Conservando la Inocencia
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Piyero.
Nota del Autor: Mi primer intento en escribir mis experiencias, jejeje por favor no sean muy rudos conmigo. Este relato es real, hasta donde alcanza mi memoria. Lo cuanto tal cual lo recuerdo. Tenía yo 12 años. Actualmente 28
Cuando era un niño no pensaba en el sexo, al menos no hasta los nueve años, cuando comencé prematuramente a masturbarme en busca de orgasmos tan secos como intensos. Cuando cumplí doce años ya podía eyacular una cantidad respetable de semen dulcemente inmaduro y, aunque mis fantasías cada vez se inclinaban más hacia mis amigos varones, yo seguía sin internalizar lo gay que era. Tenía dos amigos, con quienes nunca pasó nada más allá de mis intentos fallidos de engancharlos al exhibirme delante de ellos. Nunca picaron el anzuelo. Uno era de mi edad y eso era irremediable. El otro solo un año menor que yo, Alejandro, un gordito bastante lindo, de piel blanca, sonrisa encantadora y trasero redondeado. ¡Los gordiños y sus traseriños! Él tenía un primo de cuatro años, Carlos, a quién conocí desde el ecosonograma.
Un día este pequeño nos confió que se tocaba con un amigo y una amiga de su misma edad, jugando a algo que él denominaba “chupar”…. Sencilla e inocentemente “chupar”. Su primo de once años y yo nos miramos con un dejo de diversión y trauma, aunque fallé al ver que su rostro mostraba un poco de miedo. El pequeño Carlos prosiguió con su historia y nos preguntó que si queríamos hacerlo nosotros, ahí mismo, sin ningún tapujo. ¡La inocencia! Muchos lo considerarán perversión, pero es inocente pedir sexo sin más, y lo saben.
En ese momento solo se me ocurrió, inocentemente, repetir el discurso que yo había recibido unos cuantos años antes, toda la perorata adulta de “eso no es correcto, aún eres niño, somos todos varones” bla, bla bla. La astilla de erotismo en la sección más carnal de mi mente quedó ignorada por el momento. La velada terminó y nada más pasó.
A los días, sin el primo Alejandro de por medio, Carlos vino nuevamente. Jugamos en la computadora, vimos televisión, salimos al patio a pegar carreras. En algún momento de privacidad, me dijo que quería chupar conmigo. Le pregunté que quién le había enseñado eso y no quiso decirme. Asumí que no era algo que habían inventado tres nenes de cuatro años. Repetí mi discurso y nuevamente quedó ahí.
Eso se repitió varias veces, y su insistencia viajo lentamente desde mi cerebro cerrado, recorriendo suavemente mi piel, hasta llegar a mi pene en una sesión de masturbación nocturna. Suspiré, acabé, comí mi semen y me sentí culpable de imaginar a este niño chupándome el glande. Pero la imagen estaba ahí, con culpa y reproche, una imagen que en mis doce años no había tenido que enfrentar.
Llegó el día en que mis hormonas adolescentes ganaron la pelea contra la razón, al menos contra los ideales que me habían inculcado, y cuando Carlos vino a jugar un rato en la computadora, yo estaba decidido a dejar que pasara, si él buscaba juego nuevamente. Se sentó en un mueble junto a mi y coloqué un juego que no recuerdo, pero uno que a él le gustaba, y comenzamos a jugar sin decir mucho. Mi familia estaba en la sala charlando con su madre. El sudor me recorría la frente y mi miembro permanecía en un estado intermedio entre la flaccidez y la erección. Sentía que me mareaba, no sé si de exceso de hormonas, perdía por momentos el control de mis extremidades y respiraba entrecortado. Le saqué el tema esta vez yo, preguntando detalles de lo que había pasado, cuando, como y con quién. Fue entonces cuando me confesó, para mi inocente sorpresa, que el que lo había enseñado era su primo Alejandro, de once años. Mi consciencia bloqueó las fantasías que se ramificaron de esa revelación y no permitieron que penetraran mis pensamientos en ese instante.
Llegó el momento en que un silencio eróticamente tenso se apoderó de mi habitación, roto solo pro las risas adultas en la sala de estar. Carlos me vio y sonrío, y luego vio mi pene totalmente erecto, sin ningún tipo de disimulo, y le sonreí nuevamente. Jugamos un poco más. Mientras mi piel tierna hormigueaba de anticipación, escuchando a los adultos con desespero, viendo a Carlitos de reojo, claramente más relajado que yo. El chico ocho años menor que yo y yo más virgen que él. En un momento si mano dejó el mouse, y yo lo tomé para disimular, y sus deditos bajaron hasta mi entrepierna, a mis doce centímetros de verga endurecida, y la electricidad más intensa y sexual recorrió mi cuerpo. Nunca había sentido nada igual, ni siquiera al masturbarme, quizás ni siquiera al tener un orgasmo. Sentía una energía que luchaba por salir de mi miembro, por moverse, por tomar control. Tensé mi esfínter y mi pene saltó, Carlos sonrío, yo me mordí los labios y el hormigueo se extendió por mi cuerpo mientras él presionaba. Sencillamente apretando la vara infantiloide que tenía en su poder.
Retiró la mano al escuchar peligro. Esperó. Volvió a tocarme. Yo me atreví menos que él, y lo toqué pocas veces. A mis cuatro años nunca fui consciente de mis erecciones, pero este niño tenía una, más bien pequeña, pero al tacto incluso más dura que la mía. De pronto se levantó, miró hacia a sala y se acercó a mi oído.
–Quiero verlo –me susurró. Yo volteé a la sala y vi a mi familia en su mundo adulto separado al nuestro. Pero no me atreví.
Pasó media hora y los adultos se retiraron ver la noche, las estrellas, o que se yo. Hubo una ventana, un silencio, un suspiro de soledad que sabía que duraría poco. Desesperado, me puse de pié, revisé, no había nadie. Me acerqué a Carlos, con manos temblorosas, mi piel lampiña sudorosa, respirando pesadamente, sintiendo que mi visión se nublaba y que toda mi sangre alimentaba el monstruo sexual entre mis piernas, el pequeño monstruo de cuentos infantiles que siempre estuvo debajo de mis sábanas, sobre mi cama, empujándome a este momento, este primer contacto. Bajé mis pantalones y él los suyos, y en mis interiores se marcaba una obscena tienda que rápidamente desmonté. Sus ojos se iluminaron, y su manita volvió a tocarme. Acercó su boquita a mi glande rosado, su lengüita más roja de lo que esperaba, su aliento candente sobre mi piel. Sentí como la humedad más tibia se apoderaba de cada una de las células de mu glande destapado, vi sus labios cubrir hasta una tercera parte de mi trozo de carne, y sentí la intensidad de un sueño al caer dormido, el temblor al sentir escalofríos, y la energía que rebotaba desde mi miembro hasta cada uno de mis dedos.
Se separo de mi, se alejó un paso y sacó su pene diminuto. Devolví el favor con la esperanza de devolver mi pene a su lengua, a su garganta. Recuerdo que en ese momento deseé que fuera el pene de su primo, o de mi otro amigo, o el de alguien con un pene más desarrollado y grande. Entró todo en mi boca y faltó espacio. Chupé y saboreé. Y escuchamos la puerta de afuera moverse con calma. Me levanté. Ocultamos muestra obscenidad de la sucia mirada de los adultos y nos sentamos.
Esa noche no pasó nada más. Me masturbé en mi soledad, claramente, humedeciendo mis manos en un intento fallido por reproducir la sensación de su boca. No fui su perrita, ni él la mía. No lo sometí, ni él a mi. No hubo interés alterno, ni perversión ni nada más que experimentar. Como dos amigos que se hacen cosquillas, o se columpian o estimulan sus necesidades hedonistas de alguna otra manera, el chupar nuestros penes no fue más que un acto de placer mutuo, con respeto e inocencia. Experimentar el sexo de ese modo fue para mí más erótico que la parsimonio pornografista que practico actualmente, como adulto jugando a ser un adulto, más que realmente siéndolo. La inexperiencia fue un gozo. Y a pesar de haber tenido mi primer contacto sexual, seguí sintiéndome inocente durante muchos años.
Con Carlos se repitió varias veces. Mejoramos, buscamos más experiencias. 16 años más tarde seguimos siendo amigos con derechos. Todo lo que ha pasado en ese tiempo… bueno. Supongo que deberé dejarlo para la próxima.
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