Con el profesor de filosofía
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por SantiagoRodriguez.
Muchos dirán que en la facultad de filosofía de una universidad estatal peruana no hay forma de encontrar tipos guapos… y no estarán muy equivocados; los alumnos no son precisamente la mata de la sensualidad ni de la belleza, y ni qué decir de los profesores.
Es por eso que el aula enmudeció cuando David, el profesor de Dialéctica, cruzó el umbral de la puerta del aula: 172 de estatura, delgado pero nada flaco, cabello lacio y perfectamente negro, lentes de carey, pantalón entallado, zapatos impecables, polo impecable con cuello abotonado por completo… el toque nerd en un hombre completamente varonil por lo demás, con aproximadamente 32 años de edad.
Pero había dos cosas que este ejemplar de hombre ofrecía como plus: una sonrisa cándida que mostraba una dentadura blanquísima, la cual hacía contraste con el color de su piel, de un marroncito oscuro alucinantemente parejo desde la frente hasta las manos, pasando por el cuello y… bueno, más no se podía ver; solo quedaba alucinar con lo que se veía, plus que llenaba muy bien los pantalones por delante y por detrás.
Las chicas pasaron el ciclo mordiéndose los labios y cruzando las piernas con desesperación cuando él dictaba clase, y sé que los chicos gais del aula estábamos en las mismas.
Yo tenía otros planes: me apliqué lo mejor que pude durante el ciclo, leí todo lo que nos mandó leer y hasta más, intervine moderadamente en las clases y procuré tener perfil bajo todo el tiempo… no quería saturarlo con mi presencia, a diferencia del resto de estudiantes pues esto había que trabajarlo con paciencia.
Terminó el curso, él entregó las notas y cuando ya habíamos cortado positivamente todo vínculo académico, fui a buscarlo a una de las aulas; entonces conversé con él, le hice un par de preguntas sobre el curso y le metí letra como pude (nunca falla el "profesor, necesito hacer mi tesis y me gustaría contar con su orientación)".
Finalmente, nos despedimos y quedamos para vernos nuevamente durante la semana siguiente, coordinando un día en que él no tuviese nada que hacer.
Llegó el día acordado pero él canceló la reunión, postergándola para la semana siguiente; ni modo, yo acepté, aunque la verdad pensé que me estaba choteando sin hacer mucho roche.
No siempre se gana, así que fui a la siguiente reunión sin mucha esperanza… pero él llegó puntual con su sonrisa perfecta y ese endemoniado color de piel que le aceleraba el pulso a todo el alumnado.
Conversamos un poco y le propuse ir a mi casa, pues gracias al cielo mis viejos estaban de viaje por varios días y nadie asomaría las narices.
David dudó un poco pero aceptó.
Fuimos; entramos, nos pusimos cómodos y le invité un vaso de gaseosa helada, para el calor; luego otro y ya el tercero vino con trago incorporado.
Nos sentamos en el mueble grande de la sala y yo no podía dejar de mirarle el paquete, que no era pequeño, precisamente.
pero David era demasiado tímido para dar el primer paso; de hecho, al conversar con los alumnos siempre tartamudeaba un poco, y ni el trago conseguía quitarle la timidez.
La ocasión estaba pintadísima; a mis 19 años, mucha experiencia no tenía pero solo era cuestión de decidirse.
Me acerqué a él, le agarré el paquete y lo miré a los ojos.
Había algo de confusión en su mirada, pero no trató de alejarme.
Yo procedí a bajarle el cierre del pantalón; él trató de hablar mientras yo buscaba el premio mayor entre sus piernas: “esto está mal, no puede suceder porque tú eres alumno y yo tu profesor y… ¡aaaaaahhhhh, qué ricoooooo!”, interrumpí su perorata al meterme todo su pene dentro de la boca y al mismo tiempo acariciarlo con la lengua.
Empecé una mamada de campeonato sobre ese miembro oscuro y bastante grueso aunque no tan largo; en realidad no me importaba el tamaño: yo iba a tirarme a David por su carita bonita, el color de su piel, su personalidad tímida, el color de su piel, su sonrisa picaresca, el color de su piel, su gran inteligencia y… ¿ya mencioné el color de su piel?
David no decía nada, solo gemía y gruñía; yo aproveché para quitarme el pantalón y terminar de bajárselo a él.
Como él estaba sentado, aproveché para sentarme sobre él y, con un poco de saliva, introducir su miembro en mi trasero.
Trató de decir algo pero lo hice callar con un gesto; sus ojos transmitían toda la confusión posible y yo terminé de excitarme con eso y de clavar su pene erectísimo en el huequito de mi culo.
Dolió un poco, pero no era momento para demostrar flaquezas ni mariconadas; le arranqué un suspiro al entrar en mí, cerró los ojos y tiró la cabeza para atrás, y yo aproveché para quitarme el polo, sacarle la camisa (no tenía un cuerpo trabajado pero sí que lo tenía todo en su sitio, eso sí, no tenía vellos) y abrazarlo mientras me movía arriba y abajo, hacia los costados y en círculos, despacio… si quería que David volviera a ser mío, debía ser taimado, pues chibolos desesperados por sexo hay a montones; ahora, chibolos que te lleven al cielo: de esos somos pocos y él tenía que darse cuenta de eso.
David reaccionó acariciándome el pecho, especialmente las tetillas, lo cual me excitaba aún más; yo le hacía cariño en la cabeza con una mano y recorría su pecho con la otra.
Me besó en la boca un par de veces mientras lo cabalgaba; su respiración se hizo paulatinamente más rápida y, con los ojos cerrados, me dijo que se venía; “cuando gustes”, le dije.
Y en medio de gemidos y gruñidos, embistió con su pelvis mi trasero; su pene entró por completo en mí, junto con lo que sentí como una cantidad nada despreciable de semen.
Lo miré a los ojos, tratando de imaginar qué le diría ahora que se le había ido la arrechura y la cordura se imponía; estuve a punto de abrir la boca algo cuando de pronto me cargó en vilo y me llevó hacia el mueble más grande de la sala y me echó sobre este y él sobre mí, boca arriba, sin sacar su pene del agujero de mi culo; puso mis piernas en sus hombros primero y después mis pies en sus pectorales y empezó a entrar y salir frenéticamente.
Me miraba sin decir nada, solo gruñía de placer y a veces cerraba los ojos; yo estaba sorprendido, debo decir que gratamente, y me concentré en sentir cómo me penetraba ese bellísimo hombre de color caoba… en eso estaba cuando de pronto lo sentí resoplar.
Abrí los ojos y su expresión de placer, junto con las contracciones de su pene dentro de mi ano, evidenciaron un riquísimo orgasmo.
Yo también estaba a punto de eyacular pero lo evité: el rey de esta fiesta era David.
Terminó de venirse por segunda vez y me la sacó.
Se la limpié con una toalla y con algunas mamadas.
Nos vestimos y nos sentamos en el mueble.
“No sé qué decir”, me dijo; “no es necesario decir nada”, le respondí y le serví otra gaseosa con ron, con hielo para desacalorarnos.
Estuvimos conversando por casi una hora de diversos temas.
No hablamos del sexo que acabábamos de tener.
Luego dijo que debía marcharse y se puso de pie; yo me paré con él y le agarré el paquete; él me dio un chape con lengua y me sobó las nalgas con fuerzas, y agregó “dale un besito de despedida a mi pinga”; yo me sorprendí, pues “pinga” era una palabra que nunca imaginé salir de la boca de un tipo tan correcto, pero obedecí sin titubear.
Le di otra mamada de campeonato, ¡debía esforzarme si quería volver a verlo! A los pocos minutos me preguntó si podía penetrarme otra vez, y le dije que sí.
Me hizo echarme bocabajo en el mueble, se puso encima de mí, me bajó el pantalón y sin más me la metió hasta el fondo; acto seguido, bombeó mis intestinos con ritmo sostenido mientras me lamía las orejas y la nuca.
Habrá estado unos diez minutos en esas hasta que terminó con una última embestida: la había dado por tercera vez.
La sacó, se la sacudió y se la guardó; me vestí y lo acompañé a la puerta y, aunque no quedamos en vernos nuevamente (yo no quería presionarlo), era obvio que esto volvería a suceder.
Y obviamente, volvimos a hacerlo (pero como amantes pues él tenía enamorada y posteriormente se casó con ella, lo cual no me quitó la exclusiva de tenerlo como amante).
Y yo nunca más volví a leer un libro sobre dialéctica con los mismos ojos.
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