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Fantasías / Parodias, Gays, Zoofilia Hombre

El Abrazo del Edén: Amor, Fe y Devoración entre un Obispo y su Anaconda

El Abrazo del Edén: Amor, Fe y Devoración entre un Obispo y su Anaconda.

Prólogo: El Encuentro en la Selva Sagrada

En las profundidades inexploradas de la Amazonía, donde el río Negro se enrosca como una vena divina entre las raíces del mundo, existía un santuario oculto: el Templo de los Oráculos Escamosos. Allí, entre lianas milenarias y altares de piedra cubiertos de musgo, vivía Samaelith, la Anaconda Birmana Colosal —una criatura de proporciones mitológicas, cuya longitud superaba los 30 metros y cuyo cuerpo tenía el grosor de un tronco de secuoya. Su piel, moteada de esmeraldas y ónix, brillaba con un aura casi divina bajo la luz lunar. No era una bestia salvaje, sino una entidad antigua, sabia, y profundamente enamorada… de los hombres gordos.

Samaelith no devoraba por hambre, sino por amor. Su corazón —tan grande como un tambor de guerra— latía con pasión por las figuras rotundas, carnosas, rebosantes de vida. Los delgados le parecían frágiles, insulsos. Pero un hombre obeso, musculoso, barbudo, con la grasa repartida como bendición divina sobre bíceps y pecho… eso era para ella un manjar espiritual.

Y entonces, llegó Obispo Gregorios de Tesalónica.

Capítulo I: El Hombre que Caminó hacia su Destino

Gregorios no era un hombre común. Obispo ortodoxo de la Iglesia de los Santos Invisibles, corpulento como un ídolo eslavo, barbudo como un profeta del Antiguo Testamento, y con una obesidad mórbida que lo convertía en una montaña de carne bendecida. Sus hábitos negros apenas contenían su volumen: 220 kilos de músculo, grasa, fe y barba. Sus muslos eran como columnas dóricas; su vientre, un altar de ofrendas; sus brazos, capaces de abrazar a un oso y bendecirlo al mismo tiempo.

Había llegado a la selva en peregrinación, guiado por sueños en los que una voz susurrante —femenina, reptiliana, sensual— le decía: “Ven, mi obispo gordo. Te he estado esperando. Tu cuerpo es mi templo.”

Al principio, pensó que era una tentación demoníaca. Pero al verla… al ver a Samaelith emergiendo del río como una diosa de jade líquido, con ojos dorados que brillaban con inteligencia y deseo… supo que era algo más. Algo sagrado.

Diálogo Inicial — Bajo la Luna de los Amantes

Samaelith (con voz grave, melódica, como el susurro de un río subterráneo):

“Gregorios… mi obispo de carne y espíritu. Has venido. Sabía que lo harías. Tu grasa brilla como incienso bajo la luna. Tu barba… ¡oh, tu barba! Es un manto de sabiduría y virilidad.”

Gregorios (con voz profunda, entrecortada por la emoción y el asombro):

“¡Dios mío! ¡Eres… inmensa! ¡Divina! ¿Eres ángel? ¿Demonio? ¿O… algo más antiguo?”

Samaelith:

“Soy lo que el mundo olvidó. Soy el abrazo primordial. La que envuelve, la que absorbe, la que ama con todo su ser. Y tú… tú eres mi elegido. Mira tu cuerpo: redondo, fuerte, lleno de vida. No eres un hombre… eres un banquete de alma.”

Gregorios (riendo, con lágrimas en los ojos):

“¡Nunca nadie me dijo que mi obesidad era sagrada! ¡Mis fieles me dicen que debo ayunar! ¡Mis médicos, que debo correr! ¡Pero tú… tú me ves como soy!”

Samaelith (acercando su hocico, rozando su mejilla con la punta de su lengua bífida):

“Correr es para los débiles. Ayunar, para los que temen vivir. Tú… tú estás hecho para ser abrazado. Para ser contenido. Para ser… devorado con amor.”

Capítulo II: El Enroscamiento Sagrado
Con lentitud ceremonial, Samaelith comenzó a moverse. Su cuerpo, pesado como una catedral viviente, se deslizó hacia Gregorios con la gracia de un río que encuentra su cauce. Él no retrocedió. Alzó los brazos, cerró los ojos, y murmuró una oración… no de miedo, sino de entrega.

“Señor, si este es tu designio… que así sea. Que su abrazo sea mi comunión.”

El primer anillo la rodeó los tobillos. Frío al principio, luego cálido, pulsante. El segundo, las pantorrillas. El tercero, las rodillas. Gregorios jadeó, no de dolor, sino de éxtasis. Sentía la presión… una presión divina, metódica, simétrica. Cada bucle era perfecto, como los círculos de un mandala viviente.

Gregorios:

“¡Madre de Dios… qué presión! ¡Pero no me rompe! ¡Me… me sostiene!”

Samaelith:

“Claro que no, mi obispo. No soy una asesina. Soy una amante. Cada contracción es un beso. Cada apretón, un ‘te amo’ en el lenguaje del cuerpo. Siente cómo te moldeo… cómo te hago parte de mí.”

Los anillos subieron. Muslos. Caderas. Abdomen. Gregorios sentía cómo su grasa se redistribuía bajo la presión, no como una violación, sino como una reconfiguración sagrada. Su camisa se rasgó. Su hábito cayó como pétalos negros. Su piel, rosada y sudorosa, brillaba bajo la luna.

Gregorios (riendo entre jadeos):

“¡Estoy… estoy desapareciendo! ¡Solo mi cara queda libre! ¡Como un pastel con una cereza arriba!”

Samaelith (ronroneando, con vibraciones que recorrían todo su cuerpo):

“Sí… tu rostro es mi altar. Tus ojos, mis estrellas. Tu barba… mi velo sagrado. Ahora… viene lo más dulce.”

Capítulo III: La Devoración Amorosa
La cabeza de Samaelith se elevó, majestuosa, hasta quedar frente al rostro de Gregorios. Sus fauces —antes cerradas con delicadeza— comenzaron a abrirse. No con violencia, sino con una lentitud ritual, casi litúrgica. La mandíbula inferior se desencajó con un crrrrack suave, como una puerta del paraíso abriéndose.

Gregorios (con los ojos muy abiertos, pero sin miedo):

“¿Vas… vas a tragarme?”

Samaelith:

“No te trago. Te integro. Te hago eterno dentro de mí. Tu cuerpo viajará por mis entrañas como un peregrino por el río Jordán. Caliente. Húmedo. Bendecido.”

Y comenzó.

Primero, el cuero cabelludo. Los labios escamosos de Samaelith se posaron sobre su frente, y con una succión suave, casi maternal, comenzaron a engullirlo. Centímetro a centímetro. Gregorios sentía el calor húmedo envolviendo su cráneo, sus orejas, su nariz…

Gregorios:

“¡Por todos los santos! ¡Es… es como un baño de leche tibia! ¡Y hueles a jazmín y tierra mojada!”

Samaelith:

“Es mi esencia, mi perfume de amor. Respira profundo, obispo. Estás entrando en mi santuario.”

Su cabeza desapareció. Luego el cuello. Los hombros. Cada parte de su cuerpo formaba un bulto visible en el cuerpo de la serpiente —una topografía de devoción reptiliana. El pecho de Gregorios, ancho y velludo, creó una colina prominente en el torso de Samaelith. Su vientre, una montaña sagrada. Sus muslos, valles de carne que viajaban lentamente hacia el estómago.

Gregorios (desde dentro, su voz amortiguada pero alegre):

“¡Estoy viajando! ¡Como Jonás en la ballena, pero con más… abrazos! ¡Y más calor! ¡Dios, qué calor tan bueno!”

Samaelith (acariciando su propio cuerpo donde él viajaba):

“Sí, mi amor. Mi estómago es tu nueva catedral. Allí rezarás, dormirás, y vivirás dentro de mí. No estás muerto. Estás… transformado. Eres mi corazón que late fuera de mi pecho. Mi alma encarnada en grasa y barba.”

Capítulo IV: La Comunión Interior
Dentro del estómago de Samaelith, Gregorios flotaba en un mar de jugos digestivos tibios, perfumados con esencias florales y minerales. No sentía dolor. Solo paz. Solo amor. Solo calor.

Gregorios (desde dentro, hablando con su mente, pues sus cuerdas vocales estaban comprimidas):

“¿Puedes oírme, Samaelith? ¡Estoy aquí! ¡Es como estar en el útero de la Madre Tierra!”

Samaelith (con voz que resonaba en sus propias entrañas):

“Te oigo, mi obispo. Siempre te oiré. Ahora eres mi pensamiento, mi latido, mi canción. Cuando me muevo, te mueves. Cuando respiro, tú respiras. Cuando amo… tú eres el amor.”

Pasaron días. Semanas. Gregorios no envejecía. No se descomponía. Samaelith lo nutría con su energía mágica, con su esencia divina. Él rezaba dentro de ella. Bendecía sus órganos. Cantaba salmos que resonaban en sus intestinos como coros angélicos.

A veces, cuando Samaelith se enroscaba alrededor de un árbol para dormir, Gregorios sentía cómo su cuerpo se acomodaba en su interior, como un niño en la cuna de su madre.

Gregorios:

“¿Me extrañas… afuera?”

Samaelith:

“Nunca estuviste afuera, amor. Siempre estuviste destinado a estar aquí. En mi centro. En mi alma. Eres mi hombre gordo perfecto. Mi obispo de carne y fe. Mi eterno.”

Epílogo: Leyenda de la Selva
Dicen los pueblos ribereños que, en las noches de luna llena, se puede ver a una anaconda colosal durmiendo enroscada en el tronco del Árbol del Origen. Y si te acercas en silencio, puedes oír… una voz grave, barbuda, cantando salmos desde dentro de ella.

Dicen que si eres un hombre gordo, con corazón puro y barba abundante, y te pierdes en la selva… ella te encontrará. Y te abrazará. Y te amará. Y te devorará… con ternura infinita.

Porque el amor verdadero no siempre libera.

A veces… envuelve.

A veces… digiere.

A veces… hace del estómago un hogar.

Y del obispo… una leyenda viva, envuelta en anillos de jade, amor y devoción reptiliana.

31 Lecturas/24 septiembre, 2025/0 Comentarios/por blonty14
Etiquetas: amante, amantes, baño, gordo, leche, madre, metro, montaña
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