Como seducí a mi papito
Desde niño que estaba obsesionado con mi papá. A los 12 logré plantar las primeras semillas..
Tendría nueve años, recién cumplidos. Era un sábado por la mañana, temprano. Mamá se había ido a hacer la compra semanal, una tradición de la que papá siempre se libraba diciendo que tenía que «poner orden en sus papeles del trabajo» en el estudio. Yo, ese día, me había despertado con sed. Bajé en silencio, pisando con cuidado los escalones que crujían, y me dirigí a la cocina.
Al pasar por el pasillo, la puerta del estudio, que siempre la cerraba con llave, estaba entreabierta. Un rayo de luz salía por la rendija, y un sonido bajito, como un suspiro ronco, me hizo parar. No era un sonido de dolor. Era… diferente. Me acerqué sin hacer ruido y espié por la ranura.
Papá estaba sentado en su gran sillón de cuero, el de siempre. Pero no estaba trabajando. Estaba recostado, con la cabeza apoyada en el respaldo, los ojos cerrados. Tenía el pantalón del pijama (era de esos de rayas azules y blancas) bajado, no mucho, solo hasta más o menos la mitad de los muslos. Y su mano, la derecha, se movía arriba y abajo, dentro de su ropa interior. No podía ver bien qué, pero se notaba el movimiento, rítmico, constante. Su respiración era más fuerte de lo normal.
Sentí un calambre raro en la barriga. No era miedo. Era como la sensación que da subir a una montaña rusa, pero concentrada toda en el estómago. Me quedé allí, pegado a la puerta, sin poder apartar la vista. No sabía bien qué estaba haciendo, pero sabía, con la certeza instintiva de un niño, que era algo privado, algo solo para él. Algo que tenía que ver con esa zona que a mí, cuando me bañaba, me decían que era «íntima» y que no debía enseñar.
Entonces lo vi arquearse un poco, un temblor le recorrió las piernas, y soltó un sonido ahogado, un «uhn» profundo que salió de lo más hondo de su pecho. Su mano se detuvo, presionando. Se quedó quieto unos segundos, respirando con fuerza, y luego se relajó, dejándose caer contra el sillón como si le hubieran quitado un peso enorme. Abrió los ojos, miró al techo, y sonrió. Era una sonrisa rara, cansada pero… contenta.
Me escapé de ahí como un alma que lleva el diablo, el corazón martilleándome en los oídos. Subí las escaleras de dos en dos y me encerré en mi cuarto. Me tiré en la cama, mirando al techo. No podía pensar en otra cosa. En su cara, en el sonido que hizo, en el misterio de lo que había estado haciendo con la mano ahí abajo. En el colegio, unos chicos mayores hablaban a veces de «pajas» y se reían, pero nunca le presté atención. Ahora, esa palabra flotaba en mi cabeza, asociada a la imagen de mi papá. Y, para mi sorpresa, no me daba asco. Me daba… curiosidad. Mucha curiosidad.
A partir de ese día, algo cambió. Empecé a observarlo de otra manera. No era solo mi papá, el que me hacía reír a upa o me ayudaba con los deberes de matemáticas. Era también… eso. Ese hombre que hacía algo secreto y poderoso en su sillón. Cuando me abrazaba, olía su colonia, pero también, si me fijaba mucho, un olor a él, a sudor limpio, que ahora me recordaba a esa mañana. Empecé a inventar excusas para tocarlo más: sentarme en su regazo aunque ya era «mayorcito», abrazarlo por la cintura y quedarme pegado un segundo de más, fingir que me dormía en el sofá contra su hombro.
Y, por supuesto, empecé a hacer yo lo mismo. En la intimidad de mi cuarto, con la puerta cerrada con llave, me exploraba. No era por placer, al principio no sentía casi nada. Era por imitación. Por entender. Cerrar los ojos y tratar de recordar exactamente cómo movía la mano, cómo respiraba. A veces imaginaba que era su mano la que me tocaba, y entonces la sensación en la barriga volvía, más fuerte. Eran mis primeros «juegos» secretos, y en todos ellos, él era el protagonista.
Los años fueron pasando. Cumplí diez, once. Mi cuerpo empezó a cambiar. Me salieron unos pelitos alrededor del pito, que ahora ya no era solo una cosita blandita, a veces se ponía dura sin que yo quisiera, sobre todo por las mañanas. Y con esos cambios, los «juegos» en mi cuarto también cambiaron. Ya no era solo curiosidad. Empezó a sentirse bien. Muy bien. Y siempre, siempre, en mi cabeza, estaba papá. No pensaba en chicas del colegio, ni en actrices de la tele. Pensaba en su sonrisa cansada después de… de eso. En la fuerza de sus manos. En el sonido que había hecho.
A los doce, la cosa ya era una obsesión. No podía parar. Lo pensaba en clase, bañándome, viendo la tele con él en el sofá. Él, sin saberlo, era el centro de todos mis pensamientos calientes. Me ponía nervioso cuando estaba cerca, me costaba mirarlo a los ojos. Empecé a planear cosas, de manera torpe, infantil. Dejaba la revista de deportes abierta en la página donde salían futbolistas en pantalón corto y bien musculados, a ver si la miraba. Me daba duchas más largas y dejaba la puerta del baño sin cerrar del todo, esperando que, por casualidad, pasara y me viera. Una vez, incluso, me puse unos calzoncillos suyos que había encontrado en la cesta de la ropa sucia. Eran enormes para mí, me quedaban como un short, pero olían a él, y eso fue suficiente.
La oportunidad real llegó un viernes por la noche. Mamá se fue a dormir a casa de la abuela porque esta no se sentía bien. Papá y yo nos quedamos solos. Ordenamos un poco, vimos una película de aventuras en la tele, y fue una noche normal, pero yo sentía la tensión en el aire. O la imaginaba. Después de la película, él se fue a ducharse. Yo me quedé en el salón, escuchando el ruido del agua, imaginando lo que ya tantas veces había imaginado. Cuando salió, venía con el pelo mojado, un pantalón de chándal viejo y una camiseta blanca que se le pegaba un poco al pecho. Olía a jabón limpio.
«¿Te vas a dormir ya?» me preguntó, pasándose una toalla por la cabeza.
«Todavía no,» dije, y me acerqué al sofá donde él se estaba sentando. Me senté a su lado, pero no en el otro extremo como siempre. Me senté justo al lado, pegándome a él. Él no dijo nada, solo siguió secándose el pelo.
En la tele, sin que nadie la hubiera cambiado, empezó una película de esas que echan tarde. Había una escena donde dos personas se estaban besando con mucha pasión. Yo no miraba la tele. Miraba de reojo sus manos, fuertes, con venas marcadas. Las mismas que yo recordaba.
Sin pensarlo mucho, movido por un impulso que venía de meses de deseo, apoyé la cabeza en su hombro. Era un gesto de cariño de hijo, nada raro. Él se quedó quieto un segundo, luego bajó el brazo que tenía sobre el respaldo del sofá y me rodeó los hombros. Su calor era abrumador.
«Cansado, ¿eh?» murmuró.
«Un poco,» mentí.
Pasaron unos minutos en silencio. Yo notaba su respiración, el latido de su corazón si me concentraba. En la pantalla, la pareja ya no se besaba, ella le estaba desabrochando la camisa a él. Sentí, más que vi, un movimiento en mi padre. Un pequeño ajuste de postura. Y entonces, contra mi costado, noté algo. Un calor, una firmeza que no había estado allí antes. Era un bulto, que se hacía cada vez más evidente a través del pantalón de chándal.
Se me secó la boca. Mi propio cuerpo respondió al instante, pero yo me quedé quieto, paralizado. ¿Era posible? ¿Lo estaba excitando la película? ¿O… era mi cercanía? El corazón me quería salir por la boca.
Con una valentía que me vino no sé de dónde, moví mi mano que estaba sobre mi propio regazo y la dejé caer, como sin querer, sobre su muslo. Él no se movió. La dejé allí, sintiendo el calor de su pierna a través de la tela. Luego, muy, muy despacio, como distraídamente, deslicé la mano un poquito hacia adentro, hacia donde mi pierna rozaba la suya.
Mi dedo índice rozó el borde del bulto.
Él aspiró bruscamente, un sonido seco. Todo su cuerpo se tensó como un arco. Yo me quedé sin respirar, esperando el golpe, el grito, que me apartara de un manotazo.
Pero no llegó.
En su lugar, su mano, la que no me rodeaba, bajó. No para quitar la mía, sino para posarse encima de ella. No con fuerza, pero con firmeza. La presionó suavemente, manteniéndola en su sitio, sobre su erección.
Ninguno de los dos dijimos nada. No nos miramos. Solo estábamos los dos, mirando la tele sin verla, con mi mano bajo la suya, sobre su pene duro. Podía sentir su latido, su calor. Era real. No era mi imaginación. El silencio solo se rompía por el sonido de la televisión y nuestra respiración agitada.
Así estuvimos no sé cuánto tiempo. Puede que un minuto, pueden que diez. Fueron segundos eternos. Luego, muy lentamente, él empezó a mover su mano. Y con su mano, movía la mía. Arriba y abajo. Un roce suave, torpe, a través de la tela del pantalón.
Fue él quien habló primero. Su voz era tan ronca que casi no la reconocí.
«¿Sabes… lo que estás haciendo?»
No era una pregunta de enfado. Era una pregunta de alguien que ya sabe la respuesta.
Yo no podía hablar. Asentí con la cabeza, que seguía apoyada en su hombro.
«Esto…» empezó a decir, y se interrumpió. Su mano guiando a la mía se detuvo. Luego, con un movimiento rápido, como si le costara un esfuerzo enorme, apartó mi mano y se levantó del sofá.
Se quedó de pie, dándome la espalda, con las manos en la cintura. Lo vi respirar hondo, los hombros subían y bajaban.
«Vete a la cama,» dijo, pero su voz no sonaba a orden. Sonaba a… a derrota. A algo roto.
Yo me levanté, temblando por todas partes. No dije nada. Al pasar a su lado, cerca de la puerta, alcancé a ver su perfil. Tenía los ojos cerrados, la mandíbula apretada. Y el bulto en su pantalón no había desaparecido.
«Buenas noches, papá,» susurré, casi sin voz.
Él no contestó.
Subí a mi cuarto en la oscuridad, tanteando las paredes porque las piernas no me respondían. Me metí en la cama vestido y me envolví en la manta. No podía pensar. Solo sentía. El roce de la tela de su pantalón bajo mis dedos. El calor. La presión de su mano sobre la mía. Y su silencio después, que no era un «no». Era un «todavía no».
Esa noche no pegué ojo. Sabía, con una certeza absoluta de doce años, que algo había cambiado para siempre. Ya no era solo el niño que espiaba. Había tocado el secreto. Y el secreto había respondido.
Lo que vino después, cómo ese «todavía no» se convirtió en un «sí» callado y cómo nuestro juego secreto fue creciendo, se los contaré en la próxima parte. Porque esto, amigos, solo fue el principio. El primer contacto. La semilla que ambos, cada uno a su manera, empezamos a regar.
Mi Telegram es @p0588s cualquiera me puede escribir sin problema. Sobre todo los que aman demasiado al hombre que los creó.
Un abrazo, y hasta pronto.



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