El conserje de la escuela
El conserje de la escuela tiene en la mira a un bello pequeñín. La tentación es irresistible .
Tal vez no reciba el mejor salario del mundo, ni tampoco las gracias de nadie, pero la verdad es que mi vida no es para quejarse. Soy el conserje de una escuelita de barrio. Limpio, arreglo cosas que se rompen, y cuando tengo la oportunidad, me divierto un poco.
Todo el personal me conoce, me saludan con una sonrisa cordial por la mañana. Conozco a cada niño por su nombre, por su rostro… y por sus gritos. Pero hay uno que me llama la atención, un chiquitín de 5 años, nalgón y pelirrojo, que me mira con esos ojos inocentses.
Solo a veces consigo tener la oportunidad de estar a solas con algun angelito y satisfacer mis necesidades. Es un arte saber cuáles son los que no van a contar o los que no van a ser creíbles. He aprendido a leer en sus ojos y saber cuales son los que hablan poco. Los que sé que guardarán el secreto. Con esos logro crear una excusa para acercarme. Unos lloran, se asustan, se orinan. Otros intentan correr. Pero al final, todos acaban en mis brazos, dentro de la sala de aseo, si no hay nadie vigilando por los pasillos. Ceden finalmente a mis toqueteos, a los besos y lo mejor de todo, a saborear mi verga. Y sé perfectamente cómo hacer para que no terminen diciendo algo comprometedor.
Hace un par de meses tuve la suerte de toparme con un angelito rubio, su cabecita de ojos azules y su piel clara me hicieron temblar de ganas. Era el típico niño que todos adoran, el que se pone en lo más alto del muro y brilla. Pero detrás de su sonrisa se escondía la inocencia que yo deseaba romper. Lo vi solo, jugando con un autito roto en el patio. Lo acerqué a la sala de aseo con la excusa de arreglarle el juguete, comencé a hacer lo mio. Le lamí el cuello y las orejas, sentí su piel temblorosa, sus ojos llenos de miedo. Era perfecto. Tuve la suerte de que el miedo hizo que perdiera el control de sus esfinteres, lo que siempre facilita el trabajo ya que puedo decirle después que si no cuenta mi secreto, yo no contaré que se hizo en su ropa interior.
Le pasé una toalla humeda para limpiarlo y comencé a lamerle su anito minúsculo. El silencio se rompió por su llanto ahogado que me excitó aun más. Con la puerta cerrada y la luz apagada, nadie podía interrumpir.
Después de acabar encima de su ano (prefiero no penetrarlos para evitar causar un accidente que me haga dar explicaciones) lo acaricié suavemente la espalda. «Tranquilo, mi bebé, no te preocupes. Eso fue nuestro secreto, y si lo cuentas, todos se van a reír de ti.» Sus hombros se estremecieron con cada sollozo y su respiración se entrecortaba. Le di un pañuelo para que se limpiara la cara y lo despedí con un apretón de manos.
Mi obsesión ahora era el pequeño Julián, el pelirrojo de la clase de jardín. Sus mejillas sonrosadas, sus ojos brillando con la inocencia de la vida recién estrenada, su sonrisa que iluminaba. Cada mañana, su imagen se grababa en mi mente, y por la noche, en la soledad de mi hogar me masturbaba pensando en su piel suave, en sus labios carnosos, en la dulzura que escondía debajo de esas ropas sucias por el barro del recreo. Tenía que hacerlo mío.
Aunque sabía que Julian no era el típico niño que guarda silencio, que le gustaba conversar y que se le notaba la falta de discreción, la tentación era demasiada. Decidí que valía la pena el riesgo. Lo observaba cada minuto del recreo, cada pausa, cada movimiento que hacía. Era cuestión de hallar la oportunidad perfecta.
Y la suerte me sonrió un afortunado miércoles. Estaba limpiando el baño del área de preescolares durante el horario de clases. Mientras trapeaba el suelo, no pude creer lo que vi: Julian, entrando solo por la puerta, dirigiéndose al urinario. El sonido del chorro contra el ladrillo me heló la sangre. Ni siquiera se inmutó al verme, solo me miró con sus ojos redondos y sonrió. «La maestra dijo que ya soy grande y puedo hacer solito,» me dijo con orgullo.
«¡Guau! Mira eso,» dije con una sonrisa burlona, fingiéndome impresionado por su ‘habilidad’. «¿Quieres que te ayude a lavarte las manos?» Julián dijo que sí con un entusiasmo que me llenó de excitación.
«Oh no. Parece que se acabó el jabón,» mentí, dirigiéndome a la salida del baño. «Ven, acompáñame a buscarlo.» Lo tomé de la mano y lo llevé al sótano con los materiales de aseo, como suelo hacerlo. Lo llevé al pequeño baño que está en ese lugar y lo tomé en brazos para que alcance el lavamanos. El contacto me puso caliente y mi verga se endureció. Sabia que no iba a poder aguantar más
«¿Sabes algo, Julián?», le dije con ternura, «A veces, la tierra de afuera trae cosas sucias. Y ahora que eres grande, tienes que asegurarte de que estés realmente limpito, no solo las manos. Aseguremonos que tus calzoncillos estén limpitos, por si acaso.»
Con la excusa de que su ropa podía estropearse, le quité su pantalón corto y sus calzoncillos. Si bien, no era el primer niño que inocentemente no entiende lo que significa desnudarse frente a otro adulto, Julián era el niño con menos pudor que me había tocado. «Mi cosita es muy pequeñita ¿Cierto?», me dijo, mostrándome su pene. Su ingenuidad no podía excitarme más, al saber que en cuestión de minutos la tendría en mi boca.
«Los niños pequeñitos como tú la tienen más pequeñita, le dije. Pero los adultos la tienen más grande.» Con una sonrisa pérfida, le saqué mi verga ya erecta de mi pantalón. El asombro se apoderó de su rostro al ver mi miembro. «¿Quieres ver?»
«La de mi papito también es grande,» me dijo con la sinceridad de la inocencia. Su respuesta me detuvo por un instante. Era extraño que un niño de su edad supiera de esas cosas, y aun más que lo dijera con tanta naturalidad. Sin embargo, supuse que ya había visto a su papá por accidente y aproveché que eso me haría las cosas un poco más fáciles.
«Así es, querubín,» asentí con una media sonrisa, «pero ahora es mi turno de mostrarte la de los adultos. Tócalo, es suave, no te lastimará.»
«Julián era el primer niño que se veía entusiasta y entusiasmado al ver mi verga. Me tocó como si nada y como si hubiera nacido para eso, comenzó a moverme el cuero de la verga atrás y adelante. Me excitó más que de costumbre. No podía creer ese talento natural.
«Muy buena idea, Juliancito,» le dije, fingiendo normalizar la situación. «A los adultos nos gusta mucho cuando los niños nos mueven el cuerito.»
Julián sonreía con orgullo de que lo felicitaran. Era una experiencia muy distinta a los pequeñines confundidos y aterrados a los que acostumbraba. El niño tomó mi verga con las dos manos y la acercó a su rostro, sus labios a escasos centímetros de la punta. Me inquietó por un instante, ya que no era lo habitual. Sin embargo, la oportunidad era demasiado tentador, la excitación me nublaba la mente.
Era como si fuera un niño prodigio del sexo. Lamía mi verga como una paleta de helado que se derrite en el verano. Suavemente, con la punta de la lengua, sin que la asustara la textura o el sabor. Cerré los ojos y me deleitaba en la sensación. No podía evitar pensar en lo extraño que era que un niño de su edad lo hiciera con tanta naturalidad, pero de tanto sentir que estaba en el cielo, no quise cuestionar demasiado.
«Creo que será mas divertido en el suelo, le dije » me senté para que me la pudiera chupar y estar a su altura para apretar esas nalguitas bastante más grandes que las del niño promedio. Julián parecia divertirse más que jugando a la pelota. Con mi dedo índice le acariciaba el ano y Julián llegó a gemir de placer Parecía como si mi angel de la guarda me hubiera enviado un regalo por portarme bien.
Julián, ¿Te gustaría ver como los hombres tiran lechita? Le pregunté.
Julián asintió sin siquiera parpadear, la curiosidad brillando en sus ojos. Ajusté mi postura y acerqué mi miembro a su carita, sus ojos se abrieron aun más, el cuello se estiró y su boca se abrió, listo para recibir mi semilla. «Mhh sí, mi bebito,» susurré.
Aunque lo que más quería era irme dentro de su boquita, sabía que así iba a ser mas difícil ocultar las huellas. Por lo tanto tuve que conformarme con lanzarlo encima de su rostro. Saqué mi miembro de su boca y comencé a masturbarme eufórico. »
Mira, Juliancito,» le dije, «Esto es lo que pasa si me haces cosas buenas.» Con un gemido, lancé mi semen, a la cara del niño. Él se paralizó, y por un instante creí que lo asustara. Pero su reacción me sorprendió. El niño reía a carcajadas, con un chorro de semen cayendo de su nariz y mejilla. Algo raro había, pero la imagen era demasiado excitante para detenerme. Con su dedo, empezó a recoger la leche que caía y la metió en su boca.
Con la precaución de un ladrón en una joyería, me vestí y le limpié el rostro. La idea de que pronto tendría que enfrentar a la maestra me llenaba de un nerviosismo que no sentía en mi rutina. «Julián. Estuviste mucho tiempo fuera de clases. La maestra debe estar preocupada. Ven, te ayudo a contarle una historia para que no te regañe,» le dije, intentando que mi tono sonara suave y calmado.
Lo convencí de que le hiciera creer a la maestra de que después de ir al baño, se quedó dando vueltas por el pátio. Intenté hacer el esfuerzo para que creyera que lo de la mamada no ocurrió, pero eso nunca es facil y no contaba con mucho tiempo. Lo tomé de la mano y lo llevé a la sala de clases, tratando de que la coartada funcione. Afortunadamente, Julián siguió la corriente.
Sin embargo, a la hora de salida supe lo que realmente es el pánico. Julian salió de la escuela con la sonrisa que lo hacía brillar. «Adiós señor González» me dijo. Su tono me heló la sangre. «Voy a contarle a mi papito del juego de la lechita de grande». Mi corazón se paralizó.
Mi mente se descontroló. Imágenes del rostro enojado de su padre, de las repercusiones, de la policía, del encierro. No podía dejar que se lo contara. «Julián, espérame,» grité con urgencia, corriendo detrás de él. El padre de Julián apareció justo en la entrada y el niño corrió a sus brazos.
Mi corazón latía desbocado. El pánico me hizo devolverme a la realidad. No podía permitir que la vida perfecta que me había construido se viniera abajo por un error de cálculo. «Señor, espere,» dije al papá de Julian. Sin ambargo, él no escuchó y yo me paralicé.
El resto de mi día duró una eternidad. No dormí, no comí, no hice nada más que pensar en lo que podía suceder. Cada sonido que escuchaba me hacía creer que era la policía que venía a por mi. Sin embargo, la vida continuó, el sol salió. Estaba tan desorientado que tuve la estúpida idea de ir al trabajo de todos modos.
Cuando la mañana se asomó, me escondí en el sótano, temblando, intentando que nadie me viera.
Mi mente no paraba de dar vueltas. Había cometido un error imperdonable. Debería haberme asegurado de que el niño no hablara. Ahora el miedo me consumía. Cada ruido, cada paso, me hacía creer que la policía ya me buscaba.
La puerta se abrió de repente y ví lo que menos quería ver: a Julián entrando de la mano de su papá. Su sonrisa se desvaneció al verme. «Ahí está,» dijo, apuntando en mi dirección. Su papá se acercó a mi con calma, su rostro inescrutable. Mis manos temblaron detrás de mi espalda, mis piernas sentí que se iban a romper.
«Hola señor González. Soy el padre de Julián. Quería hablar con usted a propósito de algunas cosas que me dijo ayer en la tarde sobre cosas que hicieron en este sótano,» dijo el papá, su tono sereno, al parecer, conteniendo la furia que yo hubiera anticipado.
«Pues… Verá… Julián tiene ehh… Mucha imaginación,» balbucee, intentando sonreír. El papá de Julián me miraba fijamente, sus ojos aparentando serenidad. «Sí, a veces se inventa cosas,» continué, intentando mantener la calma.
«Me dijo que usted lo trajo a este sótano y usted lo tocó y le lanzó semen en su rostro,» dijo el papá de Julian, su tono ahora serio. «¿Es cierto?»
Mi garganta se cerró. No podía creer lo que escuchaba. Comencé a sudar a chorros y no sabía qué hacer. El papá de Julian me miraba fijamente. «¿Qué… Qué dijiste, chico?» logré articular.
«Me dijo que se divirtió mucho,» continuó el papá, con una media sonrisa en sus labios. «Que le gustó lo que pasó y que quiere que se repita.»
Mi mente no podía asimilar las palabras que salían de la boca del adulto. Era imposible que estuviera hablando de lo que pensaba. «¿D… disculpe?» tartamudeé, la confusión nublaba mi mente.
«¿No te gustó?» Me miró extrañado. «Julián me dijo que lo pasó genial. Que le gustó que le mostraras tu pepita grande.» El papá del niño sonreía, y su tono era tan natural, que por un instante dudé de si realmente lo que pasó era malo.
Mi respiración se cortó. «¿Eh…?»
«¿No lo entendiste?» Dijo el papá de Julian. «Mi hijo me dijo que ayer usted le mostró cosas bonitas, cosas de adultos. Estoy agradecido por que le de la oportunidad de experimentar y crecer. Yo hago lo mismo con mis hijos. Es bueno que los niños aprendan de los mayores.»
Mi mente no daba crédito a lo que escuchaba. El papá de mi presa, no solo era consciente, sino que parecía complacido con lo que le hice. «¿Cómo…qué…?» Empecé a balbucear.
«Me dijo que tu leche era más dulce que la mía. Tengo que comer más fruta al parecer,» dijo entre risas. «También le entendí que el ano solo se lo acariciaste. No te preocupes tanto. Ya aguanta la punta del meñique. Quizás contigo pueda ser más fácil ir dilatandolo más. Mi hijo mayor tiene ya 11 años y aun no le crece mucho, asi que creo que es una buena oportunidad para que aprenda a recibir verga.»
Mis ojos se abrieron al máximo. No podía creer lo que escuchaba. El papá de Julian, un pedófilo. La tierra se abrió debajo de mis pies. «S-señor…» comencé a balbucear. «No…no entendí…¿Me dijo eso?»
«Sí,» respondió el papá, con la calma que se respiraba en el fondo del océano. «Dijo que te gustó que lo tocaras y que te gustó que te lo tocara. Dijo que fue un secreto entre ustedes. No te preocupes. El tiene claro que a la maestra no le tiene que decir nada. Ah y no te preocupes por correrte en su boca. El traga como una vaca. Revisa que no deje una gota dentro de su boca y va a estar todo bien.
Me sentí aliviado, no por mi inminente descubrimiento, si no por la revelación de que el papá era uno de los nuestros. Me acerque a el y le di la mano. «Gracias por entender. Estaba asustado. No soy malo, solo me gustan los chicos. A la mayoría no les gusta, pero su hijo pareciera que lo disfruta como si fuera un juego.»
«Sí, lo sé,» respondió el papá de Julian, dándome una palmada en mi espalda «Su trabajo debe ser de lo mejor. Si yo fuera usted, estaría como un niño en una tienda de dulces. Tantas bellezas disponibles.»
Lo miraba fijamente, intentando leer en sus ojos si era real la comprensión que decía sentir por mi «hobby». «Sí,» admití con cautela, «pero hay que controlarse para que no sospechen. A veces cuesta muchísimo.»
«Me lo imagino. Rodeado de bellezas y con el miedo a que lo descubran. No es nada fácil,» dijo el papá de Julian, asintiendo. «Pero no hay que preocuparse. Yo te tengo las espaldas. Ahora que sé que aprecias a los niños, estaremos en contacto. Tal vez quiera pasar por mi casa en la tarde. Puede probar a mi mayor también, si es que le gustan preadolescentes.»
«Eh… Gracias,» balbucee, aun sin creer la conversación que teníamos.
El papá me sonrío. «Por favor, no te preocupes. Lo que importa es que a los niños les guste. Y si a mi Julian le gustó lo que hiciste, pues ¿Donde está el problema? Bueno. Parece que ya es hora de entrar a clases. Vamos, Juliancito. La maestra te espera.»
Mi confusión se disipó lentamente, dando paso a un alivio que me inundó por completo. El papá de Julian me soltó la mano, y con un guiño me dijo: «Recuerda. Entre pedófilos nos protegemos.» La alegría me emborrachó, mi corazón se aceleró y comencé a sentirme vivo de una manera que no recordaba. El peso que me oprimía la conciencia se desvaneció.
Esa noche, me dijeron que podía ir a la casa de Julian. Estaba ansioso y nervioso. Nunca me sentí tan aceptado por un adulto. Ni siquiera mis propios padres me entendieron jamás. Llegue a la dirección que me dieron y toque el timbre. Me abrieron la puerta y ahí estuvieron los dos, Julian con su cara inocente y su hermano mayor, Jose, con la curiosidad de un cachorro.
Su papá me guió a la habitación que compartían los chicos, la iluminación era tenue, solo iluminada por la luz que se colaba por la ventana. Julian ya no traía la ropa de la escuela, sino que vestía un pijama azul con avioncitos. Se veía adorable. Me senté en la cama que compartía con su hermano y el papá se sentó en la silla que hay al pie de la cama.
El hermano mayor con destreza le quitó el pijama a Julián «¿De verdad ya puedo, papi?» Preguntó, su rostro iluminado por la emoción. El papá asintió y el chico puso a su hermanito boca abajo en la cama. La imagen de las inocentes y tierna nalga de Julian me dejó con la verga tiesa como el tronco de un roble.
Con la sencilla excusa de que quería «verlo de cerca», me acerque a la cama. La imagen era indescriptible. La carita de Julian aplastada contra la almohada, su cuello arqueado y su papá que ya se bajó el pantalón, pajearse despacio. El chico no se quejó, su hermano le metía la verga con cuidado, lo que me mostro que se había preparado para el momento.
Aprovechando la oportunidad, me acerqué a la cabecera de la cama. La imagen era la deliciosa combinación del inocente placer de un niño y la depravada complacencia de un adulto. José ya se hallaba en la posición correcta, su verga ya erecta y brillando con la saliva que le pasó por la punta, listo para penetrar a su propio hermano. Julian, por su parte, se veía ansioso y a la vez asustado. Su sonrisa ya no era de la inocente admiración que solía mostrar en la escuela, sino que ahora era la sonrisa forzada de alguien que sabía que no podía escapar.
«Deja que te lama la verga mientras su hermano se lo mete. Así se relajará más,» me dijo el papá de Julian, su sonrisa cargada de maldad. Yo asentí con la boca seca. No podía creer lo que veía. Me acerqué a Julián, quien sacó su pequeña lengua para masajearme la cabeza de mi miembro. Sus ojos me miraban con un brillo que ya no era de admiración, sino de terror.
José no duró mucho, ya que aun no aprendía a aguantar bien. Cuando lo vi sacar su pequeña verga del culito de su hermano, no pude evitar sentir un cosquilleo en el estomago. Su cara era de alivio, su respiración agitada, su rostro lleno de placer. «Ahora, papá,» dijo el niño.
Julian seguía con mi cabeza saliendo por el costado de su cama, sobre el cobertor de dinosaurios de colores. Al ver que ya se podía concentrar en mi verga y no tenía el riesgo de que me mordiera, inserté la cabeza , la cual Julián la disfrutó más que si fuera su postre favorito. Finalmente no pude mas y esta vez me fui dentro de su boca, y Julián se tragó todo con gusto. Su padre de acercó y su hijo pequeño sabiendo qué hacer, abrió la boca lo más que pudo, hasta que su papá se fue adentro también.
Julian se revolvía en la cama, y su hermano se movía encima de el, haciéndole cosquillas en la barriguita, y el chico se reía sin parar. La escena era surreal. El papá del chico, que ya se veía satisfecho, me miraba y me sonreía. «¿Quieres quedarte a dormir con Julián? José puede dormir conmigo para que tengan privacidad, si quieres.»
No dudé por un segundo en aceptar la oferta. Dejando toda su ropa en el suelo, José acompañó a su papá a la habitación principal, y yo me acomodé en la cama del niño, sintiendo el calor de su piel en ni estómago. Cansado y relajado, me quedé dormido mientras pensaba que debo der el pedófilo con más suerte en el mundo.
tl: p0588s
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