de todos.
Al principio, no supe qué estaba pasando. Tenía los ojos fuera de mis órbitas, pero mientras mi tío se acercaba a mí para besarme pude captar cómo Claudio sonreía con autosuficiencia y cómo Eduardo se llevaba las manos a la boca en un gesto de sorpresa y miedo mientras que el resto de los presentes en la sala ni se inmutaban, como si supieran de antemano para qué habíamos venido. Aunque, claro, era evidente que lo sabían.
Después, cuando sentí los labios de mi tío sobre los míos, no supe ver nada más. Lo único que sentía era la textura suave de sus labios, el cosquilleo de su barba sobre mi piel y el tacto de su lengua tratando de hacerse paso lentamente hasta el interior de mi boca. La abrí, no podía hacer otra cosa. Y cuando su lengua entró, también lo hizo el humo del habano, que había entrado segundos antes en la boca de mi tío a través de aquella calada profunda que había dado al terminar su discurso.
Creí marearme, porque tomé aire e inhalé parte del humo. Y todo el mundo sabe que jamás debe inhalarse el humo de un habano. Sin embargo, el mareo era por algo más, no solo por el humo. La impresión de estar siendo besado por mi tío era demasiado grande como para mantenerme en pie. Pero algo dentro de mí impidió que me cayera. Supongo que era el orgullo. No quería hacer el ridículo delante de todos. Si para eso habíamos venido aquí, que así fuera. Deseaba con todas mis fuerzas ser un orgullo para mi tío, que era como un padre para mí. Así que me dejé besar por él.
Su lengua se hizo paso finalmente hasta dentro de mi boca, y sin soltar mi cabeza, comenzó a acariciar la mía. Fugazmente, nuestras miradas se cruzaron y, al sentirlas tan cerca, me encontré mucho más tranquilo. Entrecerró sus ojos y me dejé llevar. Era mi tío. Confiaba en él por encima de todas las cosas. Si estábamos haciendo aquello, era porque era necesario. Por eso, comencé a mover yo también mi lengua al ritmo de la suya, en el interior de mi boca, acariciándosela del mismo modo en el que acariciaba su mano cuando, de pequeño, colocaba la cabeza sobre sus rodillas para que me contara un cuento mientras él bebía cognac y fumaba de su habano. El sabor que estaba sintiendo era característico, lo conocía. Era el sabor de mi tío y, por ende, el mío también.
Después de tomar aire un par de segundos, nuestras lenguas cambiaron de escenario y pasaron a su boca. Mi tío me seguía sujetando con ambas manos por la cabeza pero ya no hacía falta que lo hiciera: no me habría separado. Yo tenía los ojos cerrados y, en esos momentos, lo único que existía para mí era su lengua. Solo podía sentir sus labios presionando los míos, acariciándomelos, besándomelos. El único sabor del que era consciente era aquel: el de humo y cognac y saliva de hombre.
Finalmente, nos separamos y quedamos unos segundos mirándonos frente a frente, con un hilillo de saliva uniendo nuestras bocas mientras recuperábamos el aliento.
Mi tío me sonrió y me acarició la cara con el dorso de la mano. Fue una caricia lenta y placentera. Muy cálida. Comenzó por la sien, sentí sus dedos rozarme las pestañas y después bajó por mi mejilla hasta la quijada, donde se detuvo para, de nuevo, acariciarme la patilla, esa mata de pelo rubia que me certificaba como hombre de pelo en pecho y que me había dejado arreglar con esmero la tarde antes. Después, se colocó el habano entre los dientes y, de nuevo mirándome a los ojos, comenzó a desanudarme, a continuación, desabotonarme la camisa.
Yo estaba inmóvil. No sabía qué hacer. Aun conservaba el habano y el vaso de cognac en mis manos. Mi tío se dio cuenta y me retiró lentamente el habano de entre los dedos, humedeció su extremo en el cognac y me lo puso suavemente entre los labios. Después me quitó el vaso, se lo dio a Martin Risso y me deslizó tanto la camisa por los hombros y los brazos.
Sentí frío.
Noté cómo mis pezones se erizaban y un escalofrío me recorrió la espalda. Pero eso no detuvo a mi tío, que se agachó en medio de aquel silencio sepulcral que se había hecho en el salón mientras todos nos observaban para retirarme los zapatos. Finalmente me desabrochó el pantalón y me lo retiró junto a las calzoncillos.
Estaba desnudo. Completamente desnudo en una sala llena de hombres que me miraban con atención mientras bebían y fumaban.
Y, entonces, mi tío se agachó. Yo estaba tan nervioso que no me había dado ni cuenta de por qué estaba ocurriendo todo esto, pero cuando sentí que mi tío me tomaba el pene con sus manos y se lo introducía en la boca, dejé escapar un gemido, más por la sorpresa que por otra cosa.
Jamás una mujer me había hecho eso. Estaba mal visto. Ni siquiera las putas cn placer solo se atrevían a hacerlo y lo cobraban mucho más caro.
Y, sin embargo, allí estaba. Con mi tío de rodillas a punto de introducirse mi pene en su boca delante de los hombres más influyentes de toda la ciudad. Nada tenía sentido.
Miré a mi alrededor y lo que vi me dejó todavía más boquiabierto. Me había olvidado que, aparte de mí, había otros candidatos a "convertirse en hombres" del mismo modo en que me estaba tocando a mí.
A mi derecha, Eduardo parecía a punto de llorar. Tanto él como su padre estaban desnudos. Martín Risso acariciaba su cuerpo contra el de su hijo, su pene completamente duro, mientras intentaba que el de su hijo también lo estuviera y lo acariciaba con sus dedos. Eduardo, sin embargo, miraba a su alrededor asustado, parecía tener lágrimas en los ojos. Su piel blanca como la porcelana brillaba ante la luz. Era alto y delgado, apenas tenía vello en el pecho, y el que tenía era tan rubio como el de su cabeza. El mismo pelo rubio que cubría sus testículos. Testículos que ahora Martín Risso acariciaba con fuerza.
—Vamos, hijo —le susurraba mientras gemía por el contacto de la piel de su hijo contra su pene—. Tienes que lograrlo. Esto es lo que nos hace hombres.
Eduardo le miraba con ojos vidriosos y asentía, pero su pene no parecía reaccionar a las caricias de su padre.
Claudio, sin embargo, sonreía al suyo. Él mismo se estaba desnudando. Cuando le miré, se estaba arrancando la camisa y tirándola al suelo mientras su padre, también desnudo, ya se había introducido su pene en la boca. Claudio gemía como un animal y se retorcía de placer. Los músculos que se habían intuido bajo el traje se hacían realidad ahora que no llevaba ropa. Efectivamente, parecía el David de Miguel Ángel, solo que en vez de ser de mármol, era de una piel tan oscura como no había visto nunca, sin un solo pelo en el pecho y, tan suave, que me sorprendí a mí mismo queriendo acariciarlo. Se estaba pellizcando los pezones y sostenía el habano con sus dientes blancos mientras sonreía. En ese momento, nos miramos y me guiñó un ojo.
Yo bajé la vista, algo azorado por lo que acababa de ver. ¡Parecía que Claudio estaba disfrutando de todo aquello, como si ya supiera de antemano qué era lo que iba a ocurrir y no le hubiera sorprendido en absoluto!
Pero después, cuando volví a levantar la vista mientras mi tío se afanaba por lamerme el pene y lograr hacer lo que estaba haciendo el padre de Claudio con él, lo que vi logró dejarme, aun más, sin aliento: A mi alrededor, bajo aquella atmósfera cargada, entre aquella densa neblina y azulada por efecto de los habanos que todos fumaban, algunos hombres se habían desabrochado la bragueta y se masturbaban con sus penes bien duros mientras nos miraban, otros se besaban tirados sobre aquellos sofás de cuero mientras se deshacían de sus ropas; un caballero mojaba el pene de su compañero en su propio vaso de cognac para después introducirse aquel falo en la boca mientras su dueño fumaba su habano mostrando un verdadero placer; muchos nos miraban y se acariciaban, nos hacían gestos lascivos con la lengua y otros se buscaban a sí mismos; un grupo formado por tres caballeros se besaba, compartiendo sus tres bocas y dejándome ver perfectamente el afán con el que las tres lenguas se buscaban y llenaban sus labios de saliva; una pareja compartía el pene de otro de los caballeros, que sujetaba ambas cabezas con sus manos, haciendo que chocaran mientras sus lenguas le lamían sus tan nobles partes…
Lo entendí al instante. Así que aquello era lo que nos hacía hombres. Tenía su parte de lógica tratándose del sitio en el que nos encontrábamos: un lugar de hombres, solo para hombres.
Di una calada profunda a mi habano, que seguía consumiéndose lentamente entre mis labios y miré a mi tío con una sonrisa.
—Adelante —le dije—. Hazme un hombre.
Mi tío me devolvió la sonrisa con mi pene entre sus labios sujetado por sus amplias manos y asintió como agradecimiento. Que yo respondiera a aquel rito del pasaje era importante para él, para que él conservara su estatus dentro del club. No le había decepcionado nunca y no pensaba hacerlo ahora. Aunque estuviéramos cometiendo una aberración, estábamos juntos en esto. No estábamos solos siquiera porque todos lo estaban haciendo con nosotros. Supongo que era el precio que había que pagar para que fueras admitido: compartir un secreto tan escabroso que jamás tuvieras tentaciones de revelar.
Me agaché y le ayudé a incorporarse. Todavía estaba vestido y la mayoría de los hombres se estaba desnudando. Mi tío se estaba esforzando tanto porque yo tuviera una erección que se había olvidado de sí mismo. Le miré a los ojos y sentí cómo, de nuevo, mi corazón se desbocaba ante lo que estaba a punto de hacer, pero no le hice caso.
Acerqué mi cara a la de mi tío y le besé sobre aquella mejilla cubierta por la barba. Después, se la acaricié con mi lengua, desde las orejas, pasando por su quijada velluda hasta llegar a sus labios, que también lamí, lo que produjo en mi tío un largo gemido. Entonces, volví a besarle en la boca mientras le desabrochaba la camisa y le retiraba toda la ropa que le cubría el cuerpo. Le pasé el habano que sostenía entre mis dedos y se lo coloqué entre sus labios para que fumara y, con ambas manos, le desabroché los pantalones, que cayeron al suelo inmediatamente junto a su ropa interior.
Solo una vez antes de esa había visto a mi tío desnudo, fue durante uno de nuestros viajes, cuando visitamos Turquía, mi tío me llevó a unos baños árabes donde los hombres nos desnudábamos y tomábamos un baño de vapor mientras que un esclavo nos masajeaba la espalda con aceite. Yo me encontraba algo incómodo, pero mi tío me dijo que era importante que aprendiera las costumbres de otras culturas y, en seguida, me sentí más tranquilo.
Esta vez era diferente. Tenía a mi tío muy cerca y podía sentir el calor que despedía sobre mi propia piel, también desnuda. Su pene ya estaba duro y preparado así que, haciendo caso omiso a las arcadas y al cúmulo de contradicciones que estaba sintiendo, me lo metí en la boca y comencé a chupárselo.
Mi tío gimió de nuevo y yo sentí una pizca de orgullo en mi interior. Supuse que lo estaba haciendo bien. Esto que estaba haciendo… felación, era algo completamente nuevo para mí. Ninguna de las mujeres con las que había estado se había atrevido a hacérmela y a mí me había dado demasiado pudor pedírselo, así que simplemente seguí mis instintos y traté de meterme aquel enorme falo lleno de venas dentro de la boca, teniendo mucho cuidado con mis dientes.
Mi tío me miró y me acarició la cabeza.
—No se trata de que tú te metas mi pene en la boca —dijo entre gemidos—. Sino de que sea yo el que te la penetre, como si le estuviera haciendo el amor. Déjate hacer, hijo.
Con su pene todavía entre mis labios, asentí. Noté cómo mi tío me agarraba de la cabeza y comenzaba a empujar con fuerza adelante y hacia atrás. Su pene se movía dentro de mi boca y yo ayudaba a que se deslizara con mi lengua. Inconscientemente, comencé a aspirar para dificultarle su salida. Mi tío volvió a gemir y noté cómo sus piernas fallaban. Cada vez empujaba más rápido. Tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia arriba, dejándose llevar por las ondas de placer que aquello le estaba proporcionando.
Me atreví y levanté el brazo para acariciarle su estómago. Estaba duro y cubierto de una leve capa de vello oscuro. Seguí acariciándoselo y subí hasta su pecho, también duro, coronado con un par de pezones oscuros también cubiertos, esta vez, por una densa mata de vello oscuro también ribeteado en plata, como el de sus patillas y barba. Ahora entendía por qué, muchas noches, mi tía le pedía a mi tío que se fueran a dormir. Seguramente jamás lo reconocería en público —ni en privado—, pero comprendía por qué mi tía quería disponer de mi tío a su lado en la cama: era un verdadero placer tenerle a su disposición y tener la oportunidad de tocarle.
Mi mano derecha se deslizó hacia su trasero, cuyos músculos estaban flexionados por la presión de sus empellones. Abarqué una de sus nalgas con mis palmas y, no sé por qué, después se la azoté. El sonido hizo que muchos de los presentes nos miraran y se levantaran para acercarse a nosotros.
Estábamos atrayendo su atención, cosa que Claudio no podía consentir, así que, gimió como un animal y se echó en el suelo, poniendo sus piernas sobre los hombros de su padre y dejando que este le lamiera el trasero, la raja entre sus nalgas.
Eduardo nos miró a ambos y se mordió el dedo. En ese momento, su padre le estaba introduciendo un par de dedos por el mismo lugar donde la espalda pierde su nombre. Les miré a ambos. Era increíble su atractivo. Martín Risso, tan rubio como su hijo, no debía de tener más de treinta y siete o treinta y ocho años. Los ojos azules y una ligera sombra de barba que no se había preocupado en adecentar. Era un hombre hermoso, seguramente estuviera por encima de todas aquellas convenciones. Tenía una boca amplia y carnosa y el pecho cubierto de vello de un color entre amarillo y rojizo que delataba sus orígenes europeos. Mientras introducía sus dedos en el trasero de Eduardo le besaba el cuello y le susurraba palabras de aliento. Palabras que no parecían producir ningún efecto en Eduardo porque seguía con los ojos llorosos. Sin embargo, una mueca de dolor le asaltó el rostro y comprendí que sus lágrimas no respondían al miedo, sino al dolor que seguramente estaba sintiendo al ser su intimidad violada por los dedos de su propio padre.
Martín Risso me miró y nuestras miradas se cruzaron. Me sonrió mientras un reguero de saliva le recorría la comisura de los labios. Su sonrisa era amplia, parecía que realmente estaba disfrutando de todo aquello. Por fin había logrado que el pene de su hijo se endureciera y lo sostenía entre sus dedos como un trofeo mientras que con los dedos de la otra mano le seguía penetrando el trasero.
Eduardo profirió un gemido y pareció desfallecer, pero su padre lo sostuvo e impidió que se cayera. En ese momento, los gemidos de Eduardo se intensificaron así como lo hizo la fuerza con la que su padre le masturbaba y le penetraba el culo mientras le lamía el cuello y le mordisqueaba las orejas.
Claudio apretaba la cabeza de su padre con ambas manos y se retorcía sobre el suelo mientras este le lamía la raja de su trasero, echado bocabajo en el suelo. Los músculos de Claudio se flexionaban y se relajaban; él gemía, indicando lo que estaba disfrutando.
La verga de mi tío crecía en mi boca mientras me la penetraba. Volví a mirarle y volvió a sonreírme. Sacó su pene de mi boca e hizo que me tendiera sobre el suelo. Estábamos rodeados ya por el resto de hombres del club, que, desnudos ya, seguían masturbándose y besándose y tocándose frente a nosotros, casi todos sosteniendo o un vaso de cognac o fumando un habano.
De pronto, no sé cómo, acabamos tendidos en el suelo los tres, Claudio, Eduardo y yo. Yo, en medio de ambos, sintiendo el calor que transmitían sus cuerpos. En ese momento, miré hacia arriba y, ante un gesto de Martín Risso, todos los que sostenían cognac en sus vasos, lo derramaron sobre nosotros, dejándonos empapados.
—Comienza el bautizo de iniciación —dijo Martín Risso—. Dejemos que ahora sean los cachorros los que tomen la iniciativa.
El hecho de sentir el cognac sobre mi cuerpo hizo que despertara de la especie de letargo que la tregua que nuestros mayores habían dado a nuestro cuerpo. Levanté un poco la cabeza. A mi derecha, Claudio se relamía las gotas de cognac que habían caído sobre su boca y Eduardo respiraba entrecortadamente y se tocaba tímidamente el pene, como si siguiera necesitando que se lo tocaran. Mi pene estaba duro, igual que el de mis compañeros. Miré hacia arriba. Mi tío me miraba. Seguía fumando del habano que yo mismo le había dado y no sé si era por efecto del humo que cubría su rostro, pero la sonrisa que me estaba dando nada tenía que ver con la que conocía: esta vez era lasciva. Sus ojos azules brillaban con determinación y sus hoyuelos se descubrían bajo su barba por efecto de aquella sonrisa de dientes caninos y brillantes que me estaba mostrando.
Ninguno de los tres nos movimos del suelo. Estábamos demasiado confundidos. Por eso, a un gesto de Martín Risso, mi tío se le acercó y le besó. Le tomó de la cabeza casi con violencia y enterró sus dedos bajo los bucles dorados . Podíamos escuchar el modo en que sus dientes chocaban y cómo gemían mientras se besaban, así como la humedad de la saliva borboteaba por entre sus bocas. Algunos de los hombres allí presentes volvieron a sus ejercicios masturbatorios mientras dejaban escapar alguna ovación que otra ante lo que estaban contemplando.
Sentí que me tocaban el hombro y giré la cabeza. Allí estaba Claudio, con su sempiterna sonrisa pícara y su mirada lasciva. Volvió a guiñarme un ojo y comprendí lo que habían querido decir con aquello de que los cachorros tomáramos la iniciativa. Le sonreí y me incliné para besarle yo también.
Claudio respondió al instante. Su lengua se deslizó dentro de mi boca y comenzamos un baile en el que, a los pocos segundos, ya no pude discernir dónde terminaba mi boca y dónde comenzaba la suya. Agarró mi pene con su mano y comenzó a masturbarlo mientras yo le acariciaba aquel pecho tan duro y tan bien formado, sin rastro de vello, de pezones oscuros y apuntados. Ante nuestro beso, Eduardo pareció despertar también y comenzó a rozarse contra mi cuerpo. Sentía su pene deslizarse contra mi espalda, casi contra mi trasero. Escuchaba sus gemidos en mi oreja, gemidos parecidos a los de un cachorrillo abandonado. No sabía si estaba llorando o gimiendo de placer pero no me importaba, estaba demasiado concentrado en el cuerpo y la boca de Claudio, que se retorcía ante mis caricias y que me apretaba el pene y lo masturbaba cada vez con más fuerza.
Nuestros dientes chocaban y hacía varios segundos que ya no nos estábamos besando. Me había colocado a horcajadas sobre él y, aunque intentaba besarle la boca, el hecho de que me estuviera masturbando hacía que me diera tanto placer que mi cuerpo sufría espasmos tan incontrolables que no acertaba a introducirle la lengua en la boca, por lo que acababa lamiéndole los labios, la cara, el cuello e incluso los ojos cerrados.
Eduardo, sintiéndose apartado y necesitado de formar parte, no ya por aquel rito de iniciación, sino porque se había despertado en él una pasión incontrolable, que a todos sorprendía, dada su personalidad tímida y retraída. Pero no cabía duda, lo que antes eran gemidos se transformaron en rugidos cuando, de un golpe, me apartó dejándome a un lado y comenzó a lamer el pene de Claudio, que se encontraba bajo mi cuerpo.
A Claudio le sorprendió tanto como a mí y lanzó el primer gemido sincero que creí escuchar por su parte. Una mezcla entre placer y sorpresa que me excitó y que me invitó a compartir su pene con Eduardo, haciendo que nuestras lenguas se unieran mientras le lamíamos aquel falo oscuro que cada vez se mostraba más erecto. Claudio nos agarró a ambos de la cabeza y miró hacia arriba, sonriendo a su padre, que en ese momento se sentaba a horcajadas sobre un hombre algo mayor que los demás y al que reconocí como a uno de los más influyentes de la cámara de comerciantes.
Claudio se removió un poco y nos soltó. Se inclinó sobre ambos y, sosteniendo nuestros penes con la mano, comenzó a chuparlos. Sus labios carnosos y la textura del falo de Eduardo hicieron que gimiera de placer mientras, siguiendo las directrices que me había dado mi tío, comenzaba a impulsar mis caderas para hacerle el amor a la boca de Claudio, que me miraba fijamente con sus ojos azules mientras Eduardo me imitaba. En pocos segundos, estuvimos moviéndonos al mismo ritmo. Yo miraba a mi alrededor.
Mi tío estaba recibiendo también otra felación por parte de Martín Risso, que se encontraba de rodillas frente a él y se masturbaba a sí mismo. Al mismo tiempo, alguien a quien no conocía, estaba besando a mi tío mientras, a su vez, su trasero estaba siendo lamido por otro caballero. Mi visión se nubló. Era como si no fuera capaz de recibir tanta información. No había un solo hombre en la sala que no estuviera teniendo sexo con otro o con otros. Algunos, de pie, frente a nosotros. Otros, en los sofás frente a la chimenea. Una pareja estaba haciendo el amor sobre las escaleras que daban al primer piso. Me pregunté qué esconderían aquellas habitaciones.
Sin embargo, no pude hacer muchas elucubraciones porque, en ese momento, Claudio retiró su boca y comenzó a masturbarnos a ambos. Nuestros penes estaban duros como robles y me incorporé un poco. Un reguero de saliva recorría la comisura de los labios de Claudio y su mirada estaba perdida, llena de lujuria. Estaba disfrutando de aquello. Ni siquiera se había mostrado sorprendido, así que deduje que ya lo sabía de antemano. Eduardo parecía en éxtasis, como si nunca hubiera recibido tales oleadas de placer y también deduje que seguramente fuera así. Siendo tan tímido y apocado, muy probablemente jamás había tenido un encuentro con una señorita, ni siquiera con alguna puta de, a las que yo ya había acudido con anterioridad.
Lleno de envidia por la hombría y virilidad que estaba mostrando Claudio, me incorporé y azoté el trasero de Eduardo. El manotazo, que había dado con la palma bien abierta, resonó por toda la habitación y atrajo hacia nosotros la atención de algunos caballeros.
Miré fijamente el trasero de Eduardo. Era blanco, como el resto de su piel, tenía una textura suave al tacto. Pero lo que más llamaba la atención era su blancura y la completa ausencia de vello. Era como el de una señorita de buena familia. Me mordí el labio cuando una idea cruzó por mi mente y supe que tenía que ponerla en práctica.
Me levanté y le ordené que se levantara con un gesto de la cabeza. No me apetecía cruzar palabras, solo tenía aquella idea en mi cabeza y necesitaba hacerla realidad cuanto antes.
Eduardo se levantó. Para mí había dejado de existir el resto de la habitación. Tan solo existían sus nalgas. Nalgas que estaba deseando atravesar con mi miembro. Nalgas que, en cuanto Eduardo se puso en pie, volví a azotar, produciéndole un gemido no sé si de placer o de dolor. Su blancura había desaparecido, dando paso a una rojez intensa fruto de los golpes.
No dije nada más. Lo atraje hacia mí. Empujé su espalda para que se inclinara y aquellas nalgas quedaron a mi disposición. Le agarré por la cadera y, sin previo aviso, sostuve mi pene con la otra mano y lo orienté hacia su agujero. Con un fuerte empujón, le penetré.
Eduardo gritó como si le estuvieran matando, pero yo sabía que estábamos haciendo lo correcto, que nos habían traído aquí esta noche para que hiciéramos precisamente esto: para que nos convirtiéramos en hombres. Y un hombre no es un verdadero hombre hasta que no conoce hasta qué límites el placer y el dolor pueden ir parejos. Lo había comprendido todo.
Me puse a empujar como un loco. Eduardo gemía como un loco. Sentía cómo su esfínter se apretaba por la presión de mi pene, pero no me importaba. Quería llegar hasta el fondo y derramar mi semilla sobre él, o dentro de él. No me importaba.
Pero no debía de ser el único que estaba pensando aquello porque sentí cómo dos manos me agarraban de la cadera. Era Claudio. Acababa de mordisquearme la oreja y de susurrarme algo que no entendí. Tenía la voz ronca por el deseo. Su voz intensificó el mío al imaginarme su cuerpo moreno rozando el mío. Rodeó mi cuerpo con sus brazos y me abrazó. Sentía su erección vibrar detrás de mí, acariciándose contra mis nalgas. Me estaba preparando. Siguió mordisqueándome las orejas y después me lamió el cuello, llegando hasta casi la quijada. Sus manos acariciaban mi pecho, pellizcaban mis pezones. Puse una de mis palmas sobre su fuerte mano de largos dedos. Mi erección seguía intensamente ahondando en el trasero de Eduardo que, para variar, seguía gimiendo como un perrito. Pero, sorprendentemente, se masturbaba a sí mismo a pesar de tener lágrimas en los ojos y tenerlos apretados por lo que estaba sintiendo.
Pero en ese momento, mis sentidos se colapsaron: Claudio acababa de penetrarme. Su falo duro y moreno estaba intentando abrirse en mi culo mientras, al mismo tiempo, el mío estaba haciendo lo mismo con el de Eduardo.
Sentí su aliento sobre mi cuello y traté de abrazarle desde donde estaba, rozándole con un dedo su trasero al mismo tiempo, pero era muy difícil, así que me dejé hacer y cumplí con mi cometido. Intenté abrirle más mi esfínter inclinándome hacia delante, pero sin parar de hacerle el amor a Eduardo por detrás. Claudio entendió lo que estaba haciendo y tomó impulso. En pocos segundos sentí una oleada de dolor que no supe identificar. Por eso, grité. Pero, al mismo tiempo en que gritaba, noté cómo mi pene se ponía más duro inmediatamente, como si el de Claudio hubiera pulsado algún resorte en mi interior que lo impulsara.
En pocos segundos estábamos los tres unidos, Claudio empujando dentro de mí y yo empujando dentro de Eduardo. Éramos un tren de lujuria y placer que estaba haciendo las delicias de los ojos de todos los que nos estaban mirando.
No tardaron mucho en acomodarse nuestros espectadores. Algunos imitándonos en un tren parecido, todos gimiendo de placer y dolor a partes iguales; otros, compartiendo sus penes y sus bocas como si no hubiera un mañana: mi tío, en medio de Martín Risso y el padre de Claudio, igual que nosotros, como si sus instintos les hubieran llevado a unirse igual que sus hijos.
La atmósfera se había cargado, el humo de los habanos había encontrado su límite en el techo y rebotaba contra él, devolviéndolo al suelo, haciendo que respiráramos su aroma, unido al del sexo, al del sudor y al del semen; la luz y la del fuego de la chimenea creaban sombras que se deslizaban por el suelo igual que lo estaban haciendo nuestros cuerpos y nuestros penes por entre los cuerpos que teníamos a nuestro alcance.
Claudio no dejaba de lamerme la oreja mientras me empujaba con fuerza. Había dejado de susurrarme y ahora eran sus gemidos roncos lo único que podía escuchar. Nunca había imaginado que aquellos gemidos tan masculinos pudieran hacerme sentir de aquella manera: tan potente, tan semental como un caballo desbocado. Yo empujaba dentro de Eduardo y mi pene se deslizaba en su interior ahora sin dificultad. No podía parar. No quería parar.
Sentía el pene de Claudio rebosar mi trasero pero me daba la sensación de que era su cuerpo musculado el que rebosaba la propia habitación, como si no le fuera suficiente con poseer mi cuerpo para llegar a explotar. Me apretaba los brazos con fuerza y podía intuir sus bíceps flexionados hasta el extremo por la presión con la que me los estaba estrujando. Casi me estaba haciendo daño. Pero aquel daño quedaba contrarrestado por la calidez de su aliento húmedo sobre mi cuello. Era eso, su aliento, lo que estaba logrando que no pudiera aguantar más mi explosión.
Aunque también ayudaban los gemidos de Eduardo ante mis embestidas. Durante un momento, le escuché susurrar que no me detuviera. Mi mano, entonces, comenzó a masturbarle a él también. Era un hombre. Por mucho que estuviera disfrutando de mi penetración, necesitaba como todos los demás que le tocaran su miembro, por eso no me lo pensé y comencé, pues, a masturbarle al mismo ritmo con el que Claudio me estaba penetrando a mí y con el que yo le estaba penetrando a él.
En ese momento, los tres nos fundimos en uno. Nuestros gemidos se acompasaron, nuestros empellones también. Solo existíamos nosotros en aquella habitación y no quería que nos detuviéramos nunca.
Había casi perdido la consciencia, sintiendo el placer que me estaba proporcionando mi situación en aquel tren de placer, siendo penetrado y penetrado al mismo tiempo. Sentía el pene de Claudio aporrearme el trasero, sus dos bolas golpearme las nalgas mientras las mías hacían lo propio con las de Eduardo. El falo que tenía en mi trasero no podía estar más grande, se notaba a punto de explotar, y así lo supe cuando Claudio comenzó a gemir sobre mi espalda como si estuvieran a punto de apedrearle. No pude evitarlo e hice lo mismo. Dejé escapar un gemido largo, profundo, gutural y masculino que terminó en un mordisco a la oreja de Eduardo porque no fui capaz de contenerme. El mordisco pareció hacerle despertar y él también gimió.
En ese momento, sentí la humedad de su explosión en mi mano y no pude evitarlo e hice lo mismo dentro de él. ¡Estaba explotando dentro del ano de un caballero! Pero mi sorpresa fue aun mayor cuando sentí también la humedad de Claudio dentro del mío propio y los tres nos fundimos en un abrazo que culminó con un gemido. Después, jadeantes y sudorosos, nos dispusimos a separarnos, pero hubo algo que nos lo impidió.
Al principio, no vi de qué se trataba porque tenía los ojos cerrados y solo sentí cierta humedad cálida sobre mi cara, pero cuando abrí los ojos, comprobé que todos los caballeros se habían acomodado de pie a nuestro alrededor y se estaban masturbando. Sus caras indicaban que estaban llegando al clímax.
El primero en hacerlo había sido el padre de Claudio, cuyo semen descansaba ahora sobre mi cara y sobre la espalda de Eduardo. Después, le llegó el turno a mi tío, que con un gemido, dio un paso al frente, manchándonos a los tres con su leche mientras yo le miraba a aquella cara descompuesta por el placer, con la boca carnosa muy abierta y los músculos completamente apretados por el esfuerzo.
Y, en ese momento, no sé qué ocurrió pero todos los caballeros comenzaron a explotar al mismo tiempo. Nos llegaba semen por todos lados. No podíamos contenerlo. Algunas gotas nos llegaban a nuestras bocas. Me las tragué. Eran saladas. Otras me colgaban de las orejas, de la nariz, nos manchaban el pecho, los hombros, las mejillas. Aquello hizo que mi lujuria volviera a despertar y abrí la boca todo lo que pude. Jamás me había sentido tan húmedo por dentro y por fuera.
Entonces, abrí los ojos y nos contemplé completamente cubiertos de semen desos hombres masculinos. Me relamí y lo comprendí todo: Ahora sí que nos habíamos convertido en verdaderos hombres.
Lo cual era el comienzo de una nueva generación, y un vínculo que jamas perdimos Eduardo, cluaido y yo.
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