EL SECRETO DE NUEVA ESPERANZA: 21 años atrás… (Capítulo 3)
La historia retrocede 21 años en el tiempo, cuando Juan Pablo era un adolescente de 14 años. Aquí se inicia su historia de sexo en la hacienda Nueva Esperanza. .
Xavier empezó a leer las páginas de aquel primer diario.
Página por página trataba de entender lo que contenía aquel manuscrito, ya que por los años y la humedad, algunas palabras estaban borrosas, además de que la caligrafía no era la mejor y le resultaba difícil entenderle, sobre todo porque algunas palabras estaban en un idioma extraño, que por la forma de escritura supuso sería el quechua, lengua propia de los andes peruanos, sobre todo de la región de Ayacucho.
En la primera página, alguien hacía mención de otra persona; rápidamente, Xavier comprendió que ese alguien pertenecía a un rango ‘’inferior’’ de quien mencionaba, y todo parecía indicar, que el tema central escrito en aquellas viejas páginas, hablaban de algo prohibido, y desconocido para el resto de personas; después de todo, por algo era un diario.
21 AÑOS ATRÁS….
—Oye, papá… ¿Cuándo me vas a llevar a esa hacienda que tenemos en la sierra?. —preguntaba un joven Juan Pablo, de exactos catorce años, a su padre.
—Ya en un par de semanas, a ver si cuando estemos por ahí, con el frío de la sierra te quedan ganas de seguir portándote mal en el colegio el año que viene. Porque ahí sí que te agarro a correazos. —le respondía Raymundo, su padre.
—No, no… Vas a ver que no… —aseguraba Juan Pablo—. ¿Y qué es lo que hay por ahí?. —volvía a preguntar.
—Pues lo que suele haber por el campo; ríos, montañas, animales salvajes; chacras de cultivo de papa, maíz, café; serranos que trabajan la tierra, y principalmente, ganado de engorde.
—Y.. ¿cómo vamos a ir hasta allá?, ¿por carretera?..
—No, hombre, eso es muy cansado, —chistó Don Raymundo—. Vamos a ir en un helicóptero pequeño que compré el año pasado.
—Ah, ya.
—Pero de una buena vez te digo, que cuando estemos allá, no te quiero ver sentado, aunque sea te pones a arrear ovejas con los peones, o a sembrar verduras.
—Sí, claro. Lo que digas. —asintió Juan Pablo, pensando en que a su padre no le bastaba con haberlo metido a un colegio militar, sino que ahora lo tendría de peón.
Quince días después, Raymundo y su hijo se enrumbaban en un helicóptero tan pequeño, que solo cabían ellos dos. Debido a que el padre de Juan Pablo era un condecorado miembro de la Fuerza Aérea del Ejército Peruano, sabía muy bien como pilotar, y sus tratos con el gobierno le daban acceso y facilidades a muchas cosas, además de las que podía obtener gracias a sus empresas y la cuantiosa fortuna que heredó de su padre, el abuelo de Juan Pablo.
Desde la altura a la que iban, se podía observar las pampas ayacuchanas y un cielo azul, muy diferente al cielo gris de la ciudad de Lima. Juan Pablo se sentía muy asustado de ir subido en ese aparato, pero trataba de disimularlo para que su padre no lo notara y lo regañara.
Luego de un par de horas sobre el aire, Raymundo fue aterrizando lentamente sobre una plataforma construida para tal uso. Bajaron del helicóptero, y con las maletas en las manos, caminaron hasta la casa que estaba a unos pocos metros de la pista de aterrizaje.
Antes de que llegaran a la casa, un hombre de facciones muy diferentes a las de los típicos ayacuchanos, se les acercó apresuradamente. El tipo era joven, seguramente estaba entrado en sus treinta años y un poco más.
—Patrón, ¿cómo está?, le ayudo la maleta. —dijo aquel hombre, tomando el equipaje de Raymundo.
—Buenas, buenas, Celestino. Ya estoy por aquí. Este es Juan Pablo, mi hijo. —saludó Raymundo, presentando a su hijo.
—Buenas joven, bienvenido. —saludó Celestino.
—Hola, mucho gusto. —respondió Juan Pablo.
—Me lo traje porque anduvo de buen respondón con los profesores, me estaba haciendo quedar en vergüenza. —dijo Raymundo, refiriéndose a Juan Pablo.
El joven se avergonzó, y por su mente pasaban muchas lisuras en reclamo a su padre, por dejarlo en ridículo frente al peón.
—Me mandas a estudiar a un colegio militar, y no quieres que responda como hombre, ¿entonces para qué me mandas a estudiar ahí?. —increpó Juan Pablo en tono calmado a su padre, quien clavó una mirada frenética sobre su hijo.
Celestino conocía esa mirada en los ojos de su patrón, así que decidió adelantarse a entrar a la casa con la maleta de Raymundo en las manos.
El padre de Juan Pablo era un hombre educado bajo la disciplina, o mejor dicho brutalidad castrante, del ejército. Solía tener un carácter muy fuerte y no toleraba que nadie lo desafiara. Siempre infundía miedo al primer grito, por lo que los peones de la hacienda temían cuando hacían algo mal, ya que podían aguantar los varazos de la ira de aquel hombre.
—¡Vuélveme a responder así, carajo, y te arranco los huevos!, —le reclamaba Raymundo a su hijo, sujetándolo por el rostro con una mano, dejando sus dedos marcados sobre la piel blanca de Juan Pablo, que a pesar de sentir sus mejillas adoloridas, fundía su mirada sobre su padre en modo desafiante, mirándolo a los ojos y elevando la respiración, sin importarle ser mucho más débil y de menor estatura que su progenitor.
Raymundo rempujó la cara de su hijo con la mano, haciéndolo retroceder un par de pasos, y caminó hacia la casa. Juan Pablo levantó la mirada para ver a su padre caminar gallardamente delante suyo, giró la vista hacia el lado izquierdo y notó que un jovenzuelo, que debía tener la misma edad que él, lo observaba con timidez.
—Hola, —saludó Juan Pablo, muy seco, a aquel niño y prosiguió caminando—. ¡Bacán, más gente que vea como mi viejo me trata igual que basura!, —pensó en su mente, mientras caminaba.
Pedro, el muchacho al que Juan Pablo saludó, no despegó su mirada del hijo del patrón hasta que se metió a la casa. Por aquella hacienda no solían ir muchas personas de la capital, mejor dicho, no solía ir ninguna; por lo que aquel muchacho, un poco mayor que él, le parecía muy extraño. Su piel era blanca y tenía el pelo un poco rizado, al mirarlo por la espalda se veía muy ancho, a pesar de que su cara aún no parecía la de un adulto. Sus ropas no eran como las de los ayacuchanos de Nueva Esperanza, eran prendas finas, de marca, a la moda; muy diferentes a las humildes vestimentas con las que se vestían los peones de la hacienda.
—Subiendo las escaleras, a la mano derecha, en la última puerta, ese va a ser tu cuarto. —le indicó Raymundo a Juan Pablo, quien subió sin siquiera decir una sola palabra, porque simplemente, odiaba ser mandado por su padre.
Raymundo volvió la mirada hacia Celestino, suspirando fuerte, como pidiendo paciencia para soportar el carácter de su hijo.
—¿Viste?, así es él, parece que me reta sin miedo, —dijo Raymundo.
—Paciencia, patrón, —le decía Celestino—. Todos los muchachos son así, acuérdese que usted era igualito.
—Sí, y mi papá me volteaba la cara de un cachetadón cuando me ponía malcriado. —reía Raymundo y se frotaba la barbilla—. Pero es que éste es peor de lo que era yo, ni por que está en un colegio militar se acomoda, ¿sabes lo que hizo?, le respondió mentándole la madre a uno de los profesores, por poco lo expulsan… lo bueno que el director fue amigo de mi papá, sino… habrase visto, haciéndome quedar en vergüenza a mí. Yo que también estudié ahí.
Celestino miraba y oía a su patrón, por momentos lo entendía y por otros lo compadecía, después de todo no le extrañaba que los costeños fueran tan malcriados, creídos, y exagerados. Le bastaba con ver a Raymundo.
—¿Y lo trajo a la hacienda pa que se le quite lo ‘’supay’’ (diablillo), patrón?. —preguntaba Celestino.
—Haber si con el frío de este lugar y conviviendo con los animales se le quita lo jodido. —respondía Raymundo, sirviéndose una copa de wiski—. Anda ensíllame mi caballo, que quiero ir a galopar un rato. —le ordenó al peón.
—Anri patrun (sí, patrón), —respondía Celestino a la orden de Raymundo.
—Y háblame en cristiano, carajo; que yo no entiendo tu lengua indígena. —reclamaba el patrón a su peón por hablarle en quechua, el dialecto de los andes peruanos.
Celestino asintió bajando un poco la cabeza y salió de la casa rumbo al establo donde estaban los caballos, le ensillaría aquel caballo pinto a Raymundo, ese de crin blanca que tanto le gustaba.
Juan Pablo acomodaba su ropa en el armario. El frío de la hacienda le calaba los huesos, pero la vista de aquel lugar era estupenda. El cielo de la sierra no tenía punto de comparación con el cielo de Lima, aquel era de color azul intenso, mientras que el Limeño era más gris que el acero, no en vano decían que Lima era la ciudad con el cielo como la panza de un burro, horrible.
De pronto, una ráfaga de aire frío entró por la ventana, dejando congelada la habitación, lo que obligó a Juan Pablo a caminar hasta la ventana para cerrarla. Apenas se acercó, vio a lo lejos una casita, a unos doscientos metros de la casa grande. No se podía observar bien por la distancia, pero parecía que había alguien recostado sobre una cama, con las piernas levantadas en el aire.
Al estar un poco lejos no se apreciaba bien lo que hacía, así que corrió hasta su maleta y sacó unos binoculares, regresó a la ventana y colocándose el objeto a la altura de los ojos, pudo notar que se trataba de aquel niño que había visto hacía rato, al llegar. El muchacho estaba tendido sobre su cama, con las piernas abiertas y masturbándose, pero lo que más le sorprendió fue que se metía uno de los dedos por el ano, con una intensidad bárbara, hasta que se corrió en chorros de semen sobre su pecho, luego se colocó el pantalón y desapareció de aquella habitación.
Juan Pablo fue bajando lentamente los binoculares de sus ojos, había quedado taciturno de ver a aquel joven masturbarse y penetrarse el ano con los dedos.
—¿Qué haces?. —le preguntó Raymundo, entrando de golpe al cuarto y sin tocar la puerta.
Juan Pablo se asustó y cerró la ventana.
—Nada, solo estaba viendo por la ventana con los binoculares.
—mmmmm…. Cuidadito con estar viendo a que hembrita levantarte. Esta gente de por aquí no es como la de Lima. —le reclamó Raymundo
—¿y qué de malo hubiera en querer agarrarme a una cholita de por aquí?.
—Esta gente no cree en los noviazgos casuales, si te le acercas a una serranita seguro va a querer casarse.
Juan Pablo rió incrédulo por lo que le decía su padre.
—¿Casarse?, no inventes.
—¿No me crees?, por aquí las costumbres son muy diferentes. Todos los que trabajan en esta hacienda tienen hijos a una edad muy joven. ¿Viste a Celestino?, es el capataz de la hacienda, él apenas pasa de los treinta años y ya tiene un hijo casi de tu edad.
—Me estas jodiendo…. —decía Juan Pablo, sorprendido.
—Aquí solo saben sacarse la mierda trabajando en el campo, la mayoría son analfabetos, otros apenas estudian la primaria y luego cada quien termina de crecer un poco más para hacerse de familia. Es la vida de los serranos. —decía Raymundo—. Así que, mucho cuidado, webón; no quiero que me vengan a joder las pelotas con que embarazaste a alguna chibola de esas.
—Hay viejo, no te hagas, —hablaba Juan Pablo en tono sarcástico—. Estoy bien seguro que aquí aprovechas para meterle verga a alguna de esas mujeres, me pregunto cuántos hermanos tendré en este lugar.
—Háblame bonito, webón. —Raymundo levantaba la voz—. La diferencia aquí es que yo soy el patrón, el que les da trabajo. Además, tendría que ser bien idiota para dejar hijos por aquí, suficiente castigo tengo contigo.
A Juan Pablo le quemaban las orejas al oír eso, le molestaba que su padre siempre le sacara en cara lo mal hijo que era.
—Voy a salir a dar una vuelta a caballo, ¿quieres venir?, —le preguntó.
—No, gracias. Tengo mucho frío, y me siento un poco mareado.
—Debe ser el mal de altura, ya te acostumbraras.
Raymundo salió del cuarto de su hijo, fue hasta el establo y cabalgó sobre el lomo de su caballo.
Esa noche, Juan Pablo se masturbó incontables veces. Apenas cerraba los ojos, lo primero que soñaba era que se cogía a ese muchacho. Que le pedía que lo penetrara con brutalidad, mientras se abría las nalgas y preparaba el ano para recibir en si interior el enorme falo de carne dura. Se lo imaginaba suplicando por sexo, ansioso de que le reventara el culo, y por más dolor que sintiera, no se acobardaba del tamaño de su pene, a pesar de llorar y morder las sábanas de su cama mientras el catre rechinaba, golpeando contra la pared por las embestidas que le daba. Esa noche, el frío en su cuerpo se disipó con el calor de adolescente cuyas hormonas le calientan la cabeza, y solo quiere vivir teniendo sexo, mañana, tarde y noche.
Pasaron dos o tres días, Juan Pablo no se percataba del tiempo. Las horas y los días transcurrían muy lento, sin televisión, sin amigos, sin tecnología, todo se hacías más lento. El ayudar a sembrar hortalizas o levantarse temprano a ordeñar vacas lo ayudaban a distraerse; después de todo, estaba acostumbrado a la vida del colegio militar en el que estudiaba, que era muy similar a estar en el ejército.
Cada mañana, cuando su padre lo levantaba antes de que salga el sol, sentía como el frío le destrozaba los nudillos de las manos, eso era lo único a lo que no se acostumbraba. Sin embargo, había algo en lo que frecuentemente estaba pensando, algo que le provocaba tremendas erecciones y era el motivo de sus pajas diarias, aquel joven al que vio metiéndose los dedos en el ano, Pedro, aunque no conocía su nombre. Desde que llegó a la hacienda ya no lo había vuelto a ver, cada noche trataba de espiarlo nuevamente en su ventana con ayuda de sus binoculares, pero no podía ver nada.
Un día en el que el sol brillaba muy fuerte, Juan Pablo estaba colocando el forraje en los comederos de los caballos; cuando en eso, se acerca un grupo de hombres de aspecto sucio, cada uno montado en su caballo, entre ellos venía Celestino. Al llegar, aquellos hombres desmontaron y se sentaron en el suelo a resoplar por el calor que hacía.
—Buenas tardes, —saludó Juan Pablo a los peones.
—Buenas tardes tenga usted, wayna (joven). —respondió Celestino al saludo, seguido de los demás peones.
—¿Qué hacen, señores?, —preguntó amablemente, Juan Pablo.
—Por aquí estamos oiga, descansando un ratito del sol, a ver si llevamos las vacas a que tomen agua. —respondió Celestino.
—Ah, ya veo. Y, ¿a dónde las llevan?.
—Por aquí cerquita, a una laguna donde las vaquitas toman su agüita por las tardes.
—¿Les molesta si voy con ustedes a ayudarles? —preguntó Juan Pablo.
Celestino y el resto de peones se mostraron muy agradecidos con la iniciativa del hijo de su patrón.
—Claro que no… Vamos…. —asintió Celestino—. Ahí en el corral de las mulas hay una yegua mansita, voy a decirle a mi hijo Pedrucho que se la ensille. —Celestino quiso ponerse de pie para caminar, pero Juan Pablo lo detuvo.
—No se preocupe. Yo lo hago. —dijo.
Inmediatamente, el muchacho corrió hasta el corral de los mulares, al llegar vio a un joven de espaldas, con el pantalón sucio y sin polo. El joven tenía la piel blanca como Celestino, seguramente era su hijo, ‘’Pedrucho’’ como le decía, —raro nombre—, pensó Juan Pablo.
Aquel jovenzuelo era casi de su estatura, solo un poco más bajo y mucho más delgado. Tenía las manos mugrientas, y sobre su cabeza llevaba una gorra vieja para taparse del sol.
Juan Pablo se quedó observando como el muchacho trataba de ponerle la jáquima a un muleto de color zaino, muy arisco. Se acercó un poco más a la cerca del corral y le habló.
—Hola, ¿Pedrucho?… —dijo Juan Pablo, en tono de pregunta.
Pedrucho se dio la vuelta algo sorprendido, quedando frente a frente al hijo de Raymundo.
—Buenas, joven… —dijo él—. Soy Pedro, pero aquí todos me dicen Pedrucho, de cariño.
Juan Pablo sintió que el habla se le espantó al ver el rostro de Pedro. Sin darse cuenta se empezó a sonrojar, igual que el hijo de Celestino al tener muy cerca a Juan Pablo, quien al verle el pecho al muchacho, notó como su firme pene empezaba a despertar, marcándose notoriamente en su pantalón, y cuya erección no pasó desapercibida para Pedro.
El hijo de Raymundo tosió un poco para aclararse la garganta y poder articular palabra.
—Me…. me dijo Celestino que en este corral había una yegua que podía montar. —habló Juan Pablo con voz trémula—. Es que quiero ir a ayudar a arrear las vacas hasta donde toman agua.
—Ah, sí. Es esa de ahí, —dijo Pedro, señalando una hermosa yegua alazana—. Ahorita se la ensillo, joven.
—Gracias….. Pero puedes llamarme por mi nombre, soy Juan Pablo. —dijo poniendo su mano derecha para que Pedro se la estrechara.
El hijo de Celestino le dio la mano a Juan Pablo, sintiendo la virilidad de aquel joven en el saludo, que aunque tenía la mano muy suave y bonita, podía sentir la fuerza del agarre de la diestra, muy masculino. Juan Pablo, por otro lado, sintió lo rasposo de la mano de Pedro, producto del trabajo en el campo.
Apenas se soltaron del saludo, Pedrucho caminó hasta la yegua y le puso la jáquima que tenía en las manos, jaló al animal hasta sacarlo fuera del corral y lo amarró en la cerca, justo al lado donde estaba una silla de montar, la cual Pedro tomó y fue poniendo uno por uno sobre el lomo de la yegua, los peleros.
—¿Me puedes ir explicando cómo se hace?, —le pidió Juan Pablo—. Quiero aprender cómo se ensilla un caballo.
Pedro asintió. Le iba explicando paso por paso como se colocaba los implementos de monta sobre el animal. A medida que le enseñaba, Juan Pablo se le acercaba cada vez más por detrás, y podía sentir como un bulto duro le rosaba la nalga derecha.
—Y así es como se hace. —dijo Pedro, terminando de ensillar a la yegua, teniendo la piel completamente erizada y las mejillas rojas, por los nervios y la vergüenza.
Juan Pablo agradeció a Pedro, montó en la yegua y regresó trotando hasta donde estaban el resto de peones, listos para llevar el ganado a beber agua.
Juan Pablo cabalgaba arreando el ganado en su yegua alazana. Nunca en su vida había arreado un hato de vacas, mucho menos uno tan grande, eran cerca de trescientas cabezas. A medida que la yegua caminaba, los perros en el suelo le ladraban al ganado ayudando a arrearlo hasta el abrevadero.
Disimuladamente, el hijo de Raymundo observaba a Celestino, su cara, sus piernas, sus brazos, y pensaba que cuando Pedrucho creciera se parecería a él. Que si bien era cierto, Celestino no era feo, a pesar de ser serrano tenía las facciones europeas, heredadas a algunas personas de la sierra durante el tiempo de la invasión de los españoles; era alto y buen mozo, a diferencia del resto de Ayacuchanos que eran bajitos.
La imagen semidesnuda de Pedro no se le salía de la mente, y haber sentido el calor de sus nalgas en su entrepierna lo hacía alucinar aún más con ese muchacho.
A pesar de que Juan Pablo nunca había tenido nada sexual con otro hombre, no podía evitar sentirse excitado por los de su mismo género; en realidad, él nunca había tenido sexo con nadie, lo máximo que llegó a hacer fue dejarse chupar la verga de sus compañeros del colegio militar, como chantaje para que él no le cuente a nadie que lo encontró empinado y recibiendo verga por el culo de uno de los de quinto grado. Fuera de eso, sus fechorías sexuales se reservaban únicamente a masturbaciones que terminaban en prodigiosas eyaculaciones, comparándose con un garañón de fina estirpe.
Una vez que regresaron a la hacienda con el ganado, Juan Pablo divisó a su padre en los corrales, estaba fumando un cigarro. Dejaron a las reses en las pampas para que pasaran la noche ahí, y galopó hasta donde estaba Raymundo.
—Me alegra que no estés haraganeando, —dijo él, a su hijo.
—¿Me dejas ir al río a bañarme?, —preguntó Juan Pablo, pidiendo permiso.
—Ya es un poco tarde, te podrías perder. —refutó Raymundo.
A los pocos segundos se apareció Celestino, mientras Juan Pablo seguía insistiendo en querer ir al río.
—Noooo…. Te estoy diciendo que te puedes perder, —insistía Raymundo.
—Déjelo ir, patroncito. —intervino Celestino—. Que lo acompañe mi hijo, pa que no se pierda, y sirve que así, el wayna (joven) Juan Pablo va conociendo más el lugar.
Raymundo se mostró un poco cerrado a la idea, pero al final terminó aceptándola y dándole permiso a su hijo de ir a bañarse al río, acompañado por Pedro, quien fue llamado por su padre.
—Peeeedrooooo… —gritó Celestino.
Al instante apareció el jovenzuelo, aún sucio y colocándose el polo.
—Mande tayta (padre). —dijo éste.
—Acompaña al joven al río. —le ordenó su padre.
Pedro obedeció de inmediato, fue por un caballo, y al instante partieron junto a Juan Pablo en dirección al río.
Una vez que llegaron, cabalgaron unos cuantos minutos por la orilla hasta una parte donde el agua era menos caudalosa y había menos piedras. Ahí desmontaron y amarraron los caballos en un tronco.
Como el día estaba algo caluroso, Juan Pablo se quitó rápidamente la ropa y la dejó sobre una piedra, quedando completamente desnudo ante la vista de Pedro, quien se ruborizó tremendamente al ver el tamaño del pene de Juan Pablo, el cual se percató de ello y se pasó la mano por los testículos, como intentando provocar al muchacho.
—¿No te vas a meter al agua?. —le preguntó, tocándose la verga y metiéndose a las frías aguas del río.
Pedro estaba enmudecido por lo que estaba viendo. Siempre había oído que los de la costa eran algo descarados, pero jamás se imaginó estar en frente de uno de ellos. Aunque en el fondo, le agradaba lo que estaba viendo.
—Ehhh… Siiiii… —dijo, y empezó a desnudarse, mostrándole a Juan Pablo su lampiño cuerpo adolescente.
El hijo de Raymundo tuvo un choque de excitación al ver las delicadas nalgas de Pedro, tan tersas, brillantes y, seguramente, muy suaves al tacto. Inmediatamente, a pesar del agua fría, su pene, sumergido en esta, empezó a crecer sin restricción.
Pedro se metió al agua, tapándose la entrepierna con las manos, en señal de vergüenza. Juan Pablo se zambullía en el agua como si fuera un pez, aprovechaba para rosarse con el cuerpo de su acompañante, y sentir su suave piel. Luego de un momento, se puso de pie sobre una roca para secarse con el sol. Pedro observó el gigantesco pene de Juan Pablo, grueso y muy venoso, rodeado de una fina capa de vellos negros y un poco recortados. La boca se le hizo agua en ese momento, pero trató de disimularlo mirando a otro lado.
Juan Pablo sentía nervios en pedirle a Pedro que se la chupe, aunque el mostrarle el pene erecto era su forma de insinuársele. Sin embargo, el hijo de Celestino parecía no querer cooperar. Después, se sentó a la orilla del río, agarrándose el pene entre las manos y jalándoselo suavemente, mostrándole todo su vigor peneano a Pedro. Se imaginaba tenerlo apoyado contra alguna de las piedras de la orilla, reventándole el ano a pijasos, quitándose lo virgen de una buena vez, mientras Pedro lloraba al ser penetrado con semejante verga.
De manera disimulada, el hijo de Raymundo le hacía plática a Pedro para romper un poco más el hielo. Le preguntaba su edad, a lo que el joven respondió que tenía doce años; lo interrogaba con asuntos un poco más particulares, como si tenía enamorada, o si se masturbaba, cosas así.
Poco a poco, Pedro iba soltándose más, incluso se atrevía a alabar el tamaño del pene de Juan Pablo.
—Las mujeres deben de llorar con una así, ¿verdad?. —decía Pedro.
—Sí, no me la aguantan cuando se las meto. —mentía Juan Pablo.
Pedro miró al cielo, viendo que el sol estaba empezando a ser tapado por las nubes. Salió del agua, agarró su ropa y se vistió.
—Parece que viene la challcha (lluvia). —dijo.
—¿La qué? —preguntó Juan Pablo.
—La challcha, significa lluvia fuerte en quechua.
Juan Pablo se sintió algo frustrado por no haber logrado su objetivo de tirarse a Pedro, así que copio la acción de éste y también se empezó a vestir.
—Ese día…. Ese día que vine a la hacienda, —dijo Juan Pablo terminando de vestirse—. Te vi metiéndote los dedos por el culo.
Pedro se quedó frío al oír eso. Mientras, Juan Pablo se le fue acercando hasta estar a escasos centímetros frente a él.
—Chúpamela…. —volvió a decir Juan Pablo—. Chúpame la verga.
Al instante, Pedro obedeció y se arrodilló en la arena de la orilla del río, le bajó el cierre del pantalón y le sacó aquel monstruo de entre las piernas, abrió la boca lo más que pudo y se tragó la cabeza, la chupó esplendorosamente, mientras Juan Pablo lo agarraba de la nuca y lo sujetaba para que se tragara cada vez más de aquella verga.
Pedro sentía un sabor raro en su boca, pero no le desagradaba, por el contrario, le gustaba y quería seguir sintiéndolo en toda su cavidad bucal. Su garganta, luego de un rato, le empezó a doler por la invasión de la que era víctima; ya que el pene de Juan Pablo le atravesaba la campanilla, provocando en Pedro un ardor y lagrimeo en los ojos, además de esporádicas ganas de vomitar. Sin embargo, el deleite de mamar aquel grueso pene no tenía punto de comparación. Se sentía en las nubes, porque hasta ahí lo llevaba el deseo que sentía por el hijo de su patrón.
El hijo de Raymundo perdía la cabeza al sentir la humedad de la boca de Pedro alrededor de su enorme falo. Por momentos, Pedro sentía la necesidad de retirar aquella verga larga y gruesa de su boca, ya que Juan Pablo era muy brusco, y movía su pelvis como si estuviera follándole la boca y la garganta; sin embargo, el hijo de su patrón poco o nada le importaba la incomodidad del hijo del capataz, Celestino, así que seguía penetrándole la boca hasta atravesarle la garganta, haciéndolo que le ardieran las comisuras de los labios por el esfuerzo que hacía al abrir la boca.
A pesar de que Pedro no era el más experto chupando un pene, lo hacía bien; al principio le rosaba el glande con los dientes, pero con el transcurrir de los minutos iba perfeccionando su método, envolviendo a Juan Pablo en un mar de placer, llevándolo al límite, cuando de pronto, el vergón sintió como descargaba todo su acúmulo de semen en la garganta de Pedro. Le agarraba la cabeza con las manos y eyaculaba, impidiendo que Pedro pudiera zafarse, y luego de que terminó de eyacularle en la garganta, éste se apartó bruscamente, tratando de jalar aire al sentirse ahogado con el semen de Juan Pablo, mientras lo escupía al suelo casi vomitándolo y reflejando arcadas.
Pedro se apoyó con las manos en la arena, tosiendo y sintiendo un sabor nuevo en su boca. Era la primera vez que había probado el sabor del semen. Tomó un poco de agua entre sus manos y se enjuagó la boca y lavó la cara, también lavó su polo que se manchó de saliva y semen a la altura del pecho.
Juan Pablo permanecía estático, sujetándose la verga entre las manos, masajeándola suavemente hasta terminar de expulsar las últimas gotas de su esperma. Después de eyacular, sintió como si despertara de un sueño y cayó en la realidad, dentro suyo ardía una especie de incertidumbre porque aquello era aún muy nuevo para él.
Una vez que su falo fue perdiendo firmeza, se acercó al agua y la lavó, luego la guardó dentro de su pantalón y se subió el cierre, se lavó las manos y se acercó a Pedro, lo agarró con fuerza del brazo y lo jaló hacia él.
—Si le cuentas a alguien….. —dijo en tono amenazante.
—No le voy a contar a nadie…. Por Diosito…. —aseguró Pedro.
—Más te vale… porque si le cuentas a alguien, voy a hacer que a ti y a tu papá los corran de la hacienda. —lo amenazó, soltándole el brazo.
Luego, montó en su caballo y se fue a todo galope, mientras Pedro lo observaba desde la orilla, un poco asustado y extrañado por lo que acababa de vivir, ya que para él también era la primera vez que hacía eso.
El cielo se empezó a despejar, las nubes descubrieron al sol que volvió a brillar nuevamente, pero el aire empezaba a sentirse más frío.
Pedro montó en su caballo, las manos le temblaban por los nervios, en su mente aún tenía muy presente el pene de Juan Pablo, y en su boca estaba el sabor de su semen. Golpeó los costados del caballo para que el animal empezara a caminar, y cuando estaba en plena marcha, a escasos metros vio a Juan Pablo, montado en su yegua y sin ir para ningún lado, con la vista al cielo.
—Parece que ya no va a llover, —dijo.
—Eso parece, creo que más tardecito será. —afirmó Pedro.
—Y… ¿No quieres más?, —preguntó Juan Pablo, tocándose el bulto del pene.
—No sé. —dudó el hijo de Celestino.
—Habla, ¿quieres o no quieres?, ¿o no te gustó?…. —volvió a preguntar Juan Pablo.
—Siiiii…. Rico es. —dijo Pedro, sintiendo electricidad en el estómago.
—Te la meto en el culito, ¿qué dices?… —le ofreció el hijo de Raymundo.
—¿Y si me haces doler mucho?.
—Te la meto despacito. Habla. —insistió Juan Pablo.
—Sígueme, —dijo Pedro, pasando delante de Juan Pablo, quien lo siguió en su cabalgadura.
Ambos se metieron por un camino un poco oscuro, tapado de vegetación. Cabalgaron unos cuantos minutos hasta llegar a una parte donde se formaba una especie de cueva.
—Aquí nadie nos puede ver. —dijo Pedro.
Los dos bajaron de sus caballos y entraron a la cueva.
—Ya sabes que hacer. —ordenó Juan Pablo a Pedro, quien se arrodilló en el suelo y le bajó el pantalón al vergón.
Otra vez, Pedro empezó a mamar aquella verga grande como la de un caballo, la succionaba con un hambre voraz, dejándola bien húmeda con su saliva.
Juan Pablo terminó de quitarse el pantalón que lo tenía por los tobillos, se sacó el polo y le quitó la ropa a Pedro, lo colocó en cuatro y le abrió las nalgas, observó muy excitado aquel agujero anal, rosadito y sin vellos, lo escupió y empezó a pasarle la lengua muy suavemente.
Pedro arqueaba la espalda al sentir la lengua de Juan Pablo en su ano, arranques eléctricos recorrían su cuerpo de principio a fin.
De pronto, empezó a sentir algo distinto a la humedad de la lengua, era algo más tosco y grande. Juan Pablo había colocado la cabeza de su enorme pene en el esfínter anal de Pablo.
—Prepárate, te la voy a meter. —dijo Juan Pablo, en cuya voz se notaba que estaba súper excitado.
—Despacito…. —suplicaba Pedro, presintiendo la sensación de dolor que tendría.
Juan Pablo empezó a hacer fuerza para que su gran verga empezara a entrar en el muy estrecho ano de Pedro; sin embargo, el otro muchacho lejos de aflojar el culo, lo apretaba más, impidiendo que el mazo de carne dura de su poseedor lo invadiera.
—Afloja el culito. —le decía Juan Pablo, empujando cada vez más.
Luego de tanto intentar penetrarlo, al fin entró la cabeza. Pedro soltó un grito que hizo eco por toda la cueva, y se tumbó en el suelo, agarrándose el ano, muerto de dolor.
Juan Pablo intentaba hacer que se le pasara el dolor, y en cuanto sucedió, volvió a intentar penetrarlo, casi obligándolo.
—No te muevas…. Ábrete el culito… —le ordenaba.
Nuevamente, el glande entró por segunda vez, un poco más fácil que la primera. Pedro mordía su polo con furia para no gritar hasta que se le desgarrara la garganta.
Otro empujón más y entró un tercio del total de la verga de Juan Pablo, se quedó quieto un rato para que el ano de su pasivo se acostumbrara a tal grosor.
Pedro sentía como el culo se le partía en dos, era como si se lo rajaran. Cuando Juan Pablo empezó a moverse, muy suavemente, al sacarle la verga dejándole únicamente el glande adentro, notó un ligero rastro de sangre, seguramente por la nula costumbre de ser penetrado.
El hijo de Celestino gemía como si agonizara, pero muy en su interior disfrutaba el momento, a pesar del inmenso dolor en su ano que lo hacía llorar. Ya no pedía que Juan Pablo se la saque, al contrario, quería que se la metiera por un largo rato, aunque no se veía en la capacidad de resistir que se la metiera toda.
Juan Pablo le metía la verga a Pedro hasta la mitad, verlo y oírlo gemir y hasta llorar, lo excitaba aún más; sobre todo, porque a pesar del dolor, Pedro no le pedía que parara. De pronto, tomó al muchacho por las caderas, aumentó la velocidad de las embestidas y se soltó al disfrute del sexo. De su primera vez.
Lo apretado del ano de Pedro generaba en la verga de Juan Pablo un placer indescriptible.
—¿Te gusta? —le preguntaba.
—Siiiiiii… —respondía el jovenzuelo, con la voz trémula.
Hubo un momento en el que Juan Pablo le sacó por completo la verga del culo a Pedro; al salir, el ano hizo un sonido igual al de una botella cuando se descorcha, dejando un boquerón dentro del cual, el hijo de Raymundo escupió más saliva y metió nuevamente ese macizo pene caliente.
En cada mete y saca sentía excitantes cosquillas en todo el falo, una sensación mayor a la de solo masturbarse viendo revistas porno.
Pedro gemía y se babeaba, casi inconsciente por el dolor y placer que recibía en su ano. Al sentir los puyazos del glande de su penetrador contra su próstata, reacciones nerviosas recorrían todo su cuerpo. Sentía que el pene de Juan Pablo le iba a salir por la boca, a pesar de que solo tenía dentro la mitad.
—Cáchame piernas al hombro, —pidió Pedro.
Juan Pablo obedeció al instante y lo giró, colocándose las piernas de Pedro en los hombros, metiéndole la verga de una sola estocada.
Al estar en esa posición, por impulso y sin pensarlo, Juan Pablo se acercó al rostro del otro y se fundieron en un fogoso beso, espadeando sus lenguas e intercambiando saliva.
Pedro aruñaba la espalda de Juan Pablo, dejándole las marcas de sus dedos, mientras este metía su pene cada vez con más intensidad, llegando el momento en el que se lo clavó casi entero en el ano a Pedro, dejándole muy adentro en las entrañas, su semen de varón, seguido por un rugido como el de una fiera en celo, a la vez que Pedro se masturbaba y bañaba su abdomen con su corrida, apretando y dilatando el ano involuntariamente, como si con su esfínter tratara de cortar el pene de Juan Pablo, igual que se corta la punta de un puro.
Juan Pablo cayó sobre el cuerpo de Pedro, completamente exhausto y con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo físico del sexo. Levantó un poco la cabeza, mirando a los ojos a Pedro y le dio besos de piquito. Le sacó el pene, y apenas lo hizo, salió una enorme cantidad de semen.
Pedro casi no podía pararse, las piernas le temblaban y se agarraba el vientre con las manos, aun así estaba satisfecho de que Juan Pablo se lo haya cogido como hacen los verdaderos machos. Se incorporó lentamente y sentó de cuclillas sobre el suelo. Sentía ganas enormes de defecar, pujó un poco y expulsó aire y el semen que Juan Pablo le dejó en el interior.
—¿Te gustó? —le preguntó el hijo de Raymundo.
—Sí. Rico estuvo. Pero me hiciste doler el culo. —respondió el muchacho.
Juan Pablo rió un poco y luego le ayudó a Pedro a vestirse.
El menor casi no podía caminar por el dolor que tenía en el ano, con un poco de esfuerzo se subió al caballo y cabalgó, junto a Juan Pablo, de regreso a la hacienda.
Cuando llegaron, Celestino vio que Pedro, al bajar, caminaba raro, como adolorido.
—Es que una culebra me asustó el caballo, y me tumbó. —inventó al ser interrogado por su padre.
—Anda donde tu mamá para que te sobe manteca de ovejo para el dolor. —dijo Celestino a su hijo—. Esos animales de mierda, cualquier día van a matar a algún cristiano. —renegó el capataz.
—Siiii…..son muy peligrosos, —disimulaba Juan Pablo, viendo a Pedro con malicia.
En cuanto los dos jóvenes fueron a dejar los caballos al establo, Juan Pablo miró a todos lados para cerciorarse de estar a solas con Pedro.
—Oye, no se te olvide que no debes decirle a nadie. —le dijo.
—No te preocupes, de mi boca nada va a salir. —aseguró el menor.
Hola Mateo gran relato amigo sigue contando estare esperando el proximo capitulo…… 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉
Gracias, amigo…. 😉
Que bakan, me encantan tus relatos bro, aunque, estoy seguro o que estas siguiendo una linea literia a las expresiones, yo tambien soy serrano 🤙🏼
Trato de seguir lo más próximo las expresiones de la sierra de Ayacucho. Yo soy de Ceja de selva, así que por aquí tenemos un modo de hablar algo distinto. Espero estar haciéndolo bien… jjjj 😉