EL SECRETO DE NUEVA ESPERANZA: May Way (amor lujurioso)….. (Capitulo 8)
Las festividades póstumas de la época navideña desencadenan bajas pasiones y deseos entre Juan Pablo y Pedro..
Perdón por demorar casi un mes en volver a publicar, recién pude ponerme a escribir… Espero que el octavo capítulo de esta historia les guste. Decidí ponerle un título en idioma Quechua, que significa «Amor lujurioso»… De ahora en adelante van a ver esos tres asteriscos entre el texto, eso es para separar una escena de otra y que entiendan mejor la historia… Disfrútenlo… 🙂
El día de navidad transcurrió entre algarabía y jugadas de gallos en Nueva Esperanza. Los peones soltaban avellanas al aire que explotaban estrepitosamente en el cielo azul de la hacienda.
De rato en rato, Alfonso, lanzaba miradas lascivas a Pedrucho que sonrojaba sus mejillas bajando la mirada al suelo fingiendo no darse cuenta de la ojeada lujuriosa del coronel.
—¿Gusta otra Pilsen, compadre? —preguntaba Raymundo.
—¡Sí, por favor…! —respondió el coronel.
De inmediato, Raymundo dirigió un silbido a Pedro, ordenándole traer una botella de cerveza para el invitado.
El jovenzuelo buen mozo llegó con la botella de amargo licor que escurría gotas de agua helada del envase. La destapó y la espuma borboteó del pico de la botella como el semen de Alfonso horas antes. Pedro se sentía nervioso de tener a ese gallardo hombre otra vez tan cerca suyo. Sus memorias de la mañana le cosquilleaban en el estómago, o quizá era el masculino esperma de Alfonso regado en su interior que reconocía a su dueño.
—Creo que es momento de otra coteja, ¿no cree compadre? —habló Alfonso luego de sorber la fría cerveza.
—Usted dirá, mi estimado. Yo voy cien soles a este moro —dijo Raymundo agarrando entre sus manos un gallo de color gris cárdeno.
—¿Cien soles, compadre? —se rascó la barbilla el coronel—. Yo sabía que usted era medio amarrete, pero no creí que tanto… Mejor que sea un par de vaquillonas de cada lado, ¿qué le parece?.
—Me parece que hoy día está con ganas de perder, mi coronel —aceptó Raymundo la apuesta.
—A ver, cholazo —habló Alfonso dirigiéndose a Pedro—. ¿Cuál gallo me recomiendas tú? —preguntó.
Pedro sintió como todos los presentes, invitados y peones, pusieron la mirada sobre él esperando que diera una respuesta; incluso Juan Pablo se mantuvo atento a lo que Pedro iba a recomendar.
—Este de aquí, señorcito —habló Pedro, agarrando a un gallo inglés de pluma colorada cuya cola le arrastraba por el suelo.
Raymundo y Alfonso calzaron a los combatientes con puntiagudas espuelas de color blanco marfil; carearon a sus gallos y los soltaron al centro del ruedo.
El Moro se elevó por el aire encogiendo las patas para caer sobre el Colorado, con las patas por delante dirigiéndolas a la cabeza de su adversario esperando atinarle los espuelazos. El Colorado esquivó con astucia el primer ataque del rival, dio un giro inesperado y golpeó al Moro con la espuela en uno de los muslos. La sangre brotó rápidamente manchando las grises plumas del Moro que empezó a querer cojear.
La gente alrededor del ruedo de adobes bufaba alentando cada uno a su favorito mientras bebían cerveza y fumaban un cigarrillo.
Raymundo gruñó al ver a su gallo herido. Sacó un cigarro de la cajetilla que guardaba en el bolsillo de su camisa y lo prendió soltando unas bocanadas.
Alfonso aplaudía la agilidad del gallo elegido por Pedro, sintiendo que la victoria le era palpable a su tacto.
El Colorado volvió a atacar, esta vez sin éxito. Su adversario, aunque estando herido, logró esquivar las patadas y lo agarró de las plumas del cuello con el pico para llevarlo hasta el suelo polvoriento, logrando encajarle una de las espuelas en el ala derecha. El Colorado se puso en pie rápidamente, pero su ala estaba caída; al instante, su rival volvió a patear y a picotearlo, dos puntazos más cayeron en su ojo izquierdo y en su pecho, dejándolo casi moribundo.
Todos daban por ganador al Moro, mientras el Colorado se ponía en pie sin intenciones de ser el perdedor. El Moro, jadeante por el esfuerzo de la pelea, acudió nuevamente hacia su rival para liquidarlo; sin embargo, el Colorado, sacando fuerzas de flaqueza, logró atinar una patada cruzada que impactó de lleno en la barbilla del Moro, encajándole la espuela en su totalidad y sacándolo de circulación. El Moro aleteaba sobre el suelo agonizando, mientras Alfonso elevaba las manos al aire en señal de victoria, y todos alrededor le aplaudían al Colorado.
—¡Hay buenos gallos en tu cría, compadrito! —dijo Alfonso.
—La cría es buena, y el entrenador también —agregó Raymundo palmeándole la espalda a Celestino.
—Y yo tendré dos vaquillas más para mi hato —dijo el coronel Villegas.
***
Los días pasaron con rapidez y, después de la navidad llegaron el año nuevo y la bajada de reyes. El mes de enero ya casi se acababa, y un día Raymundo tuvo que salir acompañado de su leal capataz, Celestino, rumbo a la ciudad de Lima para atender algunos asuntos, entre los cuales estaba comprar el nuevo uniforme de Juan Pablo, ya que el que tenía empezaba a quedarle algo chico por lo rápido que su hijo crecía, además de comprar la larga lista de útiles que iba a necesitar apenas iniciaran las clases en el colegio militar.
Celestino, por otro lado, no podía darse el lujo de comprar lo necesario para su hijo Pedro en la capital, él esperaría regresar a Ayacucho para adquirir útiles escolares baratos. A pesar de ser un hombre poco letrado, el capataz quería que su hijo sea diferente a él y estudie alguna carrera.
Juan Pablo, aburrido en la casa, buscaba algo que hacer y qué mejor que salir a dar una vuelta a caballo por las pampas de la hacienda. Ensilló su caballo y partió a todo galope por los llanos de Nueva Esperanza. A lo lejos podía observar los toros de lidia de la hacienda Puente Viejo que pastaban en los cerrados que colindaban con las tierras de la hacienda de su papá. Se acercó un poco más al cerco de donde colgaban letreros que advertían de la presencia del ganado bravo; a la lejanía se podía oír el bullicio del agua corrediza del río, recordó la vez en la que por ese mismo lugar le quitó la inocencia virginal a Pedro y de inmediato su entrepierna dio un brinco por la excitación que aquel recuerdo provocaba en él. Jaló las riendas de su caballo y cabalgó hasta la orilla del río. Al llegar, el equino se sobresaltó por tremendo grito que Julieta, la hija del coronel Alfonso, soltó por la impresión de ser descubierta bañándose completamente desnuda en las frías aguas.
Juan Pablo no había notado la presencia de la bella joven, quien se cubría los pechos y la entrepierna con las manos. Su escultural figura en pleno desarrollo, y de gran atractivo, dejó anonadado a Juan Pablo, el cual solo atinó a tartamudear sin poder retirar la mirada de la muchacha.
—¡Pe… pe… perdón, no te vi! —se animó a decir algo avergonzado.
—¡Date la vuelta, no ves que estoy desnuda, idiota! —le reclamó Julieta.
Juan Pablo se cubrió los ojos con la mano, fingiendo no ver nada, mientras la muchacha salía del agua y tomaba su ropa para acto seguido vestirse con rapidez. El pene de Juan Pablo, que para entonces ya estaba semi erecto, terminó por despertar completamente al poder divisar el emergente vello púbico, que más parecía lana suave, sobre el monte de venus de Julieta; por un momento, el hijo de Raymundo alucinó saborear los rosados pezones de la joven en su lengua y frotar su humedecido glande en aquellos labios vulvares que, a simple vista, lucían muy estrechos aun.
Julieta, entre nerviosa y avergonzada, terminó de vestirse para acto seguido caminar hasta su montura y cabalgar, seguramente, hasta su casa; mientras Juan Pablo solo atinaba a disculparse por haberla visto desnuda.
El muchacho solo pudo dar un fuerte suspiro al recordar una vez tras otra, la espléndida anatomía de la hija del compadre de su papá; llevó su mano hasta la entrepierna por sobre su pantalón, disponiéndose a dejar escapar aquel pene de caballo para desfogar la calentura que de manera inmediata había subido, pero contrario a ello, cabalgó de vuelta a la hacienda.
***
Pedro estaba escribiendo sobre su libreta, cuando de pronto escuchó el relincho de un caballo justo frente a su casita, inmediatamente guardó la libreta debajo del colchón, en eso, unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de una visita. El jovenzuelo divisó por la ventana, sin tratar de ser visto, de quien se trataba. Amarrado en la picota estaba el caballo de Juan Pablo. Tres golpes más azotaron suavemente la puerta de madera. Pedro abrió y Juan Pablo entró rápidamente. Ambos adolescentes se miraron, uno más alto que el otro.
Juan Pablo cerró la puerta de la casa y, tomando a Pedro por la cintura, le estampó un fogoso beso.
—Sé que tu papá no está, el mío tampoco, los dos se fueron a Lima y van a regresar en una semana —dijo Juan Pablo apenas despegó sus labios de los de Pedro—. Tenía ganas de verte, me has estado evitando desde la navidad ¿todavía me tienes miedo? —le preguntaba.
Pedro no supo que responder. Tenía miedo de decir algo que le pudiera perjudicar.
Juan Pablo volvió a besarlo, esta vez de manera suave, pausada, y tierna.
—Déjame compensarte lo que te hice, ¿sí? —le suplicó, abrazándolo y besándole el cuello.
Pedro, que para ese momento ya había sucumbido ante el deseo sexual, gimió en aceptación de la propuesta del hijo de su patrón, quien lo cargó entre sus brazos y lo llevó hasta su cama, sobre la cual lo depositó y entre más besos y caricias lo fue despojando de su ropa hasta quedar ambos completamente desnudos.
Juan Pablo recorría todo el cuerpo níveo de ´´su presa´´, humedeciendo sus áreas más sensibles con la calidez de su lengua, lamiéndole las tetillas y los alrededores de la ingle. De arriba hacia abajo y viceversa, lo comía a besos y suaves mordidas; le humedecía y dilataba el ano con los roces de su lengua que trataba de entrar en su cavidad anal, abriendo su esfínter poco a poco, suplicando más placer, esta vez, mediante la penetración.
Pedro gemía y bufaba por tanto placer recibido, contorsionaba su cuerpo con el cunnilingus anal que su amante le proporcionaba; de rato en rato recordaba al coronel Alfonso y su placer se intensificaba. De pronto, Juan Pablo se tumbó de espaldas sobre la cama, dejando su recio falo extendido al aire, como si fuera el asta de una bandera o un obelisco.
—¡Ya sabes lo que tienes que hacer! —dijo, sacudiendo su pene que expulsaba grandes gotas de lubricante.
Pedro abrió su boca grandemente y engulló aquel trozo de carne maciza y venosa. Succionó el rosado glande que tenía un sabor algo salado por todo el preseminal regado, poco a poco fue comiéndose gran parte del cuerpo del pene de Juan Pablo, saboreando cada milímetro de su sedosa piel, lamiéndolo de un extremo a otro y haciendo lo mismo con los cada vez más grandes testículos del activo.
De pronto, Juan Pablo tomó a Pedro y le plantó un beso que barrió todo el interior de su boca con su lengua, para acto seguido posicionarlo en pose de perrito y sobar su glande en el esfínter húmedo y dilatado del pasivo, mismo esfínter que se abría y cerraba como invitándolo a penetrarlo.
Juan Pablo dirigió su pene a aquella entrada y fue introduciéndolo suavemente. El nivel de dilatación de Pedro permitió que entrara sin complicaciones ni dolor, solo placer.
El más joven gemía, mordía y arañaba la frazada, sintiendo la invasión de ese monstruo de carne turgente en su interior, que entraba y salía, al principio muy suavemente y después con un poco más de furor.
Juan Pablo resoplaba de placer. El cosquilleo en todo su pene se dispersaba por su cuerpo llevándolo al éxtasis máximo del júbilo sexual. Había deseado tanto volver a poseer a Pedro que gozaba tremendamente haciéndolo una vez más, tratando de prolongar el placer hasta el punto máximo. El mete y saca, sosteniendo a Pedro por la cintura, lo ponían en un nivel de control y satisfacción que se sentía el amo de la situación; el simple choque de sus muslos con las nalgas de Pedro, y el zangoloteo de sus testículos sobre el perineo del chico, lo transportaban a un éxtasis glorioso que continuaba manifestándose en cada posición en la que invadía el ano de Pedro; ya fuera de perrito, de costado, piernas al hombro o con el muchacho encima suyo, en todas ambos gemían de manera colosal como si fueran dos bestias en pleno apareamiento.
—¿Te gusta, chiquito? —le preguntaba al menor.
—¡Siiiiii!… ¡Me gusta mucho!… ¡Así quiero que siempre me lo hagas! —jadeaba Pedro casi sin poder hablar.
Las embestidas y nalgadas continuaban fusionadas con besos ardientes. Era tanto el esfuerzo puesto en aquella sesión extraordinaria de sexo que, Juan Pablo sentía una mezcla entre electricidad, cosquilleo y dolor en el pene y los testículos, quizá por todo el movimiento o el esfuerzo que ponía en contener más de una vez su eyaculación, guardando y acumulando una gran cantidad de semen caliente en su interior para liberarlo cuando fuera necesario.
—¡Uf! —bufaba Juan Pablo— ¡Creo que ya me voy a vaciar! —decía mientras penetraba a Pedro de costado.
Las ganas de eyacular ya eran imposibles de contener, sobre todo después de que Pedro ajustó mucho más su esfínter debido a que empezó a correrse sin necesidad de tocarse. Inmediatamente Juan Pablo aceleró la intensidad de su mete y saca y se corrió dentro de Pedro, soltando un intenso gruñido de macho lujurioso y clavando su pene hasta donde más no podía, abrazando con fuerza a su joven amante fundiendo su pecho contra su espalda y volteando los ojos, casi muertos ambos de placer.
Después de un considerable rato en el que los dos jovenzuelos permanecieron abrazados, Juan Pablo empezó a retirar suavemente su pene que iba perdiendo dureza, del ano de Pedro, quien se giró para quedar frente a frente con su macho preñador, el cual le plantó un delicioso beso en los labios y le limpió el sudor de la frente.
—¡No sabes cómo extrañaba esto! —decía Juan Pablo.
—Yo también… lo secundaba Pedro.
***
Ya recostada sobre su cama, medianamente satisfecha de la cena, ya que como decía, no le gustaba la comida de la sierra; Julieta contemplaba el techo de su habitación esperando que el sueño llegara hacia ella; sin embargo, este posiblemente demoraría mucho más de lo habitual, tomando en cuenta que entre sus pensamientos, desde hace varios días, estaba Juan Pablo Castellanos, el hijo del compadre de Alfonso, su papá. Haberse topado con Juan Pablo tan de cerca y en circunstancias como las de esa mañana en el río, evocaron en Julieta el instinto de una niña que rápidamente desarrollaba su sexualidad y se sentía atraída, por los deseos carnales y procaces que el aumento del estrógeno en su anatomía, orillaban a sus pensamientos y su tacto hacia zonas que solo ella tenía acceso.
Llevó su mano muy lentamente por sus aun crecientes pechos, dejando las yemas de sus dedos una marca de saliva que mojó de su boca. Guio el tacto de sus dedos índice y medio hacia su ombligo y continuaron bajando hasta perderse entre el short de su pijama. Aquellos virtuosos dedos acariciaron suavemente un pubis de vello aterciopelado que apenas empezaba a crecer, tocando luego un clítoris y dos labios vulvares sedosos, estrechos y tibios, que poco a poco empezaban a humedecerse con la sola imagen de Juan Pablo en la cabeza de Julieta; mientras el susodicho, entre las sábanas del lecho de Pedro, poseía una vez tras otra a este jovenzuelo que jadeaba con el pene de su dominante dentro suyo, una vez más de las ya varias de esa tarde.
wow buenisimo tu relato amigo sigue contando mas saludos amigo…. 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉