El cuñado (Parte 1)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por angelmatsson.
Cuando uno es niño tiende a confundir los sentimientos o las sensaciones.
A veces, una simple amistad puede ser vista como un amorío.
Muchas veces, es propiciada por los mismos padres que cuando comienzas a ir al jardín te hacen el típico comentario de: “¿Ya tienes novia?” o "¿Qué compañerita te gusta?", cuando aún no te sabes limpiar bien la nariz.
A veces son esos los comentarios que distorsionan las relaciones.
Les meten a los niños ideas que no van acorde a sus pensamientos infantiles, y después se quejan de que a los 14 ya exístan niñas embarazadas.
En mi caso no fue exactamente así.
Pero empezó como una idea implantada por mi cuñado.
Convirtió mi confusión a su favor y sucedieron algunas cosas.
No es un hecho aislado, de hecho es la técnica preferida para llegar a los niños.
Comienza con pequeños regalos, una amistad inocente, y terminan en situaciones de estricto secreto.
Siempre hay un detonante, una pista que da la señal de que se puede continuar.
Pero, antes de continuar, es necesario contar el inicio.
Todo empezó con flores misteriosas que llegaban a la casa.
Por cerca de dos meses llegaron, semanalmente, racimos de bellas flores para mi hermana mayor.
No se sabía quién las enviaba y mi hermana estaba desesperada de ansiedad por saber.
Ya habíamos hecho un estudio de todos los posibles pretendientes, pero ninguno daba alguna señal de que fuera así.
-A lo mejor es Mariana –dijo Bernardo, mi hermano-.
Tiene cara de que le gustan las mujeres.
-Ay, no seas tonto –le dijo mi hermana dándole una mirada molesta-.
Esto es algo serio.
-Deja las cosas así –comenzó mi mamá-.
Tarde o temprano dirá quién es.
No creo que siga con este juego para siempre.
-A mí no me gusta mucho todo este jueguito del amigo secreto –se quejó mi papá-.
Quizás sea un depravado.
-No le metas miedo –le reprendió mi mamá-.
No creo que sea así.
Sólo son regalos.
Ninguna nota ni nada.
Además, si fuese un loco, ya habría intentado algo.
Al mes siguiente, y después de muchos días de especulación, sucedió algo que al fin terminaba con el misterio.
Mi hermana llegó del trabajo con un gran ramo de flores y con las mejillas sonrojadas.
Apenas puso un pie en la casa, gritó que ya sabía quién era el sujeto que enviaba las flores.
-Era Robert –dijo cuando se sentó en el sofá.
-¿Don Robert? ¿Tu jefe? –preguntó mamá incrédula.
-Sí.
No lo puedo creer –estaba sonrojada pero contrariada-.
Jamás pensé que sería él.
-¿Qué pasó? ¿Qué te dijo? ¡Necesito que me lo cuentes todo! –gritaba mi hermano desesperado por las noticias.
-Yo estaba en mi oficina –comenzó-.
Y, de la nada, vi en la puerta este ramo de flores.
Di un salto del susto, y luego escuché una risa.
Una cabeza se asomó por el costado y vi unos ojos color miel sonriendo.
Me quedé de piedra.
-¡Qué romántico! –exclamó mi mamá.
-¡Que cursi! –exclamaron mi padre y mi hermano al unísono.
-Fue tierno –dije yo.
-Fue extraño.
Nunca dio alguna señal de que le atrajera o algo.
Pero me dijo que tenía miedo de decirlo.
Dijo que pensó que, quizás, me lo podría tomar a mal.
O que podría traerme problemas con mis compañeros de trabajo por ser él el jefe.
Además, me contó que temía que lo pudiera rechazar –explicaba con ojos ensoñadores-.
Finalmente dijo que no me presionaba a nada.
Se contentaba con confesarme lo que sentía y que ahora podía descansar tranquilo.
-¿Y qué harás? ¿Le dijiste algo? –preguntó mi hermano.
-Me quedé en silencio.
Estaba en shock –dijo mi hermana cubriéndose la cara.
-¿Y qué harás mañana? –inquirió mi papá.
-No tengo idea –susurró-.
Creo que hay que ir lento.
Es decir, él tiene claro sus sentimientos porque los sabe hace meses.
Yo me enteré hoy de todo.
No me voy a enamorar en 1 hora, cuando jamás lo vi a él de otra forma.
Es decir, es guapo, no mal entiendan, pero ni siquiera siento por él amistad o algo parecido.
No puedo corresponderle.
Además está el hecho de que es mi jefe.
No sé qué hacer.
-Conversa con él.
Y eso es exactamente lo que tienes que decirle –dijo mi mamá-.
Lo entenderá.
Y lo hizo.
Por varias semanas estuvieron saliendo juntos.
Habían días en que se veía más convencida que otros.
Pero pronto descubrió luna faceta distinta y comenzó a separar al hombre de la oficina con el hombre con quién salía.
El tiempo pasó y un día en la noche llegó un auto negro a la casa.
Era el momento de conocer al hombre detrás de todo.
Y era momento de hacer la relación oficial.
Mi hermana entró a la casa rebosante de alegría.
Desde que habían comenzado a salir, irradiaba un aire mucho más vital que antes.
Dos segundos después, hizo entrada Robert.
Era un hombre bastante alto, aproximadamente 1,85mts.
Tenía pelo castaño y piel trigueña.
Una nariz recta y estilizada, al igual que su fuerte mandíbula.
Sus labios gruesos de un ligero color rosa estaban estirados en una agradable sonrisa que hacía juego con sus simpáticos ojos color aceituna.
Llevaba un traje de color azul oscuro, con una camisa azul con rojo a cuadros y unos pantalones de color mostaza oscuro.
Era un look formal-juvenil que le sentaba bastante bien.
-Hola a todos –saludó con una encantadora sonrisa-.
Soy Robert Eyzaguirre, mucho gusto.
-El gusto es mío –dijo mi madre tendiéndole la mano.
Estaba completamente encantada con el sujeto.
-Así que tú eres el chico misterioso –comentó mi padre con voz gruesa y seria.
Lo miraba con leve indiferencia y con una ceja despectivamente levantada-.
Al fin das la cara.
-Gracias, Papá, por esa agradable bienvenida –dijo mi hermana lanzándole una mirada filosa.
Se giró para darle una forzosa sonrisa a Robert y volvió a mirar a nuestra dirección-.
Bueno, Robert, ellos son mis padres.
Él es Bernardo, mi hermano menor.
-¿Qué tal? –saludó Robert a Bernardo tendiéndole la mano.
-Todo bien –contestó Bernardo dándole la mano con la misma mirada que tenía mi padre.
Bernardo siempre fue celoso en lo que respecta a nosotros, sus hermanos.
-Y él es Diego, el menor de los tres-.
-Hola, amigo –me dijo mientras me estiraba su mano.
-Hola, mucho gusto –le dije cuando nuestras manos estuvieron en contacto.
Era una mano casi el triple de grande que la mía.
Dedos gruesos y largos, pero sorprendentemente suaves y amables.
Después de las presentaciones pasamos a la mesa.
Después del primer cuarto de hora, Robert ya se había ganado a mi padre y conversaban alegremente de política y de contingencia nacional.
Bernardo participaba bastante poco, y aún miraba de forma recelosa a Robert, pero sin ser descortés ni brusco.
Ahora que lo pienso, Bernardo siempre tuvo una sensibilidad especial para leer a las personas, pues nunca se acercó demasiado a Robert.
Pese a que había seguido el misterio de las flores con mucho fanatismo.
-Desde que la vi no pude sacármela de la cabeza –decía Robert cuando el ambiente estuvo más distendido-.
Es una mujer real… perfecta.
Es una dama, sin ser aburrida.
Es extrovertida, sin ser libertina.
Es femenina, sin caer en estereotipos.
Ya que no es una princesa que necesita ser rescatada.
Es una mujer fuerte y trabajadora.
Una chica que no busca atajos y que se confía de sus capacidades para lograr las cosas.
Todo eso no podía más que sólo hacerme sentir una enorme admiración por ella.
Y fue la razón por la que no me atrevía a acercarme a ella.
Temía que pensara que quería aprovecharme de mi cargo para intentar algo con ella.
Además de que conozco como son los de la oficina, y rápidamente comenzarían a circular rumores al respecto.
-Es entendible –asentía mi madre-.
Además de que eres un chico joven y atractivo, en un alto cargo de poder.
Los rumores lloverían.
-Claro.
Si de por sí ya circulaban desde antes –continuaba Robert-.
Todo eso me frenaba a continuar.
Así fue como decidí lo de las flores.
Necesitaba expresarme de alguna forma.
Era imperioso sacar mis sentimientos o explotaría.
Y pensé lo de las flores porque era mucho menos psicópata que escribir notas anónimas.
-Igual fue un poco raro al inicio –dijo mi papá-.
Era demasiado extraño.
-Lo siento –se sonrojó Robert-.
Y fue por eso que lo detuve.
Dilaté el asunto, pero ya no pude aguantarlo más.
Después temía que el propósito de las flores se desvaneciera si continuaba por más tiempo.
Me armé de valor y me confesé.
-¿Y cómo están las cosas ahora en la oficina? –preguntó mamá.
-Bien, en su mayoría.
Es decir, varios sabían lo de las flores y comprendieron el motivo y todo.
Me sorprendió que no se lo tomaran a mal.
Pero creo que su hija tiene demasiada buena reputación como para que pensaran mal de ella o de mí –dijo.
Mi padre infló el pecho.
-De todas formas no faltan las perras psicópatas que meten su cola donde no las llaman –dijo mi hermana.
Robert sonrió.
Mi madre con mi padre quedó levemente noqueados-.
Lo siento, pero es verdad.
Robert es el jefe y tiene mucho dinero.
Hay dos o tres chicas que intentaron acercarse a él por esos motivos y no les resultó.
Y ahora intentan esparcir el rumor de que yo estoy haciendo lo mismo.
-Debe importarte menos que nada –dijo Robert-.
Darles tribuna es lo peor que puedes hacer.
Tú eres mejor que ellas en muchos sentidos.
Tú demostraste lo que vales hace mucho y todos tus compañeros lo saben.
Así que no te sientas amenazada por palabras sin sentido de gente que no vale la pena.
Los ojos de Valentina centellaron de amor.
Me quedé detenido mirando la forma tan especial con que mi hermana lo miraba.
Robert le besó la frente y me lanzó una amistosa sonrisa acompañada de un guiño.
Finalmente la noche transcurrió hasta que Robert tuve que irse.
A partir de ahí, Robert fue visita constante en casa.
Muchas veces llegó trayendo consigo pequeños regalos y dulces para mí.
Valentina decía que le gustaba consentirme ya que él no tenía hermanos.
Yo, obviamente, no me quejaba.
Me agradaba ir al cine o al parque con ellos, sobretodo porque Robert siempre me compraba chocolates o helado.
Me sentía como un niño malcriado.
Un día coincidió que todos los de la casa tenían asuntos de los que ocuparse, y me iba a tener que quedar sólo en casa.
Amablemente, Robert se ofreció a hacerme compañía hasta que alguien llegara a la casa.
Nada más sería un par de horas.
A las 5 de la tarde, mamá y papá salieron su compromiso con amigos.
Diez minutos después salió mi hermana a juntarse con una vieja amiga del colegio.
Bernardo aún no llegaba de su trabajo de medio tiempo.
Para las 6 de la tarde ya nos encontrábamos frente al televisor viendo “Harry Potter y el prisionero de azkaban”.
Robert había comprado papas fritas y jugo, por lo que la velada era fantástica para mí.
Hacía un calor odioso, por lo que yo estaba con un short y una camiseta, y caminaba descalzo.
Me senté en el sillón y me acurruqué subiendo los pies para recostarme.
Robert se acomodó de forma que mi cabeza quedara sobre un cojín que él tenía sobre sus piernas.
Me relajé sintiendo sus manos sobre mi cabello (que para ese momento llevaba en una rizada melena), y no me di cuenta cuando caí dormido.
Lo último que vi fue cientos de dementores cruzando el lago.
No sé cuánto tiempo pasó exactamente, pero unas débiles cosquillas me hicieron volver a la realidad.
Mi mente despertó, mas no abrí los ojos inmediatamente.
Un cálido tacto acariciaba mi muslo derecho, desde la rodilla hasta la cadera.
La tela del short estaba arremangada y sentí dedos hundiéndose entre mi muslo.
De pronto mi corazón aceleró y mi cuerpo tembló.
Miles de sensaciones se me vinieron encima, pero dos chocaron de forma que me dejaron sin saber qué hacer: a) El tacto era delicioso y suave, y me entregaba escalofríos que se sentían demasiado bien.
B) La sensación de que no era algo correcto me atormentaba desde el fondo de mi mente.
Como resultado: estaba yo, con ojos cerrados, sin mover ningún músculo, y a punto de morir ahogado pues no me atrevía ni a respirar.
Cuando me sentí al borde del desmayo respiré profundamente en lo que quise hacer parecer como un somnoliento suspiro.
Su mano se apartó de mi cuerpo como si éste quemara, y se colocó en una tensa posición indiferente.
Me revolví como si estuviese recién despertando y me incorporé.
En la televisión ya estaban pasando otra película, por lo que deducía que había dormido cerca de 30 minutos.
Me levanté sintiendo mis mejillas arder y me fui al baño.
A lo lejos vi que acomodaba de forma extraña algo bajo el cojín que estaba sobre sus piernas.
En el baño me mojé el rostro y me dispuse a pensar en lo sucedido.
En mi inmadurez no llegué a ninguna conclusión inteligente.
Opté por las fácil, la más tangible, que era estar en silencio.
Admitía que se sintió extraño pero a la vez rico.
No sabía que una caricia se podía sentir tan bien.
Y estaba dispuesto a querer sentir más.
Lo que quedó de tarde, él se mantuvo alejado de mí con la sensación de incomodidad.
Creo que tenía miedo de que yo me hubiese de dado cuenta de algo y me hubiese espantado.
Cuando llegó mi hermana yo me fui a jugar a mi habitación y, cuando volví, Robert ya se había marchado.
Sus siguientes visitas fueron sin ningún problema.
Seguía trayéndome golosinas y teniendo un buen trato conmigo, tandeando el terreno para saber si era prudente volver a intentar algo.
Siempre, bajo alguna breve distracción de mis padres o hermanos, depositaba una caricia traviesa en alguna parte de mí cuerpo.
Su sitio preferido (y el mío igual) era en la parte lateral de mis muslos, a la altura de los bolsillos.
De alguna manera, cada vez que rozaba ese perímetro, sentía una corriente desplazarse a través de todo mi cuerpo.
Con el transcurso de las semanas, y, al darse cuenta de que yo no oponía ningún tipo de objeción o resistencia, las caricias dejaron de ser un roce accidental, sino que comenzó a dar agarrones un poco más intensos que terminaban con una sonrisa traviesa como si sólo se tratara de una pequeña broma.
A veces nos topábamos en algún pasillo, y cuando me disponía a pasar, me daba un coqueto pellizco en mi trasero, a lo que yo respondía con una inocente mirada divertida y una pequeña risita.
Llegó un momento en que ya no disimulábamos entre nosotros.
Ya teníamos claro que nuestro secreto era agradable para los dos y no valía la pena hacer como que sólo eran bromas.
Obviamente yo no dimensionaba hasta qué punto iba a avanzar.
Para mí sólo eran toqueteos que disfrutaba.
A medida que los iba sintiendo más intensos, más se iba apagando la vocecita en mi cabeza que me decía que todo lo que pasaba no era muy correcto, hasta que llegamos al punto de no retorno.
Un punto en que comencé a sentir cosas por él que iban más allá de lo físico.
Cosas confusas para alguien de esa edad.
Y comenzaba creer que él sentía lo mismo por mí ya que siempre me trataba bien y me llevaba regalos.
Ese verano nos fuimos en familia a una conocida playa.
Robert nos había invitado ya que él tenía una casa en ese lugar, y partimos en un viaje que marcaría mi infancia.
La casa era de dos niveles, con 3 habitaciones disponibles para nosotros.
Nos ordenaríamos de dos en dos, y a mí me tocó dormir con Bernardo en una habitación que tenía dos camas, y que estaba en el piso inferior.
Mis padres dormirían en la habitación principal, en el piso superior, y que tenía un hermoso balcón que miraba hacia el océano.
Y Robert con Valentina dormirían en la habitación contigua.
Papá había insistido en que fuera así.
Y de milagro no los hizo dormir en habitaciones separadas.
-No están casados como para que duerman juntos –dijo Bernardo cuando nos encontramos en nuestra habitación.
-No le veo lo malo –dije mientras ordenaba mi ropa.
-No confío en él –dijo más para él que para mí.
Ignoró mi comentario.
-Es amistoso y simpático –contesté sintiendo la necesidad de defenderlo.
-Al igual que todos los psicópatas –comentó.
Me miró de una forma oscura.
La sangre se me heló-.
Siempre el asesino es quien de menos se sospecha.
-Hermano… -me sentí asustado con sus palabras.
Pero su expresión se relajó y me miró con ternura.
-Sólo bromeo –dijo.
Se levantó y me acarició la nuca.
Le gustaba jugar con mis rizos.
Respiré aliviado.
Luego procedió a quitarse la ropa para ir a jugar a la playa.
Me sorprendí al ver su cuerpo desnudo.
Muchas veces lo había visto antes en calzoncillos, pero nunca completamente desnudo.
Miré su pene y luego al mío.
La diferencia era evidente.
Espabilé luego de caer en cuenta que era un poco raro lo que estaba haciendo y decidí imitarlo; por lo que comencé a buscar mi short.
Fue una tarde bastante agradable, pero que terminó con mi hermana encerrada en el baño debido a que se había tomado un yogurt que estaba en mal estado.
Al otro día, decidí ir a dar un paseo por la orilla del mar, y explorar unos hermosos roqueríos que se alzaban entre la arena y el agua.
Se veían bastante difícil escalar por ahí, pero estaba seguro que la vista desde allí era magnifica.
-No –respondió mi mamá cuando le pregunté si podía ir-.
Es peligroso.
Puedes tropezarte y caer y romperte la cabeza y…
-Ya.
Detente.
Con eso es suficiente.
Entendí el punto –la interrumpí cuando comenzaba a ponerse sádica-.
Déjame ir, por favor.
Si no me pasará nada.
Tendré cuidado.
-Si quiere, yo puedo acompañar a Dieguito –se ofreció Robert-.
Conozco el lugar desde toda la vida.
-No te preocupes, cariño –dijo mi madre-.
No es necesario.
-No es ninguna molestia.
¿Cuál es la idea de venir a la playa y terminar quedándose encerrado en una casa igual? Debe estar aburrido.
-Bueno, sí, es cierto –concedió-.
Pero, en ese caso, que lo acompañe Bernardo.
-Está durmiendo una siesta –respondí-.
Anoche se quedó hasta tarde leyendo, y ahora se sentía cansado.
-¿Leyendo qué? –preguntó papá.
-No lo sé –respondí encogiéndome de hombros-.
Me dormí apenas comenzaba, y después no sentí nada hasta que desperté en la mañana.
-Se quemará los ojos –se quejó mi padre.
-Volviendo a mí –dije centrando el tema-.
¿Puedo ir?
-¿Y Valentina? –preguntó mamá.
-Está en el balcón reposando.
Le llevé un té.
Aún le duele el estómago.
-¿De verdad no te molesta ir? –le preguntó mi madre-.
Es un poco inquieto.
-Estaremos bien –dijo sonriendo de esa forma encantadora.
Mamá observó embelesada, y terminó aceptando.
Robert subió a su habitación, y cuando volvió, traía consigo unas gafas oscuras.
El camino a la playa fue levemente incómodo.
Sentía mis mejillas sonrojadas, y de reojo notaba una traviesa sonrisa en el rostro de Robert.
El lugar de destino se encontraba completamente vacío.
Como ese lugar de la playa en donde nos quedábamos era residencial, no había demasiada llegada de gente.
Punto a nuestro favor porque podría así era más tranquilo y con menos disturbios.
Al llegar a las rocas comprendí que no sería un camino fácil.
La parte inferior estaba llena de conchas y algas, y diversas cosas marinas de las que no me sé el nombre.
La piedra estaba tallada por el golpe de las olas y le daba un aspecto quebradizo, filoso y resbaladizo.
Habían ciertos puntos en que quedaba brevemente estancado debido a que mis piernas no eran muy largas.
Pero Robert, que iba detrás de mí procurando que no me cayera, amablemente colocaba su palma en mi culo empujando para darme el impulso que me ayudara a continuar.
Debo confesar que varias veces fingí que necesitaba ayuda para seguir.
No sé si él lo sospechó, pero jamás protestó.
Cuando llegamos a la cima, el aire marino acarició mi cuerpo de manera deliciosa.
A 5 kilómetros, aproximadamente, se veía lo que era el centro de la ciudad costera.
Hermosos edificios blancos se alzaban entre la arena y el cerro.
Numerosas cabañas y casas salpicaban las colinas aledañas.
La parte de la playa que estaba cercana al centro estaba atestada de gente.
La cual disminuía a medida que nos acercábamos hasta donde estábamos nosotros.
Me senté y dejé mis piernas colgando de la orilla.
Calculo que estábamos a unos 5 metros del agua.
-Ten cuidado, chico –me dijo-.
No quiero llegar con un cadáver.
Me matarían.
Se sentó junto a mí.
Muy cerca.
Lo miré hacia arriba y me encantó ver su piel tocada por el sol y por el viento.
Era, incluso, un poco mágico.
Su brazo rodeó mi cintura y me atrajo junto a él.
Apegó su nariz a mi cabello e inhaló.
Cuando me soltó, miré a todas partes con miedo de alguien nos hubiera visto.
-Tranquilo –sonrió-.
Desde aquí nadie nos ve, aunque nosotros sí podemos verlos a ellos.
Al parecer era cierto.
La inclinación y la altura, hacía que mientras no estuviésemos de pie o muy cerca de la otra orilla, fuera difícil vernos.
Mi corazón latió con rapidez.
Decidí recostarme y mirar las pocas nubes que por ahí paseaban.
Robert me imitó y se recostó de lado para observarme.
Me acarició la mejilla y me sonrió.
Me miraba de tal forma que no me era posible reconocer.
No sabía si era ternura, alegría o… algo más oscuro.
Su mano bajó por mi cuello y se posó en mi vientre.
Comencé a sentir esa corriente eléctrica palpitando por debajo de mi piel.
Su mano volvió a subir y esta vez se entretuvo en mis rojos y llenos labios.
Acercó su rostro al mío y me susurró:
-Gírate –mis ojos se cerraron de forma automática cuando su aliento hizo contacto en mi oreja.
Me giré y quedé dándole la espalda.
Empujó mi cadera de manera que mi culito quedara apuntando al cielo.
Su mano cubrió mi nalga y apretó por sobre la tela del short.
De pronto la sentí escarbar entre el elástico con la intención de entrar.
Me removí dubitativo.
-Necesito que te relajes –dijo en mi nuca-.
Es muy importante que te quedes quieto y relajado.
-¿Qué vas a hacer? –pregunté inocente.
-Sólo confía en mí-.
-Pero…-.
-Diego –susurró en mi nuca de esa forma sexy-autoritaria-suplicante-masculina-, hazme caso.
¿Confías en mí? Sabes que yo te quiero mucho y jamás te haría algo malo, ¿verdad?
-Sí –mi corazón palpitó de forma irregular cuando dijo que me quería.
Sentí que mi pecho se inflaba y mis mejillas se coloreaban.
-Entonces quédate tranquilo –su mano se metió dentro de mis calzoncillos y tocó mi piel desnuda con firmeza-.
Te prometo que te gustará.
No me atreví a contradecirle.
Confiaba ciegamente en él, y sabía que no me haría nada malo.
Además de que me derretí al sentir sus fuertes dedos hurgando en esa parte de mi cuerpo.
Se sentía mejor de lo que se sentía cuando me tocaba por sobre la ropa.
Cerré los ojos y me dejé hacer.
Sólo me concentré en disfrutar y dejar todo en sus manos.
Su brazo me rodeó la cadera y se posó en el botón de mi short.
Sentí calor en esa zona tan próxima a mi verga.
Me desabrochó el short y tiró de él hasta dejarlo a la altura de mi muslo.
Acarició amablemente mis testículos y pene, para luego volver a atrás.
Gemí.
Se incorporó para estar más cerca de mi culo.
Escuché que maldijo en silencio, para luego relamerse los labios.
Sus manos jugaban con mis nalgas, abriendo y cerrándolas, dejándome sentir el fresco aire marino en tan cálido y recóndito lugar.
No había suavidad en sus movimientos.
Sino más bien ansiedad.
Casi podía sentir que se estaba conteniendo por hacer algo más arriesgado.
Podía notar como luchaba con esas ganas, y se traducía en la fuerza y la violencia con la que manipulaba mi culo.
Pero me gustaba.
Me hacía gemir, y mi cuerpo entero temblaba de gusto.
Besó cada nalga y lamió todo el surco desde mi coxis hasta mis pequeños testículos.
Mi boca se abrió casi dejando escapar baba.
Simplemente fue alucinante.
Luego sacó algo del bolsillo.
Eran dos extraños elementos.
Uno parecía ser un envase de algún tipo de crema.
El otro era una especie de elemento cónico de color oscuro y brillante.
Empezaba en punta, y a medida que bajaba se iba haciendo más grueso, terminando en un pequeño surco cilíndrico que daba a una base plana.
Parecía ser un árbol de pascua, sólo que liso y de goma.
-¿Qué es todo eso? –pregunté.
-Digamos que los lentes de sol no eran mi prioridad cuando fui a la habitación –sonrió de forma traviesa-.
Esto ayudará a que lo que tengo planeado no te dañe tanto.
-¿Tanto? –tragué con miedo.
-Relájate.
He hecho esto muchas veces –dijo mientras abría el envase y extraía un líquido viscoso y transparente-.
No te mentiré: va a doler.
Pero te prometo que te encantará.
-¿Ah sí? –pregunté cada vez menos seguro.
Se acercó y me dio un beso.
Mi primer beso.
No supe qué hacer.
Simplemente abrí ligeramente mi boca y lo dejé entrar.
Su lengua tenía sabor a enjuague bucal de menta.
Sentí mis pulmones vaciarse y mis ojos giraron desorbitados.
Eso fue más intenso de lo que había imaginado.
-¿Te gustó? –preguntó cuándo se alejó.
Yo todavía estaba mareado.
-Sí –respondí respirando de forma agitada.
-Lo que haré contigo, hará que sientas algo cien beses más rico –dijo-.
Un poco de dolor no es nada comparado con todo lo que sentirás después.
A modo de respuesta, volví a mi posición sin decir nada.
Abrió mis nalgas y dejó caer un chorro de ese viscoso líquido.
Mordí mis labios cuando hizo contacto con mi piel.
Tuve que reprimir otro gemido en el momento que su dedo comenzó a trazar círculos en mi ano.
Cuando su dedo hizo presión, contraje mi esfínter a modo reflejo.
Robert me susurró que todo estaba bien y volví a relajarme.
Una sensación de incomodidad me inundó cuando comenzó a entrar.
Mis piernas revolotearon inquietas.
Ardía, pero se sentía genial.
Metió hasta la mitad del dedo y salió.
Dejó caer otro chorro de ese líquido y volvió a la carga.
Para ese momento yo, literalmente, babeaba del gusto.
Su dedo escarbaba en mi culo de forma muy lenta, haciéndome retorcer de gusto.
El dolor estaba acompañado de ardor, pero no era muy agudo como para que quisiera quejarme.
Obviamente, eso sólo era la punta del iceberg.
Sacó su dedo y estuve a punto de protestar.
Pero luego fue reemplazado por otra cosa.
Se sentía un poco más suave y más fría.
Me asusté cuando comprobé que era ese artefacto de color negro.
La parte más ancha tenía el grosor de 3 dedos, y en total tenía el largo de unos 10 centímetros.
-No te asustes –dijo cuando vio mi cara-.
Esto ayudará a abrirte sin causar daño.
Es un dilatador.
Esta parte angosta y este tope harán que, una vez esté todo dentro de tu culo, no se salga.
De aquí al final de la tarde, estarás listo para el segundo paso.
-¿Qué segundo paso? –pregunté demasiado confundido.
-Ya lo sabrás –sonrió-.
Lo importante es que no te lo saques.
Sólo déjalo ahí.
Te va a molestar, pero todo es por tu bien.
Dijo esto último con mirada seria y tuve que creerle.
-Cuando te diga –comenzó- quiero que respires profundamente.
¿Ok?
-Ok –respondí.
Comenzó a introducir el dilatador y esperé sus órdenes.
Los primeros centímetros fueron fáciles, pues su dedo con lubricante había preparado el camino, pero los que vinieron después fueron eternos.
Cuando iba en la mitad sentí un agudo dolor en mi esfínter anal.
Era un aviso de que se estaba estirando más de lo que nunca había hecho.
Cuando retiraba el dilatador para rosear más lubricante, sentía un enorme alivio una pizca de placer.
Noté que le gustaba ver mi ano boquear después de eso.
Y más de una vez decidió introducir mi lengua, lo que me hacía recordar el porqué estaba aguantando todo.
La recompensa sería deliciosa, o eso intentaba pensar.
Llego un momento en que el dilatador no quería avanzar más.
Mi ano apretaba de tal manera que hacía imposible seguir abriéndolo.
-Oh, cielos.
Estás tan estrecho –decía.
No sonaba a una réplica, más bien lo disfrutaba-.
Toma aire lentamente.
Comencé a inspirar, y de un segundo a otro, sentí un brusco movimiento.
El aire se cortó y fue reemplazado por un “Argh” que salió desde mi estómago.
Mi visión se nubló y sentí enormes ganas de llorar.
Todo el dilatador estaba dentro.
Mi ano se cerró con fuerza alrededor de la última parte, que no tenía un grosor mayor al de un dedo meñique, y la base quedó afuera asegurándose que de ahí no se moviera.
De pronto sus brazos me rodearon y me besó.
Lágrimas caían de mis ojos, pero sus labios ahogaron mi llanto.
-Perdón –dijo-.
Era la única manera.
Te prometo que valdrá la pena.
De pronto escuchamos pasos rasguñando las piedras.
Alguien estaba escalando.
Subí mi pantalón con la adrenalina a tope, ignorando el dolor de mi culo que se sentía repleto por dentro.
Me sentó donde antes había estado y tuve que tragarme el gemido de dolor que eso produjo.
Robert guardó el lubricante y se sentó en el lado opuesto, mucho más alejado de mí.
-… entonces las sirenas atraían con sus cantos a los pescadores.
–comenzó a decir Robert, como si hubiésemos conversado todo el rato de eso.
-¡Oh! Estaban ustedes aquí –dijo Bernardo interrumpiendo el relato de Robert.
-Bernardo, al fin despertaste –sonrió Robert.
Sus mejillas estaban levemente coloreadas por la excitación.
Mi hermano caminó y se sentó al lado mío, quedando justo en medio de Robert y yo.
-¿Te pasa algo? –me preguntó-.
Tienes los ojos rojos.
-El aire salado me hace picar los ojos –dije mientras me los sobaba.
Esperaba sonar convincente.
-Pensé que yo era el único que sufría por eso –contestó mientras se llevaba los dedos a sus encantadores ojos ambarinos.
Nos quedamos unos cuantos minutos más disfrutando de la tranquilidad y el paisaje, hasta que decidimos volver.
Sentí una incomodidad tremenda en mi culo, pero tenía que fingir que todo estaba bien para no despertar la sospecha de mi hermano.
Robert me miraba de reojo, con una traviesa sonrisa oculta en la comisura de sus labios.
Bernardo insistía en jugar conmigo, y pese a mis negativas, terminó por convencerme de jugar voleibol en la arena.
Fue una tortura de inicio a fin.
Ya había pasado gran parte del día con el dilatador dentro, cuando Robert me llamó al segundo piso de la casa.
Rápidamente y sin mucha explicación, me contó extractos de lo que tenía planeado para esta noche.
-Hoy saldremos al pueblo –comenzó-.
Planeo terminar esta noche lo que empezó en la mañana.
Y, como es difícil debido a toda la gente que hay, necesito que te hagas el enfermo.
-¿Cómo? ¿Cuándo? –pregunté.
Tenía la sensación de que algo iba a salir mal.
-Una vez que estemos en el pueblo, yo te daré la señal.
Dirás que te duele mucho la cabeza y van a creer que te dio insolación –dijo-.
Yo me ofreceré a traerte de vuelta y convencerles de dejarte dormir, y después volver con ellos.
Tendré que inventar que me quedé sin gasolina o algo parecido para justificar la tardanza, pero es lo de menos.
Lo importante es que tienes que sonar convincente.
No alcancé a replicar nada porque el ruido de la escalera nos advirtió de que la conversación ya no sería privada.
A las 9 de la noche nos disponíamos a salir.
Robert se fue manejando, mi hermana de copiloto, y nosotros en los asientos traseros.
Por el espejo retrovisor distinguí la mirada cómplice y ansiosa de Robert.
No entendí por qué hasta que comencé a avanzar sobre el pavimento irregular.
El dolor en el culo llevó a reprimir con toda la fuerza interior el grito que pulsó por salir.
Al yo estar sentado sobre la piernas de Bernardo, sumado al avanzar brusco del auto sobre los baches del camino playero, causaba que el dolor fuera repetitivo.
Por suerte, al llevar bastante tiempo con el dilatador dentro, el dolor no fue demasiado agudo, pero sí muy incómodo.
Debido a la cantidad de gente que comenzaba estaba llegando el tráfico estaba bastante complicado, pero al cabo de unos 15 minutos conseguimos llegar a nuestro destino.
La vida nocturna era muy atractiva y un montón de gente recorría las calles.
En la plaza había un espectáculo musical; en la otra esquina había una enorme feria artesanal, un par de cuadras más allá habían shows callejeros que se notaban muy divertidos.
Uno a uno lo fuimos recorriendo.
-Podríamos ir a comer algo rico ¿les parece? –preguntó mi papá.
Robert me miró de forma intensa y lo entendí como la señal para comenzar con mi actuación.
-Me parece una buena idea –dijo Robert con naturalidad.
-A mí me duele mucho la cabeza –me quejé.
-Podríamos ir a comer pizza –apuntó mi hermana ignorándome por completo.
-Creo… creo que me quiero ir –insistí.
-O sushi –dijo mi mamá.
-Sushi no, mi estómago no está muy bien aún –contestó mi hermana.
-La pizza no es muy liviana –señaló mi papá.
-Pero no importa –se encogió de hombros Valentina.
-¿Y Bernardo? –preguntó mamá.
-Se quedó comprando en la feria –respondió papá.
-Creo que Diego no se siente muy bien –interrumpió Robert con impaciencia.
-¿Qué sucede, amor? –preguntó mi madre mientras me miraba con preocupación.
-Me duele la cabeza.
Me siento un poco mareado-.
-¿Te sientes muy mal? .
preguntó mi padre.
-Sí-.
-Seguro está insolado.
Estuvo jugando mucho tiempo bajo el sol.
Necesita un poco de descanso y beber agua.
-Bueno, creo que tendremos que irnos –dijo mamá.
-No es necesario –atajó Robert-.
Puedo llevarlo a la casa y después volver.
-No creo que sea buena idea –comentó mamá con preocupación.
-Estará bien, la casa es segura –dijo Robert-.
Además no es grave lo que tiene.
Sólo debe dormir.
-Sí, mamá –intervine-.
No quiero arruinarles la noche.
-Pero podemos volver mañana –dijo mi papá.
Me tensé, esto no estaba en los planes.
-Es que yo tenía planeado hacer una parrillada mañana como noche de despedida –argumentó Robert rápidamente-.
Porque al otro día saldremos en la tarde, después de almorzar.
-Mm –pensó mamá-.
¿Estás seguro que no te molestas?
-Por supuesto que no –aseguró Robert-.
Mientras tanto, sigan recorriendo el pueblo.
Cuando venga de vuelta los llamaré para que vayan al restorán y me esperen ahí ¿Está bien?
-Bueno –dijo papá-.
Fíjate que quede todo bien seguro.
Y, Diego, si sientes el menor ruido nos llamas.
-Está bien –respondí sintiendo la adrenalina recorrer mi cuerpo.
Estaba pasando.
Robert me rodeó el cuello con su brazo y nos dirigimos a su auto.
Durante el camino tomó otra ruta.
Era una calle más pequeña y sin tránsito.
En menos de 10 minutos ya habíamos llegado a la casa.
Durante todo el viaje estuvo ansioso y con ojos brillosos de emoción.
Sus manos acariciaban mis muslos deseosos de ir más allá.
Apenas entramos a la casa su boca capturó mis labios.
El beso me hizo elevar y quedar en puntitas.
No quería despegarme de su lengua ni de su sabor.
Quería más.
Pero él tenía planes para nosotros.
Me llevó hasta el baño casi arrastrándome.
Bajo mi inocente mirada quitó mi short y mis calzoncillos.
Se saboreó al verme desnudo.
Me tomó de la cintura, y colocando su mano en mi espalda, me hizo reclinar.
Separó mis piernas y dejó mi culo al descubierto.
Besó mis nalgas y me dio unos cuantos golpes amistosos.
Sentí que tomó el aparato de mi culo y me estremecí.
-Relájate, bebé –dijo con voz profunda y varonil.
De pronto comenzó a tirar de ella.
-Ah… -gemí-.
Me duele.
-Estás muy estrecho, bebé, es normal –explicó-.
Pero aguanta, yo sé que puedes.
Mi ano se abrió y el dilatador comenzó a salir.
Me quejé en silencio, pero a medida que iba saliendo, fui sintiendo mi ano más vacío.
Cuando todo el dilatador salió, mi ano boqueó con desesperación, como si fuese un pez fuera del agua.
Sentí mucha satisfacción al notar mi recto relajado aunque abierto.
Fue extraño ser consiente de esa parte de mi cuerpo, jamás había notado lo estrecho que era hasta que sentí ese aparato dentro de mí.
Pero también sentí añoranza, pues, de cierta forma, era rico sentir ese canal lleno.
Mis pensamientos se borraron cuando su lengua entró en ese lugar.
Mis piernas fallaron y perdí el equilibrio.
Mis brazos se convirtieron en gelatina y un rayo cruzó mi cuerpo.
Gemí.
Gemí, y lo volví a hacer otra vez.
Su lengua era maravillosa, su boca era impresionante.
No quedó ningún centímetro de mi culo que no fue repasado por él.
Cuando se alejó, instintivamente, le pedí que continuara.
No pude creer que esas palabras habían salido de mí.
No fui capaz de reconocer mi voz lujuriosa.
Pero quería.
No.
Necesitaba, más.
Mi agujero boqueaba con desesperación, y sentía una necesidad de pujar, acompañado de un movimiento rotatorio de cadera que no correspondía a un niño de esa edad.
-¿Lo disfrutas? –sonrió-.
Tu cuerpo habla, Dieguito.
Déjate llevar.
Ponte en mis manos y disfrutarás.
-Sí, eso quiero –dije retorciéndome mientras dos de sus dedos exploraban mi ano.
-Pero no el dirás a nadie ¿verdad? –preguntó-.
No quieres que nadie se entere o no podremos volver a repetirlo.
No volverás a sentir algo así.
Y no quieres eso ¿No es así?
-No diré nada –logré decir.
-Oh, bebé.
Tu culito está caliente.
Mmm, que húmedo y apretado estás –decía.
Su tono de voz me tenía embobado.
Era como una tibia caricia en todo mi cuerpo, haciéndome estremecer-.
Está tan colorado por haber llevado todo el día esa cosa.
Pero se te ve tan rico, mi amor.
Yo ya no hablaba, y no quería hacerlo.
No quería pensar.
No podía pensar.
Mi mente estaba ocupada sintiendo ¡Y por Dios que sentía! Al cabo de un rato decidió prepararme para lo que venía.
Me limpió y me llevó hasta mi cama.
Miré la hora en el reloj que estaba sobre mi mesa de noche, y me sorprendí de que recién habían pasado 5 minutos.
Esto estaba sucediendo más rápido de lo que yo era capaz de procesar.
Me lanzó a la cama boca arriba y comenzó a besar mi cuerpo.
Me sentí muy pequeño cuando lo vi sobre mí besando mi cuello y mi pello.
Cuando llegó a mi pene me sentí desmayar en el momento que lo vi desaparecer dentro su boca.
Era tan caída y húmeda que me hizo retorcer los dedos de los pies.
De pronto se alejó de mí y abrió su pantalón.
Dejó salir una gorda verga y unos potentes testículos que me hicieron quedar en shock.
-¿Nunca habías visto una así? –preguntó.
-No –dije, aunque mi voz no salió.
-¿La encuentras grande? –preguntó con morbo.
Asentí con la cabeza-.
¿Te gusta? –volví a asentir-.
¡Ése es mi chico!
Tomó mi cabeza y la acercó a su pene.
Era de un precioso color trigueño oscuro.
Mi mano no conseguía rodearla por completo.
3 venas sobresaltaban en su superficie turgente y suave.
Su glande estaba de un color rosa intenso, y cubierto de una película de un líquido viscoso.
Tenía su prepucio retraído, presentándome todo su grueso glande, y acercándolo cada vez más a mis labios.
-Abre tu boquita, bebé –dijo con voz melosa-.
Aquí viene lo que tanto esperaste.
Mi boca se abrió en una inmensa “O” y fue deslizando su miembro.
Por sorpresa, el viscoso líquido no me desagradó.
Era un suave sabor salado que no me causó mayor problema.
Succioné por instinto.
Él gimió con orgullo y me palmeó la nuca.
Supe que debía volver a repetirlo.
Su mano tomó la mía y la guio hasta sus colgantes testículos.
Eran perfectamente redondeados y llenos de pelos rizados y castaños, al igual que los que decoraban la base de su verga.
Sólo conseguí introducir su glande y un par de centímetros más, aún quedaba más de la mitad pero mi boca no era capaz con tanto.
De todas formas, Robert parecía disfrutar a un nivel sorprendente lo que le hacían, aunque fuera primerizo haciéndolo.
Noté que le gustaba que lo viera a los ojos mientras su gordo glande entraba y salía de mi boca.
Le gustaba verme mientras él tomaba su pene del tronco y acariciaba mis labios con el.
Le ponía a tope ver como mis ojos se humedecían cuando su miembro se adentraba más de lo que era capaz de tolerar.
Le mataba que mi lengua acariciara con firmeza el borde de su glande.
Lo notaba en su voz, en la manera en que agarraba mi cabello, en la forma que respiraba y gruñía.
El celular sonó.
Me aparté de su verga como si su herramienta quemara.
Pero él me tomó del pelo y me la encajó nuevamente.
Respondió la llamada.
-¿Sí? –preguntó mientras yo me devoraba su pene.
Logré apreciar que necesitó mucho autocontrol para que su tono de voz no lo delatara-.
Voy en camino… Sí, es que mi rueda está desinflada.
-¿Es papá? –pregunté liberándome de su agrarre.
-Sí.
Tú sigue chupando –me susurró.
Luego continuó-: Seguramente algún chiquillo pensó que sería gracioso… Creo que tardaré un poco más…-me miró y se mordió los labios de forma extremadamente lujuriosa- Él está bien.
Quedó acostado… Estaré ahí lo antes posible… Ok, genial.
El casino es hermoso… Está bien, adiós.
Cuando colgó la llamada, me alejó de su pene y me levantó en sus brazos.
Me besó con ansiedad y me tiró a la cama.
Se veía contento.
Como si una travesura le hubiese salido a la perfección.
La travesura era ahora.
La travesura tenía nombre y apellido.
La travesura era yo.
Quedé sobre la cama como un muñeco esperando a ser usado.
Sin quitarse el pantalón avanzó hacia mí.
Me besó, y mientras lo hacía, tomó mis piernas y las levantó de forma que mis rodillas tocaran mis costillas a la altura de mi pecho.
Sentí aire fresco en mi ano y me estremecí.
Todavía apreciaba mi recto abierto, pero sentía la extraña añoranza de querer volver a sentirlo repleto.
Y así sería.
Haciendo un poco más de fuerza, levantó mi cadera y dobló más mi columna, dejando mi culo case frente a sus ojos.
Lo miró cómo si se hubiese encontrado un millón de dólares entre la arena.
Me sentí deseado.
Me sentí bien.
Era absurdo, lo sé ahora.
Pero, en ese momento, fue casi como sentirme amado.
Lo cual era estúpido teniendo en cuenta que era el menor de la familia y, por consiguiente, el que recibía casi toda la atención.
Algún psicólogo que me lo explique.
De alguna forma sentía que sus manos eran expertas manipulando cuerpos pequeños, como el mío.
Me movía con tal destreza y delicadeza, que era imposible que esa haya sido su primera vez.
Dejé de pensar (otra vez) cuando su cara se hundió en mi culo.
Era una mezcla entre cosquillas por su incipiente barba, y placer por su juguetona lengua.
Ambas eran la combinación perfecta para dejarme sin aire.
Sus dedos entraban sin ningún problema robándome un gemido tras otro.
A veces notaba su lengua entrar a lugares tan recónditos que la sentía como si midiera metros de largo.
Cuando tres de sus dedos entraron volví a sentirme lleno otra vez.
El dolor existía, tanto por lo abierto que estaba mi culo, como por la sensibilidad que me había quedado después de llevar todo el día el dilatador puesto.
Extrañamente no quería que se detuviera.
O el dolor no era lo suficientemente intenso, o la lluvia de sensaciones deliciosas era más atrapante.
Su boca se paseaba desde el inicio de la división entre mis nalgas hasta mi ombligo.
Y no quería que se detuviera.
Era alucinante todo lo bien que se sentía.
Constantemente tenía la sensación de querer orinar, pero con un cosquilleo más intenso y rico.
Al cabo de un minuto decidió tomar distancia y bajar mis piernas.
Me giró cual muñeco de trapo y me situó de forma que le fuera cómodo hacer lo que venía.
Mi pecho tocó la cama y mi culo quedó empinado con las piernas separadas.
Me entregó la almohada con el consejo de que la mordiera si sentía mucho dolor.
Supe al instante que esa no era una buena señal como para iniciar algo, pero también sabía que por nada del mundo iba desistir.
Acarició mi cuerpo completo con su mano derecha, y me dio una sonora nalgada que quemó por varios segundos contra mi tersa piel.
-Aquí vamos, bebé –dijo.
Lo siguiente que sentí fue su glande chocando en mi ano; su glande atravesando mi ano; su glande dentro de mi ano.
Gemí.
Por breves segundos el tiempo se detuvo.
Robert no continuó avanzando y el sonido se apagó.
Sólo podía oír mi corazón palpitar de forma descontrolada.
El dolor había cruzado mi columna.
Mi ano se había cerrado como acto reflejo y había causado que Robert tuviera que morderse los labios a la vez que sus ojos blanqueaban.
Respiré profundo, y mientras lo hacía, su pene se enterró más.
Otra vez se detuvo, y se repitió lo anterior mencionado.
Tomé aire otra vez, y sentí sus vellos púbicos contra mi carne.
Mordí la almohada y apreté mis ojos.
-¡Oh, Dios, que delicioso ojete! –gritó mientras me acertaba otra nalgada.
En su voz había júbilo.
Era una meta alcanzada.
Era celebración-.
¡Que rico me aprietas, bebé! Creo que no podré cansarme de ti, Dieguito.
El mejor orto de la tierra.
Sus sucias palabras me hicieron recobrarme del punzante dolor que invadía mi interior.
¿Por qué? No lo sé.
Pero, definitivamente, esas palabras me estimulan más de lo que soy capaz de admitir.
El punto es que en ese momento no me quejé.
Simplemente respiré profundo y dejé que su pene entrara y saliera de mi culo.
Dejé que sus dedos jugaran en mi interior.
Dejé que su lengua humedeciera mis tripas.
Dejé que hiciera lo que quisiera conmigo.
El dolor nunca se fue.
Y no me molestaba, de hecho, me agradaba esa mezcla de placer-dolor.
Solamente no era lo suficientemente intenso como para que no me impidiera disfrutar.
Porque sí, lo hacía.
Quisiera o no, su polla tocaba puntos internos que era imposible rechazar o ignorar el torrente de sensaciones que liberaban.
Era más grande que yo.
Era incontrolable.
No me sentía dueño de mi cuerpo y me encantaba.
Me sentía libre, lleno y amado.
Simplemente tenía que dejarme llevar y él hacía el resto.
Descubrí que me encantaba que sacara su verga de golpe y que dejara que mi ano boqueara desesperado.
Era hermosa la sensación, pues sentía que todo mi interior saldría junto con su verga de tan estrecho que era.
Me sentía como si me fuesen a dar vuelta al igual que a un calcetín.
Y también amaba que la introdujera de golpe.
Era alucinante que me cortara la respiración cuando todo su miembro entraba y llegaba a mi tope.
Me volví adicto a ese dolor.
Robert gruñía.
Pero, en serio, literalmente gruñía.
Varias veces tuve que mirar porque sentía que estaba teniendo sexo con alguien que, en cualquier momento, se transformaría en un hombre lobo.
No sabía si eso era normal.
Por un momento pensé que, a lo mejor, yo lo hacía terrible.
Pero dejé de pensarlo cuando un cosquilleo recorrió mi culo y mis huevitos.
Subió sintiéndose intenso por el tronco de mi pene y explotó en el glande.
Una pequeña gota de aspecto baboso se deslizó desde mi glande.
Pero la intensidad del orgasmo fue la suficiente para dejarme knock-out.
Por breves segundos olvidé cómo se respiraba.
Mi corazón saltó como si se le hubiese olvidado la forma en que la debería palpitar.
Mis ojos se nublaron y chillé como un gato al ser atropellado.
Gemí con tal satisfacción y agudeza que pareció casi femenino.
Y me asusté.
Fue tan intenso como desesperante e incontrolable.
Pero Robert continuaba embistiéndome.
Me giró para verme cara a cara.
Pellizcó mis tetillas rosadas y pequeñas.
-Te corriste sólo por tener mi polla en tu culo –dijo con satisfacción-.
Naciste para esto.
Me taladró con rabia.
Mi cabeza no funcionaba bien.
Después de ese orgasmo había entrado en cortocircuito.
De pronto sus embestidas se hicieron largas y a tope.
Llegaba a deslizarme en la cama de lo fuerte que embestía.
A continuación gruñó de forma ronca y animal, mientras apretaba mis muslos con fuerza y cerraba sus ojos.
Salió de mi cuerpo mientras aún temblaba y respiraba de forma irregular.
Una capa de sudor cubría su rostro.
Sentí un “plop” cuando su verga salió, y a continuación sentí caer un líquido caliente y viscoso por mi espalda.
Su pene colgaba morcillón, su glande estaba de un rojo intenso, y manchas de sangre y de un líquido viscoso decoraban su tronco.
Dejó mis piernas sobre la cama y se alejó al baño.
Llevé mi mano hasta mi culo y me sorprendí al sentirlo tan abierto, sensible y húmedo.
Pero me sorprendió más comprobar que había sangre.
Me asusté.
-Perdón –le dije cuando lo vi entrar.
-Tranquilo, bebé –dijo trayendo consigo un poco de papel y un frasco de crema-.
Es absolutamente normal.
Sucede la primera vez.
-Me duele –logré decir.
-Creo que fui muy rudo –me acarició la mejilla.
Las sentía arder-.
Pero te gustó, ¿verdad?
-Sí –respondí.
Aunque lo hubiese gritado, porque, después de todo, había sido una experiencia de otro planeta-.
¿Y tú?
-¿Yo? –rio.
-¿Es un “no”? –de alguna forma me sentí decepcionado.
-¿Bromeas? –preguntó-.
Fue la experiencia más deliciosa que he tenido.
Jamás alguien se había entregado así, como tú.
Eres alucinante, bebé.
Eres perfecto.
Tu culo nació para ser penetrado.
Naciste para ser usado así.
Déjame ser quién lo haga.
Te prometo que, a medida que te vaya entrenando, cada vez será menos doloroso y más placentero.
¿Me lo permites?
-Sí –me sonrió y me besó la frente.
-Limpiaré mi leche de tu culo y te pondré esta crema para que el dolor pase –informó.
Toda su expresión cambió.
Volvía a ser tierno y amable.
La sombra de la lujuria se borró de sus ojos-.
Mañana amanecerás mejor.
Me limpió con amabilidad.
Luego, embarró dos de sus dedos con esa crema, y la introdujo en mi culo.
Ardió.
Mucho.
Mis ojos se humedecieron.
Pero, al cabo de unos segundos, comencé a sentirme mejor.
Una vez que recorrió todo mi interior con sus dedos, salió y me desparramó crema por afuera.
Ordenó todo y se preparó para salir una vez que estuve ya acostado.
-¿No te vestirás? Estás sudado –pregunté.
-No.
Servirá como prueba de que estuve arreglando lo de la rueda –me guiñó el ojo-.
Tú no te preocupes.
Sólo descansa.
Buenas noches.
-Buenas noches –respondí.
-Oye, Diego –dijo antes de salir-.
Muchas gracias.
Eres un chico fantástico.
Te quiero un montón.
A pesar de estar muy cansado, sonreí con intensidad.
Cuando cerré los ojos me sentía feliz.
Pese al dolor, conseguí dormirme a los pocos segundos.
El cansancio fue extremo.
Lo siguiente que supe fue que Bernardo entraba a la habitación y acariciaba mi nuca.
Pero al segundo siguiente volví a dormirme.
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