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Gays, Zoofilia Hombre

El Castigo de Papá 1

Por calentón, mi padre es enviado a una granja solitaria para que recapacite sobre sus infidelidades. Pero el macho conseguiría la forma de tener hembras a su alcance..

El Castigo de Papá

Hola, como sabrán por mis relatos, todo el perfil esta dedicado a la admiración y adoración masculina, y mis historias, son creadas para el entretenimiento del público, fantasías que se me ocurren y las comparto con ustedes, morbo, fetiches, machos, sexo crudo SIN TABUES. Siempre me han gustado las historias de papás, hermanos mayores, machos dominantes, heterosexuales experimentando un lado homosexual de forma instintiva y salvaje, desarrollando gusto sexual y afectivo. Pero últimamente me tope con un relato zoo al cual decidí darle una oportunidad y me encanto, por lo cual me anime a escribir la siguiente historia de un genero que nunca pensé que escribiría pero ya esta, tal vez no sea de tu agrado y esta bien, puedes obviar la publicación, pero si te gusta este tipo de contenido, este es el lugar y espero que te guste tanto como a mí. Son solo dos partes (dependiendo del recibimiento del relato puede haber una o dos partes más). Disfrútala y si te gusto deja tu estrellita.

Me llamo Jhonatan y tengo 24 años. Lo que voy a contar pasó hace mucho, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Vivía con mis papás y mis diez hermanos. Éramos una familia grande, humilde pero sin faltas. Mi papá, Sergio, era el pilar de todo. Un macho de verdad. No era un hombre de oficina, era un hombre de trabajo. Tenía varias ferreterías por la ciudad y con eso nos mantenía a todos.

Sergio no era un hombre cualquiera. Era un coloso, un hombre que con sus dos metros y veinte de altura de sombra propia y llenaba cualquier espacio que ocupara. Su cuerpo: brazos como troncos de árbol, forjados en el levantamiento de sacos de cemento y cajas de clavos; un pecho ancho y peludo que se hinchaba al respirar. Su barriga era un poco prominente, sí, pero era una barriga de hombre fuerte, de hombre que come bien y trabaja duro. Sus piernas eran columnas que sostenían todo ese poder, y sus manos… sus manos eran enormes, ásperas y fuertes, capaces de arreglar una tubería con una brutalidad intuitiva o de acariciar la mejilla de un hijo con una ternura que contradecía su apariencia.

Mi papá era el prototipo del macho proveedor. Dueño de varias ferreterías repartidas por la ciudad, se levantaba antes del alba y volvía después de que el sol se hubiera ocultado, oliendo siempre a metal, a esfuerzo y a hombre. A sus siete hijos varones nos iniciaba en los misterios de la hombría. Nos enseñaba a dar un puñetazo sin rompemos los nudillos, a cambiar un neumático, a distinguir un tornillo Phillips de uno de estrella, a no llorar ante una rodilla raspada y a mirar a los demás a los ojos. Pero conmigo era diferente. Yo era el el último de sus hijos, y por alguna razón que nunca entendí del todo, yo era su engreído. A mí me dedicaba esas sonrisas que a los demás no les daba, esas palmadas en la espalda que sentía como un sello de aprobación. Yo era su favorito, y yo lo adoraba.

Pero la vida con un semental como Sergio nunca fue tranquila. Mi mamá, tenía que lidiar con la fogosidad de mi padre. Sergio era, es y será un mujeriego empedernido. Su apetito era insaciable, un fuego que nunca se apagaba. Le gustaba el sexo sucio, el sin tapujos, el animal. Y ya había habido deslices antes, encuentros furtivos que mi mamá descubría por el olor a perfume ajeno en sus camisas o por las marcas de uñas en su espalda. Pero esta vez fue diferente.

Esta vez, mi mamá lo encontró en el almacén de la ferretería del centro. Terminando de follar a dos de sus empleadas, una rubia y una morena, jóvenes y admiradoras, que lo tenían todo para ser sus presas fáciles. Mi mamá dijo que el olor a sexo y a sudor era tan denso que casi podía saberse en el aire. La discusión esa noche fue épica. 

—¡Sergio, eres un cerdo! ¡Un cerdo sin remedio! —gritaba mi mamá.

—¡Cállate, mujer! ¡Estás exagerando! ¡Estaba revisando unas mercancías con ellas, nada más! —respondía él, con un cinismo que era su segundo pellejo. Incluso con todo en su contra, negaba, negaba siempre.

Y ahí estaba yo, en medio de mi cama, con el corazón martilleándome, pero no por miedo. No. Una culpa me carcomía el estómago porque una parte de mí, una parte oscura y egoísta, disfrutaba de esas peleas. Disfrutaba de que mi mamá, en un arrebato de furia, le gritara: «¡Y lárgate de mi cuarto, Sergio! ¡Quiero dormir sola esta noche!».

Porque cuando mi papá era sacado del cuarto matrimonial, venía conmigo. Y esas noches eran mi tesoro. Mi papá se acostaba a mi lado, en mi cama individual que parecía diminuta bajo su peso. Se quitaba la ropa, quedándose solo en sus calzoncillos blancos y gastados, y yo me aferraba a él. Me encantaba sentir su calor, el peso de su brazo musculoso sobre mi pecho, el latido de su corazón contra mi espalda. Me gustaba enredar mi pequeña mano en el espeso vello de su pecho o de sus piernas, sentir esa textura áspera bajo mi piel. Él nunca se negaba, a veces hasta se dormía y roncaba, un sonido profundo y reconfortante que me hacía sentir seguro.

Pero el descubrimiento de las empleadas fue la gota que derramó el vaso. Mi mamá estaba furiosa, destrozada. Y el castigo que impuso fue tan ingenioso como cruel.

—Tu padre quiere ser un animal, pues que viva como uno —dijo con una frialdad que me heló la sangre—. Su padre necesita a alguien que haga el trabajo pesado en la granja mientras él se va de descanso. Que Sergio vaya. Allí aprenderá lo que es un día de verdad de trabajo, lejos de las mujeres y de las comodidades.

Incluso la escuche decirle en sus últimas discusiones que si quería allí podría follarse a una vaca… Nunca me imagine que el muy canijo le haría caso.

La granja del abuelo. Un lugar en medio de la nada, aislado, solitario. La perfecta prisión para un hombre como Sergio. Mi papá protestó, masculló, pero al final, con la cabeza gacha, aceptó. Sabía que mi mamá esta vez no le perdonaría tan fácilmente.

Dos semanas pasaron. Dos semanas en las que la casa se sintió vacía sin su energía. Mi mamá decidió que debíamos visitarlo, para llevarle comida, ropa limpia y para asegurarse de que se estaba comportando. El viaje en la minivan fue largo y polvoriento. Cuando llegamos, el sol de la tarde teñía todo de un color naranja. La granja… estaba impecable. No reconocía el lugar. Las paredes de adobe estaban reparadas, los pisos de madera brillaban, los corrales tenían nuevas mallas. Los animales estaban sanos y limpios. Las yeguas tenían sus pelajes lustrosos, las vacas, con sus terneras, olían a leche y a pasto fresco, y las borreguitas, blancas y esponjosas, parecían de juguete.

—Papá, ¿esto lo hiciste tú? —preguntó mi hermano mayor, asombrado.

Sergio se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y sonrió. Era una sonrisa diferente, más tranquila.

—Sí, hijo. Aquí uno se pone a hacer cosas y no se da cuenta del tiempo. Me gusta este trabajo. Quién sabe, quizás le pida a tu abuelo que me venda una parte y empezamos nuestro propio negocio.

Comimos, conversamos. Papá nos jugó un partido de fútbol en un campo polvoriento, corriendo como un adolescente y dejándonos a todos atrás con su fuerza. Nos mostró los establos, el granero, nos habló de los ciclos de la siembra y la cosecha. Pero algo me extrañaba. Cada vez que pasábamos cerca del establo, las yeguas levantaban la cabeza y relinchaban suavemente, como si lo saludaran. Las ovejas se alborotaban, movían sus colitas. No le di importancia, lo atribuí a que era él quien las alimentaba.

Eran casi las cuatro de la tarde y el calor seguía siendo agobiante. Era hora de irnos. Nos despedimos con abrazos rudos. Yo me aferré a mi papá, enterré mi cara en su sudada camiseta y le susurré:

—Te quiero mucho, papi.

—Yo también, mi pequeño engreído —dijo, dándome una palmada en la espalda que casi me tumba al suelo.

Subimos a la camioneta y empezamos a alejarnos. A través de la ventana trasera, veía la figura de mi papá, cada vez más pequeña, cada vez más solo en la inmensidad de la llanura. Una punzada de nostalgia me atravesó el pecho. ¿Quién le atendía? ¿Quién le hablaba por la noche? ¿Comía solo? Una pena profunda se apoderó de mí.

—Mamá —dije, con la voz quebrada—. Déjeme quedarme. Por favor. Yo me puedo quedar con papá. Le ayudo con los animales, con lo que sea.

Mi mamá me miró por el retrovisor. Sus ojos se ablandaron al ver mi rostro suplicante. Tal vez fue mi sinceridad, tal vez fue la idea de tener un espía dentro de la fortaleza enemiga.

—Está bien, Jhonatan. Puedes quedarte. Pero ve con ojo, ¿entendido? Si ves a alguna mujer por allí, me lo cuentas todo.

—Sí, mamá. Te lo prometo —dije, y mi corazón latió con una fuerza avasalladora.

La minivan se detuvo. Bajé de un salto y, sin mirar atrás, corrí hacia la granja, hacia mi papá.

—¡Papá! ¡Soy yo! ¡Jhonatan! —grité al llegar.

No había respuesta. Lo busqué en la casa, en el corral, en el granero. Nada. Fue entonces que vi un rastro. Su camisa estaba tirada sobre el sendero que llevaba al establo, más allá, el pantalón. Seguí el camino de ropas y allí, casi al final, junto a la puerta del establo, estaban sus botas de trabajo, sus medias todavía húmedas y calientes y, por encima de todo, sus calzoncillos blancos.

Un escalofrío caliente me recorrió la espina dorsal. Estaba desnudo. Completamente desnudo. Y de dentro del corral empezaban a llegar sonidos. No solo los relinchos de los animales, sino una voz. Su voz.

—Así… así, nena… siempre me vuelves loco con esa vagina…

Quizás sí tenía a una mujer escondida. Quizás mi mamá tenía razón. Con el corazón martilleando en mis sienes, me acerqué con sigilo a la puerta abierta…

Y lo que vi me robó el aliento.

Era mi papá. Sí, mi papá, dios mío. Estaba completamente desnudo y su piel brillaba bajo la luz filtrada del techo, bañada en sudor. Su espalda era un muro de músculos tensos, sus piernas gruesas y rígidas sostenían el ritmo de su cuerpo. Y su culo… ese culo enorme y poderoso que siempre había admirado, se movía hacia adelante y hacia atrás, con una cadencia primitiva, animal. A veces echaba la cabeza hacia atrás, la boca abierta en un gemido silencioso, demostrando un placer absoluto. Y no estaba con una mujer. Estaba follándose a una yegua. Una yegua castaña, esbelta y hermosa, que se quedaba quieta, aceptándolo todo.

Mi papá era un gigante, y su altura le permitía hacerlo con una naturalidad aterradora. A veces se ponía de puntillas, con sus pies poderosos arqueados, para hundirse más profundo en ella, y la yegua respondía con un movimiento sutil de sus ancas. Parecía disfrutarlo tanto como él.

—¡Mira esa putita! Está gozando como nunca —gemía él, con una voz ronca y llena de lujuria—. ¡Sigue moviendo ese culo, mi amor! ¡Sigue absorbiéndome toda la pinga!

Le dio una palmada sonora en el flanco y la yegua relinchó, pero no se movió. Se quedó ahí, ofreciéndose a él.

—Así es, gime, nena. ¡Gime fuerte! Que tu macho no va a parar hasta que te deje esta concha bien abierta y bañada en mi leche.

Dicho esto, su ritmo se aceleró. Sus embestidas se volvieron más fuertes, más profundas. Los sonidos húmedos y rítmicos llenaban el establo. La yegua volvió a relinchar, un sonido más agudo esta vez, y se apretó más contra el cuerpo de mi padre, como si pidiera más.

Yo me sentía extrañado, asustado, pero a la vez… excitado. Una excitación que me quemaba la sangre y me nublaba la mente. Dejándome llevar por ese morbo oscuro, me deslicé sigilosamente hacia el costado, buscando un mejor ángulo. Y lo encontré. Una rendija más grande que me daba una vista perfecta de perfil.

Desde allí podía verlo todo. El perfil de su cuerpo era una escultura de poder. Sus pies grandes y plantados en el piso de madera, sus piernas gruesas, ese culo divino, sus brazos poderosos… y lo nuevo. El vello púbico, espeso y oscuro, como un bosque oscuro del que surgían dos testículos enormes, colgando pesados y rosados. Y el pene… ah, dios, el pene. Enterrado casi por completo en la vagina de la yegua, salía hasta la mitad, cubierto de brillo, y volvía a meterse con un movimiento fluido y poderoso. Solo en esas salidas y entradas apreciaba su verdadero grosor. No era un pene, era un tronco. Un tronco grueso, rodeado de venas que parecían a punto de estallar.

—¡Uffff, qué rico, putita! ¡Cómo me succionas la pija! ¡Meate, putaza, meate como sueles hacerlo! —rugía Sergio, moviéndose más rápido todavía. Su cara era una máscara de placer total, de éxtasis bestial.

Fue entonces cuando ocurrió. De pronto, la yegua empezó a expulsar un líquido viscoso a chorros, un chorro fuerte que salía de su vagina.

—¡¡¡Sí, así, mi zorra!!! ¡¡Vente encima, perra!! —exclamó mi papá, victorioso, con los ojos desorbitados.

Los jugos le salpicaron en el pene, en los muslos, en su barriga. Se lo metió un poco más profundo y luego lo sacó lentamente, observando cómo el flujo continuaba saliendo, manando de la hembra.

—¡Mírala, mira qué Putona, hasta te measte del gusto! —se burló con una sonrisa, y luego, acariciando la vulva que palpitaba, añadió—. Qué linda se ve tu vagina así, temblando y abierta, esperando más de tu macho. No te preocupes, nena, que más te va a entrar.

Yo solo podía observar, hipnotizado. A mi papá, el macho semental de hembras. Su pene era tan grande, tan brutalmente viril, que podría haber sido el toro de las vacas o el potro de las yeguas. No importaba la especie. Sergio era un macho, y le estaba siendo infiel a mi mamá de nuevo. Pero esta vez, la infidelidad era con una yegua. Y yo, su hijo, estaba allí, viéndolo todo, sintiendo una excitación que nunca antes había conocido, un deseo oscuro germinando dentro de mí.

Con un resoplido de satisfacción, Sergio se desprendió de la yegua castaña. Su pene, un tronco formidable y brillante, salió de su refugio con un sonido húmedo y succión. Un chorro espeso de fluidos goteó de la vulva de la yegua, manchando la paja del corral.

—Tranquila, mi amor —le dijo, dándole una última palmada en el flanco—. Ya te atendí. Ahora a comer, que tu macho tiene otras hembras que reclaman atención.

La dejó en un rincón, con el trasero en el aire, abierta y goteando, y se giró. Caminó desnudo por el establo, con la polla todavía dura y chorreando, como un trofeo. Su cuerpo sudado brillaba bajo la luz del atardecer que se filtraba por las ventanas altas. Caminó con seguridad animal, hacia otro corral, uno que, por pura casualidad, estaba justo frente a mi escondite.

Sin saber que era observado, acomodó a otra de sus hembras, una yegua blanca, más pequeña y delicada que la castaña. Se colocó justo frente a mí. Con una mano, levantó su cola, exponiendo su vulva rosada y húmeda.

—Ufff, pero qué rico se ve, nena —murmuró Sergio, y su voz era pura lujuria.

Y entonces hizo algo que me heló y me quemó al mismo tiempo. Se agachó, acercó su cara a la hembra y hundió la nariz y la boca en su vulva. Empezó a chupar con una desesperación feroz, lamiendo, escupiendo, metiendo dedos toscos que abrían y exploraban. La yegua alzó la cola aún más, como si le pidiera más, y emitió un relincho corto y agudo. Sergio se separó por un instante, con el labio brillante y los ojos encendidos.

—Tranquila, mi putita. Ya ahorita te doy pija. Ya sé que te gusta hasta por el culo, nena.

Verlo así, tan salvaje, tan entregado a su instinto, me excitaba de una manera que no podía comprender. Mi propio pene, pequeño e inexperto, empezó a latir dentro de mi pantalón.

Sergio se levantó, limpiándose la boca con el dorso de la mano.

—Pero me falta una… me falta mi blanquita más tierna —dijo, y sin el más mínimo pudor, salió del establo.

Yo lo vi caminar por el patio exterior. Se había calzado unas sandalias de cuero, pero para todo lo demás, estaba desnudo. Su rabo parado se mecía con cada paso. Pensé que me había visto, que era el fin, que saldría corriendo a gritar. Pero no. Pasó de largo, como si yo fuera invisible, y regresó momentos después con una borreguita entre los brazos. Una de esas blanquitas y esponjosas que a mis hermanas les encantaba acariciar cuando visitábamos al abuelo.

Sergio entró al establo sonriendo, silbando una melodía campirana, con su polla dura como un garrote de hierro con semen colgando de la uretra. Para suerte mía, se posicionó en el mismo corral, justo frente a mí. La yegua blanca, obediente, no se movió de su lugar. Y entonces, algo increíble sucedió. Del fondo del establo, una yegua negra, a la que parecía se había follado en la mañana antes de que lleguemos, apareció y se acercó a él, siguiéndolo como si estuviera hipnotizada. Sergio se detuvo y le pasó una mano por el cuello, como si una mujer se le acercara a un hombre en un bar.

—¿Tú también, mi negra? ¿Tú también quieres pija? —preguntó en voz alta, y la yegua relinchó como respondiendo. Sergio rió burlón. — Tranquilas, nenas, ¡Hay pene para todas!

Ningún animal estaba atado. Eran libres, pero elegían quedarse, elegían someterse a él.

—Ahora sí, putas… Ahora sí me voy a dar mi festín —dijo Sergio, como si se dirigiera a un grupo de amantes leales.

Se agachó y besó la bulba de la yegua blanca, haciendo sonidos de gusto, «mmm, mmm», como cuando come algo delicioso. Y para ese hombre, lo era. Luego pasó su atención a la borreguita, que la tenía sujeta por el cuello. Le acarició el lomo.

—Mira tu, mi amor. Tú no has tenido crías, ¿verdad? Tu vulva sigue siendo chiquita, apretadita… A diferencia de la negra puta, que por su parto ya la tiene grande—le dijo, como si el animal pudiera entenderlo—. Pero tú eres una mamacita deliciosa, igual.

Se acercó a la vulva de la borreguita y la olió.

—Ufff, nena, tú sí estás rica, putita. Soy tu único macho, ¿sabes? ¡Sólo yo te reventaré ese coño! —dijo, y su voz se llenó de un orgullo posesivo—. ¡Qué bueno que pude quedarme!

Dicho esto, volvió a enterrar su cara entre las patas traseras de la yegua blanca, lamiéndola con avidez. Después de un minuto, se puso de pie, se escupió la propia mano y lubricó su pene, que ya brillaba con el fluido de la yegua. Se fue detrás de la borreguita y, con cuidado, escupió su diminuta vulva. Debido a su altura, tuvo que agacharse considerablemente. Ajustó el glande a la entrada. Desde mi escondite, veía la escena con una claridad que me aturdía. Mi cerebro no procesaba, se veía todo borroso, como en un sueño febril.

Sergio empujó su cadera. La borreguita intentó dar un salto adelante, un instinto de huida, pero Sergio la sujetó con fuerza de sus ancas, y la enterró hasta el fondo. Esos veintitrés centímetros de carne gruesa desaparecieron dentro del animalito, y la borrega ni se encorvó. Sergio empezó el mete y saca, lento al principio, con los ojos cerrados, disfrutando cada centímetro de esa calidez estrecha.

—Bendita puta… Ahhh… me vas a matar del gusto… tan apretadita…

Yo veía, hipnotizado, cómo el pene de mi papá se hundía y aparecía, perforando esa vagina pequeña que parecía estirada hasta su límite. Veía sus testículos gigantes sacudirse con cada embestida, y un deseo visceral, casi doloroso, me recorrió. Quería esos huevos, quería acariciarlos, quería sentir su peso en mis manos.

Luego de un rato, la follada subió de intensidad. Sergio se olvidó de toda delicadeza. Sus embestidas se volvieron brutales, bestiales. La borrega empezó a pujar, un sonido quejumbroso, como si intentara expulsar algo que no debía estar ahí. Su vagina pequeña palpitaba alrededor del pene de mi padre. Sergio flexionó sus piernas y se agachó más, follándola de cuclillas, con una fuerza que sacudía todo el corral. En una de esas sacudidas, se despegó por completo, y el sonido fue como el de un corcho de una botella siendo destapado. La borrega soltó un grueso chorrito de fluidos viscosos que le colgaba de sus ancas, mostrando su vagina roja y húmeda.

1241 Lecturas/3 diciembre, 2025/5 Comentarios/por ALxx1
Etiquetas: hermano, hermanos, hijo, infidelidad, mayor, mayores, padre, sexo
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5 comentarios
  1. Darkindigo27 Dice:
    4 diciembre, 2025 en 10:37 am

    Increíble que buena historia, te quedo muy bien

    Accede para responder
  2. cucozs Dice:
    7 diciembre, 2025 en 5:18 pm

    Necesito la segunda parte, quedé con ganas de saber que pasó después.

    Accede para responder
  3. cucozs Dice:
    7 diciembre, 2025 en 5:18 pm

    necesito saber que pasó después

    Accede para responder
  4. Rogergonzales@1979 Dice:
    8 diciembre, 2025 en 8:08 am

    Que más pasó zoocio, pudistes cogerte aesas hembras ,o tuvistes la oportunidad de hacer orgias con tu padre? Cuenta

    Accede para responder
  5. eltremendo Dice:
    13 diciembre, 2025 en 12:06 pm

    Tienes una capacidad enorme de narrar y describir. Felicidades. Me encantó… ojalá te animes a darle continuidad a este relato.

    Accede para responder

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