CONFESIONES DE UNA MARICOTA (1)
Niñez..
Años: 90s-2000.
Nací en 1990 en Girón Santander, un pequeño municipio del noreste colombiano. Allí, crecí al lado de mis papis en una humilde vivienda, ubicada en un barrio poco poblado y rodeado de potreros.
Mi mami era ama de casa; ella siempre estaba a mi lado. Mi papi era camionero; él viajaba mucho y pasaba poco tiempo en casa.
Me crié junto a tres primitos: Nando, el mayor de todos nosotros; y mis primitos gemelos, Nico y Pipe.
Solía pasar mucho tiempo en casa de mis abuelos maternos. Con ellos vivía mi primito Nando. Nando era como mi hermanito mayor; con él pasaba la mayor parte de mi tiempo. Cuando Nando llegó a la adolescencia, ya no pasaba tanto tiempo conmigo, mis tardes, ahora las pasaba con mis abuelos y con mi tío Eduardo —hermano de mi mami que trabajaba al lado de mi abuelo Anselmo en su taller de ebanistería—.
Mi tío Eduardo en ese entonces tenía unos treinta años. Era un hombre cautivador; traía babeando a más de una —dicen que incluso, a más de uno—. Yo también babeaba por él. Recuerdo que en aquel entonces me quedaba viendo la tele la tarde entera esperando que llegaran las 6 pm. —hora aproximada en la que terminaba sus labores— para echarle unas buenas miraditas.
Antes de irse a su casa, mi tío tomaba un baño. Después de bañarse, salía de la ducha en toalla y se dirigía a la sala para vestirse. Allí, se despojaba de la toalla con toda naturalidad y se sentaba en un mueble en ropa interior. Yo me quedaba cerca observándolo. Mi corazoncito latía a mil cuando lo tenía así frente a mí. Me deleitaba viéndolo en trusa. Lo detallaba minuciosamente mientras se vestía.
Mis recuerdos son vagos. No recuerdo muy bien su cuerpo, pero sí recuerdo muy bien la parte que más llamaba mi atención: su paquete. La verdad es que se le marcaba una pinga chiquita —al menos en reposo—, pero sus pelotas, eran definitivamente lo que más resaltaba… se le veían grandotas.
Siempre deseé verlo sin nada, pero él, nunca se encueraba por completo.
En una ocasión, fingí estar durmiendo en una cama en la que había dejado sus prendas de vestir y sus interiores limpios. Supuse que si su ropa interior estaba ahí, era porque saldría completamente en cueros de la ducha… y así fue. Apagué la luz, me acosté y cerré mis ojitos. Al cabo de un rato, mi tío entró en el cuarto, se quitó la toalla y dejó al descubierto su trasero frente a mi carita. Vi lo que unos destellos de luz que entraban desde la sala me dejaron contemplar… logré verle ese par de pompas planas, pero hermosas.
Lastimosamente, en ninguna ocasión posterior a esa pude verle más. Tuve que conformarme con seguir viéndolo como siempre lo veía: en trusa.
Fui una mariquita curiosa. El hombre que despertó mi curiosidad, fue él… mi querido tío Eduardo.
Asistí a una pequeña escuelita pública, una escuelita solo para varoncitos. Allí, me destaqué por tener las mejores notas del curso y por tener una excelente conducta.
Mi grupito de compinches más cercano eran otras cuatro mariquitas: Cami, Javi, Santi y Juli. Nuestros compañeritos, los «niños machitos» del curso, nos llamaban las «sailor moon».
Pese a que éramos objeto de ciertas burlitas por parte de nuestros compañeritos, las cinco «sailor scouts» en horas del recreo nos integrábamos y jugábamos con ellos. Jugábamos escondidillas, congelado, ponchado y todos esos juegos tradicionales de los años 90 en Colombia, pero con un castigo para quienes perdieran.
Para los «niños machitos», el castigo era cualquier tontada que se les ocurriera. Para las cinco «sailor scouts», el castigo era diferente: debíamos dejarnos manosear de todos y permitir que nos «violaran». Por supuesto que no era una violación en sí, solo una inocente simulación.
Cuando alguna de las «sailor» perdía en el juego, los «niños machitos» la llevaban a la zona de los baños de la escuelita —fuera de la vista de los profesores—, la tiraban al suelo boca abajo, y la agarraban fuerte de las manos y de los pies. Después, un muchachito con su uniforme escolar puesto, se le montaba encima y le restregaba bruscamente su cuerpecito, simulando una culiada. Luego, venía otro niño y hacía lo mismo. Luego, otro. Eran al menos unos quince «niños machitos» y cada uno de ellos duraba muy poco haciéndolo. Eso sí, era obligatorio que todos tomaran su turno y «violaran» a la «sailor» perdedora. Ahí terminaba el castigo y seguía la siguiente ronda del juego.
Esos «jueguitos» eran de todos los días. A las «sailor», al parecer nos gustaba; nunca nos quejábamos ni nos oponíamos. A medida que fuimos creciendo, tanto los «niños machitos» como las «sailor moon» dejamos aquellos «jueguitos».
Al lado de mi casa, vivía mi tío Eduardo con su mujer y sus dos hijos —mis primitos gemelos, Nico y Pipe—.
Con regularidad, mis familiares y sus amistades se reunían y festejaban hasta altas horas de la madrugada. Se emborrachaban y nos descuidaban a los pequeños.
Mis primitos gemelos son dos años mayores que yo. Con ellos, me entretenía bastante. Frente a los adultos, éramos críos que se divertían como cualquier otro. A solas, las cosas eran diferentes.
Mientras los adultos celebraban, Nico, Pipe y yo, escondidos en la oscuridad de la noche, nos manoseábamos. Más bien, ellos me manoseaban a mí. Al igual que con los niñitos machitos de mi escuelita, no me quejaba ni me oponía, por el contrario, con todo el gusto, dejaba que lo hicieran.
Mis días trascurrían normalmente así: en las mañanas, estaba en mi escuelita, y en las tardes, cuando no me iba con mi mamá a casa de mis abuelos, me iba a casa de mis primitos gemelos.
Nico, Pipe, y yo, solíamos armar una especie de cambuches con sábanas amarradas a las paredes, y allí nos metíamos «a jugar».
Los «jueguitos» con mis primitos gemelos siempre terminaban de la misma manera. Yo me tumbaba unas veces boca arriba y otras veces boca abajo, y ellos se turnaban para treparse encima de mí. Luego, restregaban sus cuerpecitos contra el mío con sus ropitas puestas, simulando que me culiaban.
Algunas veces, nos bajábamos nuestros pantaloncitos y nuestras trusitas, y quedábamos con nuestras partecitas nobles descubiertas. Mis primitos tomaban sus pinguitas —que por la edad, aún ni se ponían duritas— y las frotaban por mis tiernas pompitas. Primero lo hacía uno de ellos y después el otro. Me tomaban como su putita. Me manoseaban y me usaban a su antojo.
Aquellos «jueguitos» eran riquísimos. Iniciaron cuando yo tenía unos cuatro o cinco años, pero con el tiempo, los tres perdimos la costumbre de «jugar» de esa manera. Sin embargo, aproximadamente a mis nueve años, un día uno de mis primitos gemelos me buscó de nuevo para que «jugáramos». Al llegar a la casa de mis primitos, pensé que estarían los dos, pero solo estaba él: Nico —que ya tenía once años—. Sin la presencia de su hermano, Nico quiso retomar aquellos viejos «jueguitos» conmigo, pero esta vez, llevó las cosas un poco más lejos.
Nico me sentó en el borde de su cama, se arrodilló en el suelo, bajó mi pantaloncito y mi trusita hasta mis rodillitas, y empezó a chupar mi pinguita.
Me la chupaba suavecito. Sentía cosquillitas. Su boquita estaba calientita. Mi pinguita poquito a poquito fue aumentando su tamaño y se puso durita… era la primera vez que se me ponía así.
Todo aquello me parecía muy raro. Sentir mi pinguita erectita y durita me asustaba, y la sensación, aunque me gustaba, me asustaba aún más.
Mi primito aceleró el ritmo. Le pedí que se detuviera, pero él siguió chupando. Él chupaba y chupaba, y yo, me asustaba más y más. No sabía qué me pasaba allí abajito. Le pedí una y otra vez que dejara de hacerlo, pero él no paraba.
Mi cuerpecito entero se estremecía. Sentía como si algo estuviera a punto de estallar dentro de mí. Pensé que me haría pipí. Me espanté de solo pensar que mojaría todo… ¡de verdad pensé que me haría pipí!. Me asusté tanto, que con todas las fuerzas de mi pequeño cuerpecito, empujé bruscamente a mi primito y lo tiré al suelo. Subí mi pantaloncito y mi trusita rápidamente, y salí corriendo para mi casa.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!