EL SECRETO DE NUEVA ESPERANZA: Degradación… (Capítulo 6)
Una discusión entre Pedro y Juan Pablo los lleva a un incidente de sexo forzado….
»Disculpen, pero desde el capítulo anterior no ando muy creativo ni inspirado…»
—¿Qué haces?, —preguntó Celestino a su hijo Pedro al verlo metido en el confesionario.
—Nada, tayta (papá)… Solo estaba curioseando. —respondió el adolescente.
—Sal de ahí… antes de que vaya a venir el padrecito y te jale las orejas por estar jugando con las cosas de la iglesia… Anda deja éstas monedas en el limosnero, mejor… —dijo Celestino, dándole unas cuantas monedas a su hijo, para que las depositara en un recipiente que estaba a los pies de la imagen de la Virgen María.
Pedro corrió hasta el limosnero y depositó una a una las monedas, cuando estaba terminando de hacerlo se apareció Fray Thomas, quien al ver a Pedro solo atinó a sonreír cándidamente.
—Gracias por tu donativo, hijo… —dijo el fraile.
Pedro clavó la mirada en Fray Thomas, lo saludó sin mostrar ninguna expresión en la cara y salió a paso ligero.
Celestino se persignó y salió de la iglesia, detrás de su hijo.
—Espérate… Pedrucho… —gritaba, tratando de alcanzarlo.
—Mande… —dijo Pedro.
—¿Y a ti qué mosco te picó?… El señor cura te agradece y tú a las justas lo saludas.
—Ese Padre no me da buen agüero, tayta… tiene cara de malo. —decía Pedro.
—No digas eso, sonso… Bien upa (tonto) eres… ¿Cómo vas a decir eso del padrecito?… —le reclamaba su papá.
—Pa mí que ese es el supay (diablo)…
—Camina, ya… Vamos a la casa, mejor… Pura sonsera dices tú.
Celestino y Pedro caminaron fuera de la iglesia, rodearon ésta viendo a lo lejos la camioneta de su patrón ir a toda velocidad.
Ambos caminaron unos cuantos metros y llegaron hasta donde habían dejado amarrando sus caballos, montaron en ellos y galoparon de regreso a la hacienda.
Raymundo estaba revisando unos papeles en su oficina, mientras que Juan Pablo estaba sentado en la fuente del patio de la hacienda leyendo un libro que, desde hacía varios días, no podía continuar.
De pronto, el sonido de los cascos de los caballos en los que Celestino y su hijo venían, se oyeron. Juan Pablo levantó la mirada y saludó a ambos. Pedro lo observó, las imágenes de Juan Pablo y Fray Thomas en el confesionario le revolvían la cabeza; solo atinó a contestarle el saludo con un leve gesto y pasó de largo hasta el establo de los caballos.
Juan Pablo se quedó taciturno ante la actitud de Pedro, éste siempre era callado y poco social, pero ese día parecía hasta molesto.
—Buenas, joven Juan Pablo, —saludó Celestino.
—Hola Celestino, ¿cómo está?… —correspondió Juan Pablo al saludo con amabilidad—. ¿Le pasa algo a tu hijo? —preguntó.
—No le haga caso, joven. Ese niño es medio upa (tonto) por días. Seguro amaneció ideático.
—Ah, ya veo.
—Con permiso, joven. Tengo unas cositas que hacer. —se despidió el capataz.
Celestino bajó de su caballo y lo amarró en el barandal junto a otros caballos ensillados.
Desde hacía ya varios días, Juan Pablo había notado como la gente de la hacienda andaba un poco más apresurada de lo normal, incluso en la ciudad, cuando fueron a ver al Padre Régulo, notó que estaba adornada con alusiones navideñas.
De pronto, cerró su libro y caminó hasta el establo donde estaba Pedro.
—Hey, ¿qué haces?, saludó al muchacho.
—Hola, —respondió el hijo de Celestino, un poco distante.
Juan Pablo miró para todos lados, cerciorándose de que no hubiera nadie cerca, e intentó agarrarle la mano a Pedro para llevarla hasta su entrepierna.
Apenas Pedro sintió el tacto de Juan Pablo, apartó la mano bruscamente.
—No nos ve nadie, —dijo Juan Pablo, intentando tocarle el trasero al muchacho.
—Pero no quiero que me toques pues…
—¿Qué mierda te pasa?, —preguntaba Juan Pablo algo eufórico.
—¿Qué hacías con el Padre Thomas? —preguntó Pedro de manera tajante.
—¿Qué?… ¿De qué me… —divagaba Juan Pablo, estupefacto ante tal pregunta y queriendo desviar el tema.
—No te hagas el sonso… Yo los vi saliendo a los dos del confesionario, hasta botaste la cochinada al suelo… —decía Pedro, refiriéndose al semen de Juan Pablo.
—¿Y…?¿Cuál es el problema?, me tiré al Padre Thomas pues… ¿Por qué te molestas?…
Pedro se quedó observando a Juan Pablo, notando ese nivel de cinismo y pecaminosidad en sus ojos.
—Yo creí que solo lo ibas a querer hacer conmigo… —dijo Pedro con la voz trémula y algo apagada.
—¿Qué…?¿acaso eres mi hembrita, mi enamorada, o mi mujer?… No seas tan webón… —dijo Juan Pablo con una risa socarrona—. ¿En serio creíste que tú y yo…?
Los ojos de Pedro empezaron a cristalizarse llenándose de lágrimas, apretó los puños con fuerza mientras en su interior algo dolía. Agachó la mirada al suelo, avergonzado por la risa burlona de Juan Pablo, luego la volvió a levantar y como si la rabia lo poseyera, se abalanzó sobre Juan Pablo lanzándole un puñetazo en la barbilla, haciéndolo tambalear.
El hijo de Raymundo se sobó la quijada con la yema de los dedos, adolorido y enfadado miró unos segundos a Pedro y luego le devolvió el golpe, acertándole un puñetazo en el ojo izquierdo, tumbándolo al suelo y agarrándolo a patadas en el estómago.
—¿Quién mierda te has creído para levantarme la mano, webón?… —dijo Juan Pablo, estampándole la cara contra el suelo a Pedro, ensuciándosela de caca de caballo—. ¡CONCHATUMADRE… HIJO DE PUTA! —le insultó, luego se marchó del lugar.
Pedro yacía tendido en el suelo, embarrado en excremento de caballo, con el orgullo sobajado y la hombría despedazada.
Se levantó del suelo, limpió el estiércol de su rostro empapado de sus lágrimas, y caminó hasta su casa, adolorido, pero sobre todo humillado. Al llegar, pensó que su padre podía estar dentro, por lo que decidió no entrar y en lugar de eso mejor se fue a las duchas de los peones. Entró en uno de los cubículos y abrió la llave, mojó todo su cuerpo desde la cabeza a los pies, se desnudó y arrojó la ropa mojada a un lado; trataba de limpiar su cuerpo de la suciedad, más no podía hacerlo de la humillación.
Juan Pablo entró a su cuarto muy enfadado, la osadía de Pedro al haberle propinado un golpe en la cara le demostraba que ese muchacho tenía agallas, aunque comparado con él, era débil físicamente; ya que Juan Pablo, al estudiar en un colegio militar, tenía instrucción en defensa personal y combate cuerpo a cuerpo, lo que dejaba a Pedro en una abismal desventaja; aun así, tuvo el valor de enfrentarlo.
—¡Conchasumadre!… ¡Indio de mierda… mugroso!… —Mentalmente, Juan Pablo, vociferaba insultos en contra de Pedro—. Debí haberle sacado la mierda a ese webón, —pensaba.
Caminó hasta el espejo y notó que tenía la barbilla colorada por el golpe, eso lo enfadó aún más. Volvió a salir de la casa y fue de vuelta al establo en busca de Pedro, pero ya no lo encontró ahí. Caminó un poco más allá, buscándolo con la vista y sin poder encontrarlo. Llegó a las duchas, oyó el ruido del agua cayendo y vio la ropa de Pedro en el suelo, frente a un cubículo que tenía la puerta cerrada.
Se acercó a la puerta y parándose en las puntas de los pies observó por sobre esta; ahí estaba Pedro, sobando eufóricamente su cuerpo.
Juan Pablo se quedó observando la anatomía del hijo de Celestino, su piel pálida y trigueña, su espalda era espigada, sus nalgas firmes y redondas, por las cuales Pedro pasaba sus manos quitándose el exceso de jabón.
De inmediato, el pene de Juan Pablo empezó a despertar, a pesar de la tremenda eyaculada que había tenido horas antes con el fraile. Ver a Pedro desnudo despertaba en el hijo de Raymundo un morbo inigualable, por lo que con la vista se cercioró de que no hubiera nadie cerca, se quitó la ropa y entró a la ducha.
Pedro solo reaccionó sorprendido al notar que la puerta se abrió, se tapó la entrepierna con las manos y pegó su espalda a la pared de la ducha. Su sorpresa era grande al ver a Juan Pablo desnudo y con el pene levantándose en el aire, en pleno crecimiento de su erección.
Juan Pablo cerró la puerta y pegó su cuerpo contra el de Pedro, sintiendo su calor y pasando sus manos por la cintura de éste, bajándolas hasta su firme trasero. Pedro intentó apartar a Juan Pablo de su cuerpo, pero éste era más fuerte y lo estaba sujetando con fuerza.
De pronto, el hijo de Raymundo estampó sus labios firmemente contra los de Pedro, su lengua le invadió la boca, mientras que sus brazos le rodeaban la cintura, aprisionándolo contra su pecho.
Pedro intentaba zafarse del agarre de Juan Pablo, más no lo lograba.
—Déjame… —suplicaba Pedro.
—¡QUÉDATE QUIETO!, —le ordenaba Juan Pablo, rempujándolo contra la pared de la ducha.
Pedro intentó salir de aquel cubículo; sin embargo, Juan Pablo lo hizo aquietarse con un puñetazo en el estómago, que hizo a Pedro caer en el piso sin aire.
—PUTA MADRE… YO NO TE QUIERO GOLPEAR, PERO TÚ ME OBLIGAS… —dijo Juan Pablo, acariciando con maña la cara de su víctima.
Pedro fijó su mirada en la cara de Juan Pablo, vio con ojos llorosos como en el rostro de éste no cabía la prudencia, solo el morbo y la lujuria, por lo que decidió ya no ejercer resistencia.
Juan Pablo se puso de pie frente a Pedro, agarrándose la verga ya erecta le daba golpecitos en la cara a éste, el cual solo cerraba los ojos sintiendo los topetazos calientes en su frente, mejillas y labios.
La dureza del pene de Juan Pablo era tanta, que en cada encontronazo en la cara de su víctima dejaba una marca rojiza.
—¡TRÁGATELA! —bufó Juan Pablo.
Pedro abrió la boca lo más grande que pudo y se metió la tremenda verga. Después de un rato, Juan Pablo lo arrinconó contra la esquina del cubículo y le metía la verga en la boca con una rapidez y una fuerza brutal, clavándosela hasta la garganta, casi atorándolo; prácticamente, le violaba la boca.
El pobre muchacho solo lagrimeaba al sentir la invasión de una cosa tan grande que le llegaba más allá de la campanilla. Las arcadas se hacían presentes y, en cada vez que parecía vomitar, expulsaba borbotones de saliva que mojaban toda la verga y los testículos de Juan Pablo, quien solo se limitaba a bufar como un verraco.
—UFFFF… ESO… ASÍ… QUE RICA BOQUITA… —gemía.
Un rato después de estarle metiendo la verga en la boca, Juan Pablo levantó a Pedro del suelo y lo apoyó con furia contra la pared.
La cara del muchacho era aplastada bruscamente en el muro frío, obligando a levantar las nalgas y no ofrecer resistencia a lo que continuaba.
Juan Pablo bajó su cara hasta la abertura anal de Pedro y enterró su lengua en aquel esfínter rosado e intimidado por la rudeza del dominante. Igual de rudos eran los lengüetazos en el esfínter anal de Pedro, quien solo sentía la calidez del sinhueso de Juan Pablo en su ano, mojándolo con su saliva, raspándolo con los movimientos circulares de su órgano del habla.
En cada pasada, la lengua de Juan Pablo recogía el sabor de la inocencia de Pedro, procesándolo en el interior de su boca y aumentando su libido sexual.
Fuertes palmadas rebotaban y dejaban marcada la mano de Juan Pablo en las nalgas de Pedro, como muestra de la excitación y dominancia del primero sobre el segundo; deseando poseerlo en su totalidad, y marcarlo con su esencia como si fuera de su absoluta propiedad.
Juan Pablo escupió la entrada del ano de Pedro, luego se untó un poco de saliva en la punta de su colosal pene, apuntó directamente en el esfínter del más joven y empezó a introducirlo, abriendo paso entre sus paredes anales casi de manera obligada.
—Ay… ay… me duele… —lloriqueaba Pedro.
—Uffff… que rico… —bufaba Juan Pablo—. Tu culito se siente bien cerradito y apretadito. —alardeaba extasiado, penetrando bruscamente el ano del hijo de Celestino.
Pedro trataba de soportar el dolor y transformarlo en placer como la primera vez, pero en esta ocasión las penetraciones era violentas y obligadas, únicamente se dejaba hacer lo que Juan Pablo quería hacerle, porque sabía que si ejercía mayor resistencia el dolor sería mucho más grande.
En su mente, Pedro intentaba pensar en la vez que disfrutó perdiendo la virginidad de su ano en la cueva, sin embargo, la situación era diferente. Trataba de soportar la violencia de Juan Pablo, pero lejos de eso, solo sentía que explotaba por dentro. Esta vez, los roces contra su próstata no descargaban electricidad, sino que parecía que ésta se le reventaría en cualquier momento.
Juan Pablo, por otro lado, alucinaba ser un garañón que cubría a una hembra en celo. La excitación le hacía creer que Pedro disfrutaba del momento tanto como lo disfrutaba él; ya que la estrechez del ano de su víctima, al querer negarse a sus penetraciones, le hacían contraer aún más las paredes anales, haciendo que el pene de Juan Pablo sintiera mayor exquisitez en cada vez que entraba y salía.
El dolor era inmenso. Gruesas lágrimas salían de los ojitos de Pedro y resbalaban por sus coloradas mejillas, sentía unas ganas inmensas de gritar y llorar a viva voz, pero eso hubiera puesto en alerta a que alguien los descubra, y ambos queden marcados con aquel acto vergonzoso.
—¿Te gusta? —le preguntaba Juan Pablo.
Pedro quería gritar que no, pero ni siquiera se atrevía a hablar.
—¿Te gusta? —volvió a preguntar Juan Pablo, dándole una bofetada que hizo a Pedro ver lucecitas.
—¡SIIIII!… Sí me gusta… —respondía Pedro, apretando los ojos y con la voz entrecortada, arañando la pared, sintiendo que su hombría y su dignidad ya no podían caer más bajo.
Juan Pablo aumentó la furia de sus embestidas, la entrada y salida de su macizo pene quemaba el ano de su víctima, quien apretaba los puños impotente de no ser capaz de defenderse, sintiendo las piernas temblarle y con la seguridad que en cualquier momento caería al suelo muerto de dolor, mientras su victimario solo satisfacía su ego varonil.
El hijo de Raymundo sacaba su pene por completo del enrojecido ano de Pedro, y una vez afuera lo volvía a meter de una manera bárbara, salvaje y violenta, dejando a aquel muchacho en un estado en el que fácilmente hubiera podido perder el conocimiento.
—Ohhhh… Que rico… —resoplaba Juan Pablo, igual a una bestia en celo, extasiado de placer.
Pedro solo soportaba el dolor, apretaba los dientes hasta casi rompérselos, cerraba los puños y tensaba sus músculos por la impotencia y la humillación. Lo único que deseaba era que Juan Pablo se vaciara rápido dentro él, para que así su pesadilla terminara.
De pronto, la rápidas embestidas del abusador pasaron a ser mucho más rápidas y bruscas, lo que obligó a Pedro a ya no contener sus gritos, sin embargo, estos fueron callados por la mano de Juan Pablo, que tapó su boca apretándosela con fuerza.
—Ya acaba, por favor. —suplicaba Pedro.
—Uffff… Ya casi… me vengo, me vengo… —vociferaba entre susurros Juan Pablo, enterrando su verga profundamente en el ano de su víctima, soltando gritos de algarabía y júbilo en cada chisguete de semen que salía de su pene e inundaba las entrañas de su víctima.
El interior de Pedro quemaba, el semen de Juan Pablo le ardía, y su dignidad estaba deshecha.
Juan Pablo hacía unos movimientos de cadera más lentos, con los ojos en blanco por el éxtasis que vivía en tan potente eyaculación. Una vez que le retiró el pene del ano, su semen escurría por las piernas de Pedro, manchado con algunos tintes de sangre.
Al sentir Pedro su ano vacío, se apoyó con todo su peso en la pared y fue cayendo lentamente hasta quedar sentado en el piso, completamente adolorido.
Juan Pablo miró a su víctima, y aún extasiado por el momento vivido, agarró su pene entre los dedos y con un poco de esfuerzo, orinó a Pedro de los pies a la cabeza; luego abrió la llave de la ducha, se mojó todo el cuerpo, lavó muy bien su verga que poco a poco iba perdiendo dureza, y salió del cubículo; recogió su ropa y se vistió, luego se fue del lugar; mientras tanto, Pedro yacía acurrucado en el piso, arrinconado y con el agua cayendo que lo mojaba, llorando amargamente por el horroroso momento que acababa de vivir. El ano le ardía, le dolía, le quemaba. Rastros de sangre y semen se mezclaban con el agua del piso que viajaba hasta la coladera.
Pedro, luego de un rato, se levantó del piso y paró justo debajo del agua de la ducha. Aun llorando y con dolor, agarró el jabón blanco y lo frotó por todo su cuerpo, tratando de borrarse su vergüenza por medio del baño y el llanto.
Empezaba a atardecer y el frío de la sierra resoplaba con fuerza.
Juan Pablo bajó a la cocina por algo tibio para beber. Al entrar saludó a las sirvientas; vio que Pedro estaba parado en el marco de la puerta, y tenía el ojo izquierdo inflamado.
—Toma papacito, —le decía una de las sirvientas, dándole un manojo de hierbas y un frasco con algún tipo de ungüento—. Muele estas hierbitas y te tomas el zumo, con eso se te quita la fiebre, y ésta pomadita te la colocas en el ojo para que se te deshinche.
—¡Yusulpayki! (gracias). —dijo Pedro, agarrando el manojo de hierbas con el ungüento y salió de la cocina.
Juan Pablo lo observó brevemente y de manera disimulada, mientras se servía un jarro de leche tibia.
—¿Qué tiene el hijo del capataz? —preguntó disimuladamente a la sirvienta, una vez que Pedro ya no estaba.
—Pobrecito el Pedrucho… Lo ha tumbado el caballo, por eso anda su ojito hinchado y le ha dado fiebre. —dijo la mujer.
Juan Pablo regresó su mirada a Pedro, observándolo a lo lejos marcharse lentamente, caminando con cierta dificultad.
Por un momento, se arrepintió de todo lo que le había hecho horas antes.
Amigo sigue cotando me gustan tu serie de relatos siempre lo estoy esperando solo relajate y veras que tu imaginacion sera creativa la verdad eres muy bueno para esto de hacer relatos….. y saludos amigo… 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉
Hola, saludos de Lima, muy buen relato, excelente trama, realmente se nota que tienes talento y capacidad para estos temas, me gusta tu estilo descriptivo. Por la historia asumo que eres de Perú, pero tengo ciertas dudas por algunas palabras que empleaste al principio. Me gustaría contactarme contigo, quizás te pueda dar algunas ideas simplemente conversar. Un abrazo, y no dejes de escribir.
Muchas gracias…