Convertido literalmente en mascota
Llevabas un mes viviendo con Adrián cuando empezó a notarlo.Pero una mañana, cuando preparaba café, llenó un cuenco con cereales y leche y lo dejó en el suelo. «Prueba esto.» Te miraste el cuenco. Luego a él. «Venga, come.» .
Llevabas un mes viviendo con Adrián cuando empezó a notarlo.
Adrián era un tío de 28 años, hetero total, trabajaba como mecánico y buscaba roommate para el piso que había heredado de su abuela. Era un tipo tranquilo, deportista, con fotos de su ex novia todavía en la estantería y el póster de un Mustang en la pared.
Al principio todo parecía normal. Cada uno en su rollo. Pero había algo en ti que ni tú mismo entendías.
Cuando Adrián llegaba del taller, algo dentro de ti se activaba. No era excitación sexual ni sumisión. Era otra cosa. Más primitivo. Tus oídos parecían agudizarse al escuchar sus pasos en la escalera. Tu cuerpo se tensaba de anticipación. Y cuando abría la puerta, ahí estabas tú, cerca de la entrada, esperándole.
«Tío, siempre estás ahí cuando llego,» comentó un día mientras dejaba las llaves en la mesita. «¿Cómo lo haces?»
No sabías qué contestar. Simplemente… lo sabías. Sentías su llegada.
—
Pasaron los días y los comportamientos se multiplicaron.
Te descubriste oliendo la ropa que Adrián dejaba tirada. No por morbo, sino por necesidad de reconocer su olor. Como marcando territorio. Como memorizando a tu… ¿dueño? La palabra te asustó cuando apareció en tu mente.
Empezaste a sentarte en el suelo del salón sin razón. Las sillas te resultaban incómodas, antinaturales. El suelo era mejor. Más seguro. Sobre todo cuando Adrián estaba cerca.
Una tarde te pilló tumbado en la alfombra, con la cabeza apoyada en las manos, mirando la tele desde ahí abajo.
«¿Qué haces en el suelo?» preguntó extrañado.
«Estoy más cómodo,» respondiste, y era verdad.
Adrián se encogió de hombros y se sentó en el sofá. Puso los pies descalzos sobre la mesita de centro y siguió viendo el partido. Tú te quedaste ahí, en el suelo, y poco a poco te fuiste acercando hasta quedar cerca de sus pies. No los tocaste. Solo… querías estar cerca.
Adrián bajó la vista y te miró con curiosidad.
«Tío, eres raro.»
Pero no te echó. Y eso te hizo sentir bien.
—
Las semanas pasaban y tu transformación era cada vez más evidente, aunque ninguno de los dos la nombraba.
Dejaste de usar cubiertos para comer. Primero fue con las manos, luego directamente inclinándote sobre el plato. Adrián te vio una noche comer espaguetis así, agachado sobre la mesa.
«Joder, pareces un animal,» dijo, pero no sonaba como un insulto. Sonaba… observador.
Empezaste a rascar la puerta de tu habitación cuando estaba cerrada y querías salir. A veces gemías bajito cuando Adrián no te hacía caso. Él levantaba la vista del móvil y te miraba con esa expresión que no sabías descifrar.
«¿Qué quieres?» preguntaba.
Y tú no sabías explicarlo. Solo querías su atención. Que te mirara. Que supiera que estabas ahí.
Una mañana Adrián preparaba el desayuno y se le cayó un trozo de tortilla al suelo. Antes de que pudiera recogerlo, tú ya estabas ahí, agachado, comiéndotelo directamente del suelo.
Adrián se quedó paralizado con la espátula en la mano.
«¿Acabas de…?»
Te incorporaste limpiándote la boca. No sabías qué decir.
Adrián dejó la espátula lentamente y se cruzó de brazos, mirándote fijamente.
«Siéntate,» te dijo.
Y te sentaste. En el suelo. Automáticamente.
Adrián parpadeó varias veces.
«Joder…»
—
Esa noche Adrián te llamó al salón. Estaba serio.
«Tenemos que hablar.»
Te sentaste frente a él. Bueno, te sentaste en el suelo frente al sofá donde él estaba. Ya ni siquiera te planteabas usar los muebles.
«Mira, no sé qué te pasa, pero llevas semanas comportándote de forma muy rara.» Hizo una pausa. «¿Estás bien? ¿Necesitas ir al médico o algo?»
Negaste con la cabeza.
«Es que… no lo sé explicar,» dijiste por fin. «Me siento… diferente. Como si… como si no fuera completamente humano.»
Adrián frunció el ceño.
«¿A qué te refieres?»
«No lo sé. Solo sé que cuando estás aquí me siento bien. Seguro. Y que necesito estar cerca de ti. No de forma rara, sino… como si fueras importante. Como si dependiera de ti.»
Adrián se quedó callado un buen rato.
«Tío, eso que describes…» Hizo una pausa larga. «Se parece a cómo se comportaba mi perro cuando era crío. Un golden retriever que se llamaba Bruno. Siempre estaba pegado a mí. Me esperaba en la puerta. Dormía a los pies de mi cama. Me seguía a todas partes.»
Se quedó mirándote con una mezcla de confusión y algo más. Reconocimiento.
«¿Tú te sientes así? ¿Como… como una mascota?»
La palabra cayó entre vosotros como una piedra en un lago tranquilo.
Y asentiste.
—
Adrián no supo qué hacer con esa información durante días. Te evitaba un poco, claramente incómodo. Pero tú seguías comportándote igual porque no podías evitarlo.
Te despertabas cuando él se levantaba. Le seguías al baño. Esperabas fuera hasta que salía. Le acompañabas a la cocina. Te sentabas a sus pies mientras desayunaba.
«Esto es de locos,» murmuraba para sí mismo.
Pero una mañana, cuando preparaba café, llenó un cuenco con cereales y leche y lo dejó en el suelo.
«Prueba esto.»
Te miraste el cuenco. Luego a él.
«Venga, come.»
Te agachaste y comiste directamente del cuenco. Sin manos. La leche se te derramó un poco por la barbilla. Adrián te observaba con los brazos cruzados.
Cuando terminaste te limpiaste y le miraste esperando… ¿aprobación?
«Buen chico,» dijo casi sin pensarlo.
Y algo en tu pecho se hinchó de felicidad.
—
A partir de ese día, Adrián empezó a tratarte diferente. No como a un roommate. Como a… otra cosa.
Te ponía la comida en cuencos en el suelo de la cocina. Comida normal, pero servida así. Tú comías ahí, agachado, y él cenaba en la mesa viendo el móvil. A veces te miraba de reojo y negaba con la cabeza, pero no te detenía.
Empezó a darte órdenes simples: «Ven aquí», «Quieto», «Siéntate». Y tú obedecías porque te sentías bien haciéndolo. Porque era natural.
Una tarde llegó del taller con una bolsa.
«Ven aquí.»
Te acercaste. Sacó un collar de perro. Uno simple, de nylon negro, con una chapa plateada.
«Si vamos a hacer esto, lo vamos a hacer bien.»
Te puso el collar alrededor del cuello y ajustó la hebilla. Luego enganchó la chapa. Tenía grabado un nombre: Bruno.
«Era el nombre de mi perro,» explicó. «Me recuerdas mucho a él. Así que… si vas a ser mi mascota, ese va a ser tu nombre.»
Bruno.
Tu nombre.
Te tocaste el collar. Sentías el peso contra la garganta. Real. Definitivo.
«¿Te gusta?» preguntó Adrián.
Asentiste.
«Bien. Pues desde ahora, cuando estemos en casa, eres Bruno. ¿Entendido?»
«Sí.»
«Buen chico.»
—
Los días se convirtieron en semanas y tu transformación se completó.
Adrián te llevó a una tienda de mascotas y compró todo lo necesario: cuencos de acero inoxidable para comida y agua, una cama grande y acolchada de perro que puso en un rincón del salón, juguetes (una pelota, un mordedor de cuerda), una correa, incluso champú para perros.
«Es ridículo,» murmuraba mientras pagaba. «Pero si vamos a hacer esto, lo hacemos como es debido.»
Tu cama estaba junto al sofá. Ahí dormías ahora. La primera noche te sentiste extraño, pero luego… perfecto. Podías oler a Adrián desde ahí. Escuchar su respiración. Saber que estaba cerca.
Adrián estableció rutinas.
Por las mañanas te despertaba a las siete. «Arriba, Bruno.» Desayunabas de tu cuenco en la cocina mientras él tomaba café. Luego te llevaba a «hacer tus necesidades» (seguías usando el baño como humano, eso era el límite que él marcó).
Te duchaba él mismo una vez por semana. Te hacía arrodillarte en la bañera y te lavaba con el champú de perros, frotando tu pelo y piel con cuidado, casi con cariño.
«Quieto, Bruno. Buen chico.»
Cuando terminaba te secaba con una toalla grande y te rascaba detrás de las orejas. Te derretías con esas caricias.
—
Adrián empezó a entrenarte en serio.
«Sienta.» Y te sentabas en el suelo con las piernas cruzadas.
«Túmbate.» Y te estirabas boca abajo.
«Dame la pata.» Y le dabas la mano.
«Quieto.» Y te quedabas inmóvil hasta que te daba permiso para moverte.
Cuando lo hacías bien, te recompensaba. A veces con comida (un trozo de salchicha, una galleta), a veces con caricias en la cabeza, a veces simplemente con un «Muy bien, Bruno» que te llenaba de orgullo.
Cuando lo hacías mal, te regañaba. No te pegaba ni gritaba. Solo usaba un tono firme: «No, Bruno. Mal.» Y te sentías fatal. Querías hacerlo mejor. Querías que estuviera orgulloso de ti.
—
Una tarde llegó a casa con un amigo del taller, un tal Sergio.
«Tío, tengo que enseñarte algo flipante,» le dijo Adrián.
Entraron al salón y tú estabas en tu cama, mordisqueando el juguete de cuerda.
Sergio se quedó mirándote.
«¿Ese es tu roommate?»
«Más o menos,» contestó Adrián. «Bruno, ven aquí.»
Te acercaste gateando. Sergio abrió los ojos como platos.
«¿Qué coño…?»
«Dame la pata, Bruno.»
Le diste la mano. Sergio se quedó boquiabierto.
«Joder, tío. ¿Esto es de verdad?»
Adrián le rascó la cabeza.
«Es mi mascota. Se comporta como un perro. Come como un perro. Duerme como un perro. Y está feliz así.»
Sergio te miró con una mezcla de incredulidad y fascinación.
«¿Tú… tú quieres esto?»
Asentiste.
«Joder…» murmuró Sergio. «Nunca había visto nada igual.»
Adrián sonrió con orgullo, como quien presume de su mascota bien entrenada.
«Es un buen chico. El mejor.»
—
Los meses pasaron y la vida encontró un ritmo perfecto.
Adrián trabajaba, volvía a casa, y tú le esperabas en la puerta. Te acariciaba la cabeza al entrar. «Hola, Bruno.»
Cenabais juntos. Bueno, él cenaba en la mesa y tú comías de tu cuenco en el suelo.
Veíais la tele. Él en el sofá, tú tumbado a sus pies o con la cabeza apoyada en su pierna si te daba permiso para subir.
Te sacaba a pasear tarde por la noche, cuando no había nadie en la calle. Enganchaba la correa al collar y caminabais juntos. A veces te hacía trotar a su lado mientras él corría. «Vamos, Bruno. Buen ritmo.»
Te bañaba, te alimentaba, te entrenaba, te cuidaba.
Eras su responsabilidad. Su mascota. Su Bruno.
Y él era tu dueño. Tu humano. Tu todo.
—
Una noche, tumbado en tu cama después de un día largo, Adrián se agachó a tu lado y te rascó detrás de las orejas.
«¿Sabes? Al principio pensé que esto era una locura. Pero ahora… no me imagino la casa sin ti, Bruno. Eres como el perro que siempre quise tener de nuevo.»
Te acurrucaste contra su mano.
«Eres un buen chico. El mejor compañero que podría tener.»
Cerró el puño suavemente alrededor de tu collar, sintiendo la chapa con tu nombre.
«Eres mío, ¿verdad?»
Asentiste.
«Buen chico.»
Te quedaste dormido ahí, en tu cama, con el collar puesto, el estómago lleno, y la mano de tu dueño acariciándote la cabeza.
Por fin habías encontrado tu lugar.
Eras Bruno. Su mascota. Su perro.
Y nunca habías sido más feliz.
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