Eduardo llegó a mi vida cuando yo tenía siete años.
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por sweet.ciro.
Mi nombre es Ciro.
Tengo cincuenta y un años.
Soy un tipo normal, sin mayores complicaciones en la vida, casado y con familia.
Soy de ensenada baja california, méxico, pero me crié en hermosillo, sonora.
El relato que les traigo se refiere a cuando yo era un niño de siete años.
Lo sé, porque estaba en segundo de primaria y el camión del colegio me dejaba frente a mi casa a diario.
Nos habíamos cambiado a ese vecindario apenas hacía una semana, pero ya teníamos un amigo en la cuadra.
Se trataba de Eduardo, un muchacho de diecinueve o veinte años, muy agradable y servicial, quien se presentó solo a mi familia, dándonos la bienvenida y poniéndose a la orden de lo que se necesitara.
-He visto que el niño se baja del camión escolar y nadie lo recibe en casa.
Si quieren lo podemos cuidar hasta que llegue alguien mayor, había dicho, pues vivía con su familia, siendo soltero.
Y es que mi mamá trabajaba hasta tarde y mi padre siempre estaba fuera.
Al principio mi mamá dijo que no, gracias, que ya estábamos acostumbrados a valernos por nosotros mismos, pero Eduardo se nos fue colando poco a poco y se ganó la confianza de todos, pues era de verdad un encanto de persona.
Yo era muy chico para desconfiar de nada, pero se me figuraba que quería ser novio de mi mamá y les hacía un poco de burlas inocentes.
Los veranos en hermosillo son de un calor terrible, y la municipalidad abre albercas públicas para el disfrute de la gente común.
Una de esas albercas estaba como a diez minutos a pie de mi casa, pero como nunca había nadie disponible, no iba.
Al igual que la mayoría de los niños del barrio, nomas llegaba de la escuela me quitaba el uniforme.
Solo me quedaba en unos pantalones cortos o ya de plano en trusas.
Y así me salía a jugar al patio de mi casa o a la calle.
Era bastante normal ver a los niños semi desnudos librándose del calor.
A mi desde pequeño me daban la lata con que estaba muy nalgón, que si fuera niña sería la novia de todos, que esto y aquello.
La verdad me molestaba, después de todo, era un niño y me gustaba jugar beisbol y correr y llevarme pesado con los demás muchachos.
Incluso una vez le rompí la nariz de un puñetazo a un vecinito que era mayor que yo, porque se pasó toda la mañana diciéndome que qué nalgoncito estaba, que me iba a llevar al llano y que me iba a hacer su novia.
Una mañana de sábado, mi mamá estaba en casa por alguna razón que desconozco.
Yo me salí a la banqueta que daba a la calle y me senté a llorar -era un niño- porque no me podían llevar a la alberca, mientras que a los demás niños incluso los dejaban ir solos.
En eso llegó Eduardo, el muchacho que para mí era como un héroe, o lo más cercano a un hermano mayor, pues yo era hijo único.
"Si quieres le digo a tu mamá que yo te llevo", me dijo.
Tenía un bigote espeso sobre la boca y, debajo, una maravillosa sonrisa.
Era atlético, ágil y veloz.
Le gustaba jugar con los niños del barrio y casi siempre andaba en shorts, sin camisa.
A él le gustaba cargarme, me montaba en su cuello, me acompañaba a la tienda, bebía refrescos encaramado en los árboles igual que yo.
No se si estoy equivocado, pero creo que yo lo amaba como ama un niño a alguien especial, sin morbo, sin nada extra.
Y él me correspondía cuidándome, siempre atento a cuando yo llegaba de la escuela.
Siempre cerca de mí.
-¡Sí! grité.
Déjame pedirle permiso a mi mamá, le dije.
Él me contestó que no, que le permitiera hablar con ella y que seguramente nos dejaría ir a la alberca.
Mi mamá estaba más que contenta con la propuesta.
Después de todo, iría con Eduardo y eso la dejaba tranquila.
Eduardo se fue a su casa por su traje de baño y su toalla, y yo en tres segundos ya estaba listo.
Emocionado, con ganas de salir corriendo.
Lo primero que hicimos fue entrar a las regaderas.
Eduardo me dijo: tenemos que bañarnos con agua dulce para quitarnos el sudor del camino.
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no es bueno contaminar la alberca.
Yo dije que estaba bien.
Pero, antes de que me quitara la ropa, me dijo, te voy a ayudar a desvestirte ¿está bien? Estuve a punto de decirle que no, gracias, puedo solo, cuando se arrodilló y comenzó a desabotonar mi short.
Me veía a los ojos con una mirada que yo no conocía, no era lasciva, ni morbosa.
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era como amor, al menos así lo veía yo.
Me quitó el pantalón corto y luego subió mi camisa.
Quedé en trusa.
Te la voy a quitar también porque está prohibido usar ropa interior en la alberca, me dijo.
Ya sé, le contesté sonriendo y, no sé porqué, le hice una caricia en la oreja, así, leve.
Quería abrazarlo y darle besos en la cara.
Eduardo pasó sus manos gigantes detrás de mi cintura y en vez de bajarme los calzoncillos directamente, tocó con suavidad mis nalguitas, una mano en cada nalga, y con un movimiento muy lento y suave, me bajó la prenda.
Lo hizo tan suavecito y mirándome tan bellamente, que sentí escalofrío a pesar del calor.
Quedé desnudo sin poder moverme, pero extrañamente feliz.
-Ahora yo- dijo.
Y comenzó a quitarse la ropa.
Yo te ayudo, le dije.
Pero Eduardo miró hacia los lados y vio que había otras personas en las regaderas y me dijo que no.
"No te preocupes, ciruela -así me decía- yo lo hago rapidito para irnos al agua.
Nunca he sentido lo que sentí cuando lo vi desnudarse.
Ya había visto en otras ocasiones a otros niños, y hasta señores grandes desnudos en algún vestidor.
Pero Eduardo era mi héroe.
Y ahora estaba ahí, desnudo de los pies a la cabeza, con su pecho lampiño, perfecto, sus piernas fuertes y largas, su sonrisa de sol iluminándome.
Y su pene que era lo más hermoso que vi jamás en mi existencia.
Colgaba grueso y fortachón de su pelvis, salía de una mata compacta y negra de bello, cubierta su cabeza y tronco por una pielecilla breve, pero que dibujaba línea por línea los relieves de sus venas.
Me quedé paralizado de emoción, de miedo, de gusto, de vergüenza.
Yo tenía apenas un pedacito del tamaño de su dedo meñique, sin pelo y circuncidado, lo que lo hacía más insignificante.
Él se dio cuenta, porque no podía dejar de verlo.
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además no sabía dónde poner las manos, quería tocarlo, tomarlo con ambas manos.
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pero lo que hice fue tapar mi pequeño miembro y bajar la cabeza.
Dije que él se dio cuenta, siempre se daba cuenta de todo lo que pasaba por mi cabeza, como si leyera mis pensamientos.
Cuando estés más grande, me dijo, te verás igual que yo, y serás el más guapo del mundo.
Así me dijo, y así me hizo sentir.
Su imagen bajo la regadera, mojándose y escurriendo agua aun vive en mi mente, como en cámara lenta, pues así lo veía en esos momentos.
De pronto la gente salió y nos quedamos unos momentos solos.
Tomó un poco de champú y me comenzó a lavar el cabello.
La espuma pronto cubrió mi cuerpo y me sentí invadido de un calor extraño, placentero.
Luego usó la misma espuma para frotar suavemente mi cuerpo.
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y llegó a mi colita.
Sentí la yema de los cuatro dedos de su mano meterse con mucha suavidad entre mis nalgas, pasar de arriba a abajo hasta llegar a mi ano.
Ahí se detuvo uno, dos, tres, cuatro segundos, haciendo un movimiento circular, y siguió con mis piernas.
Esos segundos fueron indescriptibles, yo no sabía que se podía sentir algo así.
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además nunca dejó de mirarme con sus ojos de venado, con su sonrisa de luz.
Quería que se quedara tocándome por siempre, pero algo me decía que eso no se podía hacer en un vestidor, en una regadera, y que no tardaría en entrar más gente a bañarse.
Nos pusimos nuestros trajes de baño y nos fuimos al agua.
En un último momento, antes de salir de las regaderas, me levantó y me cargó en sus brazos.
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no te vayas a resbalar, me dijo, no sea que te lastimes.
Todo me ardía con dulzura, estaba bajo sensaciones inexplicables, me ardía la piel, la punta de las tetillas, me punzaba el ano como cuando quiere uno ir al baño, pero no era eso, no era eso.
Ya en la alberca me tranquilicé.
Eduardo era un tritón en el agua.
Imagínense, un niño de siete años contra un muchacho de diecinueve, tal vez veinte.
Él sabía nadar y siempre me alcanzaba, me atrapaba y reíamos los dos.
Me hacía volar y al cogerme de vuelta, me abrazaba y yo sentía todo su cuerpo en el mío, tan pequeño y el tan grande, gigante.
Nos fuimos a descansar a una esquina de la alberca, lejos del trampolín y de la gente, hasta donde eso era posible.
Como sucede después de la agitación, la calma y el silencio nos invadió.
Estábamos hasta el cuello de agua, yo por mi estatura y él porque le gustaba estar sumergido en el agua fresca.
Uno junto al otro como un papá y su hijo, o un hermano mayor y su hermanito.
No se por qué lo hice, no sé qué me pasó.
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simplemente moví mi brazo bajo el agua, oculto a la vista de los demás, y mi mano se posó en su pene.
Un segundo, dos.
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y luego ya no lo quise soltar.
Eduardo volteó disimuladamente hacia los lados, y me dijo: aquí no, ciruelita.
Pero no se movió.
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Comenzó a crecer y ponerse duro su miembro, yo no dejaba de tocarlo, era pura fuerza, algo que yo no conocía en mi mano.
Entonces se movió, algo cauteloso y se rió de nuevo, iluminando mi mundo.
Ciruela, me dijo, sígueme.
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ya nos vamos.
Yo no quería irme, quería seguir pegado a él, seguir tocándolo, y algo nuevo: quería que me tocara, como cuando estuvimos en las regaderas.
En las regaderas otra vez, ya no sucedió nada interesante.
Todo se hizo rápido, nos enjuagamos, cada quien se lavó y se secó el cuerpo.
La tristeza me invadió porque pensé que se había enojado conmigo por haberlo tocado.
No debí hacerlo, me decía a mí mismo.
Pero al salir de las instalaciones deportivas, Eduardo me tomó de la mano y me dijo: ciruela, no te pongas triste.
Yo estoy muy contento.
Ahora sé que te gusto y que podemos jugar solos como nadie más lo hace.
Pero no podemos hacerlo aquí, debe ser nuestro secreto.
Si, le contesté, que sea nuestro secreto.
¿Me volverás a traer a la alberca? pregunté.
Siempre que quieras y que te den permiso.
Pero ahora que todavía es temprano, te quiero invitar a mi casa, porque tu mamá me dijo que iría al supermercado y se va a tardar unas horas más.
Así que te dejó encargado conmigo.
¿Quieres ir conmigo? Él, con sólo ver cómo me cambió el rostro se dio cuenta de mi respuesta.
Él lo sabía todo.
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leía mi mente.
Me puse feliz, y comencé a caminar más rápido.
Él se reía y me frenaba sin soltarme de la mano.
Ahí estaba yo, un niño flaquito de siete años, de primaria, con un amigo grande, poderoso, casi un dios, tomados de la mano y rumbo a su paraíso privado.
Cuando llegamos a su casa no había nadie.
Eduardo me ofreció una malteada y la preparó en un instante.
De chocolate, y él se preparó otra igual.
Ven, me dijo.
Mira, este es el cuarto de mis papás; esta es la habitación de mi hermana, y esta es la mía.
Entramos.
Todo era silencio y estaba un poco oscuro, pues las cortinas estaban a medio cerrar.
¿Te gustó ir conmigo a la alberca, ciruela? me preguntó.
Mucho, mucho, le dije.
Quiero ir todos los días.
Él volvió a sonreír, y con su risa yo me volví transparente, como de agua.
Me derrotaba con su risa y a la vez me hacía sentirme especial.
¿Qué te gustó más el día de hoy? porque podríamos tratar de repetir, si es posible, me dijo.
Me gustó cuando me bañaste, le dije, tenía mucho calor y el agua me refrescó, y además me pusiste champú en todo el cuerpo y.
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(en este momento me ardía todo de nuevo, las tetillas, la piel.
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hasta los labios) me gusta cómo me miras y me tocas, cómo mueves los dedos aquí atrás.
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y me gustó tocarte el pipí bajo el agua en la alberca.
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y cómo crece.
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Eduardo me preguntó que si quería que hiciéramos de nuevo lo mismo, pero sin bañarnos y sin estar en la alberca.
¿Cómo? dije, pero de alguna manera ya sabía la respuesta.
Así que comenzó a quitarme la ropa otra vez, pero ahora no reía tanto, sino que respiraba más rápido, sus movimientos eran menos suaves.
Yo también estaba impaciente y colaboré para desnudarme lo más pronto.
Ahora tú quítame la ropa, me dijo.
¿Quieres? ¡Sí! le contesté.
Y se puso de pié.
Su pelvis quedaba justo en mi cara, pues era bastante alto y yo siempre he sido bajito.
Le bajé su pantalón corto con torpeza, y noté el enorme bulto que se le formó en la entrepierna.
Él se quitó la playera de un sólo movimiento y quedó en calzoncillos, yo desnudo frente a él.
Ahora era distinto, había un poco de miedo en mí, y también una sensación desconocida que me impulsaba a ir más allá.
Con su mirada me dijo lo que seguía, y lo hice.
Bajé su trusa y no quise ver lo que salía, llevé la prenda hasta sus pies y mantuve la mirada abajo, respirando con dificultad, tenso y a la vez maravillado sin saber por qué.
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Ciruelita… me dijo, levanta los ojos, me dijo.
Y al levantar la mirada lo que vi me dejó frío.
Ahí estaba mi héroe, colosal, hermoso, desnudo, con su mirada penetrante y su sonrisa que lo alivia todo.
Me tomó de las manos y las puso en su pene, que era gigante a mis ojos y tenía un latido pausado, una presencia dominante, como si tuviera conciencia de lo que puede hacer.
Estaba caliente en mis manos, y mi cabeza daba vueltas y vueltas y no alcanzaba a controlarme.
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¿qué estaba pasando? ¿qué magia era ésta? ¿qué poder tenía sobre mí este coloso al que mi corazón amaba y deseaba complacer? Su cabeza asomaba la punta por un tenso prepucio, sin que saliera toda, como un diamante rosado; luego le seguía un engrosamiento mayor al diámetro de su cabeza, y seguía, ligeramente menos grueso, hasta la base.
De cualquier manera era grande y gruesa, y pesaba.
¿Qué hago, Eduardo? pregunté.
El se volvió a reír.
Ven, me dijo, y se sentó en la cama.
Yo no quería soltar ese miembro, había un poder magnético que me obligaba a sujetarlo.
Entonces me tomó de la barbilla, y me besó, con sus labios solamente, muchas veces.
Yo flotaba en el espacio.
Luego besó mi cuello, mis tetillas, con dulces mordiditas que me arrancaban suaves quejidos… estaba teniendo mi primer erección por excitación, aunque era pequeñita.
De pronto reaccioné.
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le pregunté, con sus testículos y su miembro en mis manos: ¿me estoy convirtiendo en tu novia? Y él, que todo lo sabía, me tranquilizó: No ciruela, tu eres un hombrecito, pero si quieres podemos fingir que eres mi novia.
¿Quieres ser mi novia? ¡Sí! respondí con firmeza.
Por eso me gusta decirte ciruelita, y no Ciro, me dijo.
Y continuó besándome y acariciándome el cuerpo.
Luego se detuvo un tiempo más en mi hoyito, con sus dedos suaves, hurgando, acariciando, punteando sin penetrar.
Yo gemía y me faltaba el aire, sólo quería más y más de lo que me daba.
Luego, silenciosamente, se metió mi pequeño miembro en su boca, y lo acarició con su lengua, y mis huevitos.
Era todo muy pequeño en comparación, pero me hacía sentir extremadamente bien, aunque raro, diferente a todo.
Sentía que me iba a orinar, pero no era la misma sensación.
Y él seguía pasando su lengua en mi verguita infantil, mientras su mano masajeaba mis nalgas y presionaba mi ano.
Era lo más dulce que sentí jamás.
Entonces puso su dedo medio en mi boca y dijo que se lo chupara, que le pusiera saliva.
¿Te cortaste? pregunté.
No, dijo riendo, es para acariciarte por dentro… te va a gustar.
Chupa.
Y lo hice.
Y él con su mirada me dijo que siguiera chupándolo.
Luego lo puso en mi hoyito, con suavidad; era un dedo grande, grueso, endurecido por el trabajo.
Ahí lo dejó con poca presión, y volvió a mi penecito, a chuparlo y acariciarlo con la lengua.
¡Qué sensación desconocida, que mareo tan placentero estaba sintiendo! Ya no me importaba otra cosa que sentir a mi amigo Eduardo pegado a mí, haciendo conmigo cosas nuevas, cosas que sólo él sabía hacer.
Cerré los ojos y salió de mi un quejido largo y suave… entonces Eduardo me introdujo la primer falange de su dedo en el culito, que se me cerró automáticamente alrededor de su dedo; sentí dolor, poco pero suficiente para volver a la realidad.
Eduardo me estrechó contra su pecho plano y fuerte, caliente y palpitante.
Ciruela, mi pequeña novia, me dijo besándome la oreja, no tengas miedo, es un regalo para ti, no lo podrás olvidar nunca y cuando te acuerdes, sentirás que estoy ahí… te lo prometo, dijo, y metió su dedo totalmente en mi interior.
Grité en su pecho que apagó mi voz, pero no fue un grito insalvable, sino un grito entre dolor y sorpresa, como entre sueños y realidad.
Su presencia en mi ano y mi recto contrajeron mis entrañas, era vergonzoso y dulce a la vez, me daba pena la gana de me dio de evacuar, pero no quería por nada del mundo que se saliera de mí.
Y comenzó a jugar con su dedo en mi cuerpo con movimientos hacia adentro y fuera, hacia los lados, en círculos…y luego me levantaba ligeramente la cola encorvando su dedo como gancho, jalándome desde el ano, como si fuera su títere, y me encantaba sentirme así, usado a su antojo, amaba darle placer porque me daba la más grande alegría jamás sentida.
Sentí una contracción en mi interior, no lo pude evitar, es más, ni siquiera sabía lo que sentía.
De mi penecito erecto saltó un líquido transparente y escaso, que no supe si era orina o qué era… pero fue a dar en el vientre de mi amado, de mi héroe, pues me tenía sujeto a él con fuerza.
Y sentí como las fuerzas me abandonaban.
Eduardo estuvo abrazándome y besándome mucho rato, parecía una eternidad.
¿Cómo te sientes, ciruela? me preguntó, satisfecho de haberme desvirgado el culo con su dedo.
Bien, le contesté.
Siento que no he despertado, como que estoy soñando.
¿Te gustó que te acariciara el pipí con mi boca, y que te acariciara por dentro de tu cola? Entonces me di cuenta que había ensuciado su mano, que me había cagado un poco en su mano, pero a él parecía no importarle.
Perdóname, le dije, no pude evitarlo… Y sonrió de nuevo, y como siempre, con su risa todo se alegró.
No te preocupes ciruela, es normal.
Pero ahora hay que limpiar ese culito, ven, vamos a la regadera.
Y me llevó en los brazos.
Me metió en la ducha y me lavó la cola con jabón y suavidad, con agua tibia y juegos de dedo.
Estaba otra vez fascinado conmigo, como quien encuentra una fruta lista después de sentir mucha hambre.
Así, sin secarme, me sacó de la ducha y me llevó de nuevo a la cama.
Se sentó en la orilla y con movimientos perfectos, me tomó del cuello con una mano, y con la otra bajo mis nalgas, me giró en el aire.
Quedé con el culo al cielo, que era su rostro.
Me sujetó de las caderas y comenzó a besarme el culito… frente a mi quedó su enorme verga que dejaba salir chorritos leves de líquido, todavía dentro del prepucio que parecía que se iba a romper en cualquier momento.
Podía apoyarme en sus muslos, o agarrarme de su pene para sostener la posición, y por supuesto que preferí su pene.
Eduardo me lamía la rajada de las nalgas, mordisqueaba y presionaba mi hoyo con su lengua, me volvía loco de placer, y al sentirlo tan apasionado y salvaje por mí, se me erizaba la piel, había electricidad en todo mi cuerpo.
Eduardo no necesito decirme nada.
Algo dentro de mí ardía de deseo por tocar aquel monstruo con mis labios, con mi lengua.
Con mis dos manos me aferré a esa verga caliente y colosal, y comencé a besarla, a lamerla, a frotarme las mejillas y el cuello, quería tenerla toda en mi cara; quise metérmela en la boca, pero era demasiado grande, no podía… saboreé las gotas de líquido salado que le brotaban, quería llenarme de ese olor y sabor.
Eduardo se dio cuenta de mi frenesí, tal vez porque lo mordía de vez en vez, y me dijo, espera ciruelita, espera.
Se recostó en la cama y ante mí quedó cuan enorme era, para que yo lo explorara todo, para tallarme en su cuerpo, para darle mucho placer.
Ven, vuelve a intentar lo que hacías, me dijo, chúpala con suavidad, sin dientes, solo tus labios y tu lengua, hazla que choque contra tu paladar… pero primero vamos a liberarla.
¿Ves esta pielecita que cubre la cabeza? hay que bajarla despacito.
Yo lo hago, le dije rápidamente.
No, contestó, haremos algo mejor.
Abre bien la boca, y mete toda la cabeza, así… ahora succiona con fuerza, y chupa, y lame, y vuelve a succionar.
Eduardo gemía de placer.
Yo me había colocado de manera que su verga me quedara cómoda para chupar, con un brazo sobre su vientre y mi cadera en la cama, con mi culito hacia él, para que pudiera meterme el dedo… pero se tardaba en hacerlo y yo estaba desesperado, chupando su miembro, saboreando, pero quería su dedo también en mi culo.
Eduardo se dejaba mamar, me corregía de vez en vez.
Ahora vamos a liberar la cabeza, me dijo.
Déjala dentro de tu boca y chupa fuerte.
Mientras yo chupaba y tragaba sus gotitas transparentes y salada, él con suavidad comenzó a jalar la piel de su verga, desde la base hacia abajo.
En el interior de mi boca sentí cómo se liberaba la cabeza de su pene alrededor de mi lengua dejando paso a una nueva textura, deliciosa y caliente.
Yo estaba jadeando, no podía soportar tanta nueva sensación, chupaba y lamía como si fuera lo último que haría en mi vida.
Tenía pelitos sueltos pegados en mi paladar y lengua pero no me podía detener.
Quería meterme ese enorme trozo en el cuerpo, por mi boca, pero era imposible, era demasiado grande.
De pronto, sentí cómo Eduardo me sujetaba con una sola mano las dos nalguitas y, con maestría, introdujo su dedo de nuevo en mi culo… esta vez con fuerza y rapidez, casi lastimándome.
Yo aullaba de gusto, entre reír y llorar, mi corazón palpitaba con mucha prisa.
Ciruela! gritó… su verga que era grande, se endureció como piedra, sentí su convulsión en mi boca, y luego se disparó en chorros calientes contra mi paladar… uno, dos, tres, cuatro, cinco chorros que hervían, que perfumaban mi boca, labios, mi rostro.
No sabía qué hacer, pero decidí no soltarme de su verga, era como mi salvavidas, porque estaba muriendo de un placer que no conocía.
Seguí chupando su semen todo lo que pude, me enamoré de su sabor y su aroma, de su rara dulzura combinada con sal.
Eduardo me jaló hacia sí, sin sacarme el dedo de su culo (yo estaba feliz de tenerlo dentro).
Lamió el semen que había en mis mejillas, en mis labios, en mis cejas.
Me beso e introdujo su lengua.
Se me quedó mirando y dijo: sabes a mí.
Y sonrió esta vez con los ojos cerrados, mientras su dedo jugaba libremente con mi culito, satisfecho.
Esta fue la primera vez.
Volveré a ustedes más adelante, con otro relato de mi niñez junto a este hombre, que hoy no está en mi vida, pero que no he olvidado nunca.
Mi único hombre.
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