El Castigo de Papá 2
Jhonatan es descubierto por su padre..
Pronto, Sergio movió a la yegua negra para que se acomodara junto a las demás.
—Uf, mami, no te he olvidado. Me falta reventarte el ano, mi negra culona —le dijo, dándole una caricia larga desde su vulva hasta su ano oscuro.
Luego volvió a la yegua blanca, para tenerlas a todas juntas. Se arrodilló detrás de la borrega y volvió a penetrarla, de un solo golpe.
—Uffff… estás igual de rica, bebe… ¿Te gusta mi pinga? ¿Te gusta como te dejo esta vulva abierta? ¡Disfrútala, que vamos para largo aquí!
Con su mano izquierda, metió tres dedos en la vagina de la yegua blanca, que estaba a su lado. Escupió para lubricar y los hundió hasta el fondo. Pero lo sorprendente vino con la yegua negra. Con su mano derecha, formó un puño y, sin preámbulos, se lo encajó en la vulva grande y húmeda de la yegua. Y así, sujetándose de los coños de las dos yeguas como si fueras manijas de una máquina, Sergio tomaba impulso para follarse a la borrega con más ferocidad.
Mi cerebro iba a explotar. Mi pene me dolía, latía con tanta fuerza que pensaba que se rompería la piel. Para esa edad, ni siquiera me hacía pajas. Desatascándome el pantalón con manos temblorosas, saqué mi pene y lo acaricié, sin poder evitarlo. La escena era demasiado. Los sonidos «plof, plof, plof» de la follada, cada vez más húmedos y viscosos. Las yeguas con el rabo alzado, recibiendo las manos de su macho. La blanca relinchaba con los dedos de Sergio dentro, la negra se mecía gozando con el puño en su vulva. Sergio estaba todo sudado, sus músculos marcados, su rostro una máscara de concentración y placer.
Fue entonces, sin previo aviso, cuando la borreguita soltó un flujo de su chuchita, una explosión de líquido caliente que empapó el pene y los huevos de Sergio.
—¡¡¡JAJAJAJA!!! ¡¡¡SÍ, MI PUTITA!!! ¡¡¡VENTE, HIJA DE PUTA, VENIRTE COMO UNA PERRA!!! —gimió mi papá, victorioso, sintiendo el calor del orgasmo de su hembra en su propia piel.
Sergio jaló de las vaginas de las yeguas para incorporarse, saliendo de la borrega y dejando que todo su flujo saliera en un torrente. Vio el espectáculo con una cara de morbo puro, y luego, a medio flujo, se la volvió a meter con una brutalidad increíble, tan rápido que la borrega intentó escapar, pero Sergio la tenía sujeta, con sus manos húmedas y firmes hundidas en los coños de las yeguas. Así la folló, sin piedad. Los balidos de la borrega se mezclaban con los gemidos roncos del macho.
—¡Aguantá, putita! ¡Aguantá que tu macho te va a llenar! ¡Toda mi leche para vos! ¡Te voy a preñar, zorra!
Y con una embestida final, profunda, se la metió todo y se corrió. Grité con él, sintiendo su orgasmo como si fuera mío. Sentí cómo sus testículos se contraían contra su cuerpo, cómo su espalda se arqueaba y una explosión de leche caliente iba a parar directamente al fondo de la vagina de la borrega. Fue una sensación divina, un paraíso de calor y humedad.
—¡Ahhhh… sí… sí… to… toda… adentro…
Unos instantes después, Sergio salió de la borrega. Su pene seguía duro, caliente y palpitante. Se lo limpió en el lomo de la yegua blanca, cambió de lugar y, para mi sorpresa, trajo una banca de madera y la colocó detrás de la yegua negra. Era más alta y robusta, con ancas anchas que mi papá alababa en voz alta.
—Mira este culazo… si parece el culo de una mujer gorda y rica… te lo como, nena.
Se subió a la banca para alcanzar mejor su altura y, sin más, se la empujó de una. La yegua mascaba heno y miró hacia atrás, hacia Sergio, que la estaba penetrando de forma brutal. Agarró su cola y se la mantuvo a un lado, dejando su vulva toda expuesta, completamente a su merced. La verga de Sergio entraba y salía libremente una y otra vez, de aquella cueva caliente y humedad. Esto continuó por un buen rato, hasta que la vagina de la yegua empezó a contraerse, a palpar, a masajear el pene de Sergio con sus músculos internos.
—¡Esta putita me está haciendo los nuditos! —dijo Sergio, y se rió—. ¡Qué buena cogiendo está, carajo!
Salió de la yegua negra y, con su pene brillosamente cubierto de fluidos, se pasó a la blanca.
—Bueno, mi blanquita —dijo—. Toca tu turno de recibir a tu semental.
Se escupió la verga y la vulva de la yegua y se la dejó ir toda hasta el fondo. La yegua blanca se puso a pujar, como si quisiera mear, relinchaba y se pegaba más a Sergio, buscando más contacto.
—¿Ves, putita? —se burlaba él—. Ni bien te meto la pinga y ya te quieres venir… ¡qué deseosa de macho estás!
Y la penetró con ganas de partirla. Sus brazos y piernas se tensaron aún más, marcando cada músculo. Se veía más hombre, más semental, más salvaje. Estaba como poseído por la lujuria, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sujeto solo a las ancas del animal. La yegua se pegaba y se pegaba, levantaba la cola sola y, de tan buena que la estaba follando, empezó a pisotear el suelo sin poder contener su disfrute.
Yo ya me había sacado los pantalones por completo. Mi pitito, rojo y duro, no paraba de latir. Seguía tocándome, frotándome, sintiendo un placer delicioso y nuevo cada vez que mi mano rozaba la cabeza de mi verga. Nunca había visto ni sentido algo así. Era mi primera vez, y estaba viendo a mi padre dominar a esas hembras.
Pero no todo podía ser perfecto. De pronto, los perros de la granja, que siempre andaban sueltos, me encontraron. Empezaron a ladrar, a acercarse amenazantes, mostrando los dientes. Me asusté mucho. Grité cuando uno de ellos me saltó para morderme el pie. Pero antes de que pudiera hacer nada, Sergio había salido del establo como un rayo. Traía un garrote en la mano, vestido solo con su pantalón sin abrochar y las sandalias. Ahuyentó a los perros a gritos y golpes, y yo, por puro instinto, corrí a abrazar a mi papá. Lloraba de miedo.
Sergio, con el rostro serio y preocupado, me revisó de arriba abajo para asegurarse de que no estuviera herido. Tan pronto como lo verificó, su expresión cambió. Me tomó del brazo con fuerza.
—¿Qué carajos haces aquí, pendejo? —me preguntó, y su voz era un trueno.
Me vio desnudo, con el pantalón en los tobillos y mi pene todavía medio erecto. Ató cabos al instante. Recuerdo la vergüenza que sentí, las ganas de llorar al verme expuesto espiandolo.
—Papá… yo… lo siento…
—¿Qué viste? —me cortó, con su enorme pene todavía erecto, haciendo un bulto imposible de ignorar en su pantalón abierto.
Que casi nada le dije, que me perdonara. Pero el macho tenía otros planes dentro de su depravada mente.
—¿Te gustó lo que viste, Jhonatan? —preguntó de nuevo, y su voz era más baja, más peligrosa.
No respondí. Sin querer, mi vista se fijó en el vello púbico de mi papá, húmedo, escapando por el cierre de su pantalón.
—¡Dime la verdad! —gritó, sacudiéndome.
Asentí, con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí… sí, papá… se veía… rico.
Sergio cambió de semblante. Una sonrisa lenta, pícara y torva se dibujó en su cara.
—Ah… ¿Sí? Si querías ver, nomás decías, pendejo. ¿Para qué te exponías a que te comieran los perros?
Me soltó el brazo y me pasó un brazo por los hombros. Caminamos juntos hacia el establo. Justo antes de entrar, se bajó el cierre del pantalón, se miró a mí y levantó un dedo.
—Ni una palabra a tu mamá, ¿entendiste? Ni una. O si no te cago a trompadas frente a todos.
Asentí de nuevo, y los dos entramos al establo. Las hembras estaban ahí, las tres juntas, tan obedientes, tan tranquilas.
—Hijo, quiero que conozcas a mis mujeres —dijo Sergio, con un orgullo inmenso en la voz—. Son mejores que las de la ciudad. Estas sí saben complacer y dejarse dominar por un macho. Y sus coños… —hizo un ademán de gusto, besando sus propios dedos—… son los más deliciosos del mundo.
Se acercó a la yegua negra y le levantó la cola.
—Ya volvi, putas —les dijo, y me mostró su coño negro y mojado—. Míralo, mijo. ¿No se te antoja?
Asentí, pero no muy convenciente. Sergio, se dio cuenta y probó con la borreguita.
—Y esta… está recién estrenada. La puta no ha tenido camada alguna. Por eso tiene la concha más caliente y apretada. Ni hablar del ano… todavía no se lo he tocado —dijo, y con uno de sus dedos grandes y ásperos, le rozó el botoncito del culo a la borreguita.
Yo me sentí más curioso, pero todavía no lo suficiente. Sergio se puso de pie y me miró. Vio cómo mi vista se desviaba de las hembras y se fijaba en su entrepierna, en el bulto de su pantalón. Entendió. Su mirada fija, casi hipnótica, no era para ellas. Era para él. Y eso le despertó un morbo increíble, uno que vi reflejado en sus ojos.
—Oh… Ya veo —dijo, y su voz era un ronroneo bajo y peligroso—. A ti lo que te gusta es lo mismo que a estas putas viciosas, ¿verdad?
Se bajó el cierre del pantalón y sacó su polla, todavía brillante y húmeda de la yegua. Me la acercó a la cara. Me mordí el labio inferior al ver ese poder, esa carne jugosa. La uretra estaba justo enfrente de mí. Casi por acto reflejo, la tomé con una mano por la base y con la otra le sujeté los testículos. Todo el falo olía a las vaginas de las hembras, un olor acre, dulce y animal. Delicioso.
—Este es el pene de papá. Muy grande, ¿no? —preguntó mi padre.
Asentí con la cabeza, sin palabras.
—Puedes tocarlo todo lo que quieras, mi niño.
Así lo hice. Exploré su pene con una reverencia casi religiosa. Su dureza, el relieve de sus venas, el peso de sus huevazos en mi palma.
—Papá… es… es increíble —susurré—. Tan fuerte, tan grueso… Los huevos… son enormes, pesados… Me gusta cómo se mueven.
Sergio se halló complacido.
—¿Te gustó ver a tu papá preñando a mis hembras? —preguntó.
—Sí… sí, papá. Eres un machote… un semental de verdad. Por favor… hazlo de nuevo.
Sergio sintió un gusto riquísimo al escuchar eso. Su pene palpitó en mi mano.
—¿Quieres verle follar otra vez, mi bebé?
—¡Sí, por favor! —dije, casi rogando, y en mi emoción agité su pene más rápido, intentando sobreexcitarlo.
Sergio se rió, una carcajada profunda y masculina.
—Así se hará —dijo. Se sacó los pantalones y yo lo ayudé, quitándole las sandalias y acariciando sus pies mientras besaba sus muslos.
—Qué rico, bebé… así… atiende a tu papi —dijo él, acariciándome el pelo.
Aprecié a mi poderoso padre, ahora completamente desnudo ante mí. Un dios pagano, un macho en toda su plenitud.
—¿A cuál de mis putas quieres que le reviente el coño ahora? —preguntó, y su pene palpitaba en mi mano.
—A la borreguita —dije, sin dudarlo—. Quiero… quiero que le des por el culo. Quiero ver cómo se lo estrenas, papi.
Sergio se sorprendió y soltó una carcajada.
—¡Mendigo mocoso! ¿Quieres empezar fuerte, eh? —dijo, y me acarició la cabeza con una de sus manotas—. Pues así será, mi bebé. Papi te va a mostrar cómo es que un macho se folla a las hembras como debe ser.
Se agachó ante la borreguita.
—Mira, mijo. Para follársela por el ano por primera vez, primero hay que preparar a la puta —dijo—. Mientras yo le preparo sus huecos, tú le preparas el pene a tu papá.
Abrió sus piernas y me invitó a acercarme. Y yo me lancé a su pene sin pensarlo dos veces, con hambre. Me metí ese tronco jugoso en la boca y lo succioné a puro instinto. Bajo sus instrucciones, lo lamí, lo acaricié, le di besos, le escupí, lo sacudí con las manos, subiendo y bajando el prepucio, sintiéndolo vibrar contra mi lengua.
Yo chupaba el pene de mi papá mientras él, a mi lado, preparaba a la borreguita. Le daba besos en la vagina, la lamía, la escupía, sobre todo en el ano rosado y limpio (más adelante descubriría que mi papá las limpiaba y alistaba para su su pene) hasta que brilló, mojado y dispuesto.
Sergio se levantó, su pene goteando con mi saliva.
—¿Listo para ver a tu papá desvirgando culos, mi vida?
—¡Sí, papi, hazlo! —dije yo, excitadisimo.
Se agachó detrás de la borreguita.
—Esto quizás te duela un poco, putita —le susurró al animal. Y sin más, le apuntó con su pene y empezó a meter el glande en el ano. La sujetó bien de las caderas y bramó como un toro mientras se iba hundiendo. —¡Mira, mijo! ¡Mira cómo le estoy abriendo el ano! ¡Qué rico se siente! ¡Aprietalos, mi vida, mis huevos, aprietalos!
Seguía hundiéndose, y aunque la borrega intentó escapar un par de veces, Sergio la sometió y la empezó a follar descontrolado, sin poder resistirlo.
—¡Sí, por el culo! ¡Toma mi verga por el culo! ¡Eres mi primer macho, puta! ¡El único que te dará verga por aquí! ¡Se la meto tan rico! ¡Mira y siéntete orgulloso, mijo! ¡Tu papá es un semental! ¡Voy a preñar a todas las hembras de esta granja!
Yo lo alentaba, agarrando con mi manita sus huevazos, sintiéndolos duros y pesados.
Sergio se la sacó del culo del todo y se la volvió a meter entera, una y otra vez, hasta dejarle el culo completamente abierto y rojo. Luego, en un cambio suculento, la hundió nuevamente en la vagina jugosa y gimió, moviéndose rápido.
—¡Así, en la concha, en el paraíso! —le dijo a su hijo—. Se la sacó de la vulva y se la volvió a clavar al culo. Del culo a la vagina y nuevamente al culo. Le dio verga por unos instantes más y se la volvió a enterrar en la vagina, y allí se quedó, follandola, ya completamente ensimismado en el placer, gimiendo—. Quiero preñarte… sí… me gusta preñar… me gusta acabar en las chuchas…
De cuclillas se follaba a la borrega, con yo acariciándole las bolotas, besándole los muslos. Sergio gimió gravemente.
—¡Ahhhh, tengo que correrme! ¡Tengo que dejar toda mi leche en esta puta! ¡Tómatela, mi amor, tómatela toda! ¡AHHHHHH!
Su cuerpo se tensó, y con un rugido sordo, empezó a eyacular dentro de la borrega, llenándola con su semen caliente. Siguió moviéndose lentamente mientras le llenaba el coño de leche, el líquido blanco salía viscoso por los costados de su vulva estirada. Unos minutos después, se la sacó. La dejó escurriendo, con la vagina mojada y el ano rojo y abierto. Sergio se incorporó. Sorprendentemente, tenía el pene durísimo y palpitante, con hilos de semen y jugos vaginales colgando de él. Puso las manos en la cadera, tomando aliento, y me miró.
—¿Te gustó cómo folló papi? —preguntó, con el pecho aún agitado.
—Papá… fue… fue lo más increíble que he visto en mi vida —dije, con la voz temblorosa de admiración—. Eres un animal, un dios… La forma en que las dominas… la fuerza que tienes… Es magnífico, papi. Nunca había imaginado que algo pudiera ser tan… tan poderoso y tan hermoso a la vez.
Sergio sonrió, orgulloso.
—Un buen macho como yo no tiene límite, mijo. Para estar saciado necesito más. Aún siento el fuego aquí adentro —dijo, tocándose el bajo vientre—. Necesito más. Y para calmarme, iré con esa puta —dijo, mirando a la yegua blanca—. ¿No te importa servirme mi niño?
—Gustosamente, papi. En lo que necesites.
Sergio se puso detrás de la yegua blanca.
—Tu turno, mi amor —le dijo. Luego me miró—. Escúpeme la pija, mijo. Lubrícala bien.
Jhonatan escupió tres veces sobre la pollota de su padre, masturbando la base. Le di un besito en el glande y le susurré:
—Hazlo ya, papi.
Sergio jadeó.
—Qué buen niño…
Lamió y escupió la vagina rosada de la yegua.
—Ufff, qué rico sabe, mijo —dijo. Se incorporó, agarró a la yegua de la cintura—. Sujétamela tú, mijo. Direcciónala a su chucha.
Cuando Jhonatan le tenía bien sujeto, Sergio empujó su cadera y el pene se metió deliciosamente en la vagina de la yegua. Ver la penetración en primer plano me maravilló. Mi padre tenía la cabeza echada hacia atrás y empezó a moverse.
—La sensación ahora es diferente, mijo… más profunda…
Se lo metía rápido, luego lento, luego se la empujaba toda, y la yegua relinchaba. Le escupió en el ano.
—¿Quieres ver cómo le entra por aquí, mijo?
—¡Sí, papi, por favor!
Sergio me acarició la cabeza y pegó mi mejilla a su grueso muslo.
—Tócame los huevos otra vez, mi vida —me pidió.
Y así lo hice. Sergio parecía estar en modo automático, su pene entraba y salía con movimientos repetidos. La verga de Sergio estaba chorreando jugos de la yegua, por los huevos, hasta sus piernas, pero él parecía no importarle. Sus embestidas fueron más rápidas, los sonidos más fuertes, como si le estuviera dando nalgadas.
Sergio sacó su pene.
—Mira, mijo —me dijo. Luego se lo dejó ir por el ano a la yegua, quien le permitió la intrusión como si nada. Allí Sergio empezó a moverse con más fuerza, se la sacaba y se la metía en la vagina, luego otra vez en el ano. Le encantaba alternar los huecos.
—Le encanta —gemía—. Le encanta que le dé por el culo a esta hembra porque siempre está limpiecita…
La yegua soltaba flujos con cada embestida. Sergio le reventaba el ano, luego la vagina, una y otra vez. Se la metía rápido por la concha hasta que empezó a gemir más fuerte.
—¡Ahí te va mi leche, mi putita! ¡Mira bien, hijito, cómo se preña a una hembra! ¡Ahora sí vienen mis crías! ¡La voy a preñar! ¡Ahora sí, mi hembra!
Sus gemidos se convirtieron en rugidos, algo bestial, hasta que gritó:
—¡AHHHH! ¡AGHRRR! ¡AHHSHS, PUTA!
Sus huevos se contrajeron y vi la leche salir de la vulva de la yegua, salpicando con cada embestida. Siguió empujando y sacando su verga hasta que los espasmos no le permitieron continuar. Se recostó sobre la espalda del animal, con la verga dentro, y cerró los ojos, parecía quedarse dormido. Yo solo lo veía y acariciaba su culo desde atrás. Sergio movía su cuerpo, suspirando.
—La yegua me está exprimiendo la verga con sus contracciones, mijo… es como si succionara tu pija con músculos que acarician cada parte…
Pasaron casi 15 minutos en esa posición, con yo acariciándole las piernas, el culo y las bolas. Hasta que el pene de Sergio, flácido ya, salió de su prisión vaginal. Su verga salió medio dura todavía, muy colorada, húmeda y brillante. La vulva de la yegua estaba chorreando semen, era muchísimo. Sergio retrocedió, acarició mi cabeza.
—Dame un descanso, mijo. Esta puta yegua me ha exprimido bien la verga. Ya no tengo leche, hijo.
Las hembras comían heno, tranquilas. El macho recuperaba fuerzas para seguir follando, porque todavía estaba caliente. Y yo, por mi parte, no podía dejar de acariciar el cuerpo desnudo de mi macho padre. Sus piernas, sus huevos, su pene, su abdomen… todo lo tenía rico.
Pero faltaba una puta. La última. Según Sergio, la más viciosa. La culona yegua negra. Y yo sabía que la noche aún no había terminado.


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