DESVIRGADO EN PERÚ 2
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
En mi anterior relato, DESVIRGADO EN PERÚ, conté cómo a los 12 años descubrí el sexo con un taxista de Cuzco. Su polla fue la primera que mamé, y él fue el hombre que me desvirgó. Estaba de vacaciones con mis papás, y cuando continuamos el viaje hacia Puno, junto al lago Titicaca, yo no podía imaginar hasta qué punto me había enganchado aquella experiencia. Pensaba que todo había ocurrido por casualidad y que no volvería a pasar, pero por las noches, antes de dormirme, pensaba en la polla del taxista de Cuzco y se me ponía tan dura que tenía que hacerme una paja para poder dormir. El tercer día de estar en Puno las pajas ya no me bastaron, y el deseo de tocar y mamar una polla me llevaron a hacer locuras.
Durante la cena nos había servido un camarero de unos 40 o 45 años. Era delgado, no muy alto, de piel morena y pelo negro. Sin duda tenía poca mezcla de sangre europea, y eso me gustaba mucho. Fue muy simpático y agradable conmigo, por eso, al acostarme y empezar a pensar en la polla del taxista, en su sabor agrio y salado, y en cómo me había follado el culo haciéndome disfrutar como nunca, me armé de valor y, cuando calculé que mis papás, que dormían en una habitación contigua, estaban dormidos, me vestí y bajé de nuevo al restaurante del hotel. Busqué con la mirada a mi camarero favorito, y lo encontré que estaba terminando de limpiar el comedor. Me acerqué a él, y le saludé.
—Hola.
—Hola, chico, ¿quieres algo? —me preguntó.
De pronto me quedé en blanco sin saber qué decir. Al verle e imaginar su polla debajo del pantalón que vestía, se me puso dura.
—No podía dormir —dije yo.
Él miró el bulto que sobresalía de mi pantalón corto, y después me miró a los ojos con una sonrisa maliciosa. Acarició sus huevos por encima del pantalón, y me preguntó:
—¿Necesitas un poco de leche antes de dormir?
—Sí —respondí devolviéndole la sonrisa.
—Ven conmigo —dijo.
Dejó la escoba a un lado y me tomó de la mano. A través de la cocina me condujo a un patio trasero, muy oscuro y lleno de trastos. Buscó un rincón y abrió su bragueta sacando la polla ya dura. No eran tan grande como la del taxista de Cuzco, pero a mí, a esas alturas, me daba igual.
—¿Es esto lo que necesitas? —me preguntó blandiendo ante mí su polla.
—Sí —contesté.
Yo intenté besarle en la boca, pero él me apartó y suavemente me empujó hacia abajo. Comprendí lo que deseaba. Me arrodillé ante él y comencé a chupar su polla con frenesí mientras notaba mi pequeña picha completamente dura.
Durante diez minutos para mí sólo existía en el mundo una cosa: su polla. Mamé y mamé con mucho placer hasta que me llenó la boca de leche agria y caliente. Me la bebí toda sin desperdiciar una gota mientras él gemía de placer. Después se la guardó, cerrando la bragueta, y me preguntó:
—¿Quieres más leche?
—Sí —respondí, porque aquella mamada solo había conseguido calentarme más todavía.
—Pues espera un momento. No te muevas de aquí —dijo, y volvió a la cocina.
Me quedé solo en la oscuridad, temblando de frío y de nervios, y con mi pollita completamente dura, aunque aquel hombre no me hubiera besado ni tocado.
—Hola.
La voz provenía de un hombre más alto que el otro, corpulento, de unos 60 años, que me miraba con deseo.
—Hola —respondí.
—Me han dicho que por aquí había un españolito con ganas de verga.
—Sí —dije.
—Vamos a ver si te gusta la mía —dijo, y la sacó mostrándomela. Estaba flácida, pero la acaricié y enseguida empezó a ponerse dura. Iba a arrodillarme para empezar a mamar, pero él me cogió por los hombros y me abrazó para darme un largo beso en la boca. Notaba su lengua dentro de mi boca, y su barriga contra mí mientras me abrazaba bien fuerte. Metió sus manos por detrás de mi pantalón y comenzó a acariciar mi culo. Yo no había soltado su picha y noté cómo crecía poco a poco hasta convertirse en una hermosa polla, tan grande o más que la del taxista.
—¡Vaya, qué español tan putita! —dijo—. ¿Quieres mi leche?
Yo estaba tan nervioso que solo acerté a afirmar con la cabeza, entonces me arrodillé y comencé a mamar. Este aguantó bastante más que el otro, y durante casi media hora estuve mamando con frenesí, como si sacarle hasta la última gota de su leche fuera un reto para mí. Por fin, con gran placer para los dos, lo conseguí, y también me llenó la boca de su leche, más espesa que la del otro.
Mientras guardaba su herramienta y se arreglaba el pantalón, me preguntó:
—¿Te la han metido alguna vez por el culo?
—Sí —respondí.
—Jejejeje —rió por lo bajo—, ya me lo imaginaba. Mañana por la noche hablaremos de eso —dijo, y se fue dejándome solo en la oscuridad.
Yo volvía a mi habitación y me dormí enseguida.
Lo que pasó la noche siguiente, lo contaré próximamente.
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