El diario de Zac – Entrada 2: Unidos
Hay cosas que los primos no deberían hacer entre sí. Pero a veces es imposible no hacerlas. Pequeño disclaimer: Esta es una obra ficticia. Los personajes y los sucesos narrados son inventados, un ejercicio narrativo. Cualquier parecido con la realidad, es una muy desafortunada coincidencia..
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Mamá fue la primera que lo notó —Últimamente son muy unidos—, y tenía razón. Si estaba en casa, Ben estaba ahí a mi lado. Cuando hacía la tarea, Ben se sentaba ha hacer su tarea también. Si dibujaba, Ben dibujaba. Sí jugaba videojuegos, Ben quería jugar. Si veía la tele, Ben veía la tele conmigo. Imitaba mi forma de pararme y mi forma de caminar. Se robaba mis frases. Se peinaba igual que yo. Hasta trataba de usar ropa similar a la mía, sino en forma, al menos en color.
En una ocasión, surrealista, incluso quiso meterse a la tina conmigo. Desde luego que lo corrí. Pero mamá llegó dos minutos después, con Ben de la mano, y me riñó por ser tan malo. Ben me admiraba, debía sentirme alagado. Además era como mi hermanito, así que no me costaba nada hacerle un espacio.
Mamá genuinamente creía que era bueno cuidándolo. Que éramos amigos o algo así. Y estaba el hecho de que Ben por fin hablaba y comía mejor, justamente después de hacernos cercanos. Con eso en mente me dijo que esa tarde yo no podía salir. Debía quedarme a cuidar a Ben pues ella tenía que ir a hacer unas compras.
Tan pronto nos quedamos solos Ben se acercó y se me quedó mirando a espera de instrucciones. Yo crucé los brazos y le reté con la mirada. ¿A caso creía que yo era un juguete que él podía usar a placer? La respuesta llegó sola. Se acercó aún más y extendió su mano para agarrar mi entrepierna.
—Oye —, dije, dando un paso atrás—. Yo no te dije que podías tocarme, pequeño pervertido.
Ben sonrió. Esa media sonrisa nerviosa que siempre conseguía seducirme. Tal vez él lo sabía, porque a veces me veía así cuando estábamos cenando, sobre todo si iba llevarse una salchicha o una zanahoria a la boca, cualquier cosa fálica.
Me senté en el sillón para ver la tele. Cambiaba el canal en busca de algo. Estaba tan concentrado que me di cuenta cuando ya lo tenía arriba de mí. Se había sentado sobre mis piernas con su rostro frente al mío. Se recargó en mi pecho y empezó a mover las caderas, frotando sus genitales con los míos. Por un momento pensé en dejarlo continuar. Pero recapacité y lo detuve.
—¿Qué haces? Lisa puede llegar en cualquier momento.
Sí, me preocupaba Lisa. En realidad, me preocupaba que nos descubriera cualquier persona. Tan pronto se me pasó la calentura, esa primera vez, me puse a pensar. No estaba bien. Era mi primito, genéticamente más cercano a un hermano que cualquier otra cosa. Y yo era el mayor, prácticamente le doblaba la edad, yo sería a quien culparan. Y aunque no nos descubrieran, terminaríamos creciendo, juntos. ¿En qué momento se detendría? ¿Me lo reprocharía alguna vez? ¿Terminaría contándolo a su terapeuta? ¿Cómo serían las cenas familiares? Bien o mal, planeaba casarme y tener una familia. Si Ben era gay me tenía sin cuidado.
De cualquier manera, no le importó. Siguió frotándose en mí, jadeando y resoplando. Claro que no le importaba. Lo único que le interesaba era sentir placer. La vez de la tina no descanso hasta que consiguió que lo masturbara. Tan pronto estuvo satisfecho, se fue.
—En verdad quieres hacerlo.
Siguió frotándose.
—Al menos vamos a un lugar más privado.
Terminamos encerrados en mi habitación. Era imposible que Lisa se asomara por allá. En una ocasión me encontró sin pantalones, luchando con el horrible suéter que me había regalado la abuela. Con brazos y cabeza enredados, sin poder ver nada, supe que era ella cuando gritó —qué asco—. El boxer estaba desabotonado de enfrente, así que vio mi patético pene flácido. Supongo que le dio más asco que ganas de burlarse, porque jamás mencionó nada del tamaño. En fin, el caso es que evitaba mi habitación, como si se tratara de un lugar radioactivo.
Cerré la puerta, con seguro. Me quité zapatos, calcetines, pantalones y ropa interior, luego me quedé de pie con las piernas bien abiertas. Ben hizo lo mismo. A diferencia de mi pene y testículos que colgaban presos de la gravedad, Ben tenía los pequeños testículos pegados al cuerpo, dentro de su diminuto escroto. Su pene, blanco e hinchado, se levantaba apuntando a enfrente.
Comencé a masturbarme, lento y despacio. Ben intentó tocarme, pero lo aparté. Suponía que lo correcto era tener cero contacto. Una paja entre primos, entre colegas. Él a lo suyo, yo a lo mío. Eso es más normal, creo.
No sé si Ben entendió la indirecta, pero enseguida empezó a masturbarse, igual que yo.
Me puse de cuclillas, para separar los glúteos y me ocupé en acariciar mi ano. Ben me observaba asombrado, aprendiendo, incluso dejó de jalársela. Luego de un minuto de estupefacción se puso igual, en cuclillas, para acariciarse el ano.
Por la expresión de su rostro, y lo duro de su pene, supe que le gustaba. Lo disfrutaba tanto que empezó a aumentar el ritmo en que se estimulaba el pene. Tuve que detenerlo, pues aún no quería que acabara.
Intenté resistirme, en serio, pero no pude. Lo recosté en el suelo y le abrí las piernas. Como el mío, su trasero también era pequeño, además de ser muy flaco, así que su ano estaba perfectamente visible.
Había visto la posición en una porno lesbi. Lo llamaban tijeretear. Las chicas abrían las piernas y juntaban sus vaginas, de modo que los labios se unían como en un beso.
Intenté lo mismo. Me abrí de piernas y lo acerqué a mí para que se unieran nuestros anos. Tan pronto lo sintió, Ben suspiró. Yo mismo sentí un escalofrío recorriéndome todo el cuerpo.
Sin que se lo pidiera Ben empezó a presionar su ano contra el mío. Lo cerraba y abría, haciendo tambalear su pequeño pene. Ben estaba tan excitado que ya empezaban a marcarse las venas púrpuras en su pequeño pene blanco.
Con mi pene pasaba más o menos lo mismo. Yo igual cerraba y abría el ano, recibiendo el ano de Ben. Mi pene, que no podía estar más duro y sensible, se balanceaba.
Podía sentir los testículos de Ben pegados a mi pierna. Tan suaves y pequeños.
Luego de un minuto los jadeos se transformaron en gemidos. Le pedí a Ben que no hiciera tanto ruido. Él apretó los labios, pero solo consiguió que sus quejidos fueran más eróticos.
A penas toqué mi pene con la intención de masturbarme estallé en la eyaculación más abundante que había tenido nunca. El semen casi llega hasta la cama.
Ben debía estar en las mismas. Estiré la mano y atrapé su pene. En seguida se retorció y gimió. Su pequeño pene no dejaba de palpitar entre mis dedos. Tuve que soltarlo, pues no quería que orinara.
—¿Te gustó?
Dijo que sí con su voz aflautada.
Mé puse de rodillas. Le levanté las caderas y me ocupé en comerle el culo. Presionaba con mi lengua intentando dilatar su ano. Ben gemía cada que mi lengua se introducía un poco. Sabía que estaba deseoso de mí, sabía que me quería dentro.
Jugueteé con mi pene en su ano. Un poco más de presión y empezaría a entrar. Pero me detuve. No podía. No debía. Su cuerpo aún era muy pequeño. Si lo hacía, terminaría lastimándolo. Ya me había pasado antes.
Cuando tenía once, fui al campamento de verano. Estaba asustado porque era mi primer campamento y no conocía a nadie. Ya antes había dormido en casa de un amigo. Pero no es lo mismo una noche de pijamada a dos semanas completas lejos de casa.
El primer día, cuando papá, mamá y Lisa se fueron, me hice amigo de otro chico nuevo. Se llamaba Elías. Era tan rubio y blanco que parecía que lo habían lavado con cloro. Sus ojos eran azules, pero de ese azul que da miedo, de tan intenso. Además sus ojos estaban más separados de lo normal. En fin, que era feo, el pobre; tan feo como pegarle a tu madre.
El día pasó rápido. Nos acoplamos bien. Hicimos las actividades de bienvenida juntos, y jugamos juntos el resto de la tarde.
Lo interesante pasó después, a la hora de dormir. El chico más grande del grupo, tendría unos catorce, nos juntó a los nuevos y nos dijo que en la noche pasaban cosas. Que si queríamos podíamos jugar también. Sí no, que solo nos quedáramos en la cama. Pero que por nada en el mundo debíamos chivarnos con los adultos. Lo que pasaba ahí, se quedaba ahí. Lo dijo de modo amable, pero lo sentí más como lo que era, una amenaza.
Tan pronto apagaron las luces algunos chicos, en especial los grandes, empezaron a ponerse traviesos. Podía escuchar los gemidos y los rechinidos desde mi litera. La poca luz que entraba de afuera era suficiente para ver lo que pasaba. La mayoría de los que participaban se frotaban. Otros se la jalaban, solos o entre ellos.
Fui a buscar a mi amigo. Más que nada, porque estaba asustado. Lo encontré igual de impactado. Estaba arrodillado, junto a su cama, sosteniendo entre sus manos la pequeña cruz de oro que colgaba de su cuello.
—Eso es pecado —susurró.
Me hinqué a su lado, lo para orar, sino para ver, protegido por la cama, nuestro pequeño refugio improvisando.
Era la primera vez que veía otro pene parado, además del mío. Hasta entonces no sabía que se podía hacer eso, tocarlo así. Creí que había enfermado, pues de pronto estaba muy caliente.
—Esos están haciendo bebés —le dije.
Me refería a los chicos de la cama de enfrente. El más grande estaba sobre el otro frotándose. Llevaban los pantalones del pijama hasta los tobillos, así que tenía un primer plano de su trasero. Si ponía suficiente atención podía ver sus testículos sobre los testículos del chico de abajo.
—Solo se puede hacer bebés con un papá y una mamá —dijo—. Dos hombres no pueden.
Voltee a ver a mi amigo. Tenía los ojos cerrados, muy apretados; y murmuraba sus oraciones.
No sé qué me movió. Tal vez lo morboso de la situación. El caso es que estiré la mano para tocar su entrepierna. Cómo yo, él también estaba duro. No me apartó la mano. Me dejó buscar en el interior de sus pantalones hasta que di con su pene, incluso hizo la cadera a enfrente.
Volteó a verme, asustado. Yo estaba igual. Con mi otra mano me bajé el pantalón, para dejar libre mi pene; y el lo tomó. En realidad nos tocábamos con torpeza. Ninguno de los dos se había masturbado antes, así que no sabíamos muy bien qué hacer.
Me levanté, me bajé los pantalones hasta los tobillos, y me recosté en su cama. Mi pene erecto apuntaba hacia arriba. Mi amigo titubeó, pero finalmente se bajó los pantalones y se subió arriba de mí.
Yo empecé a moverme al ver que él no hacía nada. Entendió la indirecta,pues se movió también. Me veía con cara de culpa. Apretaba los labios en una perfecta línea recta. Pero no dejó de moverse. En un momento ya solo frotaba mi vientre. Tenía la cara roja, como un tomate. Frotó y resopló, hasta que llegó al orgasmo. Lo supe por la cara rara que hizo. Puso los ojos viscos y al fín abrió la boca. Además, se dejó caer sobre mí, pesadamente, agitado como si hubiera corrido una maratón.
Me lo saqué de encima para ponerme yo arriba. Se había movido tan mal que yo no pude terminar. En realidad nunca había experimentado un orgasmo. Solo sabía que había sentido cosas que no habían terminado de sentirse bien, y que tenía la urgencia de acabar de sentirlas.
Elías dijo que ya no quería. Que eso era malo. Pero yo seguía frotando mi pene en sus testículos y su pene flácido. Elías solo se cubría el rostro con las manos, tal vez llorando.
Estaba tan concentrado que no me había dado cuenta de que teníamos público. Normal, considerando que éramos los únicos nuevos que se habían animado a jugar también.
—Si no quiere así, dale por detrás —dijo uno de los chicos grandes.
Le quitó el pantalón y la camiseta a mi amigo, luego le levantó las piernas para dejar al descubierto su ano. Era rosado, y se veía muy estrecho.
El chico grande escupió directo al ano de mi amigo y se aseguró de lubricar bien, incluso le metió el dedo. Otro chico sostenía a Elías de los hombros, para que no se levantara.
—Ahora mételo.
Acerqué mi pene al ano de Elías. El chico grande lo tomó con sus dedos y me guió, hasta que conseguí entrar por completo.
Yo abrí mucho los ojos y suspiré. Podía sentir como Elías presionaba, y movía las caderas intentando deshacerse de mí. Cada que intentaba cerrar el ano, una sensación nueva se apoderaba de todo mi cuerpo.
El chico más grande se ocupó de guiarme, me movía las caderas de la manera correcta para no salirme. Cada que mi pene envestía tan profundo como alcanzaba, el placer hacía temblar todo mi cuerpo.
Elías lloraba, pero no parecía que sufriera. Otra vez tenía el pene erecto, y en chico más grande lo masturbaba. Mientras tanto, otros chicos le frotaban sus penes en el rostro o en el pecho.
Yo me movía cada vez más rápido, ahora sin ayuda. Envestía con todas mis fuerzas. Supongo que mis gemidos de placer y los quejidos de Elías fueron los que hicieron que los otros chicos se vinieran. Algunos le eyacularon en el rostro, otros en el vientre. Y casi al mismo tiempo tuve mi primer orgasmo.
Pero, la sensación de placer no duró. Cuando salí de Elías, vi que sangraba. Los chicos más grandes al instante limpiaron todo. Algunos videojuegos y un par de zapatillas costosas se encargaron de comprar su silencio. Aunque dudo que Elías quisiera decir algo. El resto del campamento se la pasó en silencio y solo por los rincones, aferrado su ridícula cruz.
Dejé de frotar el ano de Ben con mi pene. No podía hacerle eso. Por más que yo quisiera, por más que él quisiera.
Me levanté y terminé de desvestirnos. Luego me senté en el suelo recargado en su cama, con las piernas abiertas. Senté a Ben frente a mí, entre mis piernas, para frotar mi pene en su espalda. Le abrí las piernas, y con mis piernas las sujeté, para que no pudiera cerrarlas.
Ben volteaba hacia arriba. Veía a mi rostro con anticipación. Seguro que no entendía lo que pasaba, pero confiaba en mí, en que lo haría sentir muy bien. Yo le sonreí y él sonrió de vuelta.
Con la mano izquierda lo sujetaba del pecho, para atraerlo hacia mí y poder frotarme en su espalda con más fuerza. Con la derecha empecé a masturbarlo.
Movía los dedos muy rápido, mostrando y ocultando su glande, una y otra vez. Cuando lo sentía retorcerse, a punto de terminar, lo soltaba. Esperaba unos segundos, a que se recuperara, luego volvía a empezar. Después de cuatro veces haciendo lo mismo intentó liberarse. Pero lo tenía preso.
Cuando lo intenté una quinta vez supiró con violencia. Sustuve su pene, con firmeza, sintiéndolo palpitar entre mis dedos. Lo solté. Le di unos segundos de descanso. Volví a tomarlo, con firmeza. Apenas hice amago de querer moverlo, Ben gimió y volvió a retorcerse. Le sostuve el pene con firmeza. Sin soltarlo, intenté mover otra vez, lo que le hizo tener otro orgasmo.
Seguí sosteniendo su pequeño pene entre los dedos, tan duro como una piedra, palpitando, con todas esas venas saltadas deformándolo.
Moví un poco más. El nuevo orgasmo le hizo gimotear y llorar, además de orinar profusamente. Seguí sosteniendo su pene, sintiendo el chorro de orina salir. Cuando terminó, volví a mover los dedos, ligeramente.
Tuvo otro orgasmo. Esta vez se retorció desesperado, llorando audiblemente.
Solté su pene y lo abracé. Sollozaba entre mis brazos. Solté sus piernas, pero no intentó irse. Se quedó ahí, muy quieto, llorando. Yo seguí abrazándolo, frotando mi pene en su espalda, llenándole la espalda de semen.
—Perdóname —le dije—, no quería hacerte llorar.
Ben se incorporó, se arrodilló frente a mí y me abrazó.
En su abrazo no había lujuria. Era algo diferente. Seguía llorando y sollozando. En un momento me besó en la mejilla, muy cerca de la oreja. Tan poco había lujuria en ese beso. Se sintió, más bien, tierno. Y se quedó así, abrazándome, hasta que se durmió.
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