CONFESIONES DE UNA MARICOTA (2)
Adolescencia..
Años: 2001-2006.
Solía quedarme viendo la tele hasta altas horas de la noche mientras mis papis dormían. En ese entonces, tenía once o doce años.
Varios canales de tv, transmitían unas películas eróticas nada explícitas —a las mujeres se les mostraba todo pero a los hombres solo el culo, y las escenas, dejaban casi todo a la imaginación del espectador—, pero que en aquel tiempo, me calentaban muchísimo.
En una de mis calenturas, por encima de mis pantaloncitos de dormir, comencé a frotar mis partecitas nobles con la palma de mi manito. Frotaba y frotaba, frotaba y frotaba… arriba y abajo. Fui acelerando el ritmo de mi manito más y más, hasta que… ¡zas!… sentí una explosión intensa y deliciosa. Mi trusita quedó mojadita, untadita de un líquido gelatinoso. Supe que aquello no era orina. Desconocía lo que era, pero me gustó tanto que quise seguir haciéndolo.
Después de varias noches repitiéndolo de esa misma forma, traté de hacerlo, pero ahora, bajando mi pantaloncito y mi trusita.
No lograba que la palma de mi manito se deslizara así. Entonces, tomé mi pinguita y fui sobándola suavecito. Luego, la agarré con mi manito empuñada y empecé a realizar movimientos arriba y abajo, arriba y abajo.
Subí y bajé mi manito empuñada cada vez más rápido. Le di y le di hasta sentir esa exquisita sensación final. Esta vez, el líquido gelatinoso, blanquecino y espeso, quedó esparcido por toda mi barriguita. Supe que de esa manera debía seguir haciéndolo.
Con el tiempo y con la práctica, fui descapullando mi pinguita… así me la jalaba más rico.
Mi manito se convirtió en mi mayor aliada; todos los días, varias veces al día, acudía a ella… hasta que llegó el momento de probar cositas nuevas.
En el cole, solía escuchar con atención las conversaciones de mis compañeros de curso. Entre tanta mamada que hablaban, había una que otra cosilla interesante. Me interesaban mucho sus charlas sobre el culeo… vaginal y… anal.
El morbo por saber que se sentía dar el culo, me llevó a explorarlo por mi propia cuenta.
Comencé probando con mis deditos. Primero me metí uno, luego dos, creo que hasta tres. La sensación me gustaba y lo repetía cada cierto tiempo, pero sentía la curiosidad de probar con algo más. Obviamente no tenía dildos —en ese tiempo, ni siquiera sabía lo que eran—. Así que busqué por toda mi casa algo que tuviera forma fálica. Traté de introducirme un tubo de crema corporal, pero era muy grueso… ni siquiera me entraba. Entonces seguí buscando. Busqué y busqué, hasta que en el baño encontré guardado uno de esos tubitos alargados y delgados de plástico que se usaban —aún se usan— para guardar los cepillos de dientes. El grosor me pareció el indicado. Agarré aquel tubito, lo lavé muy bien, lo puse en el suelo en posición vertical, lo sujeté de la base, me puse en cuclillas y traté de introducírmelo.
Así seco no me entraba. Lamí el tubito y lo dejé bien lubricadito… y lo intenté de nuevo.
Me entró la puntica y me dolió bastante. Esperé y seguí intentando. Suavecito fui bajando hasta tenerlo todito ensartado.
Comencé el sube y baja. Subía y bajaba, subía y bajaba… y me gustaba… me gustaba muchísimo. Di sentones sobre ese tubito durante minutos.
En esa postura ya me dolían mis piernitas. Me saqué el tubito, me acosté boca arriba, elevé mis rodillitas hacia mi pechito, abrí muy bien mis pompitas y seguí estimulándome. Fue una delicia. Metía y sacaba, metía y sacaba. Le di y le di hasta cansarme, hasta saciar por completo mi curiosidad y mis ganas.
Aquello, lo repetí durante varios años, con mucha frecuencia. Cada vez que mi casa quedaba sola, con ese mismo tubito, me daba placer durante largos ratos… lo hacía hasta dejar mi hoyito satisfecho.
A mis catorce años, con mis hormonas a mil, llegué incluso a «curiosear» a mi propio papi.
En mi humilde vivienda, no habían puertas en las alcobas —en su lugar, usábamos cortinas—, por lo tanto, mis papis podían entrar y salir de mi cuarto cuando quisieran, y yo, podía hacer lo mismo en el de ellos.
En las noches, me quedaba en mi camita esperando a que mis papis se durmieran. Las noches que escuchaba chillar su cama —es decir, cuando mis papis culiaban— esperaba mucho más. Pasado un buen rato, me asomaba con mucho cuidado para cerciorarme de que ya estuvieran dormidos, y al tener plena seguridad de ello, tomaba una pequeña linternita de luz muy tenue que mis papis tenían e irrumpía con sigilo al dormitorio. Daba igual si iluminaba o si hacía algún ruido, ellos nunca se despertaban.
La zona en la que vivíamos era muy calurosa, incluso en las noches. Por esta razón, mis papis no usaban las sábanas y dejaban sus cuerpos al descubierto. Ignoraba el cuerpo de mi mami, pero a mi papi, sí lo detallaba enterito.
Años atrás, había visto las pinguitas de mis primitos gemelos Nico y Pipe, y también las pompas de mi tío Eduardo, pero nunca había visto un hombre así… en todo su esplendor… mi papi fue el primero.
Alberto, mi papi, en aquella época, tenía alrededor de cuarenta años. Era un hombre de cuerpo robusto, de 1.70 metros de estatura, piel canela, cabello negro liso y corto, y rasgos faciales fuertes y varoniles.
Físicamente, me parezco bastante a mi papi, excepto en la contextura corporal —hasta ahora, siempre he tenido un cuerpo delgado—. No solo nuestros rasgos físicos son prácticamente idénticos… nuestras partecitas nobles también lo son. Ambos, tenemos los mismos huevitos pequeñitos y morochitos, y nuestras pinguitas son igualitas… de mi papi, heredé mi pinguita morochita, delgadita y pequeñita de solo 12 centímetros cuando está erectita.
Todo lo que veía en mi papi me resultaba fascinante. Todito su cuerpo era muy, muy lampiño. El vello de su pubis lo traía siempre muy, muy cortito, y sus huevitos los traía siempre totalmente rasuraditos. Además, cuando dormía de ladito, parando su colita, podía verle íntegramente toda el área: sus pompitas eran planas, pálidas y lampiñas —igual que las mías—; su rajita prieta, no tenía ni un solo vello —al parecer, también se rasuraba por allí—, y su hoyito, era carnosito, muy oscuro y fruncido.
Aquellas noches que no escuchaba chillar la cama de mis papis —es decir, las noches que ellos no culiaban— sabía que no los encontraría totalmente en cueros, sino en ropa interior. Fue precisamente en una de esas noches, donde descubrí el «gustito» más secreto de mi papi: la lencería femenina. Esa noche y otras muchas más, vi a mi papi dormidito usando tanguitas hilo de mujer.
Al principio, me pareció muy gracioso que un hombre tan machote como él tuviera esos gustitos tan… «raros»; pero luego, encontré demasiado excitante verlo usando esas pequeñísimas prendas. Me encantaba verle ese hilito bien metidito entre sus pompitas, y sus cortitos vellos púbicos y sus huevitos asomándose por los costados de la ajustada parte delantera. Quizás ese gustito era solo suyo, o quizás a mi mami también le gustaba verlo usando esas tanguitas. No lo sé, el caso es que, nunca vi a mi papi usando ropa interior masculina.
Durante mucho tiempo me obsesioné con él… sólo pensaba en él.
Aún recuerdo muy bien todito su cuerpo: sus piernotas, sus brazotes, su pechote, su prominente barriga de camionero, su pinguita —algunas veces flácida, y otras veces con sus erecciones nocturnas—, sus huevitos y su colita.
Aunque moría de ganas por tocar su cuerpo, nunca me atreví a hacerlo… me daba miedito que mi papi se despertara y me pillara… me conformaba tan solo con observarlo.
Cada noche, después de realizar mi espionaje, regresaba muy caliente a mi camita, y allí, me jalaba mi pinguita o me metía mis deditos en mi hoyito… pensando en él… en mi hermoso y amado papi.
Con el tiempo, fui dejando la manía de entrar a la habitación de mis papis. Aquello… fue solo curiosidad adolescente, pero, a partir de ahí, se despertó en mí un gran deseo por hombres maduros y bien machotes, hombres como él… como mi papi.
En mi adolescencia, fui una mariquita curiosa y muy caliente, pero nunca llegué más allá de las meras masturbadas —delanteras y traseras—. En esa época fui muy nerd y físicamente con muy poca gracia —me colgaba la ropa debido a mi delgadez, tenía mucho acné, usaba frenillos, y unos grandes y feos lentes—. No se me daba nada bien socializar, mucho menos ligar.
A mis dieciséis, conocí las páginas de citas en línea. Iba de una página web a otra y frecuentaba las salas para hombres en busca de otros hombres. Esa era la única forma en la que lograba soltarme un poco y socializar.
Por estas páginas, fueron muchas las veces que me encueré y me toqué la pinguita y la colita frente a cualquier fulano ganoso de observar y ser observado. Pero no mostraba más. Solo mostraba mi cuerpo del cuello hacia abajo, tapándome el rostro.
Nunca conocía a ninguno de esos tipos. Mi contacto con ellos terminaba una vez cerraba la ventana del chat.
Poco a poco fui soltándome, hasta que finalmente, me decidí a dar el paso, de la virtualidad a la realidad.
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