Eduardo llegò a mi vida cuando yo tenìa siete años. Segunda parte.
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por sweet.ciro.
Los días del verano de ese año fueron diferentes a toda la vida que conocía.
Mi amigo fue cambiando la manera en que yo vivía.
Ahora lo veía casi a diario por mi casa.
Me esperaba en compañía de otros muchachos del barrio, unos más grandes que yo, pero más chicos que él, bajo la sombra de los gruesos árboles de la avenida, casi frente a mi casa.
Tenía siempre un refresco frío para mí, así cuando bajaba del bus escolar, me recibía con el regalo en la mano y su sonrisa.
A los demás muchachos no se les hacía extraño ni había suspicacias, pues Eduardo era así con todos.
Pero sí se había corrido un debil rumor de que algo había entre él y mi mamá.
Después de todo, resultaba lógico imaginar que podría darse algo entre ellos.
Edy! gritaban los rapaces, ya llegó tu hijo! y se reían a carcajadas.
Eduardo gustaba de la broma y les seguía la corriente.
Decía: Vámonos a la casa, hijo, para que te quites el uniforme y comas.
Además tienes que hacer la tarea.
Y todos hacían una bulla generosa y gentil.
No tenían la más mínima idea de que detrás de las palabras había un ingenio secreto, morboso y dulce.
El bus me dejaba en casa cerca de la 1:30 de la tarde y yo estaba muy hecho a la idea de que estaría solo hasta las seis o siete que llegaba mi mamá del trabajo.
Me dejaba lista la comida en generosa porción en la barra de la cocina, tan solo para que yo la calentara.
Así que lo primero era deshacerse del uniforme, preparar la mesa, comer… despues descansar viendo la tv y luego a hacer los deberes.
Eduardo cambió ligeramente esa rutina.
Como dije, me esperaba y me acompañaba a la casa, para que no comas solo, decía en voz alta frente a los demás muchachos, y se metía conmigo a la casa.
Para cuando yo bajaba del autobús, el corazón ya me daba de golpes dentro del pecho y sentía caliente todo el cuerpo.
Temblaba un poco y hasta se me doblaban las piernas al bajar los peldaños.
Come bien, me decía el chofer, para que recuperes las fuerzas… estás bien debilucho.
Pero en mi cabeza preveía el cuerpo desnudo de Eduardo, me sudaban las manos de ansiedad por tocarlo, de besar ese gran pedazo de su carne, y su manantial blanco y tibio en mí.
Sentía su mirada en todo mi cuerpo, en mi nuca, en mi espalda, desde cualquier punto.
Y cuando por fin llegaba, era verdad, ahí estaba él, esperando y mirándome con esos ojos que ahora decían más que antes, esa mirada que me hacía felíz y temer al mismo tiempo.
En cuanto cerraba la puerta, el mundo dejaba de existir.
Con el pretexto de conservar fresca la casa, corría las cortinas y encendía el cooler (un enfriador de ambiente que funciona con agua, paja y una turbina).
Yo esperaba que terminara de hacer esa maniobra y en cuanto volteaba hacia mí, me quedaba quieto, como muerto de miedo y con unas ganas insoportables de ir al baño de tanto nervio.
Y gusto.
Y deseo de estar manejado por él, como un muñequito.
El venía a mí.
Se hincaba y me pasaba las manos por las piernas, hacia mis nalgas, las acariciaba mientras me daba suaves besos en los labios y en los ojos, besaba mi cara y lamía mi cuello, chupaba el lóbulo de mi oreja y me decía cosas tiernas e irrepetibles.
Apretaba más mi cuerpo contra su pecho y yo sentía ahogarme.
Era un gigante que me devoraba, podía hacerme desaparecer de una mordida… Subía sus manos por mi espalda y con suavidad me sacaba la mochila escolar.
Me quitaba la ropa con delicadeza hasta dejarme desnudo, ahí mismo, frente a la puerta cerrada a la calle.
Mientras recorría con sus manos y su boca todo mi cuerpo podía escuchar las voces en la calle, el silencio de la casa, el susurro de los árboles.
Él se quedaba vestido un buen rato jugando conmigo, dejandome en cueros bajo la corriente de viento fresco y húmedo del cooler que erectaba mis tetillas.
Le gustaba hacer eso y me las mordía.
Yo tenía escalofríos y temblaba.
Mis manos iban en automático a su sexo duro y oculto, pero no me dejaba que se lo sacara, me hacía sufrir negandome el placer de bajarle la bragueta y hurgar en su intimidad para tenerlo en mis manos, para besarlo y lamerlo.
Ansiaba el sabor de su presemen, la suavidad de su glande en mi boca.
Eduardo sabía volverme loco de deseperación y jugueteaba con sus dedos en mi colita, pero no se lubricaba.
Yo movía mi cadera hacia atrás para que su dedo entrara, pero hacía falta el aceite de su saliva o de su precum, como a veces lo hacía aprovechando su abundancia.
Yo desesperaba y me enojaba de verdad.
Me enfurruñaba y él comenzaba a reír por su maldad.
Entonces me levantaba sujetandome de las nalgas y abriendome un poco el culito, mientras me daba un beso que abarcaba mi boca y parte de mi nariz.
Levantaba sin esfuerzo mis 22 o 23 kilos de peso y me llevaba hacia mi cuarto y me paraba sobre la cama.
Siéntate, me decía, y se quitaba la ropa hasta quedar en trusa.
Ven y quítamela, Ciruelita, anda.
Quítamela despacito… Yo lo desnudaba y me pegaba a sus piernas, hundía mi rostro en la holgura de sus testículos endurecidos y los lamía, besaba lo más que podía su verga gigante y caliente mientras él presionaba mi cara contra su cuerpo.
Tenía un olor mucho más fuerte que la vez primera, que fue inolivdable, debido a que en esos días y a esa hora, ya había trabajado medio día y había sudado como se transpira en esta ciudad.
Era la sal de la piel y la dulzura del semen, su estatura despropocionada y mi talla de un metro diez centímetros jugando en una danza prohibída y secreta que nos fundía, que nos volvía líquidos.
Se acostaba en mi cama y le colgaban los pies.
Me dejaba por un buen rato que retozara sobre su cuerpo.
Yo lo recorría de pies a cabeza con mi boquita, frotaba mi piel contra la suya, me sentaba y presionaba su verga contra mi culito soñando con una penetración que no se había concretado, pero que, seguramente –pensaba- habría de suceder.
Yo me imaginaba que sería tan difícil como tratrar de meter una zanahoria en el huequito de un sacapuntas.
Entonces se apoyaba en la almohada, con su espalda contra la cabecera y me colocaba sobre él, en posición de hacer el 69.
Cómo gozaba cuando se comía mi anito, lo mordía, lo chupaba, presionaba para meter su lengua.
En esa posición su pene me quedaba en el rostro.
Yo quería meterlo en mi boca, tanto que me dolía el cuello y la quijada, pero no me importaba, metía la cabeza de su verga entre mi lengua y mi paladar y le liberaba el prepucio, como él me enseñó.
Y nos gozabamos los dos, él en mi ano y yo en su miembro.
El tiempo pasaba y cada segundo era eterno.
Su voz y mi nombre rebotaban del techo hacia el suelo y nada más existía.
Entonces brotaba en mi boca el manantial de su semen, la lluvia blanca y espesa que tanto deseaba y la bebía, agarrado con firmeza de su verga con las dos manitas fuertemente, y se la masajeaba de abajo hacia arriba para extraer más y más de ese jugo dulce.
Lamía y tragaba todo lo que podía.
Luego él me limpiaba la cara con su lengua y sus besos que olían a nosotros.
Su verga seguía dura y parada, palpitando y moviendose.
Yo me recostaba boca abajo, con el aliento entrecortado, soñando que él se metería en mí por el culo, que me abriría y entraría para vivir ahí para siempre.
Eduardo se subía en mi espalda, sentía su cuerpo caliente y de animal que no se puede dominar frotandose en mi cuerpo, bajaba y lamía mi culito, ya metía un dedo, ya la lengua, ya dos dedos y me dilataba.
Cada vez el dolor era menos, y más el placer del sometimiento.
Luego ponía su monstruo en mi esfínter y comenzaba a presionar, suave, fuerte.
Me abría las piernas y me sujetaba las manos tomandome de las muñecas, por debajo de mis brazos, en una posición en la que lo único que podía mover era mi cabeza.
Con todo el presemen que volvía a producir, me pasaba todo su gran pene por la rajada del culo y frotaba, frotaba cada vez más fuerte y a mi me encantaba sentir su peso, la enorme serpiente que me castigaba el culo, endurecida, casi con violencia.
Volvía a comerme, a devorar ansiosamente mi cola adolorida por los punzantes golpes de verga que me daba y su lengua me llenaba del bálsamo fresco de su saliva.
Le gustaba chupar caramelos duros de menta, Hall`s, y con la saliva mentolada me cubría el penecito, los incipientes testículos y metía su lengua lo más que podía en mi colita, yo gozaba y me movía siendo devorado y humedecido por su boca y su lengua que me lamía… Cuando ya me había mojado lo suficiente, se retiraba unos quince o veinte centímetros, y soplaba lentamente, con suavidad sobre la piel de mi sexo, sobre mi culito que, irritado, disparaba puntas eléctricas hacia todo mi cuerpo, en un escalofrío que casi me hacía perder el sentido y me dejaba aturdido, borracho del perfume a sexo y menta.
Ya aguantaba, y pedía, hasta dos dedos en mi culo.
Los dedos de Eduardo eran gruesos y callosos, me dolían y me hacían que me moviera como si no fuera dueño de mí, se hincaba y me daba de nuevo su verga en la boca mientras yo estaba sobre mis manos y mis rodillas, en cuatro patas, abierto para él, moviendo mi cuerpo diminuto para él y lo miraba mientras mamaba, mientras bebía de él.
Se ponía como loco de placer, yo lo sabía y me fascinaba saber que era yo quien lo convertía en esa especie de bestia y ángel.
Él me movía hacia adelante y hacia atrás violando mi boca y mi entraña, provocándome leves violencias en el paladar y una salivación espesa que hacía más deliciosos sus líquidos, metía y sacaba sus dedos educando mi culo para su cuerpo y me jalaba con cuidado y fuerza hacia arriba, llevando al máximo la dilatación de mi esfínter, ya rojo, ya hecho lumbre, capturado por el gancho violador de sus dedos en pinza.
Con gemidos de placer, con estertores, mi amado Eduardo llegaba al fin de su embestida colocando la punta de su verga de hierro en mi culito, cada vez más debilitado por las cogidas superficiales pero continuas, y empujaba con fuerza calculada para casi abrirme el ojete, que me hacía gemir de dolor repentino y de placer y me hacía arquear la columna vertebral bajo el peso de mi macho que me eyaculaba su esperma en el umbral del culito aun virgen de verga, y eran tan fuertes los chorros que mi semental expulsaba en mi ano complaciente, que algunos chorros lograban colarse, provocando que yo apretara más el culo y quedaba mi macho vaciándose en el hueco de mis nalgas o en la base de mi espalda.
Quedabamos exhaustos.
Él con la cara de gozo que da el poder, satisfecho y sonriente de haberme devorado así, cada vez más hecho para su gusto.
Yo, pegado a él, adicto a él, perdido en un mundo irreal, con el ano adolorido y palpitando, inflamado, chorreando esperma y menta.
Mi culo estaba recibiendo lecciones para lo que vendría después, que no sería para nada como yo suponía.
¡Qué ingenua noviecita era yo! ¡Qué brutal e inolvidable invasión se me vendría encima!
C o n t i n u a r á .
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Agradezco sus comentarios.
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