CONFESIONES DE UNA MARICOTA (3)
Primera vez..
Año: 2006.
Un día domingo del mes de diciembre de ese año, conocí a un chico de mi misma edad —dieciséis—, muy alto y gordito, llamado Diego.
Ese día, creí que solo lo conocería a él, pero no fue así. El chico había estado en contacto con dos tipos de la ciudad de Bucaramanga Colombia, y planeó verse con ellos esa tarde.
Me invitó a acompañarlo. Me dijo que pagaría mis pasajes de ida y vuelta, y que regresaríamos antes del anochecer. Lo dudé mucho. Mis papis aún eran muy estrictos conmigo; no podía llegar tan tarde a casa. Creyendo que realmente sería una breve escapada, terminé aceptando.
Arturo y Francisco tenían alrededor de treinta años cada uno. Eran pareja y vivían juntos.
Desde que llegamos se comportaron muy amables. Estuvieron charlando con nosotros un buen rato. También pidieron a domicilio hot dogs. Comimos y seguimos la charla.
Diego les había mentido a los dos treintones acerca de nuestras edades. Les dijo que éramos un par de universitarios veinteañeros, cuando en realidad, éramos menores de edad y todavía estábamos en la secundaria. Los tipos se pillaron la mentira, pero eso no frenó sus planes. En medio de la charla, salieron a relucir sus verdaderas intenciones… querían darle al culeo.
Diego lo sabía. Lo había planeado todo con ellos. Yo no sabía nada. Ingenuamente, pensé que solo iría allí a saludar y a charlar un rato.
Me preguntaron si quería unírmeles. Me espanté. Tajantemente me negué. Quise salir de allí corriendo, pero no sabía en dónde me encontraba con exactitud y no tenía dinero para regresar.
Mientras los tres se dirigían a la habitación, yo me encerré en el baño a pensar. Después de pensar y pensar, decidí quedarme en esa casa, salir del baño y sentarme en la sala a esperar que todo terminara.
Al abrir la puerta del baño, uno de los treintones —Arturo— estaba esperándome. Me miró fijamente, sonrió maliciosamente, acercó su rostro al mío y me besó. Aquel beso no fue nada sutil. Casi sin tocar mis labios, metió su lengua entera en mi boquita. Pude apartarlo, pero la verdad, es que me gustó, me gustó muchísimo.
Respondí como pude a sus besos. Seguramente yo lo hacía con torpeza, pero traté de seguirle el juego.
Me gustaba la forma en la que me besaba. En ese momento me sentí a gusto con él. Me invitó una vez más a unirme a ellos, y esta vez, accedí.
Ya estaba anocheciendo. La habitación estaba casi oscura —solo entraba algo de luz desde la sala—. Me senté en una esquina de la cama con los nervios al cien. Mientras los otros dos se revolcaban, Arturo se acercó a mí y quiso tranquilizarme. Me abrazó y me pidió que me relajara. Me besó más, y de a poquito, comenzó a quitarme la ropa. Él, también se quitó todo.
Puso su verga erecta en mi carita. La lamí y la saboreé… estaba mojadita y saladita. Lamí y saboreé, pero no sabía muy bien qué más hacer. Con sus manos, tomó mi cabeza y empezó a moverla suavemente hacia adelante y hacia atrás. Así fui aprendiendo. Con mi inexperiencia, pero con muchas ganas, me puse a chupársela.
Apretaba fuerte mi cuerpecito contra el suyo. Me besaba y me manoseaba bien rico por todos lados. Recorrió a punta de besitos y lamiditas todito mi cuellito, y luego, mis tetitas. Siguió bajando por mi barriguita, y cuando pensé que llegaría a mi pinguita, levantó mi cintura y se dirigió a mi colita. Metió su cara entre mis pompitas y se puso a lamer delicioso mi tierno hoyito… ¡que ricura fue sentir aquello!.
Sentí que untaba un líquido por toda mi rajita… me estaba lubricando. Supe al instante lo que venía… en medio de la oscuridad lo vi colocándose el condón. Aunque tenía muchos nervios, aquel tipo me inspiraba confianza y me agradaba. Decidí dejarme llevar.
Se trepó encima de mí y lo sentí acomodando la punta de su verga en la entrada de mi hoyito. El primer pinchazo fue tremendo… dolorosísimo. Lo sentí entrar otro poquito y fue peor. Le pedí que se detuviera. Pasaron unos segundos y volvió a intentarlo. No pude. Me dolía muchísimo. Me pidió que lo intentáramos de otra manera, una en la cual, yo tuviera mayor control.
Se acostó boca arriba y yo me le trepé encima. Me puse en cuclillas, y con mucha molestia y ardor, comencé a dar suaves sentones. Fui bajando despacito hasta tenerla completamente ensartada.
Me dolía y me ardía bastante, pero no quería decepcionarlo. Aguanté, hasta que me fui adaptando. Subí y bajé con cuidado, hasta que el dolor y el ardor, poquito a poquito, fue reemplazado por sensaciones placenteras.
Obedecí a sus indicaciones. Me puse en cada postura que me pedía. Primero, en la del «vaquero», le cabalgué encima a mi gusto, suavecito, evitando que me doliera. Luego, me puse en cuatro, él se hizo detrás de mí, y en la del «perrito», siguió dándome a su gusto. Por último, me acostó boca arriba, se me trepó encima, llevó mis piernitas a sus hombros, y en la postura «profunda», continuó.
Los nervios se esfumaron por completo. En ese punto ya me sentía a gusto. Él me daba y me daba. Alternaba el ritmo y la fuerza de sus embestidas. Me daba suave, luego, aceleraba y me daba duro. Ese mete y saca me enloquecía. Sus huevos golpeaban contra mis pompitas… ¡plahs, plash, plash!… sonaba como si alguien estuviera aplaudiendo. Yo, gemía y gemía con locura. Era el primer hombre que me culiaba y me encantaba. Ya solo había placer. Ya no quería que parara. Se meneaba tan rico, me daba tan delicioso… deseaba seguir así el mayor tiempo posible.
Siguió dándome con toda. Su respiración era agitada y cansada. De repente se detuvo. Siguió, pero esta vez, aceleró más y más. Lanzó unos gemidos ahogados y paró. Su cuerpo cayó sobre el mío.
Diego y yo nos regresamos a nuestro pueblo.
Nos sentamos en los asientos traseros del bus y nos pusimos a hablar sobre lo ocurrido. Hablamos sobre el tamaño de las vergas de los treintones. Según nuestra apreciación, a mí, me tocó una verga no tan gruesa, pero sí larga —le calculo unos 18 centímetros—, y a él, una verga no tan larga, pero sí muy gruesa. Nos contamos todo con lujo de detalles.
La conversación calentó bastante a Diego. Bajó un poco sus pantalones y sus calzoncillos, y empezó a jalársela. Su verga era chiquita. En el cuarto no la vi pues estaba muy oscuro. Me dijo que hiciera lo mismo que él. Me calenté al verlo, pero no quise hacerlo, pensé que alguien en el bus nos pillaría.
Él siguió jalándosela, yo solo lo observaba mientras lo hacía. Se la jaló y se la jaló hasta estremecerse y correrse. Su leche, la recibió en una de sus manos y la limpió en los sillones que estaban adelante de los nuestros.
Ese día, llegué casi a la media noche a casa y ya sabía la que me esperaba… mis papis me esperaron hasta esa hora y me dieron una extensa reprimenda por haber llegado tan tarde.
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