EL SECRETO DE NUEVA ESPERANZA: Lluvia de lujuria… (Capítulo 4)
Llueve lujuria en la hacienda Nueva Esperanza.
Un día domingo, en el que el frío era intenso y la lluvia caía a cantaros del cielo, Juan Pablo estaba refugiado en una choza, había salido a dar la vuelta sobre su yegua y la lluvia le agarró en plena pampa, pero para su buena suerte, aún había en el llano antiguas casetas de piedra y techo de paja, muy antiguas, donde los pastores pasaban la noche cuando salían a pastorear su ganado.
Se quitó el poncho completamente empapado y lo tendió sobre un travesaño para que se secara. El frío y la lluvia cayendo lo hacían acurrucarse, tratando de darse calor con los brazos. Aquel ambiente solitario y friolento lo hacían desear que Pedro estuviera a su lado, para meterle la verga sin temor a que alguien los viera o escuche, le parecía excitante tirar en aquella choza con el campo inundado por la lluvia.
Sus deseos de sexo eran tan grandes, considerando que desde algunos días atrás no había podido volver a cogerse a Pedro, que se sacó la verga y la empezó a masajear suavemente. Sentir su calorcito en las manos lo calentaba un poco, rápidamente ese enorme pene despertó, estaba muy duro y con la cabeza enrojecida. Juan Pablo se escupía saliva en la mano para tenerla resbalosa y pajearse pensando en que era el ano de Pedro en donde la estaba metiendo. Recordar los gemidos del muchacho, y sus ojos llorosos por el dolor, lo ponían a mil de morbo y lujuria; sus hormonas le exigían cada día más y más sexo, su verga sentía la necesidad de eyacular a cada rato, a diario, varias veces al día.
Juan Pablo se masturbaba agarrándose el pene con ambas manos, y aun así le quedaba libre el glande, las venas le parecían querer estallar. Aquella gruesa verga estaba más dura que el acero, limpia y de color rosado, apetecible para todo el que la deseara.
Cerca de media hora después de empezar a pajearse, los potentes chorros de semen salieron como disparos de fusil, impactándose contra la pared de piedras de esa choza, manchándola igual que si le hubieran arrojado brochazos de pintura blanca. Juan Pablo ponía los ojos en blanco, cada vez que se corría sentía una ola de placer exquisita recorrerle todo el cuerpo, era como si los testículos se le contrajeran y lanzaran a través de la uretra del pene, ese elixir caliente de los varones arrechos.
Su hombría y virilidad, en forma de esperma más blanco que la leche, escurría por la pared de aquella vieja choza, mientras él jadeaba y sonreía extasiado por el placer. No le preocupaba gastar sus reservas de semen, por si se encontraba a Pedro, ya que rápidamente reponía fuerzas y su simiente sexual, gracias a su juventud, parecía infinito.
Apenas el aguacero cesó, el hijo de Raymundo salió de aquella choza, montó sobre su yegua alazana, a la que él llamaba ‘’Candela’’, y galopó lo más rápido que pudo, ya que el cielo presagiaba una tormenta aún peor que la que ya había caído.
Las nubes cubrieron el cielo azul, tornándolo negro. La luz del día se volvió tinieblas, la neblina se esparció por el llano, y el frío azotó con fuerza las extensiones de Nueva Esperanza.
Apenas Juan Pablo llegó a la casa, metió a la Candela al establo y él entró tiritándose de frío a la casa grande, buscando el fogón de la cocina para calentarse un poco.
—Alalaw (que frío)…. —vociferaban las cocineras, acurrucadas al lado de las hornillas de la cocina de leña.
—¡Buenas!, —saludó Juan Pablo.
—Rimaykullayki wayna (hola, joven). —contestaron las criadas.
—Frío hace, papacito, apéguese a la candelita pa que se caliente. —dijo una de las cocineras.
—Gracias. —correspondió Juan Pablo, acercándose al fuego.
Casi al instante, Raymundo apareció por la puerta de la cocina, cubierto con un poncho de lana que le llegaba casi hasta los pies.
—¿Dónde andabas?… —preguntó—. Yo preocupado que te había pasado algo en tremendo aguacero.
—Estaba cabalgando por la pampa, —dijo Juan Pablo—. Cuando venía de regreso me agarró la lluvia y me metí a una choza que había por ahí.
—Anda colócate algo seco, con este frío te vas a enfermar, seguro que sí. —le ordenó Raymundo a su hijo.
Juan Pablo subió a su cuarto, temblando de frío, mientras una tormenta más fuerte que la anterior caía sobre el techo de la casa. Se acercó a ver por la ventana, a lo lejos se podía notar que los campos por donde pastaba el ganado se empezaba a inundar por partes.
Los truenos y relámpagos resplandecían sobre el lugar, con cada estallido parecía que el cielo se caía a pedazos. De pronto, una tronadera inició. Parecía el sonido de los bombos cuando las bandas andan marchando. Era el río que había aumentado de caudal, arrastrando piedras y árboles, saliéndose de su cauce.
Juan Pablo bajó de nuevo a la cocina, el aire ahí era más tibio.
—¿Qué es lo que suena tanto?. —preguntó.
—Es el río que ha de haber crecido, —le respondió la cocinera.
—¿Y no es peligroso?. —volvió a preguntar.
—Nooo, papacito…. —se carcajeó la mujer—. Por aquí así es, pero que le vamos a hacer pue, si es la voluntad de Dios.
—Ponte mijita el cacho en la candela pa que no haga tanto viento. —le ordenó una de las cocineras a su hija, una niña de unos ocho años.
La pequeña sacó de debajo de la cocina un cacho de vaca y lo puso en el fuego, para que se fuera quemando poco a poco. Un rato después, el viento se fue aplacando, —¿será brujería?—, pensaba Juan Pablo, resistiéndose a creer lo que veía.
La lluvia continuó casi toda la noche, y al día siguiente, Juan Pablo se levantó y al salir de la casa vio los daños que había causado aquel aguacero.
Los árboles alrededor de la casa estaban agobiados, el patio estaba aún mojado, y el río aún sonaba muy fuerte.
En medio del patio de la casa, al lado de una fuente pequeña, estaba Raymundo fumándose un cigarro. El día había amanecido muy friolento, casi más que de costumbre.
—Buenos días, —lo saludó Juan Pablo.
—Hola. —respondió Raymundo.
—¿Pasó algo?… ¿la lluvia hizo destrozos?. —preguntó Juan Pablo.
—Nooo…. No tantos como creí. Ya los peones se fueron a ver si el río se desbordó y se llevó alguna vaca.
—Ahhh…
—Hace mucho frío, tápate bien, no te vaya a dar gripe. —decía Raymundo, desviando la mirada a una de las criadas de la casa grande que subía por los escalones que estaban al exterior de la casa.
Raymundo caminó disimuladamente en la misma dirección por donde pasó la sirvienta, subió las escaleras y se perdió entre el pasillo.
Juan Pablo, que se había dado cuenta de la actitud sospechosa de su padre, lo siguió disimuladamente. Caminó sin hacer sonar sus pasos y llegó hasta una de las habitaciones de huéspedes, caminó un poco más y a medida que se acercaba a la ventana de aquel cuarto, podía distinguir el clásico sonido de los labios al besarse.
La puerta de la habitación estaba cerrada, al igual que la ventana. Juan Pablo se acercó más, y por entre la abertura de la ventana, pudo ver a su padre junto a la sirvienta. Raymundo le estaba quitando la ropa a la muchacha, y ella a él.
Le sacó el vestido que tenía puesto y le empezó a chupar los pechos. Pasaba su lengua por aquellos pezones firmes de esos pequeños senos, duritos y firmes. Se los chupaba con suavidad pero derramando lujuria en su accionar; pasaba su lengua por el cuello de la muchacha, y con sus firmes manos le apretaba el suave trasero de ésta, pasándole los dedos por entre la raja de sus nalgas y entre los labios vulvares de su vagina, pequeñita y con poco vello púbico.
Aquella señorita, de no más de veinte años, jadeaba fuertemente y abría la boca cada vez que Raymundo le acariciaba cada parte de su anatomía con sus varoniles manos. Le aruñaba suavemente la espalda, pegando su cara a su pecho, dejándole ardientes besos en los pectorales.
Raymundo tomó a la jovencita entre sus brazos y la arrojó a la cama, se terminó de quitar el pantalón junto con la ropa interior y se posicionó al lado de su amante. Nuevamente empezó a recorrerle el cuerpo juvenil a besos, le chupaba los pezones bajando por su abdomen hasta llegar a su vulva, donde hundió su lengua. La textura de aquellos labios vulvares era irreales, suaves, turgentes, sedosos, con una fina capa de vello. Con los dedos le abría aquella vulva para poder ver su orificio vaginal y lamérselo, humedeciéndoselo y sacando de esa joven mujer, explosiones de placer.
—Que rica conchita. —susurraba Raymundo.
Tomó un poco de saliva entre sus dedos y la untó sobre el glande de su pene duro y venoso, no tan grande como el de su hijo Juan Pablo, pero fácilmente se aproximaba a los veinte centímetros. Colocó la punta del pene en el orificio vaginal de la sirvienta y empezó a metérselo, suavemente y con delicadeza, hasta chocar sus testículos contra la pelvis de la muchacha.
—mmmmm…mmmmm…mmmmm… —gemía la mujer, con la boca tapada por la mano de Raymundo, mordiéndosela para no soltarse en gritos intensos.
—¿Te gusta, cholita?. —le preguntaba Raymundo, con ojos cegados de concupiscencia y empujando su pene lo que más podía en el interior de su concubina.
La muchacha solo asentía con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y apretaba con toda su fuerza las sábanas de la cama.
Raymundo le colocó las manos en la cintura y empezó un mete y saca majestuoso, fuerte y placentero. Su amante gemía con gritos ahogados, mordiéndose los labios cada vez que el vello púbico alrededor del pene de Raymundo le rosaba el clítoris, y sus manos le apretaban los pechos; aquellas manos eran tan grandes que sus pechitos se veían pequeñitos cada vez que se los agarraba, como si acariciara dos naranjas.
Juan Pablo observaba extasiado aquella escena. Su padre era todo un macho cogedor que daba cátedra de sexo con esa señorita. Su pene había despertado y babeada, deseoso de sexo, de sentir el calor del interior de una persona, deseaba la tibieza del ano de Pedro, o de cualquiera que pudiera quitarle ese apetito sexual adolescente.
El hijo de Raymundo metió su mano dentro de su pantalón, tocó su verga muy húmeda. Observaba como su padre volteaba a su amante y la clavaba de perrito, tomándola de la cintura y luego jalándola por las largas trenzas, le agarraba las nalgas, jugaba con sus tetitas pequeñitas, le pellizcaba los pezones, etc. Le hacía todo lo que una mujer excitada desea que le haga un hombre.
La intensidad con la que Raymundo se cogía a esa muchacha era tal, que ésta gemía ya muy fuerte, por lo que tuvo que taparle la boca con la almohada de la cama, cuyo catre rechinaba y golpeaba contra la pared. La mujer de senos pequeños gritaba como si la estuvieran matando, pero de placer. Hasta que llegó el momento en el que Raymundo también empezó a bufar, aceleró sus embestidas y clavó su pene lo más hondo que pudo en el interior de la vagina de su amante, soltó un bramido y le llenó el útero con su semen. Fue tal la explosión de placer, que cayó rendido sobre el cuerpo de su querida, quien también parecía tener una explosión orgásmica, ya que mojaba las sábanas de la cama con chorros de su corrida femenina, y las piernas le temblaban.
Apenas Raymundo recobró un poco sus fuerzas, se levantó de la cama, resoplando como caballo cansado. Recogió su ropa del suelo y se vistió.
—Uffff… que rico estuvo. —dijo, secándose el sudor de la frente con la yema de los dedos.
La muchacha levantó su calzón y se lo colocó, luego recogió su vestido y procedió a ponérselo, mientras Raymundo terminaba de vestirse y se disponía a salir de la habitación.
Juan Pablo vio que su padre se acercaba a la puerta, así que se apresuró en correr por el pasillo para que no lo descubriera espiando, poco le importó si escuchaban sus pasos al correr. Bajó lo más rápido que pudo y corrió hasta el establo de los caballos.
—¿Qué tienes?, —oyó que alguien le habló por la espalda, a lo que Juan Pablo reaccionó dándose la vuelta bruscamente.
—¡Ay webón, me asustaste!. —gritó Juan Pablo, viendo frente a él a Pedro.
—¿Por qué corres?. —preguntó el hijo de Celestino.
—Ah…. Nooo.. por nada….. ¿Tú qué haces en el establo?.
—Nada….
—¿Y los demás? ¿estás solito?….
—Los demás están viendo si el río no se llevó ninguna vaca… Mi tayta (papá) está con ellos.
—Ah… ¿quieres chupármela otra vez?.
—Claro… rico es…. Vamos a la kincha de los gallos.
—¿Kincha?… ¿Qué es eso?..
—Es como una casa… ahí hay gallos de pelea.
Ambos jóvenes caminaron unos cuantos metros hasta llegar a un galpón, tenía las paredes hechas de guayaquil partido y barro, con el techo de paja. En el interior de aquella kincha había gallos de pelea, de todas las edades, colores y encastes, cada uno metido en su respectiva jaula.
—¿Tú crees que nadie nos va a ver aquí?. —preguntó Juan Pablo dudoso.
—Segurito que nadie va a venir. —lo tranquilizó Pedro, arrodillándose en el suelo para bajarle el pantalón—. Ya la tienes parada. —se rió al sentir la dureza del pene de Juan Pablo.
—Es que estoy con ganas de cacharte.
Pedro bajó el pantalón del activo, liberando de su prisión aquella verga majestuosa que salió golpeándole la cara. Abrió la boca lo más amplia que pudo y devoró el glande, en su lengua sintió el sabor salado del preseminal, le agradaba.
Juan Pablo cerraba los ojos y resoplaba, levantando la cara extasiado al sentir en su falo el calor de la boca de Pedro.
—Ohhh siiii… Chúpamela… —gemía.
Pedro agarraba con su mano el grueso pene de Juan Pablo, lo masturbaba a medida que lo chupaba.
—Chúpame los huevos. —le ordenó, y Pedro obedeció encantado, succionando con fuerza cada testículo.
Después de un buen rato comiéndole la verga, Pedro empezaba a sentir la boca adormecida, los labios le empezaban a arder por tener que abrirlos tanto.
—Métemela. —suplicó.
Juan Pablo colocó a Pedro en posición de perrita, le bajó el pantalón y le escupió el ano; apuntó su pene a la entrada anal del jovenzuelo, y con un poco de presión su rosado glande empezó a entrar, abriendo las paredes anales de Pedro, quien mordía su mano para no gritar a aspavientos por el dolor que sentía.
Poco a poco, la verga de Juan Pablo entró hasta la mitad. Pedro yacía con el pecho y la cara sobre el suelo del galpón, babeando y lagrimando por la mezcla de placer e intenso dolor que sentía, pero que no se atrevía a pedir que parara, por el contrario, quería sentir lo mismo que la primera vez.
—¿Te gusta?. —preguntaba Juan Pablo.
—Ujummmm…. —gemía Pedro, trémulamente y con los ojos cerrados.
Juan Pablo permanecía con las piernas algo flexionadas, pero aún de pie, sobre el trasero de su amante. Empezó a moverse lentamente al principio, y luego con mayor rapidez. El calor del ano del hijo de Celestino era incomparable, la calidez de sus paredes anales parecía succionarle la verga a Juan Pablo, quien hacía un gran trabajo penetrándolo y aguantando lo que más podía para no correrse rápido, ya que después de ver a su padre en plena acción, tenía la excitación a mil.
El gran pene entraba y salía del ano de Pedro, quemándole el esfínter. Cada metida parecía llegarle hasta la boca, traspasándole la próstata, y en cada sacada sentía que le quedaba un vacío en el interior.
De pronto, Juan Pablo sacó por completo su verga, se recostó sobre el suelo y penetró a Pedro en cucharita; en esa posición aprovechaba para tocarle las tetillas y chupárselas, besarle el cuello y la boca, mientras le reventaba el ano a pijasos.
La adrenalina de hacerlo en aquel lugar generaba en ambos un morbo exquisito, llenándolos de placer y lascivia. Juan Pablo se sentía el demonio de la lujuria poseyendo a Pedro, llevándolo hasta el punto máximo del pecado carnal, obteniendo de eso un placer fino y lascivo que no quería dejar de sentir.
Tomó a Pedro y lo levantó del suelo, lo apoyó contra las jaulas de los gallos y lo penetró con furia. Sus embestidas hacían temblar los anaqueles de madera dentro de los cuales reposaban las aves, que por el movimiento se sentían asustadas. Los cantos de aquellos animales avivaban la euforia sexual de Juan Pablo, que empezó a penetrar con mayor fuerza a Pedro hasta sentir las ganas de explotar dentro de él, luego de que el esfínter anal del muchacho se contrajera alrededor de su pene, después de provocarle una corrida por tan inmenso placer.
Apenas sintió como el semen viajaba por su uretra, hizo arrodillarse a Pedro en el suelo.
—Abre la boca…. —dijo Juan Pablo, soltando intensos chorros de semen en la boca de Pedro, el cual la recibió extasiado de lujuria.
Después de explotar alcanzando el clímax, ambos se miraron y empezaron a reír.
—Estamos locos… —dijo Juan Pablo con una risa burlesca en su cara.
Tres días después, Raymundo fue a la ciudad acompañado de Juan Pablo. Era diciembre y la navidad se acercaba; así que el señor Raymundo, fiel a su supuesta creencia en Dios, fue a la iglesia para dejar un donativo. Mientras platicaba con el sacerdote, Juan Pablo lo esperaba en las bancas donde la gente escucha misa. En eso, un hombre con una túnica de color oscuro apareció, aquel hombre era alto e imponente, de rasgos europeos y con una mirada sublime que reflejaba amor a través de sus ojos claros, se veía joven y bondadoso.
—¿Se te ofrece algo, hijo?. —preguntó con voz amable y un acento extraño, definitivamente no era peruano.
—Ahhhh…. No… es que estoy esperando a mi papá…. Está conversando con el padre Régulo. —respondió Juan Pablo—. ¿Usted quién es?, —le preguntó.
—Soy Fray Thomas, fraile y sacerdote misionero franciscano.
—Ahhh, pues mucho gusto Fray Thomas, yo soy Juan Pablo Castellanos. Noto en su acento que usted no es de por acá.
—Así es, soy francés. Tú tampoco pareces ser de por aquí.
—Yo soy de Lima, estoy por aquí por un tiempo. Vivo en la hacienda Nueva Esperanza.
—Oh, entiendo…. —decía Fray Thomas.
—Dijo que también es sacerdote, ¿verdad?. Eso significa que también puede ejercer el secreto de confesión, ¿cierto?. —dijo Juan Pablo, hablando casi involuntariamente, cegado por la belleza de aquel religioso.
—Sí… Aunque eso es responsabilidad del Padre Régulo, yo solo estoy de paso por unos días. Pero si deseas, puedo confesarte. ¿Quieres confesarte?.
—Sí, Fray Thomas.
—Bueno, vamos al confesionario.
Ambos caminaron hasta el habitáculo usado para la confesión. Fray Thomas entró en aquel cubículo de madera y Juan Pablo se arrodilló en la almohadilla del exterior, quedando separados por una delgada pared de madera y una rejilla.
—Ave María purísima… —dijo Fray Thomas.
—Sin pecado concebida….
—Dime hijo, ¿cuáles son los pecados que te afligen?…
—Padre, acúsome de haber caído en el pecado de la carne, la lujuria, lascivia y concupiscencia. —decía Juan Pablo, esbozando una sonrisa pecaminosa y cargada de maliciosa en sus labios.
Como siempre, una lectura interesante…