Deseo de nuestro primer encuentro
El deseo se apodera de lo real.
La noche había caído como una manta tibia sobre la ciudad. Las luces tenues de la calle dibujaban sombras que parecían invitar al misterio, al juego, a lo que estaba por nacer. Nos vimos por primera vez en ese rincón del mundo que parecía haber estado esperando por nosotros. Tu sonrisa temblaba un poco, como si el corazón te hablara desde adentro. La mía también. Había deseo, sí… pero también nervios. De esos lindos, que vienen cuando uno sabe que algo hermoso está por suceder.
Nos sentamos cerca, demasiado cerca para que fuera casual. Nuestros brazos se rozaban con timidez, como si fueran aves a punto de volar. Hablamos poco. La conversación era apenas un puente: lo real estaba en las miradas, en el modo en que tu rodilla buscaba la mía, en esa respiración contenida que se escapaba por los labios.
Cuando por fin tu mano rozó mi mejilla, se me estremeció la piel. Era suave, pero decidida. Me acerqué, y nuestros labios se buscaron como si ya se conocieran. El beso fue torpe, sí, porque así son los primeros: llenos de ansiedad, de deseo contenido, de ese miedo hermoso a arruinar algo que ya late. Pero bastó ese primer contacto para que el mundo se deshiciera.
La ropa cayó como se cae el pudor cuando hay verdad. Tu cuerpo era cálido, firme, con ese aroma a hombre que me hacía cerrar los ojos y perderme. Te exploré como si tus hombros fueran mapas, como si tu pecho tuviera el secreto del deseo. Cada caricia era un descubrimiento. Nos reíamos entre suspiros, porque tropezábamos con las ganas, con los movimientos, con las ansias de darlo todo y no saber del todo cómo.
Tu voz, cerca de mi oído, murmuraba cosas que no entendía del todo pero que me encendían por dentro. Me entregué a vos sin miedo, sin máscaras, con esa vulnerabilidad que no cualquiera merece. Y vos estabas igual: abierto, temblando, deseándome con esa intensidad que se siente en la piel, en la cadera, en el vientre.
El primer momento de unión fue un latido contenido, una presión deliciosa que nos hizo cerrar los ojos al mismo tiempo. Fue lento, íntimo, profundo. No hacía falta hablar: los cuerpos se decían todo. Tus manos me sujetaban como si no quisieras soltarme nunca, como si en ese vaivén húmedo y dulce se resumiera todo lo que no sabíamos cómo decir.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, entre jadeos, caricias torpes y gemidos bajos. Pero cuando terminó, no sentí un final. Sentí un inicio. Nos abrazamos, sudados, agitados, riéndonos de nuestra torpeza como si fuésemos adolescentes. Y mientras me acurrucaba contra tu pecho, escuché tu corazón. Fuerte. Sincero. Como el mío.
Esa noche no fue solo deseo. Fue el comienzo de algo que, aunque no tenga nombre todavía, ya es amor.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!