el guapo joven güero casado del rancho era mío y él gozaba conmigo
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Hace algunos años, a mis 25 de edad aproximadamente, mientras trabajaba para la pastoral social de mi diócesis, en ese sentido fui invitado a un pueblo cercano a la capital, donde vivía, pequeño, de unos 3 mil habitantes aproximadamente, para colaborar en la entrega de víveres a ancianos y pobres que eran donados por migrantes radicados en EEUU que venían con sus familias a pasar las navidades.
Cada 18 de diciembre, el pueblo celebraba su Topa y como apenas faltaba un día, el párroco de lugar invitó al equipo con el que iba a quedarnos en el pueblo a disfrutar la fiesta.
Íbamos, además de mí, un diácono de mi edad con quien la pasábamos realmente bien echando desmadre, una solterona de 50 años de edad u su sobrina, una atractiva jovencita de 19.
Las damas se quedaron en casa de una colaboradora de la parroquia, mientras el diácono y yo en la casa parroquial con el anfitrión cura del lugar.
Accedimos a quedarnos en la fiesta.
Nosotros llegamos el 17 de diciembre a la labor y nos regresaríamos el 19, un día después.
Yo era blanco, de cabellera y barba largas y castañas, delgado, de 175 cm de alto, con culo modesto pero bien levantadito y una verga de 16 cm; con rasgos finos y bien parecido, dice la gente que me conoce, aunque siempre masculino.
El quedarme con el diácono en la casa parroquial, paradójicamente me daba libertad para moverme cómodamente y convivir con la gente del lugar.
La fiesta consistía en bailar, con música de banda de viento, por las calles del pueblo, bebiendo mucha cerveza y sobre todo tequila para terminar con jaripeo, en la tarde, y baile por la noche.
Viví la fiesta completa y desde poco antes del jaripeo, comenzó a coquetearme la vida.
Con varios chavos del pueblo, menores que nosotros, el diácono y yo hicimos el recorrido con la banda de viento, danzando al caminar, cotorreando con la gente y bebiendo; yo, personalmente, bebiendo mucha cerveza.
Llegamos, con todo el contingente de unas 300 personas, al toril y durante media hora antes del jaripeo, sólo había música, alegría y baile entre la gente.
A esas alturas yo ya estaba borracho y todo me daba risa entre los chavos con los que venía conviviendo.
Jóvenes hermosos bragados por el prematuro trabajo de campo, con cuerpos morenos, bronceados y firmemente curtidos.
Hubo un momento en el que me sentí tan mareado que me alejé considerablemente del lugar para vomitar y no lo conseguí pero, al igual que muchos pasaban por ahí, me puse a mear.
Era la hora en la que se pone el sol al horizonte, cuando terminaba de mear y, sacudiéndome la verga güera que tengo, que levanté la mirada y ahí estaba él, como preámbulo a la contraluz del sol poniente, de delgado perfil perfecto a mi vista, cabizbajo, mirando su verga gotear las últimas gotas de pis, de unos 10 cm flácida y cubierta por su prepucio.
Traía sombrero de paja, botas vaqueras color café, unos deliciosos jeans tenues y desgastados, corte recto a la medida, camisa a grandes cuadros verdes, manga larga y fajada por un cinto de piel y una gran hebilla con forma de espuela.
Los pelos de sus cejas y bigotes, rojos y amarillos, resplandecían gracias al sol que los traslucía, sobre su blanquísima piel como la leche y sus ojos grandes y azules.
Volteó hacía mí, mientras guardaba su reata y le podía mirar la blancura y perfección de sus dientes, como de azúcar y la simetría de todo su hermoso rostro.
Vi los vellos de su pecho que se asomaban en el escote de la botonadura.
Escupió y me gritó.
-Hey, amigo, qué tal La Topa.
¿Te está gustando?
-Sí, nada más que ya estoy algo mareado y tuve que venir a tirar a el miedo- le respondí.
-Cómo es eso, mi estimado, si esto apenas comienza- completaba.
-Si no me voy, ya nada más iré a darme un baño, a comer algo y a cambiarme para regresar al baile- repliqué.
-¡Qué bien!, ya decía yo que estos voluntarios del Padre Benjamín no nos iban a dejar abajo porque además estamos muy agradecidos de que estén viniendo a ayudarle con las cosas de los viejitos- dijo al abrazarme.
–Ven, te invito una cerveza antes de que te vayas a comer; soy Sergio- dijo antes de extenderme la mano derecha y echarme el brazo izquierdo al hombro.
Lo abracé unos segundos y estreché su mano.
Sentí su embriagante aroma a sudor y alcohol y compartimos algunas cosas de nuestras vidas.
Me enteré de que tenía 27 años, de que era casado y de que tenía una bebé de 10 meses de edad.
La charla fue muy amable, amistosa y agradable.
Sergio era divino y su sonrisa hipnotizaba hasta al demonio.
No le dije que era gay por precaución y prudencia.
Quería besarlo ahí mismo pero me contuve, además era muy cordial y casado como para hacer una estupidez de borracho.
Al final de unos minutos de charla y un par de cervezas de su arte, nos despedimos y quedamos de saludarnos por la noche, en el baile, que era en la plaza principal, justo afuera de la parroquia, donde yo me quedaba.
Cayó la noche y volví a salir para encontrarme con los chicos de la tarde, con quienes habíamos recorrido la Topa.
Todos estábamos ataviados de fiesta a la intemperie invernal.
Estábamos contentos y bebiendo más.
Recorrimos la plaza un par de veces y nos apostamos cerca del templete que se había dispuesto como escenario de la banda cuando ésta comenzó a tocar y ahí estaba Sergio, con jeans y camisa negra, botas y una tejana del mismo color sobre la cabeza, así como su mujer a un lado suyo, cargando a la pequeña bebé.
Eva vez que él me ubicó, se encontraron sus ojos con mi mirada, me sonrió levantando ligeramente el sombrero sus sienes y retrajo su cuerpo con su mujer.
Desde entonces a cualquier distancia que nos encontrásemos, se volteaba a encontrarse con mis ojos.
Yo no daba crédito a lo que creía estar malinterpretando.
Su mirada tenía ese brillo que tienen las miradas de los hombres que buscan a otros hombres porque les resultan atractivos.
Me hacía sentir muy inquieto y excitado.
Yo seguía disfrutando del relajo con los chicos pero su mirada llamaba mi atención.
Era casi la media noche cuando miro hacía uno de los extremos de la plaza miro cómo se alejaba Sergio, abrazando de costado y por los hombros a su mujer y, justo cuando pensé que no volvería a encontrarme con su mirada, volteó como si se hubiere sentido visto por mí, se halló con mis ojos, algo le dijo a su mujer al oído y se acercó corriendo a mí dejándola en espera.
-Lalo, ¿vas a seguir en la plaza?- preguntó.
-Claro, a la banda le faltan un par de horas y ahora sí me puedo poner bien borracho- contesté.
-Me da gusto oírte, compadre, porque te voy a invitar alguito que tengo en la casa- propuso mientras comenzó a regresar con corriendo igualmente con su esposa y terminó –nada más deja las acompaño a que se duerman en casa de mi suegra y regreso a buscarte.
Para despedirnos de momento sólo asentí con la cabeza y me quedé mudo de pensar que ese hermoso desconocido quería estar conmigo.
Qué belleza de nalgas se le miraban rebotar al alejarse corriendo.
Esas nalgas que unos jeans a la medida y un cinto bien ceñido hacen resaltar.
Esa espalda amplia y fuerte y la cinturita que remataban la divina retaguardia que con su mujer volvía.
Los minutos fueron eternos.
Quizá tardó 20 minutos en volver pero sentí que fueron 3 horas.
Lo vi acceder a la plaza por la misma esquina que salió y dirigirse directamente hacía mí, ágil y atlético trotando hacia donde estaba con los otros chicos del pueblo.
Llegó e hizo comentarios con los demás, que entre ellos todos se conocían.
Chacoteamos entre nosotros varios minutos y seguíamos bebiendo y cantando a la par de la banda que animaba la noche, entre los demás muchachos.
La fiesta seguía y cada vez estábamos más ebrios.
Nadie había perdido la cordura pero ya todo estábamos mareados.
Entre tanta confusión, muchas cosas pasaban desapercibidas para el grueso de la concurrencia, como lo que hizo.
Entre los festejos, Sergio de cuando en cuando me abrazaba por los hombros y revolvía mi cabello.
Yo ya no sabía si sólo estaba borrachito, si me estaba excitando o si ya me había enamorado este fulanito.
A la brevedad, me hizo confirmar las 3 cosas.
De la nada, se acercó unos segundos por detrás de mí y me lamió la oreja, diciendo al mismo tiempo –te podría comer ahorita mismo y eso que todavía no estoy borracho.
Me quedé consternado y muy ansioso, con una curiosidad del tamaño de la noche misma pero con poca voluntad para averiguar por lo borracho que estaba.
Pasados los minutos, me alejé un poco del gentío y me quedé sentado en una jardinera, tratando de superar mi embriaguez.
Al poco tiempo llega Sergio y me levanta a cuestas, diciendo –ven, te voy a llevar de aquí para que se te baje lo borracho pero no te preocupes que yo te cuido.
Hasta el día siguiente, yo me enteraría de que me llevó a la ribera de la Ciénega, en los límites del pueblo.
No recuerdo el camino.
Sólo que llegamos y me recostó a la sombra de un árbol, poniéndose él a mi lado.
Dormité unos 20 minutos y, en algún punto, Sergio llama mi atención sacando un churro de mota de entre sus ropas y volteó a verme –mira, esto es lo que tenía para compartir contigo.
Yo de veras estaba torpe y vi cómo encendió el churro.
Me lo pasó.
Estuvimos fumando los dos.
Al terminar, yo me sentía más mareado aún pero ligero y comenzamos a bromear y a golpearnos ligeramente como jugueteando.
Yo mismo, todo mariguano, supe que esto era como un pretexto instintivo para tocarnos.
En lo que reíamos y seguíamos con los golpecitos, como un par de niños, él me golpeaba las rodillas y luego lar piernas, así como consecuentemente yo.
Sin pensarlo más, en esos toqueteos, extendí mi mano hasta su verga, debajo de sus jeans negros y estaba bien duro.
Le seguí tocando ya sin pudor alguno ni reserva.
Se terminaron las risas y comenzaron los jadeos.
Sergio puso sus brazos hacia atrás y se dejó caer, quedando medio sentado y medio recostado.
Me abalancé sobre él.
Su aroma me tenía cautivado: loción cítrica acompañada de su aliento alcohólico.
Besé discretamente su mejilla y eché mi brazo derecho sobre su pecho suspirando un montón.
Con la mano izquierda seguía acariciando su verga sobre el pantalón.
El cierre le iba a reventar.
Traía un trozón aprisionado.
Yo seguía suspirando y se dio cuenta –¿te gusto, morro?
-Me encantas, cabrón, desde que te vi bailando en la Topa y luego meando junto a mí.
-Tú también me gustas un chingo y desde el principio supe que era puto- acabaló su comentario.
-Yo podría ser tu puto toda la vida, Sergio, y no te pediría nada a cambio- le contesté mientras por fin lo besé, entre mucho sabor a cerveza y humo de mota.
En general, fueron muy pocos minutos los que no estuvieron nuestras bocas juntas, besándose; mucha lengua y muchos labios.
También nos besábamos el cuello, la espalda y el pecho.
Era delicioso disfrutarnos.
Sergio se incorporó un poco y desabrochó su cinto y su pantalón.
Bajó el cierre y se miraba su abultaba trusa.
Levantó un poco la cadera y bajó sus pantalones y calzones hasta la rodilla.
Por fin su verga e todo su esplendor.
19 o 20 cm, gruesa, blanca, cabezona, derecha y apuntando hacia su ombligo.
Perfecta.
Con la cabeza roja de tanta sangre y sin gota de precum.
Seca pero deliciosa.
Sus huevos eran de esos que el escroto pega al cuerpo cuando se para la verga.
Sus pelos castaños, largos y rizados guardaban en perfume más suculento del mundo.
Se imaginarán que de inmediato baje a comerme toda la carne.
Me la metí a la boca y me mamaba toda la verga.
Subía y bajaba, haciendo arcadas cuando la metía toda, pues a pesar de no ser monstruosa era verdaderamente grande y excitante.
Sergio me invitaba a seguir y gemía.
Gozaba con cómo se la mamaba y yo estaba encantado.
No quería que ese momento terminara.
Quería morderle la reatota de tanta ansiedad.
No sé cómo ocurrió pero de repente ya estábamos completamente desnudos, con el agua estancada al fondo, las estrellas iluminando y la brisa invernal soplando.
No nos importó el frío.
Improvisadamente pusimos la ropa como tálamo para estar más cómodos sobre el campo.
En una maniobra, Sergio se puso de rodillas y yo me recosté de dorso, en el suelo, con la cabeza levantada y seguí comiéndole el pito mientras también acariciaba sus nalgas y pasaba mis dedos por su culito cerrado.
Ahí fue cuando extendió sus manos y comenzó a dedear mi culo y jugar con él.
Se notaba que me deseaba.
Me tocaba como cuando un hombre mete toda sus manos a las piernas de una mujer para estimular su vulva, pero a mí me acariciaba el perineo y de comenzaba a meterme 2 y 3 dedos.
Se los chupaba antes de proceder.
Me levantó con delicadeza y quedé en 4.
Comenzó a comerse mi culo mientras ambos nos masturbábamos, cada quien su pito.
De mamarme el culo, pasó a los huevos y no lo podía creer; mucho menos cuando sentí que metía mi verga en su boca.
Yo que estaba súper empapado y lo notó.
Siguió comiéndome culo, huevos y verga.
Tomaba mi precum y lo untaba en mi culo para lubricarme mejor.
Así, de perrito, sentí que me dio su camotote y casi se me va lo pedo y mariguano que me quedaba.
Pero resistí, a pesar de que metió todo de un solo intento.
Le pedí que la sacara y metiera de nuevo y, oh gloria divina.
Por fin estaba yo ensartado por una vergota de macho ranchero.
Yo le movía las caderas y el culo.
Trabaja de darle lo mejor de mí.
Después de unos considerables minutos como les digo, con él además acariciando mis nalgas y besando mi espalda y cuello, me sacó la verga sentí por fin el frío invernal ocupar mi culo abocardado.
Sergio se recostó bocarriba y me ordenó, mientras me besaba –siéntate en mi verga.
Así lo hice, viéndolo de frente.
Me la metí y me sentí como nunca propiedad de alguien.
Sergio, el guapo joven güero casado del rancho era mío y él gozaba conmigo.
Saqué a relucir mis habilidades de puta y me hice la verga con mi culo como quise.
Él ni tenía que embestir para sentir placer.
Yo lo hacía todo.
Pero muy amable se incorporaba de repente como queriendo hacer abdominales y así me lamía la cabeza de la verga y me la chupaba.
En una de esas, no pude más y me vine.
No avisé.
Sólo me volví leche en su boca y él la recibió.
Poco después la escupió.
–Yo también quiero que te los comas- dijo.
Entendí que faltaba poco.
Me levanté y con mi camisa limpié un poco su verga que tenía restos de mi interior.
Me agache a mamar, le toqué el culo con dos dedos y de inmediato me alimentó con los mejores lácteos que hubiera comido hacía tiempo.
Abundante, espeso, dulce.
Lo comí todo.
Al final, antes de vestirnos y marcharnos juntos, nos besamos con los sabores de los mecos de ambos.
Caminamos de vuelta hasta la plaza donde ya no había banda ni mucha gente.
Después de despedirnos ahí, tristemente nada nunca más he vuelto a saber de él.
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