EL SECRETO DE NUEVA ESPERANZA: El coronel Alfonso Villegas… (Capítulo 7)
Un día de jugadas de gallos en Nueva Esperanza da origen a un evento que para Pedro resulta en algo inolvidable..
Después de tanto tiempo continuo con los relatos de El secreto de Nueva Esperanza. Mil disculpas por haber demorado tanto en continuar…
Pedro tenía la mirada perdida en el limbo de sus pensamientos. El roce del aire sobre su trigueña piel le recordaba las caricias violentas de Juan Pablo, aquel día en el que lo violó en las duchas. El cuerpo se le erizaba; una sensación febril se apoderaba de todo su ser al reproducir en su frágil memoria aquella traumática experiencia, llenando sus ojos de lágrimas, las cuales limpiaba de sus mejillas disimuladamente, porque como dicen por la sierra, los hombres no lloran.
—¡Pedro!… ¡Pedro!… ¡Peeedroooooo! —gritaba Celestino casi al oído de su hijo, sacándolo de su trance—. ¿Qué pue te pasa, mijo? Llevas varios días hecho el soncito.
—Nada, tayta. Es que me ha quedado doliendo la espalda desde que me tumbó el caballo —respondió el muchacho.
—Deberías ir con don Chano, el huesero, pa que te vea si tienes algún hueso roto.
—¡Nooo! —exclamó Pedro, en tono exaltado y casi gritando; recogiendo unas monturas del suelo del corral—. Con la grasa de oso que me estoy poniendo se me quita el dolor.
De pronto, una ráfaga de avellanas se extendió por el cielo azul de la hacienda.
—Hoy día hay baile en el pueblo, dicen que ha venido Ada Chura. El patrón me ha dicho que quiere que lo acompañe porque van a haber jugadas de gallos y novilladas— decía Celestino.
A pedro muy poco le importaba lo que se celebrara en el pueblo. El continuaba perdido en sus memorias fatigantes y lastimeras.
—¡Celestinooooo! —se oyó una voz varonil, era la de Juan Pablo—. Te anda buscando mi viejo.
—Ya voy, joven —habló el capataz, saliendo a toda prisa del corral de los caballos y dejando solos a los dos muchachos.
Pedro sintió un poco de miedo al notar que no había nadie más que él y Juan Pablo en el corral. Quería salir corriendo de ahí, y en cuanto intentó hacerlo, la mano firme y varonil de Juan Pablo lo tomó por el brazo derecho.
Juan Pablo sintió como Pedro temblaba igual que un perro en el frío. El hijo del capataz evitaba mirarlo a los ojos.
—No me tengas miedo —suplicó Juan Pablo soltando su agarre.
Pedro permanecía totalmente mudo y de espaldas. Solo se oía como sorbía su nariz. Había empezado a llorar amargamente.
Juan Pablo miró a todos lados cerciorándose que nadie estuviera cerca o pudiera verlos y se acercó más a Pedro, le acarició los hombros pegando su pecho con la espalda del muchacho y sintió su calor; la sangre de Pedro corría aceleradamente por su cuerpo esbelto. Lentamente le dio vuelta hasta quedar frente a frente, y como si tuviera un nudo en la garganta, habló.
—¡Discúlpame! —suplicó Juan Pablo—. No fue mi intención lastimarte ¿me perdonas?…
Pedro continuaba callado, con la mirada fija en el suelo polvoriento sobre el cual caían sus lágrimas.
—¿Me perdonas? —insistía Juan Pablo— ¿Me perdonas?… ¿Me perdonas?
El hijo de Celestino levantó poco a poco la mirada conectándola con la del hijo de su patrón, y suavemente afirmó con la cabeza. Juan Pablo le besó los labios con algo de brusquedad y lo abrazó haciendo que el pecho de ambos se fundiera uno contra el otro.
—Ahora, solo no vuelvas a hacer lo que hiciste ¿sí? —Habló Juan Pablo—, no me vuelvas a hacer enfadar —dijo acariciándole la mejilla a Pedro, quien solo movió la cabeza de arriba hacia abajo en señal de aceptación.
Luego, Juan Pablo regresó a la casa grande. Pedro se quedó en los corrales con la
sensación de que aquellas disculpas del hijo de Raymundo no habían sido muy sinceras.
Cuando el rebelde hijo de Raymundo entró a la casa vio a su padre enfrascado en una amena plática, sostenida a la distancia, por medio del teléfono satelital de la hacienda. A su lado estaba Celestino acomodando fajos de billetes en un maletín.
—¡Me parece perfecto, compadre! —hablaba Raymundo con el teléfono pegado a la oreja—. Entonces te veo por el pueblo… un abrazo —y el hacendado colgó el teléfono.
—Ya está todo listo, patrón. Voy a llevar esto al carro, mientras los muchachos terminan de subir los gallos —dijo Celestino.
—Excelente… —exclamó Raymundo—. ¿Y tú? ¿Qué haces que no vas a arreglarte? —volvió a hablar, esta vez dirigiéndose a Juan Pablo.
—¿Arreglarme? —preguntó el muchacho en tono de confusión.
—¡Siiii!… ¡Arreglarte!… Vas a venir conmigo al pueblo —dijo Raymundo.
—Pero yo no quiero ir —rezongó su hijo.
—¡No tienes elección!… todos mis conocidos de este lugar van a estar en el pueblo y llevaran a sus hijos, yo no puedo ser la excepción —ordenó Raymundo.
Juan Pablo no tuvo más remedio que aceptar las órdenes de su padre y salió del despacho, ardiendo de ira y azotando la puerta.
Celestino manejaba la camioneta de su patrón con este de copiloto, mientras que en el asiento trasero venía Juan Pablo, con cara de pocos amigos y más encendido que una mecha de dinamita.
Apenas llegaron al pueblo, Celestino recorrió algunas calles para estacionarse frente a una fachada con un letrero grande y colorido que decía “COLISEO MONTERICO”, adornado a los costados con figuras de gallos en pleno combate.
Mucha gente entraba y salía de aquel recinto cargando galponeras y gallos de pelea entre las manos: unos vivos, otros agotados, y algunos muertos. Aquel espacio era un coliseo de peleas de gallos, que por aquella decembrina fecha era concurrido por todos los galleros de la zona a presentar sus mejores gallos que se batían a duelo, donde corrían las cajas de cerveza y grandes apuestas entre los aficionados.
Juan Pablo no era ajeno a la afición gallística o taurina de aquel lugar, puesto que en el colegio militar eso era algo popular entre maestros y alumnos. Sin embargo, lo que le molestaba era que no podría tener sexo ese día por estar lejos de la hacienda, ya que su acercamiento a Pedro aquella mañana había sido solo por la necesidad de copular ardientemente con el jovenzuelo, más no por un arrepentimiento sincero.
Apenas entraron al coliseo de gallos, los tres caminaron hasta un grupo de hombres que se encargaban de hacer el pesaje y poner coteja a los gallos aptos para pelear. De pronto, Raymundo sintió como alguien le palmeó la espalda, era el coronel Alfonso Villegas, su compadre.
Alfonso Villegas era un hombre alto y de aspecto varonil, con los brazos un poco musculosos y cara regordeta. Un gran aficionado de las peleas de gallos y las corridas de toros. Junto a Alfonso estaba una chica de facciones frescas y juveniles, muy bonita y parecida al coronel Villegas; era Julieta, su hija.
Raymundo y Alfonso se saludaron con un fuerte apretón de manos y un abrazo.
—¡Compadre! —habló Raymundo, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué tal, mi estimado? —lo saludó Alfonso.
Juan Pablo escaneó con la mirada a Julieta. No pudo evitar fijarse en los atributos de la chica, que apenas asomaban desarrollándose en su anatomía.
—¡Qué lindos pechitos! —pensó Juan Pablo observándole los senos disimuladamente.
Julieta notó las miradas de Juan Pablo, y sin cohibirse sonrió un poco para llamar aún más su atención.
—¡Hagan sus apuestas!¡hagan sus apuestas! —gritaba un hombre barrigón y un poco entrado en años, invitando a los asistentes al coliseo a apostar y soltar sus mejores gallos a la coteja.
—Me imagino que habrá traído buenos gallos para jugarlos, compadre —habló Raymundo.
—Desde luego, compadrito; como debe de ser. Usted suelte su Ajiseco y veremos cómo le va contra mi Puertorriqueño —dijo Alfonso.
—A ver pues —retó Raymundo—. Una cotejita para mi Ajiseco.
En la hacienda, Pedro escribía fluidamente sobre una libreta. Su caligrafía no era muy buena, pero esa era la forma que él tenía para sofocar su ansiedad y no tener que explotar en gritos de presión y rabia.
De pronto, se oyó el ruido de un carro acercándose por la entrada de la hacienda. Ya era muy entrada la noche y los que estuvieron por el coliseo: Raymundo, Juan Pablo, y Celestino, ya estaban de vuelta en casa. Pedro, que para esa hora ya debía estar durmiendo, apagó la lámpara de kerosene con la que se alumbraba y guardo en la pared de su cuarto la libreta sobre cuyas hojas escribía sus diarias vivencias. Rápidamente se metió bajo la frazada de su cama y simuló estar profundamente dormido.
Después de un rato considerable, en el que Celestino ayudó a subir a su patrón hasta su cuarto ya que se encontraba muy borracho, entró a su casa y caminó hasta su cama sobre la cual cayó exhausto, y de la que se levantó solo para encender la luz y desnudarse, ya que acostumbraba dormir sin nada de ropa.
Esa noche el cielo estaba muy despejado y había más luz nocturna a pesar de que no era luna llena. Pedro perdió el sueño en el que había caído; debían ser entre las dos y las tres de la madrugada. Intentó dormirse nuevamente pero un ruido lo puso en alerta, era una especie de chirrido similar al de las tablas de un catre; de pronto, otro ruido, esta vez un gemido, lo hizo levantarse sigilosamente buscando el origen del sonido.
Pedro caminó hasta llegar al cuarto de su papá, el ruido era más continuo y notorio.
—No te quejes muy fuerte, se vaya a despertar el Pedro —susurraba Celestino en voz baja.
—No me la metas toda entonces, solo la mitad —se oía la voz de una mujer.
—Muerde la frazada pa’ que no te estés quejando tan duro —decía Celestino.
—¡Ya! Pero ahorita métemela piernas al hombro y ya acaba de una vez, ya me hiciste arder la paloma —susurraba la desconocida chica.
—Bien que te gusta que te la meta duro.
Pedro observaba entre sombras opacas en el interior del cuarto de su papá, cómo este mantenía relaciones sexuales con una mujer.
En más de una ocasión había escuchado conversas entre los demás trabajadores de la hacienda, ellos decían que Celestino andaba cogiéndose a una que otra mujer que le daba entrada, algunas de ellas casadas. De una u otra forma no era algo raro en la mente de Pedro, ya que su padre era alguien que se conservaba joven y atractivo a los ojos de las mujeres; era alto, de bonitas facciones, muy varonil, y según contaban era todo un semental con la verga repleta de leche espesa.
Celestino se movía de manera eufórica sobre su amante, penetrándola con lascivia hasta explotar en su interior llenándole la vagina con todo el grosor de su macizo pene y su caliente semen de macho serrano.
En cuanto Pedro vio que empezaban a vestirse, regresó sigilosamente a su cuarto para que no notaran su presencia. Se metió a la cama y durmió; sin embargo, durante toda la noche la imagen de su padre fornicando se le aparecía a cada momento, pero no era algo que le molestaba.
Los días pasaron hasta que la navidad por fin llegó. En noche buena todos compartieron una rica cena, otros se fueron al pueblo a la verbena que se realizaba cada año.
La mañana del 25 llegaron a la hacienda unas personas, invitados de Raymundo; eran Alfonso Villegas y su hija, junto a algunos empleados de la hacienda Puente viejo, propiedad de Alfonso. Llegaban a pasar el día de navidad a Nueva Esperanza, con jugadas de gallos y mucho licor. Pedro, que se encontraba en el patio, se quedó con la mirada prendida sobre aquel varón de macizos brazos y regordetas mejillas que caminaba con porte gallardo hasta la casa grande, pegado a él venía Julieta, con estirpe sexi y de aspecto seductor.
Todos los invitados pasaron por al lado de Pedro, quien los saludó cordialmente. Alfonso estancó su mirada por un momento sobre el jovencito y esbozo una sonrisa coqueta que hacía brillar su masculino rostro. Julieta pasó casi sin mirarlo, podría decirse que ni notó la presencia del hijo de Celestino.
Los extraños entraron en la casa, desde cuyo interior se oían, un rato después, risas y gritos. De pronto, Celestino llegó acompañado de aquel visitante hasta los corrales donde su hijo trataba de lacear una potranca. Pedro se hizo el que no los veía acercarse, por alguna extraña razón, ese hombre le generaba cierto cosquilleo en la espalda.
—¡Pedro, mijo!… El señor es el dueño de la hacienda Puente Viejo, es compadre del patrón que ha venido a pasar el 25 por acá —dijo Celestino señalando a Alfonso—, llévalo hasta el galpón de los gallos pa’ que agarre unos pa’ que los jueguen ahoritita en el coliseo de la hacienda.
Pedro obedeció haciendo señas con la cabeza. Celestino dejó al coronel con su hijo y se retiró al pueblo a comprar cajas de cerveza, puesto que aquel día prometía ser de mucha celebración para los residentes de Nueva Esperanza.
—Venga por acá señorcito, por atrás de esos pinos están los gallos —dijo Pedro.
—Excelente, llévame por ahí, pues —exclamó Alfonso, invitando a Pedro a caminar delante de él para indicarle el camino—. Te llamas Pedro ¿verdad? —le preguntó al muchacho que sentía frío por los nervios.
—Sí, señorcito. Pedro me lo llamo, patrón.
Alfonso no pudo evitar reírse al notar la inocencia y sencillez de aquel jovencito púber.
—No me llames patrón porque yo no soy tu patrón. Mi nombre es Alfonso, y puedes decirme señor Alfonso si te sientes más cómodo —le dijo al muchacho pasando su robusto brazo por los hombros del pequeño, cuya carita apenas y le llegaba a la altura del pecho.
—Entendido, señor —afirmó Pedro.
Los dos caminaron el tanto de unos doscientos metros hasta llegar al galpón. Alfonso le acariciaba suavemente el pecho a Pedro con su venosa mano a medida que le hacía plática de cualquier cosa.
—Aquí es, señorcito —dijo Pedro abriendo con nerviosismo la puerta del galpón.
Alfonso entró y divisó con la mirada gallos de todos los plumajes y encastes. Habían gallos Camanejos, Asiles, Ingleses, Españoles, Shamos; de colores blanco, cenizo, chorreados, carmelos, giros, y muchos más.
—Por acá están los que ya sirven pa’ las peleas —dijo Pedro señalando una pared donde habían jaulas con gallos en su interior—. Y por acá están los que ya tienen más de una pelea —señaló a otro lado.
—Voy a llevar algunos de los que recién están para ser topados. ¿Cuál me recomiendas tú? —dijo Alfonso, colocando su mano en la cabeza de Pedro.
—Este de acá es bien bravo, señorcito —dijo el muchacho abriendo la jaula de un gallo color moteado, lo sacó y se lo dio a Alfonso.
El coronel recibió el ave en sus manos y clavando su mirada en Pedro habló una vez más.
—Dime Pedro, ¿Qué edad tienes?
—Doce años, señorcito.
—Entonces ya has de tener tu hembrita.
—No, no tengo, señorcito —respondió Pedro con algo de nerviosismo y vergüenza.
—¿No tienes? Yo a tu edad ya tenía mi hembrita, y me la andaba tirando hasta hostigarme —dijo Alfonso riendo lascivamente.
Pedro no pudo evitar sonrojarse por lo que dijo Alfonso y rió tímidamente.
—¿Nunca has cachado, Pedrito? —volvió a preguntar Alfonso.
Pedro negó con la cabeza.
—¿Ni siquiera te la jalas? —preguntó Alfonso una vez más.
Pedro dirigió la mirada al suelo totalmente avergonzado y con las mejillas sonrojadas.
—¿No me digas que te gusta la verga?¿Te gusta la verga, Pedrito? —preguntó Alfonso acercándose peligrosamente a Pedro, tomándolo por la barbilla con los dedos y levantándole la cara para acto seguido, invadirle la boca son su lengua en un hirviente beso.
El muchacho abrió los ojos como dos faros de carro, se sorprendió tremendamente con el beso que aquel macho le estaba dando, pero por alguna razón le gustaba, no era brusco como Juan Pablo, más bien se sentía apasionado, caliente y húmedo, el roce de los labios parecía quemarle los suyos y la lengua de Alfonso invadía cada espacio de su cavidad bucal.
El coronel paró el beso por un momento y volvió a meter el gallo que tenía en las manos de vuelta a su jaula, luego tomó a Pedro por la cintura y lo levantó en peso para tenerlo a la altura de su cara. Continuó besándolo y amasándole las nalgas. Después de un rato lo bajó al suelo y de un solo jalón lo despojó de su ropa haciendo él lo mismo con la propia. En cuestión de segundos estaban completamente desnudos.
Pedro prendió su mirada sobre el pene de Alfonso que ya evidenciaba una turgente erección; era grande y grueso, no tanto como el de Juan Pablo, pero sí de tamaño aceptable, lo suficiente como para hacerlo sentir vibrar. El pene del coronel era de tonalidad morocha, grueso y cabezón, tenía venas que se le resaltaban a lo largo de todo su tronco, mismo que evidenciaba una ligera curvatura hacia arriba. Los testículos eran como los de un caballo, grandes y redondos. Toda su área púbica estaba cubierta por una mata de pelo corta pero muy espesa.
—¿Te gusta? —preguntó Alfonso a Pedro, al notar como el jovenzuelo salivaba mirándole el pene.
Pedro asintió con la mirada, tímidamente y con la cara sonrojada. Alfonso se acercó más a él y volvió a besarlo, recorriéndole el cuerpo de arriba hacia abajo y viceversa, manoseándole completamente, chupándole los pezones que Pedro ya tenía duros por la excitación al igual que su mediano pene.
Rápidamente, Alfonso le dio vuelta al muchacho y hundió su cara entre las carnosas nalgas. Le escupió el ano rosado, ya recuperado del abuso por parte de Juan Pablo, y se lo lamió apasionadamente, dejándolo completamente humedecido. Pedro sentía lo ardiente de la lengua de Alfonso en su esfínter y no podía evitar sentirse extasiado por el placer que recibía.
—¿Quieres chupármela? —preguntó Alfonso, a lo que Pedro respondió de inmediato con un sí.
Arrodillado en el suelo, Pedro engullía de a pocos aquella maciza y dura pieza de carne caliente que babeaba preseminal de sabor algo dulce. Después de un par de minutos ya se la comía casi en su totalidad, muy suavemente y con ternura por momentos, y otros con fiereza, chupando cada pedazo de tan delicioso pene.
Sin que se lo ordenara, Pedro se incorporó de pie, dio media vuelta y colocándose un poco de saliva en el ano se apoyó contra una de las paredes del galpón, levantando la cola para dejarla expuesta a lo que proseguía.
—¡Métamela! —suplicó.
Alfonso no lo pensó dos veces y flexionó un poco las rodillas para bajar hasta la altura del ano de Pedro, tomó su pene entre sus dedos y lo dirigió hasta el esfínter del muchacho, posicionó el glande a la entrada del rosado ano y lentamente lo fue penetrando. Pedro sentía como aquel trozo de carne cálida abría las paredes de su ano hasta invadirlo por completo. Un gemido ahogado y gutural salió del pasivo que sentía el paraíso en su interior.
Alfonso no fue rudo, por el contrario, fue amable y pasional, depositó muchos besitos sobre la espalda y mejillas de su amante para no hacerle daño y que disfrutara el momento tan exquisito que vivían teniéndolo completamente ensartado.
—¡Ufffff!… Eso, así… Buen chico —le decía a medida que metía y sacaba lentamente su pene—. ¡Carajo, que rico culito! Lo tienes apretadito —le susurraba en el oído al muchacho que jadeaba con la boca abierta y los ojos cerrados, completamente cegado y babeando de placer.
—¿Te gusta? —le preguntaba Alfonso a Pedro.
—Si… Me gusta mucho, señorcito.
Las embestidas de Alfonso eran suaves, ya que así él aseguraba un mayor placer y de paso aguantaba las ganas de correrse muy rápido.
Después de unos minutos en esa posición, pasó sus brazos por el tórax de Pedro, y manteniendo sus rodillas un poco flexionadas lo levantó en peso como si el muchacho fuera de papel, y con la fuerza de sus brazos lo subía y bajaba para penetrarlo con un poco más de rudeza. Pedro solo gemía y jadeaba incesantemente mareado por la excitación y el placer de ser la zorrita de Alfonso.
—¿Te gusta?¿Sientes rico? —preguntaba Alfonso que ya empezaba a sudar.
—Siiii… muy rico
—Este papi siempre cacha rico —presumía Alfonso besándole la boca a su pasivo.
Con Pedro aprisionado en sus brazos, Alfonso caminó hasta una pila de sacos de alimento para los gallos, colocó al jovenzuelo de pecho sobre los costales y tomándolo fuertemente de la cintura lo penetró con una mayor intensidad. Pedro se mordía la mano para no soltarse en tremendos gritos de lujuria y placer, solo jadeaba intensamente al sentir su ano arder de manera gloriosa.
Alfonso penetraba a Pedro igual que un garañón cuando monta a una yegua en celo. Su velludo pecho, su rostro, y todo su cuerpo en sí estaban empapados en sudor de macho varonil que dominaba con el sexo a su presa carnal. Era tanto el placer, que el coronel no quiso y tampoco pudo, aguantar más y se soltó en intensos chorros de semen que Pedro sentía hervir en su ano y sus entrañas, a medida que Alfonso trataba de clavar lo más profundo que podía su macizo pene y bufaba como un león en pleno apareamiento, poniendo los ojos en blanco y cayendo sobre el muchachito que era aplastado por el peso de su macho preñador.
Después de unos segundos ambos se incorporaron de pie, quedando frente a frente y ahogándose en besos ardientes.
—Colócate de rodillas y abre la boca —ordenó Alfonso a un cansado Pedro que obedeció en el acto.
El coronel empezó a jalársela con tal intensidad que sudó aún más y de inmediato salieron chorros de más semen, el mismo que fue a dar a toda la cara de Pedro y el interior de su boca.
—Uffff —bufó satisfecho Alfonso, para acto seguido limpiar con su lengua el rostro de Pedro, que permanecía estático de rodillas sobre el suelo. Luego, el coronel metió su lengua en la boca del putito para dejarle toda su leche de macho para que se la tragara.
Los besos no se hicieron esperar. Culminó aquella sesión de exquisito sexo con besos con sabor a semen mentolado y dulce.
—Vístete. Ya nos demoramos mucho tiempo, pequeño —le ordenó Alfonso a Pedro—. ¡Ah! Y que esto quede solo entre nosotros, ¿sí bebé? —agregó dándole otro beso en los labios al muchacho que asentía con la cabeza.
Después de vestirse, los dos sacaron algunos gallos de sus casilleros y se retiraron del galpón.
—Compadre, ¿tanto se demoró? —le increpó Raymundo a Alfonso.
—Es que no me podía decidir por cuales gallos traer, pero Pedro me ayudo a elegir. ¿Cierto, Pedrito? —dijo Alfonso.
Pedro solo movió la cabeza en señal de afirmación.
Wao, ni bien vi en la lista de relatos me. Puse a releer todos los anteriores, que rico escribes bro, espero esta vez no te pierdas tanto tiempo
No manches ya tenias rato que no publicabas amigo y siempre esperando tus relatos bien venido y buen relato me gustan tus historias espero ya no demores mucho en publicar mas relatos saludos y ya estoy esperando el siguiente amigo….. 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉