El Sargento Macana I
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por AlfonsoGarcia.
Hice la mili en el último año que ésta fue obligatoria. Me destinaron a la re-sidencia de suboficiales. Es un edificio que contiene varias salas y oficinas, una biblioteca, una cafetería restaurante, donde comen los suboficiales que están en la base durante el día, además de algunas habitaciones en el ático, para uso de aque-llos que deben permanecer allí durante la noche, en guardias y situaciones por el estilo.
Mi trabajo consistía en atender a los suboficiales en las comidas, además de tener listas las dependencias que se usan para pasar la noche. En la cena casi nunca hay nadie, salvo aquellos que se van a quedar a dormir. Las dependencias del ático cuentan con sendos salones, baños y habitaciones, para una mayor comodidad e in-dependencia de aquellos que las usan. Lo normal era que no se quedase más que una persona, con lo cual mi trabajo era bastante relajado, porque no había demasiado. Además, tenía la ventaja de que yo también comía allí, en lugar de en el comedor donde lo hacían todos los soldados, y la comida era bastante mejor. Como algunas veces me necesitaban durante la noche, no tenía obligación de hacer guardias, ima-ginarias ni nada por el estilo en mi unidad, cosa que agradecía mucho.
Se puede decir que pasé una mili liviana en cuanto al trabajo se refiere. Lo único malo era que tenía que estar localizable incluso por la noche, pero nos dieron a elegir a mí y a los compañeros que hacían el mismo trabajo que yo si queríamos dedicarnos a eso o no. Yo no me lo pensé mucho. Aunque tuviera que estar disponi-ble, las ventajas de ese puesto eran más que evidentes. Servir comidas, cenas y hacer una cama o dos eran todo mi trabajo, además de subirle algún café a la habi-tación a algún sargento que otro. Y como éramos cuatro los soldados que nos en-cargábamos de ese trabajo, tenía que quedarme a dormir una de cada cuatro no-ches en el edificio de los suboficiales. No debieron prever inicialmente esa cir-cunstancia, porque no había una estancia destinada a nosotros, así que ocupábamos una de las destinadas a los suboficiales. A mí me encantaba quedarme allí, entre otras cosas porque era mucho más cómoda que mi catre en la compañía, además de que me permitía tener una relación más estrecha con los sargentos a quienes atendía, que se aburrían miserablemente allí dentro y con los que solíamos charlar de vez en cuando.
Había uno de ellos que se quedaba muchas veces a dormir, de manera que solía tener siempre la misma habitación para él, entre otras cosas porque dejaba ropa y cosas personales allí y, en realidad, sobraban dependencias. Era el sargento Macana. Nosotros dormíamos en la última de la derecha y él en la siguiente. A mí me gustaba mucho. Era alto, delgado, muy moreno y llevaba siempre unos pantalo-nes bastante ajustados que me encantaba cómo le sentaban. Además, de los que dormían allí, parecía el más áspero en el trato, pero una vez que te acostumbrabas a él, o que él se acostumbraba a ti, cogía confianza y era el más simpático.
Muchas veces me había quedado mirándolo en la biblioteca, mientras leía algo, o en el bar, cuando cenaba. Me gustaba imaginar que sus labios se posaban en mi piel y que sus fuertes brazos me despojaban de la ropa. Pero sabía que eran sueños de un solda-dito calenturiento, al que la mili le estaba sentando de maravilla en lo que a imagi-naciones subidas de tono se refiere. Cada noche rodeado de compañeros en paños menores o como su madre los trajo al mundo daban para muchos sueños húmedos, de los que tuve en abundancia, y no todas las veces solo, pero eso es una historia que tal vez les cuente en otra ocasión.
Ahora quiero referirme sólo a lo que yo adoraba del sargento Macana. Las primeras veces fue bastante seco, pero conforme fui coincidiendo con él me di cuenta de que era tal vez la máscara que llevaba puesta continuamente o que el roce con los soldados había convertido para él esa forma de tratarnos en algo nor-mal. Había pequeños detalles que con el tiempo fui captando que me hicieron cam-biar de idea. No recuerdo que nunca me faltase al respeto.
Era tosco, pero educado y, a veces, después de soltar algún improperio por esa boquita preciosa que tenía, se le escapaba una leve sonrisa que disimulaba bien, pero que yo vi en alguna oca-sión. En un mes estaba bastante cómodo cada vez que tenía que atenderlo. A mí su rudeza lejos de desagradarme me gustaba, porque era el papel que yo mismo me había acostumbrado a adoptar en la vida, cuando desde pequeño me di cuenta de que me gustaban más los paquetes de los señores que me compraban caramelos que los caramelos en sí. Siempre creí que, ya que tenía que ser diferente a los chicos de mi barrio, todos ellos bastante bestias, era mejor que mi forma de actuar no me delatara, más para evitar líos que por otra cosa.
Como a los dos meses de estar en ese puesto, una noche en que estaba yo de servicio, me llamó el sargento Macana a su habitación. Me lo encontré haciendo ejercicio en el suelo, todo sudado con un pantaloncito corto como única prenda. Me quedé un poco sorprendido de verlo de esa guisa e inmediatamente me pregunté qué querría, pues parecía bastante ocupado en ese momento.
– Carlos, se me ha roto un frasco de perfume en el baño, ¿puedes recogerlo, por favor?
– Claro, mi sargento, ahora mismo -dije yo algo azarado. No había podido evitar mirarlo un poco más de la cuenta. No era la primera vez que había entrado en su habitación estando él dentro, pero siempre estaba vestido.
En el escritorio, el ordenador portátil abierto y al lado, un libro con un seña-lador por la mitad, más o menos. Siempre había libros en la habitación del sargento, era un buen lector.
Mientras él seguía haciendo ejercicio, yo salí para buscar un cubo, fregona y una escoba. Al volver llamé a la puerta de nuevo y entré. Él seguía a lo suyo. Me metí en el baño, me puse a recoger los cascos y a fregar el suelo. La puerta de la habitación permanecía abierta. Sobre la cama estaba su ropa, un poco revuelta.
El baño apestaba a perfume y en un taburete había un calzoncillo limpio, doblado, su-puse que para después de la ducha. No pude remediar quedarme mirando la prenda, absorto en mi imaginación, una vez hube acabado mi trabajo. En esas estaba cuando oigo su voz fuera. Me dio un susto de muerte. Por un momento pensé que me había visto observando su ropa interior y me puse a temblar, porque la puerta del baño estaba abierta, también.
– Ya que estás aquí, hazme un favor. Sujétame los pies, que quiero hacer unas abdominales.
– Sí, mi sargento.
Me acerqué y me puse en cuclillas delante de él. Con mis manos sujeté fuer-temente sus tobillos, mientras él comenzó a subir y bajar a un ritmo bastante rápi-do. Intenté no mirarlo, pero era difícil no hacerlo. El vello de su pecho estaba mo-jado de sudor, al igual que el reguerito que subía desde el elástico de su pantalón de deporte por su lisa tripa. Sus piernas estaban cubiertas de vello humedecido también por efecto del ejercicio. Desde la posición en que estaba, podía ver que el pantalón de deporte no ajustaba bien por la parte de abajo, pero estaba tan ner-vioso que no me atrevía a mirar por miedo a que se diese cuenta de que me estaba recreando en su cuerpo.
Solo atiné a acariciarle mentalmente los muslos, al tiempo que deseaba subir con mi mano más arriba, allá donde la tela oscurecía su piel. Hubiera dado cualquier cosa por meter mis manos bajo la ropa que lo cubría, por sentir el calor de su sexo palpitante.
Yo sabía que antes de eso habría estado haciendo yoguing, porque lo había visto muchas veces en la pista de atletismo con que contaba la base y que yo mismo utilizaba para mis ejercicios. Indudablemente, se mantenía en una forma física in-mejorable.
Una vez hubo acabado, se levantó y se dirigió al baño despidiéndome con un gracias. Al día siguiente me acerqué al tablón donde se anotaban las guardias de los suboficiales. Los fines de semana nos turnábamos para quedarnos en la base una vez cada uno. Así que al que le tocase trabajaba viernes, sábado y domingo, al igual que los suboficiales y los oficiales, que lo hacían también así. Comprobé que al sar-gento Macana le tocaba turno el siguiente fin de semana, igual que a mí.
Enseguida comencé a hacerme ilusiones de que podría ver algo si me llamaba, porque por nada se me pasó por la cabeza tener ningún contacto con él, por mucho que yo lo desea-ra. Yo era un muchacho de dieciocho años sin ninguna experiencia, salvo en mi exal-tada mente y el sargento Macana con treinta años y el cuerpo de un atleta experi-mentado era algo que me superaba, aunque lo deseara ardientemente. Aún así, mi mente ya estaba maquinando cómo hacer para poder recrear un poco la vista.
El viernes por la noche estaba en mi habitación esperando ser llamado para algún mandado. Como mi habitación está junto a la del sargento, pegué mi oído a la pared y comprobé que estaba haciendo ejercicio. Pero el teléfono no sonaba. Oí la ducha sonar y supe que había acabado su labor y que mi presencia no era requerida. Durante la cena lo había esperado, nervioso y expectante, pero no apareció y ahora había acabado sus ejercicios y se metía en la ducha y no le hacía falta yo para nada. Con toda la desilusión del mundo supe que había llegado el momento de acostarme y así lo hice.
Me desnudé rápidamente, tirando las prendas sobre una silla con cierta dis-plicencia. Estaba tan nervioso que me había puesto erecto de puro deseo. Mientras me quité el calzoncillo oí que se cerraba el agua de la ducha de al lado. No pude resistir la tentación de acercar de nuevo la oreja a la pared, pero nada oía. Me pu-se el pijama y me acosté.
Nada más meterme en la cama, traté de imaginarme el cuerpo del sargento Macana, mojado, brillante por el efecto del agua que resbalaba por su piel, y en mi imaginación mis manos recorrían esa tersura que adoraba. Comencé a sobarme por encima del pijama. Estaba tan caliente por la situación que no pude remediarlo. Ya que tenía una erección tremenda y que mi sueño se había esfumado, por lo menos acallaría mis deseos conmigo mismo. Me quité el pijama y, sacando una mano fuera, lo dejé caer al suelo, junto a la cama. Abrí las piernas y me acaricié suavemente los muslos por la parte interior, hasta llegar a mis testículos. Mi pene se sobaba con la sábana de arriba. Moví las caderas para sentir la tela rozándome mientras con las manos cercaba mi sexo. Recordaba el cuerpo del sargento el día anterior, delante de mí, sudoroso, fuerte, terso a pocos centímetros, sin poder tocarlo, salvo los tobillos en mi trabajo de sujeta pies. Se veía tan duro allí. Estaría ahora secándose mientras yo me tenía que aliviar solo en mi habitación.
Cuando llevaba diez minutos rozándome y retorciéndome de placer sonó el teléfono. Me dio un buen susto.
– Carlos, soy el sargento Macana. No he podido cenar. ¿Sería posible que me subieras algo para comer un poco?
– Sí, mi sargento, ahora mismo. ¿Qué le apetece?
– Cualquier cosa, algo de embutido y un poco de zumo. Lo que quieras.
– A la orden, mi sargento.
Salí de la cama de un salto y comencé a vestirme. Además de no haber podi-do ver nada, encima tenía que bajar a la cocina a prepararle la cena. En fin, qué le íbamos a hacer. Por lo menos tendría ocasión de volver a estar delante de mi sar-gento preferido, aunque la verdad es que ya me faltaba poco para acabar y me hab-ía llamado en el peor momento. Aún así me alegraba. Mientras me ponía el pantalón observé mi paquete, deseándole suerte, aunque sin demasiada esperanza.
En la cocina preparé una bandeja con un poco de embutido, queso, unas re-banadas de pan de molde, zumo de naranja y algo de fruta. Esperaba que fuera su-ficiente. Delante de su puerta el corazón se me aceleró un poco. Llamé.
– Pasa. -Oí dentro.
– ¿Da usted su permiso, mi sargento?
– Pasa, pasa, Carlos. Espero que no estuvieras durmiendo ya.
– No, no se preocupe, mi sargento. ¿Se lo dejo sobre la mesa?
– Sí, sí. Coge esa silla, siéntate y acompáñame. No me gusta demasiado cenar solo y a estas horas en la tele no dan más que basura.
¡Vaya, qué halagüeño! Si encima tendré que agradecer que le aburra la tele, pensé, haciendo un interno gesto de fastidio. Lo miré un instante, preguntándome cómo era posible que de esa boca tan bonita pudiera salir un desprecio semejante. Sentí cómo de repente se me puso la cara al rojo, ardiendo.
Puse la bandeja en la mesa y me senté en la silla más alejada. No sabía qué hacer ni qué decir. Por mi trabajo estaba acostumbrado a tratar con los mandos, pero el sargento Macana me ponía nervioso. Siempre tenía miedo de que se me no-tase que lo miraba con deseo. Él cenaba y hablaba conmigo, olvidado obviamente de la grosería anterior, que habría dicho sin la menor intención de ofender, por mucho que a mí me pareciera el colmo del desprecio. Se le veía relajado y para ese mo-mento, conmigo al menos, había abandonado ese aire tan arisco que solía tener siempre con todo el mundo. Llevaba un pantalón corto bastante desgastado y una camiseta blanca de tirantes. La verdad era que me alegraba de que me hubiera lla-mado, porque se le veía muy erótico vestido con esa ropa. Por encima de la camiseta asomaban los rizados pelos de su pecho. Tenía un vello muy negro que resaltaba incluso sobre su morena piel, en piernas y brazos y cómo no, su pecho estaba bas-tante poblado. A la mitad de la cena yo ya estaba algo más sereno, aunque aprove-chaba cualquier descuido suyo para poder recrearme a gusto.
Sin poder evitarlo, mi cuerpo reaccionaba al estímulo, con una erección que traté de ocultar como pude, aunque sin demasiado éxito. En mi entrepierna se formó un bulto difícilmente disi-mulable que esperaba que no viera. Él hablaba animadamente y a mí me parecía que no se había fijado en mi problema. Siguió cenando y cuando acabó recogí la bandeja y pedí permiso para retirarme. Él estaba con las piernas abiertas y a punto estuve de lanzarme sobre su paquete, expuesto ante mí de una manera un tanto descara-da, aunque de forma involuntaria por parte del sargento. Por un momento pensé que me tentaba, aunque enseguida me di cuenta de que todo era producto de mi calen-tura. Su boca se desplegaba en una amplia sonrisa, que a punto estuve de confundir con una invitación. Rápidamente me di la vuelta con la bandeja y me dispuse a salir. El sargento me cogió del brazo y me dijo:
– Cuando acabes, pásate por aquí, si no es demasiado tarde para ti y me sub-es una taza de café.
– Sí, mi sargento, enseguida subo.
Salí como una exhalación y bajé a la cocina como alma que lleva el diablo, pa-ra subir de nuevo al piso superior. Estaba casi seguro de que se había dado cuenta de lo que me había pasado y por mi mirada sabría cuál era la causa, sin duda, así que esperaba que el sargento me hiciera feliz enseguida o me echase una bronca del demonio. Llamé, tembloroso.
– Pasa, pasa.
Entré. El corazón me iba a cien de la emoción. Dejé el café sobre su escrito-rio, ahora lleno de papeles. Él me cogió del brazo, mirándome directamente a los ojos. Al sentir su mano sobre mi piel, me relajé y me dispuse a disfrutar de lo que fuera. Por su mirada no parecía enfadado, sino algo nervioso, de forma que lo que vendría a continuación no sería una bronca. Yo le sostenía la mirada, ansioso, ex-pectante, a punto de caerme allí mismo sobre él y abrazarlo. Me sonrió.
– Mira -dijo-, voy a estar trabajando hasta tarde en unos encargos que me ha hecho el capitán. Dejaré aquí unas cuantas cosas que necesito tener mañana sin falta fotocopiadas. Como sé que tú madrugas para bajar a preparar los desayunos, ¿podrías entrar por la mañana, cogerlo y llevarlo a fotocopiar?
– Sí, mi sargento, claro. ¿A qué hora quiera que pase?
– En cuanto te levantes. Entras con tu llave en silencio y lo coges. Yo estaré en la cama, no te preocupes. Cuando baje a desayunar me lo das.
Yo intentaba mirar de nuevo su paquete sin que se diera cuenta, inútilmente, porque al estar tan cerca de él, se habría percatado en cuanto hubiera fijado la mirada, pero estaba tan caliente, tan nervioso, que poco me importaba que se ente-rase, si sirviera para que ocurriera lo que yo deseaba. Mientras me hablaba, man-tenía las piernas abiertas, tan cerca de mí que me costaba controlarme. Sentía que de un momento a otro podría ocurrir cualquier cosa, pero nada sucedía.
– Ahora vete a dormir, que es tarde.
– Hasta mañana, mi sargento.
Salí de su habitación, más desesperado y más caliente que antes si cabe. Por un momento me pareció que el sargento Macana se había percatado de que lo mira-ba tanto, pero al final simplemente era un poco comodón y me lo mandaba todo a mí. Me desvestí de nuevo en mi habitación y me tumbé sobre la cama, desnudo, abierto de piernas. Realmente era un poco tarde, pero no iba a pasar nada porque gastase unos minutos masturbándome como un loco. Tenía la polla dura como no la recordaba y apuntando al techo. Esta vez me la cogí con una mano y comencé a ma-sajeármela con fuerza. No quería alargarlo. Deseaba explotar de una vez porque llevaba una hora extenuado de deseo.
Con la otra mano me acaricié el pecho y la tripa, para luego bajar hasta mis testículos y acariciármelos poco a poco, mientras la primera subía y bajaba por mi miembro una y otra vez hasta que no pude aguantar más y exploté suspirando en-trecortadamente y regando mi pecho de mi propio semen. Me limpié, pasados unos minutos de relajación y después de recuperar el ritmo de la respiración, pensando que quizás toda mi actividad sexual con el sargento Macana se limitase a soñarlo y mirarlo para después descargarme lleno de deseo, nada más. Al fin y al cabo nada me hacía suponer que podría ocurrir otra cosa. Me dormí en unos segundos, resig-nado a no ver cumplidos mis deseos.
Un segundo más tarde, o para mí era como si no hubiera pasado más que un segundo, aunque ya era por la mañana, sonó el despertador, que me apresuré a apa-gar. Me levanté silenciosamente y me metí en la ducha. Mientras el agua resbalaba por mi piel, recordaba lo tremendamente caliente que me había hecho sentir el sargento sin darse cuenta. Una vez vestido, cogí las llaves y salí de mi habitación, para entrar en la suya, lo más silenciosamente posible. Efectivamente, encima del escritorio había un montón de papeles con una nota encima que decía “para fotoco-piar”.
Cuando iba a cogerlos me fijé en que la puerta de la habitación estaba abier-ta. Me acerqué en silencio, con un poco de temor, aunque suponía que él estaría dormido como un tronco. Así era. A través de la persiana no del todo cerrada en-traba un poco de claridad en la habitación y podía verlo tumbado boca abajo, dor-mido. La sábana la tenía un poco por debajo de la cintura y hasta donde yo podía ver no llevaba nada de ropa. Deseé entrar y mirarlo más de cerca, pero no me atreví por miedo a que se despertase. La verdad es que por la noche, justo antes de dormirme, había puesto el despertador un poco antes de la hora habitual, así que tenía tiempo para poder estar en esa habitación un rato sin que se me hiciera tarde.
Finalmente me atreví a entrar, y cuando había dado solo dos pasos dentro, el sargento comenzó a darse la vuelta, poniéndose boca arriba. Yo me quedé parali-zado esperando lo peor, pero no sucedió nada. El sargento siguió respirando tan pesadamente como lo estaba haciendo cuando entré. Parecía profundamente dor-mido. En la operación de darse vuelta, había bajado involuntariamente la sábana un poco más y ahora se le veía parte del pubis. Evidentemente estaba como su madre lo trajo al mundo. Yo me acerqué un poco más y comencé a mirarlo, mientras sentía la urgencia de mi propia carne dentro del pantalón pugnando por reclamar su aten-ción. No pude reprimir agarrarme la polla por encima de la tela y restregármela un poco, aunque sabía que nada más podría hacer allí dentro. Eso y mirar al sargento. Tenía un cuerpo maravilloso. Trabajado diariamente, estaba fuerte y parecía duro. ¡Cómo me estaba poniendo el dichoso sargento Macana! Deseaba echármelo encima, pero tendría que conformarme con poderlo ver así unos minutos, porque tal vez ni siquiera se me presentase otra oportunidad.
Me acerqué más y alargué mi mano en un ensayo de acariciar su vello púbico, pero reprimí el gesto. Lo contemplé con la boca abierta, deseando tirar de la tela y dejar todo su sexo expuesto delante de mí. Con una mano sobre su pecho, subiendo y bajando al ritmo de su respiración y la otra estirada a lo largo de su cuerpo, pa-recía disfrutar de una serenidad que a mí me faltaba por segundos. Yo no sabía qué hacer, bueno sí, dar media vuelta y salir de allí, pero no quería. Se acarició el pubis metiendo sus dedos entre sus ensortijados pelos por debajo de la sábana. Yo suda-ba de la tensión, pero no me atrevía a hacer nada.
De repente tuve miedo y salí de allí, antes de que se despertase y me viese plantado como un pasmarote. Casi no podía andar de la tremenda calentura que sa-caba de aquella habitación, y ni siquiera podía ir a la mía a desahogarme. Ya no pod-ía perder más tiempo. Sin darme cuenta había estado casi veinte minutos contem-plando al sargento Macana desnudo y enseguida vendría el teniente a desayunar y yo allí, con los pelos de punta por lo que acababa de ver y rabiando por dentro por-que tal vez esa oportunidad no se repitiera más. Pero quería pasar una mili en paz y si el sargento se hubiera dado cuenta de que estaba allí observándolo, habría aca-bado con mis huesos en el calabozo.
Preparé el desayuno lo más rápido que pude después de hacer las fotocopias en la oficina y no hice más que acabar cuando el teniente apareció por la puerta. Él y el sargento eran mis únicos clientes en todo el fin de semana, así que mi trabajo era relajado, de no ser porque me ardía todo de deseo y rabia.
Además, como no teníamos otra labor y se sobreentendía que nosotros tam-bién necesitábamos descansar, se nos permitía que después de servir los desayu-nos, nos subiéramos de nuevo a la habitación a dormir otro poco. Aunque nuestro horario no estaba estrictamente estipulado, al final siempre acabábamos acostán-donos más tarde que el resto, entre cenas y cafés y demás recados.
El teniente ya se había ido hacía tiempo cuando apareció el sargento Macana sonriente por la puerta. Esa mañana el condenado tenía un apetito voraz y estaba de muy buen humor. Estuve todo el tiempo pensando en el cuerpo del sargento, perfecto, moreno y terso, expuesto delante de mí tan solo unos momentos antes, sin saberlo. En más de una ocasión tuve que darme la vuelta para que no se me no-tase que estaba empalmado, mientras lo veía a él leyendo el periódico y desayunando. La verdad es que estaba especialmente guapo esa mañana.
Una vez hube acabado mi labor en el bar, subí a mi habitación y me desvestí en un santiamén. Al cogerme la polla con una mano, pensaba en el trasero de mi sargento preferido, en el paquete que formaban sus ajustados pantalones, en las partes de su cuerpo que había tenido tan cerca y tan inaccesibles a la vez. Me pal-pitaban las sienes pensando en él. Tumbado sobre la cama y abierto de piernas, no pude reprimir imaginar al sargento, duro, delante de mí, acercándose con su polla dispuesta para mí. En todo esto pensaba al llevar uno de mis dedos a mi trasero para hacer fuerza en mi esfínter, sin llegar a introducírmelo, solo pensando que tal vez fuera la polla del sargento Macana. Y diciendo su nombre entre susurros me corrí sobre mí mismo. Fue una paja rápida, tensa de deseo, de rabia por no poder tenerlo a mi alcance.
Descansé un poco, pues tenía tiempo libre. Dormí hasta que el frío hizo que me diera cuenta de que estaba sobre la cama, desnudo y sucio. Me levanté y me dirigí al baño para darme una ducha. Sin darme cuenta se había consumido casi to-do mi tiempo y enseguida tendría que bajar de nuevo al comedor para atender a mis dos únicos clientes ese fin de semana. Entre tanto debía hacer la habitación de al lado. No había dormido suficiente y el sueño post-masturbatorio había sido repa-rador. Llamé, para evitar sorpresas, aunque de sobra sabía que a esa hora el pro-ducto de mis desvelos estaría en la biblioteca leyendo o dándose una vuelta pasan-do revista por los edificios de alrededor.
Hice su cama deprisa, como con rabia. Al coger sus sábanas, a punto estuve de volverme a masturbar allí mismo, de no haber sido por el miedo a ser descubier-to en semejante acción en la habitación de un suboficial. Al salir pensaba que tal vez ese fin de semana fuera demasiado largo después de todo.
Por la noche el sargento Macana no vino al comedor. Atendí al teniente que, tras cenar, se tomó unas cuantas copas y se fue a dormir la mona, como era su cos-tumbre casi diaria. Yo subí a mi habitación y me puse a leer un rato, tumbado sobre la cama. Al principio estaba un poco pesaroso, pero en cuanto leí dos páginas, la lectura hizo que me olvidase del sargento, de mis anhelos y de todo el mundo que no estuviera dentro de la historia que el libro contaba. Una llamada telefónica me sacó de mi enmimismamiento.
– Carlos, soy el sargento Macana. ¿Podrías subirme algo de cenar?
– Claro, mi sargento, ahora mismo.
La verdad es que no entendía por qué no se molestaba en bajar al comedor a la hora, como todo el mundo, pero me alegraba, porque eso me permitía volver a estar en su habitación con él.
Al entrar con la cena y ver al sargento totalmente vestido de militar, se es-fumaron mis ilusiones de golpe. Esperaba encontrarlo con el pantaloncito que tan bien le sentaba, haciendo ejercicio o algo así. Me dijo que lo acompañase mientras cenaba. Se le veía de muy buen humor y estuvimos hablando todo el tiempo. A mí me vino bien, porque la charla hizo que me relajase un poco y suavizase la tensión acumulada durante todo el día y la noche anterior, con unas expectativas que me había creado yo mismo en mi mente. Bueno, quizás fuera más sencillo así.
Al final de la cena me pidió que bajase a por una taza de café con leche y me dijo que me subiera yo algo si quería también, así que me subí otra. Y seguimos charlando. Me preguntaba cosas de mi tierra y de mi vida.
Así pasamos como una hora, hablando tranquilamente. El sargento se levantó y entró en el baño. Yo lo seguí con la mirada. Se acercó a la taza, se desabrochó y comenzó a orinar. Desde donde yo me encontraba lo veía, de espaldas, y no pude evitar mirarlo durante la operación recreando en mi mente los recuerdos de la ma-ñana. Su trasero se veía redondito, respingón, muy apetecible. Aunque había inten-tado eliminar de mi mente mis deseos hacia el sargento, para salud mental mía y porque me había dado cuenta de que podría meterme en un lío enorme si el sargen-to se daba cuenta de que lo deseaba ardientemente, en esos momentos me acerqué mentalmente a él, por detrás, y lo abrazaba, apretando mi paquete contra su tras-ero. En esas estaba cuando giró la cabeza y me miró a los ojos, un segundo nada más, lo que tardé en mirar para otro lado colorado como un tomate, mientras en mi entrepierna sentía que mi miembro había cobrado vida propia sin poderlo evitar. El sargento se sacudió parsimoniosamente, se limpió y volvió a abrocharse el pantalón. Al acercarse me miraba divertido.
Se sentó de nuevo y sacó del bolsillo trasero de su pantalón un papel, que me tendió. Era el folio que por la mañana me encontré sobre lo que tenía que fotoco-piar. No recordaba haberlo dejado allí.
– Carlos, te has puesto rojo. ¿Te pasa algo?
Y lo decía tocándose el paquete de forma un poco descarada. Yo seguía rojo y erecto sin atreverme a mirarlo a la cara, pero sin poder evitar al tiempo observar los movimientos de su mano sobre la tela del pantalón. Él reía.
– No me digas que te da vergüenza ver a un hombre desnudo.
– No, no me da vergüenza. Además, usted no está desnudo.
– No, ahora no, pero esta mañana mientras dormía sí. ¿Sabes dónde he en-contrado ese folio?
Tragué saliva. No quería ni imaginarme dónde, aunque a esas alturas era una obviedad. Miré sin querer hacia su habitación, que tenía la puerta abierta, como por la mañana. Él asintió, ahora más serio. Yo sentía arderme las mejillas.
– Yo -balbucía, a punto de desmayarme, suspirando aceleradamente. Trataba de encontrar en mi mente una explicación razonable lo más rápidamente posible, pero no me salían las palabras, entre otras cosas porque no me salían los pen-samientos tampoco.
– ¿Quieres verlo? -Me dijo, con un brillo picarón en los ojos, pero al mismo tiempo con una expresión seria.
– ¿Ver qué?
– ¿Qué va a ser? A algo habrás entrado a la habitación. Allí dentro esta ma-ñana solo estábamos la cama y yo. Ahora respóndeme, ¿quieres verlo?
Y seguía acariciándose el paquete con su mano, despacio. Yo no contesté; me limité a seguir mirándolo en su maniobra.
Estuvimos los dos unos segundos en silencio que a mí me parecieron eternos. Yo mentalmente trataba de calibrar si lo que decía iba en serio o me estaba to-mando el pelo. No me atrevía a contestar, aunque deseaba ardientemente acercar-me a él y abrazarlo. En mi entrepierna, la erección era muy evidente y ya no trata-ba de disimularla.
Levanté la mirada y la dirigí directamente a sus ojos, tratando de clarificar en ellos la verdad de su pregunta. Y tras unos segundos moví la cabeza afirmativa-mente en un gesto que intentó ser lo más impreciso que pudo, por si acaso. El sar-gento entonces sonrió levemente y bajó su mirada a su propia entrepierna, que em-pezaba a estar un poco más voluminosa que antes. Separó un poco sus piernas, en un gesto que a mí me pareció que era una invitación a acercarme.
Me puse de pie y anduve los dos pasos escasos que me separaban de él, que me miraba ahora a los ojos. Sus manos descansaban sobre sus piernas, entre las que me encontraba yo ahora.
No hablábamos. Solo nos mirábamos, con expresión seria los dos. Yo ya hab-ía demostrado con mi avance que estaba dispuesto a seguir y pensé que ya no había vuelta atrás, así que me agaché un poco, tragué saliva mentalmente y acerqué mi mano derecha tímidamente hasta tocar su paquete, mientras la izquierda la tenía en tensión. El corazón me latía con fuerza. Lo sentía palpitar como una pequeña bomba a punto de estallar.
Paseé mi mano por encima de la tela, sintiendo por primera vez la carne del sargento Macana debajo. Y apreté un poco. Notaba que su polla estaba un poco du-ra. Mientras hacía esto, yo seguía mirándolo a los ojos. Él sonreía. Estuve así unos minutos, haciendo mis caricias más decididas y a cada segundo que pasaba sentía que su polla se endurecía más.
Acerqué mi otra mano y comencé a desabrochar su cinturón, despacio. Una vez desabrochado, saqué el primer botón de su pantalón y poco a poco los solté todos, separando después la tela. Al aire su blanco calzoncillo, pasé mi mano por él. Estaba caliente.
No era demasiado lo que la tela abierta del pantalón dejaba ver, pero el con-traste del blanco del calzoncillo del sargento con el verde oscuro del traje militar y la oscuridad de su morena piel, hacía que destacase. Separé mi mano y lo con-templé, lleno de deseo. Me atraía, pero ahora más tranquilo, quería recrearme.
Lo miré de nuevo a los ojos en una indefinida mirada de conexión. Él estaba serio y con la cabeza hizo un gesto de aprobación. Me volví a acercar de nuevo y traté de bajar un poco su pantalón. El sargento me ayudó levantando un poco el trasero de la silla para que yo pudiera deslizar la tela por detrás. Quería verlo solo con el calzoncillo puesto. Era un bóxer blanco, ahora hinchado por la polla del sar-gento que parecía dura a través de la tela. Acerqué mi mano y la palpé. Efectiva-mente, estaba muy dura. Con las dos manos acaricié el espacio de sus piernas que dejaba libre el pantalón y acercándome por los lados, metí mis dedos por las perne-ras del bóxer, hasta sentir su vello púbico y el tronco de su polla. Bajé los dedos hasta rodear sus testículos, que palpitaban.
– Vamos a la habitación -me dijo, y parecía que hacía siglos que no había oído su voz.
Nos pusimos de pie, él se colocó de nuevo el pantalón y se abrochó el último botón, me cogió de la mano y me hizo seguirle hasta la habitación. Al llegar junto a la cama, se agachó y comenzó a desabrocharse las botas militares. Yo lo imité. Nos las quitamos ambos y las dejamos a un lado, quedando uno frente al otro, de pie, descalzos, erectos, excitados. No hablábamos, solo nos mirábamos a los ojos. Fue-ron nada más unos segundos. Entonces el sargento Macana se acercó a mí, me ro-deó con sus brazos y me apretó contra su cuerpo, susurrándome al oído:
– Llevo todo el día empalmado pensando en ti.
Yo no respondí. Tan solo lo imité una vez más y lo abracé apoyando mi cabe-za en su hombro, en un gesto de desbordamiento de emoción. En mi cuerpo podía sentir su paquete haciendo presión contra mí y eso me excitaba aún más.
Subió su brazo izquierdo hasta que con su mano me sujetó la cabeza por detrás. Con la otra mano bajó por mi espalda hasta llegar a mi trasero y me atrajo más hacia él, restregándose un poco contra mí. Giró la cabeza y buscó mi boca, que le esperaba entreabierta. Con su lengua se hizo paso dentro de mí en un largo y húmedo beso que me hizo sentir en la gloria. Yo, mientras, le recorría la espalda con mis manos, queriendo sentir toda su piel. Por un momento, la ansiedad que sent-ía hacía que lo abrazase fuertemente.
Nuestras manos recorrían la piel del otro, investigándonos mutuamente. Pa-sados unos minutos, el sargento comenzó a desabrocharme la camisa y me la quitó. Y siguió con el cinturón de mi pantalón y con los botones. Yo, por mi parte, hacía lo mismo con él. Los dos nos despojamos de nuestras ropas con prisa, mientras nos besábamos continuamente. Finalmente quedamos ambos en bóxers, la ropa exten-dida a nuestro alrededor.
El sargento me tiró en la cama, tumbándose sobre mí. Con sus manos me su-jetó fuertemente, manteniéndome con los brazos abiertos por encima de la cabeza. Y me besaba, mientras restregaba su paquete sobre mí. Me besó por toda la cara y en el cuello, con prisa, con furor. Su morena piel era tersa, fuerte, caliente. Me tenía totalmente subyugado y excitado. Todo lo que ocurría era exactamente lo que yo había soñado, pero en ese momento me parecía mentira que pudiera estar suce-diendo realmente. Era cierto, lo sentía en mis carnes, en el calor que emanaba del cuerpo del sargento Macana y en su dura polla, que se restregaba con mi paquete, también en pleno desarrollo.
Me soltó las manos y pude abrazarme a él, suspirando de emoción y recorrer su piel, sentirlo con mis dedos, que bajaban por su espalda hasta llegar al elástico de su calzoncillo. Metí ambas manos dentro de la tela y acaricié sus nalgas. Levantó su cabeza para mirarme y me sonrió.
– Pero bueno, todavía no te he visto -dije, dándome cuenta de que lo había tuteado por primera vez.
– Eso lo dirás tú, que esta mañana bien que te has recreado.
– ¿Sabías que te estaba mirando?
– ¿Qué si lo sabía? -Contestó él. -Llevas semanas mirándome y desnudándome con la mirada. ¿O te crees que no me había dado cuenta? Por eso te hice venir ayer.
Yo no salía de mi asombro.
– ¡Cómo te pusiste cuando me viste con ese pantaloncito de deporte! Tenías que haberte visto. Casi rompías el pantalón.
– Así que te habías dado cuenta. -Yo estaba un paco pasmado.
– Claro, de modo que esta mañana, cuando te vi mirar hacia la habitación, decidí comprobar sin era cierto lo que a mí me parecía o solo eran imaginaciones mías.
– Yo estaba aterrado, pero no podía evitarlo. Tenía que entrar y observarte. Era mi única oportunidad.
– Bueno, pues aquí me tienes. Antes me has dicho que querías verme. Aquí estoy.
Me puse de rodillas en medio de sus piernas y lo contemplé. Debajo tenía el cuerpo que más había deseado las últimas semanas y al verlo allí delante, tumbado ante mí, me hizo sentir dichoso. En la tela blanca se marcaba su polla en plenitud, pugnando por salir fuera de la contención del algodón. A mí la escena me ponía a mil. Me demoré mirando su cuerpo músculo a músculo. Acaricié mentalmente su du-ro torso y sentí también en mi imaginación sus fuertes brazos cogiéndome. Los ojos del sargento brillaban, producto de la excitación del momento, indudablemente. Yo callaba. Acerqué mis manos a él y lentamente le bajé el elástico del calzoncillo, deslizándoselo fuera con su ayuda, quitándome el mío después. Y me tumbé sobre él para besarlo de nuevo, mientras sentía nuestros sexos juntos.
Con mis besos fui bajando por su pecho y tripa, hasta llegar a su pubis, que olí, a la vez que él me acariciaba la espalda, la cabeza, acompañándome en mi des-censo. Con mi mano cogí por primera vez su dura polla y la mantuve enhiesta. La miraba; por fin la miraba, abiertamente. Abrí mi boca y me la metí, para iniciar un sube y baja lento, sintiendo la carne dentro. Pasados unos minutos, me salí y con la lengua recorrí sus testículos, mientras oía cómo de la garganta del sargento salían unos suspiros que me hacían ver que iba por buen camino.
Volví a la carga con su polla, sintiendo sus manos ayudarme en esa labor, acercándome a él un poco más cada vez. Entonces me giré y acerqué mi propia polla a su boca, iniciando un 69 que duró muchos minutos. No sé cómo no eyaculé nada más sentir la lengua del sargento Macana recorrer mi glande, o cuando con sus ma-nos abrió mis nalgas para pasarme uno de sus dedos por mi esfínter, rozándome apenas. Una descarga eléctrica hizo que me tuviera que contener. No quería por nada correrme tan pronto. Por un momento dejé de comer su glande, disfrutando de la lengua del sargento. Después bajé mi boca a sus testículos y me los metí uno a uno en la boca.
Él continuaba aún con mi polla en su boca, lo que me animó a seguir bajando con mi lengua más abajo. A duras penas desde mi postura podía llegar, pero el sar-gento intuyendo lo que yo pretendía me facilitó la labor, abriendo más las piernas para permitirme el acceso. Con mi lengua fui recorriendo el espacio que separaba sus testículos de su esfínter. Agarré por debajo sus piernas, por los muslos, mien-tras con mi lengua llegué a su esfínter y la introduje fuertemente en él. Inmedia-tamente en su garganta arreciaron los gemidos, mientras él comenzó a jugar con su dedo humedecido en mi propio esfínter, haciendo más fuerza cada vez.
Estuvimos un buen rato dilatándonos mutuamente, suspirando ambos de vez en cuando, hasta que me bajé de encima de él.
Me tumbé en la cama y él se colocó encima, besándome de nuevo y restre-gando su sexo contra el mío. Su lengua me buscaba salvaje, húmeda, recorriéndome por dentro. Yo le acariciaba la espalda, la cabeza, suspirando de excitación. Abrí las piernas, dejándolo a él en medio. Me sonrió y con sus ojos me preguntó lo evi-dente. Yo asentí.
– Hazlo así -le dije- quiero verte mientras me penetras.
Él sonrió.
Yo flexioné las piernas, mientras él me metió dos o tres dedos en la boca, ensalivándolos. Me besó de nuevo, al tiempo que con una mano llegaba hasta mi esfínter. Yo me dejaba hacer, exhausto de excitación. Mientras me besaba, con sus dedos hacía fuerza en mi esfínter, lubricándolo y dilatándolo.
Cogió mis piernas y las levantó, colocándolas sobre sus hombros. Yo lo miraba a la cara. Él hizo un gesto, como preguntándome si estaba preparado. Yo res-pondí con un movimiento de cabeza afirmativo, expectante. Colocó su glande sobre mi esfínter y mirándome a los ojos, empujó. Yo sentí cómo se abría paso en mi car-ne, abriéndomela. Una vez el glande dentro, se paró un poco para que mi cuerpo se acostumbrara a su polla. Mientras, me acariciaba el pecho y dejaba plasmar en sus ojos una expresión de pura excitación, de lujuria contenida. Y al cabo de algunos segundos hizo fuerza de nuevo y comenzó a meterme su polla poco a poco. Yo sent-ía cómo se abría paso dentro de mí. Cómo irremisiblemente, despacio pero sin inte-rrupción, me iba ensartando toda su polla dentro, hasta que pude sentir sus testí-culos aplastarse contra mis nalgas. Al mismo tiempo, yo gemía entrecortadamente, mis ojos clavados en los suyos. De su boca se escapaba un ronroneo y sus ojos eran un puro soplete ardiendo.
Lo sentía entero dentro, rompiéndome, invadiéndome entero, separando mi carne con su duro mástil. La dejó enterrada dentro de mí varios segundos, mientras me miraba y me sonreía. Yo estaba en la gloria. Aunque me sentía ensartado en su estaca, roto por dentro, me encantaba esa sensación de estar lleno, de sentir el calor de sus piernas contra mis muslos, que lo acogían con un inmenso placer.
Mientras dejaba que mi cuerpo se acostumbrase a él, bajó su cabeza y me besó. Su lengua se abrió paso dentro de mí, buscando con su calor el mío. Y me dijo:
– ¿Era esto lo que querías?
Yo solo pude lanzar un gemido de placer como signo de aprobación, mientras con mis manos llegaba hasta sus nalgas, apretándole contra mí. Me gustaba, me gustaba mucho, pero me gustaba sobre todo porque no me sentía utilizado, sino porque contra todo pronóstico, el sargento estaba usando una ternura que no le suponía. Me sentía terriblemente empalado por él, pero también abrazado por su mirada excitada y caliente.
– Umm -era todo lo que salía de mi boca.
Poco a poco fue sacando su polla casi entera, para volver a meterla despacio hasta el fondo y de nuevo la volvió a sacar para enterrarla ahora con más fuerza.
Yo no quería ni tocarme, porque sabía que en cuanto pusiera mi mano sobre mi polla, explotaría sin remedio. Y no deseaba que ocurriera tan pronto. El sargento fue acelerando más las embestidas, haciéndolas cadenciosamente profundas y cada vez más duras. La sacaba casi entera para volverla a enterrar ahora con fuerza, chocando sus testículos contra mis nalgas en pequeñas explosiones que me encan-taban. Yo acerqué mis dedos a mi esfínter para comprobar qué era lo que me esta-ba metiendo, para sentir su carne entrar y salir de mí. Más que acelerar el ritmo, las hacía más fuertes y profundas, pero tomándose su tiempo para disfrutar de cada golpe de cadera con que me follaba. Y lo estuvo haciendo por espacio de mu-cho tiempo, mientras me miraba disfrutar. Yo a veces cerraba los ojos, sintiendo su polla metiéndose en mí, sus testículos golpearme y su tripa rozándome los míos al apretarse contra mi cuerpo. Otras veces los abría para ver su cara de felicidad mientras notaba su esfuerzo para darme con fuerza, viendo su pecho sudado que acariciaba con mis manos o su cara de concentración, mientras intentaba sonreír. Veía en esos momentos cómo el sargento cerraba sus ojos en las embestidas más profundas y yo me sentía entonces desfallecer de placer, porque las percibía de-ntro de mí y al mismo tiempo sentía que el sargento estaba ahora solo conmigo, que toda su energía la estaba poniendo en mí y eso me encantaba. Con cada golpe suyo de cadera, su duro mástil se abría paso en mi interior con fuerza arrasadora, me rompía, me abrasaba por dentro y al tiempo que me poseía, yo sentía al sargento mío al cien por cien.
Al Cabo de un tiempo paró sus movimientos y se salió de mí. Se agachó y me besó, diciéndome después al oído:
– Ahora te toca a ti.
Se colocó con sus rodillas a la altura de mi pecho, yo en medio. Volvió a lu-bricarse los dedos con mi saliva y se humedeció él mismo. Cogió mi polla con su ma-no y mientras la mantenía hacia arriba, fue pasando el glande totalmente humede-cido de líquido preseminal por su esfínter, apretando poco a poco. Se fue sentando, haciendo presión y dilatándome con mi propia polla. E hizo fuerza, para que mi car-ne entrara en él. Noté cómo mi polla se abrió paso en su interior y se sentó hasta que tuvo toda mi estaca enterrada en su interior.
Se paró ahí y con una mano me revolvió un poco el pelo, sonriendo. Yo le acariciaba las piernas y le sonreía todo el tiempo, un poco alucinado. Pasados unos cuantos segundos se subió un poco y volvió a dejarse caer sobre mi carne. Yo no me podía creer que estuviera follando al sar-gento Macana, por más que todo lo hiciera él. Sentía su trasero tragándose mi po-lla, abrasándomela con su calor. Lo agarré de la cintura, más que por ayudar, por sentir debajo de mis manos su piel, por acompañarlo en sus movimientos.
– Eso es, fóllame, fóllame -me decía, mientras aceleraba sus movimientos.
Yo me movía desde abajo, siguiendo el ritmo. El interior del sargento me abrasaba la polla. Lo sentía ardiendo, apretándome. De su pecho resbalaban unas pequeñas gotas de sudor. Yo agarré su falo, enhiesto y lo masturbaba al mismo tiempo animado por sus acelerados suspiros.
Pasados unos cuantos minutos, el sargento se bajó de mí y se volvió a colo-car entre mis piernas, que cogió y se puso de nuevo sobre sus hombros. Su glande se posó en mi esfínter y presionó, sobrepasando otra vez mi entrada. Me la ensartó de un golpe, una vez que hubo tenido el glande dentro.
Yo gemía de placer, a la vez que le pedía que me la metiera, que me diera fuerte.
Él arreciaba las embestidas, que ahora eran fuertes y profundas, más rápi-das cada vez. Yo me cogí la polla y comencé a masturbarme, suavemente, sintiendo que no duraría mucho más.
– ¿Te gusta? ¿Eh? -me decía el sargento, aceleradamente- Pues toma, toma, es todo tuyo.
– Ahhh, ahhh -yo no podía hablar, sólo suspirar.
El sargento me estaba dando con todas sus fuerzas y yo sentía que con cada golpe de sus pelvis me arrasaba entero. Sus testículos chocaban contra mis nalgas con fuerza, en sonoras bofetadas. El ritmo se acrecentaba, al tiempo que aumentaron las obscenidades que me susurraba el sargento acompañando sus arremetidas.
A mí esa lascivia verbal me calentaba aún más, y le pedía que me diese fuerte, que me poseyera, que era todo suyo.
– ¿Lo sientes? -me preguntaba una y otra vez- ¿Lo sientes? Ahh, ahh -salía de su garganta cada vez que me penetraba.
Ya lo creo que lo sentía, estaba en la gloria.
– Me voy a correr -casi me gritó, acelerando el ritmo y la profundidad de las embestidas.
– No te salgas -le dije entrecortadamente- quiero sentirte dentro.
Y aceleré yo el ritmo de mi mano sobre mi propia polla, intentando correrme al mismo tiempo.
– Ahhhh, ahhhh -jadeaba el sargento.
Sentí el primer trallazo de semen inundándome con su calor, mientras de mi propia polla salía disparado contra mi pecho, también. En cada embestida suya no-taba salir borbotones de leche caliente, que me llenaba. La sensación de estar des-parramándome encima mientras el sargento me llenaba con su semen me hacía ge-mir entrecortadamente, convulsionándome con cada chorro que salía de dentro de mí. El trasero me ardía, y dentro de mí sentía un calor inundándolo todo.
Después del último estertor, el sargento se dejó caer sobre mí, suspirando y buscando mi boca con la suya. Yo bajé mis piernas, poniéndolas rectas, abiertas, el sargento en medio. Y lo abracé, hipando un poco de extenuación, de puro placer vivido.
Estuvimos así un buen rato, hasta que la erección del sargento fue bajando y se salió de mí. Me miró, con las dos manos sujetó mi cara y me besó, me besó lar-gamente, hasta que nos quedamos dormidos, exhaustos.
Nos dormimos.
Seguirá.
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