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Fantasías / Parodias, Gays

El secreto que no elegí

Me llamo Fran. Tengo 14 años. La noche que me escapé, nadie salió a buscarme. Nadie… excepto él. Y desde entonces, su sombra no dejó de seguirme..

No sabía exactamente a dónde iba, solo tenía claro que no quería seguir en casa ni un minuto más. Caminaba sin rumbo por la vereda, con las manos en los bolsillos y el corazón golpeándome como si quisiera escaparse también. Las luces de los autos pasaban rápidas, mojando el pavimento con reflejos amarillos.

No había mucha gente a esa hora, así que me sobresalté cuando escuché unos pasos detrás de mí. Me giré apenas, lo suficiente para ver la silueta de un hombre que no reconocía.

—¿Estás bien, nene? —preguntó el desconocido, acercándose despacio.

Sentí un nudo en la garganta. No sabía si confiar en él… pero tampoco sabía a dónde más ir.

No respondí de inmediato. Me limité a encogerme de hombros y mirar al suelo. No quería que nadie me viera los ojos, porque sentía que en cuanto alguien me mirara fijo iba a largarme a llorar.

El hombre se detuvo a unos pasos, sin invadir mi espacio.

—Perdón si te asusté —dijo con una voz tranquila—. Solo… es tarde para que andes solo por acá. ¿Necesitas que llame a alguien?

Negué lentamente. La palabra “no” se me quedó atorada en la garganta.

—¿Te perdiste?

Esta vez dudé. ¿Decir la verdad? ¿Inventar algo? ¿Salir corriendo? No sabía qué hacer. El aire de la noche me pesaba en el pecho.

—No… no me perdí —murmuré al fin—. Solo… no quiero volver a mi casa.

El hombre levantó las cejas, pero no dijo nada enseguida. Miró a su alrededor, como pensando, y después señaló un banco que había más adelante, junto a un poste de luz.

—Si querés, hablamos un minuto ahí —propuso—. Y si no, sigo mi camino. Pero no me gustaría dejarte así nomás.

Miré el banco, miré la calle, miré mis zapatillas gastadas. No estaba seguro de nada, excepto de que ya no podía seguir caminando sin sentir que se me desarmaban las piernas.

—Un minuto —dije finalmente.

Y lo seguí, con el corazón latiéndome tan fuerte que parecía que todo el barrio podía escucharlo.

Nos sentamos en el banco. El hombre apoyó los codos sobre las rodillas y me miró de reojo, como evaluando cada gesto.

—¿Cómo te llamás? —preguntó, con un tono que pretendía sonar amable.

—Francesco—respondí, algo tenso.

—¿Y cuántos años tenés, Fran?

—Catorce.

Asintió despacio, pensativo.

Había algo en su manera de observarme que me incomodó. No era lo que decía… era lo que parecía estar calculando detrás de los ojos.

—¿Vivís lejos de acá? —insistió.

—Más o menos —contesté, sin ganas de dar detalles.

El hombre respiró hondo, como tomando una decisión.

—Mirá… tengo una casa a unas cuadras —dijo—. Si querés, podés venir un rato, tomar algo caliente, llamar a alguien… lo que necesites. No me gusta dejar a un chico solo a esta hora.

Sus palabras sonaban razonables, pero algo en mi pecho me gritaba que no. Era su sonrisa: demasiado amplia, demasiado exacta, como si la hubiera practicado frente al espejo.

Miré la calle. Vacía. Silenciosa.

Miré sus manos. Quietas, pero tensas.

Miré la sombra que proyectaba bajo la luz del poste. Tenía algo siniestro, aunque no podía explicarlo.

—No sé… —murmuré, incómodo.

Él se levantó despacio.

—Solo te estoy ofreciendo ayuda, Fran. Nadie tiene por qué saber dónde estás. —Esa última frase me hizo helar la sangre.

Sentí cómo mi corazón empezaba a golpear más rápido.

Acepté acompañarlo porque la idea de volver a la calle, solo y con frío, me daba más miedo que seguirlo. Caminamos unas cuadras en silencio, hasta que dobló en una vereda angosta y se detuvo frente a una casa vieja, con la pintura descascarada.

—Es acá —dijo, abriendo la puerta con un chirrido que me recorrió la espalda.

El interior olía a humedad, pero estaba tibio. Había una luz tenue en el living y un televisor enorme apoyado en una mesa baja. A un costado, una consola de videojuegos que parecía de las más nuevas.

—Si querés, podés jugar un rato —me ofreció—. Seguro no comiste nada. Ahora preparo algo rápido.

Me senté en el sillón mientras él desaparecía en la cocina. Encendí la consola para hacer algo con las manos, que me temblaban un poco sin que pudiera controlar qué tan fuerte. El juego cargó y de inmediato me atrapó la pantalla llena de colores, como si fuera una ventana a un mundo donde no estaba tan enredado todo.

A los pocos minutos, volvió con un plato de fideos y un vaso de jugo.

—Comé tranquilo —dijo, dejándolo en la mesa—. Después, si querés, te muestro otros juegos.

Yo asentí. Tenía hambre, aunque el nudo en la garganta me dificultaba tragar. Igual, comí. Sentía que él me observaba cada tanto desde la cocina, pero cada vez que giraba la cabeza, ya no estaba.

Cuando terminé, él se volvió a acercar.

—¿Te gusta estar acá? —preguntó, con la voz suave, como si no quisiera asustarme.

—Está… bien —respondí, aunque no estaba seguro.

—Si necesitás quedarte un rato, podés hacerlo. No voy a dejar que duermas en la calle —agregó.

Parecía amable. Demasiado amable. Había algo en su tono que sonaba correcto… pero no se sentía correcto.

Me mostró un par de juegos más, y a medida que pasaba el tiempo, el cansancio se me empezaba a notar en los párpados. Me froté los ojos y él lo notó.

—Si querés descansar, hay una habitación libre al fondo —me dijo—. Podés usarla un ratito. Te va a hacer bien.

Miré hacia el pasillo oscuro que llevaba a la puerta entreabierta.

Un cosquilleo de inquietud me subió por la espalda. No sabía si era miedo o simplemente el agotamiento.

—Solo si querés —repetió él.

Y algo en esa frase me empujó a levantarme, como si no quisiera parecer desagradecido. Caminé por el pasillo, escuchando mis pasos resonar en la madera. Abrí un poco más la puerta y vi la cama, simple, apenas iluminada por una lámpara diminuta.

Respiré hondo… y entré.

La habitación estaba silenciosa, tibia, más tranquila que todo lo que había vivido ese día. Me tiré en la cama sin pensarlo demasiado, con la ropa puesta y las zapatillas todavía puestas. No quería desarmarme del todo, pero el cansancio era más fuerte que cualquier duda.

La cama crujió cuando me acomodé de costado. Cerré los ojos, escuchando apenas el zumbido lejano del ventilador del pasillo.

Y, por primera vez en horas, sentí que podía descansar.

Me desperté apenas cuando escuché el leve clic de la manija.

No un golpe, no un ruido brusco.

Solo ese sonido suave, preciso… como si alguien abriera la puerta con mucho cuidado.

Me quedé quieto, con los ojos semicerrados, todavía entre sueños. La puerta se abrió lentamente, dejando entrar una franja de luz amarilla del pasillo.

—¿Fran? —susurró el hombre, con una voz tranquila—. Soy yo, tranquilo.

Me giré un poco. Él estaba entrando despacio, como si no quisiera asustarme. Sonreía, esa sonrisa amable que había mostrado al ofrecerme comida y dejarme jugar.

—Perdón si te desperté —dijo, acercándose—

Me incorporé un poco, incómodo. Él estaba demasiado cerca de la cama, inclinándose apenas, como queriendo estudiar mi cara.

—Está todo bien —murmuré.

Pero la sonrisa que me devolvió ya no se veía igual. Algo había cambiado en su mirada. Un brillo raro, inquieto.

—¿Seguro que está todo bien? —preguntó con un tono distinto, más bajo—. Porque parecés nervioso.

—No… estoy bien —repetí, más rápido.

El rostro del hombre se endureció.

Fue casi imperceptible, pero lo vi.

Una sombra de molestia cruzó sus ojos.

—No me mientas —soltó, sin levantar la voz, pero con una firmeza que me heló—. Si algo te pasa, tenés que decírmelo. ¿Me estás escuchando?

Su tono ya no era amable.

Ya no era suave.

Era una orden.

Me alejé un poco hacia el respaldo de la cama, tragando saliva.

—Solo… estaba durmiendo —balbuceé.

Él dio otro paso adelante. La luz del pasillo quedó atrás, y su figura se volvió más oscura.

—No te estoy haciendo nada malo —dijo, pero su voz se tensó—. No tenés por qué ponerte así.

Un latido fuerte me golpeó el pecho.

Quise moverme, pero mis piernas no reaccionaban.

El hombre respiró hondo, como conteniéndose.

—Fran… —su tono volvió a quebrarse entre suave y peligroso—, no hagas que las cosas se vuelvan difíciles.

El hombre avanzó otro paso.

Fue pequeño, casi silencioso, pero en la habitación ese sonido se sintió como un trueno. La sombra de su cuerpo se proyectó sobre la pared, alargándose hasta rozar la cama.

Yo tragué saliva. Él notó el gesto.

—No tenés por qué asustarte —dijo, intentando recuperar un tono amable, pero demasiado tarde. Esa suavidad sonaba forzada, como si la estuviera estirando hasta que se rompiera.

Se agachó un poco, apoyando una mano en el borde del colchón. Sentí el peso hundir apenas el colchón y un escalofrío me recorrió la espalda. Él no me tocó, pero estaba demasiado cerca. Demasiado.

—Solo quiero que estés tranquilo —susurró—. Pero si te ponés nervioso… me ponés nervioso a mí también.

Esa frase me cayó como un balde de agua fría.

No era una advertencia directa.

Era peor: era un aviso disfrazado.

El hombre respiró hondo, llenándose el pecho. Se incorporó apenas, inclinándose hacia mí.

—Mírame cuando te hablo —dijo, más firme.

Levanté la vista a la fuerza.

Sus ojos brillaban, oscuros, intensos, como si intentaran leer algo en mí que yo no sabía que tenía.

—Eso —murmuró—. Así está mejor.

Una sonrisa breve, casi imperceptible, se formó en su rostro, pero no era amable. Era una sonrisa tensa, torpe, como si no supiera cómo hacerlo de forma natural.

Volvió a acercarse, esta vez con más decisión.

Su sombra cubrió mis piernas.

—No quiero problemas esta noche, Fran —dijo, bajando la voz—. Sos un buen chico. Me gustaría que todo salga bien, ¿sabés?

Mis manos se empezaron a humedecer.

No podía retroceder más: la espalda ya estaba contra la pared.

Su mano se acercó hasta mi abdomen, levantó mi remera y sentí sus dedos fríos recorriendo poco a poco mi pecho. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Con su otra mano tocaba mi pelo castaño.

—Tenes unos ojos azules hermosos, me encantan—. Dijo mientras subía mi remera hasta sacármela por completo.

Yo no sabía qué hacer, las lágrimas recorrían mi cara, estaba muy asustado.

El empezó a besarme la panza hasta llegar a la pelvis. Se quedó quieto un momento. Podía sentir  su respiración agitada por todo mi cuerpo.

El se alejó un poco de mi. Cerré los ojos esperando a que todo sea una pesadilla. Escuchaba las prendas del desconocido caer al piso.

—Desnudo es mejor, ¿no es así?—.

Cuando termino de decir eso sus manos bajaron mis pantalones y ropa interior.

Mi llanto sonaba más fuerte.

Por un instante intenté escapar pero él agarró mi brazo derecho y me tiró nuevamente a la cama.

—Ahora sos mío, no te vas a poder ir— Dijo con una sonrisa perturbadora.

—No me hagas nada por favor— decía entre súplicas.

—Perdón campeón, pero esto te va a doler aunque colabores—

Inmediatamente después me dio vuelta y metió su cara en mi culito, sentía toda su lengua húmeda en mi ano virgen. Eso duró unos minutos hasta que sentí algo caliente entre mis nalgas.

No espero ni un minuto más y metió la punta de su verga.

Grité, me dolía mucho. El me tapaba la boca. Yo solo podía llorar y gritar del dolor, es como si te partieran a la mitad.

—Estás bien apretadito eh, te voy a dar bien fuerte—

Apenas termino de decir eso y me la metió toda entera, pedía por favor que parara, sentía como la sangre caía por mis piernas y humedecía las sábanas. En un momento me desmayé, no aguantaba más.

Me desperté y estaba solo en la habitación, no me podía mover del dolor.

Escuche la madera del pasillo crujir, él venía hacia mi.

—Hola mi amor, ¿Cómo estás?, ¿Te duele mucho la cola? Ya le puse una pomada y te traje un ibuprofeno para que se te pase el dolor. —

Yo no contesté, tenía miedo de el. Sentía como mi ano estaba abierto y desgarrado. Había mucha sangre en las sábanas.

El me hizo sentarme y tomarme la pastilla. De pronto me abrazó.

—Perdón Fran, se me fue de las manos—

Yo solo me quedé callado, intentando ordenar mis pensamientos. Me sentía vacío.

—Bueno, vamos a darnos una ducha, ¿Dale?— Dijo mientras me levantaba hacia el baño.

Había una bañera con agua tibia. El me dejó en el piso.

—Quédate quietito que voy a ver cómo está esto— El agarró mis nalgas y las abrió lentamente— estás bien por ahora, mucho mejor que anoche—

—¿Por qué me hiciste eso?— dije sin pensar, las lágrimas volvían a caer por mis mejillas

El solo se quedó parado, viéndome.

—Quiero ver a mi papá, quiero estar en casa— dije casi susurrando.

El hombre nuevamente me abrazó, yo también lo abracé, no supe porque, solo quería saber que alguien me quería o eso creo.

Finalmente nos bañamos, él me hizo algo de comer y luego me dejó viendo la tele, yo no podía pensar, solo me quedaba mirando a un lugar fijo con la mente en blanco.

El sujeto volvió al living, me levanto y me llevo a la habitación. Estaba todo ordenado, como la primera vez que había entrado ahí.

Me sentó sobre la cama, él estaba parado al frente mío.

—Si haces lo que yo te diga ahora, no te vuelvo hacer más nada, ¿si?— dijo mientras se desabrochaba el cinturón

El miedo me invadió, ver cómo el hombre sacaba su pija al frente de mi cara, sin que yo pudiera hacer nada.

Me agarró la mano y la puso en su miembro. Hizo que lo pajeara un poco. En un momento dijo que parara. Nos quedamos quietos los dos. Cuando él me empezó a acariciar el pelo, acercándome cada vez más a su verga parada con un precum.

—Abrí la boca— dijo cuando llevó mi cabeza hasta la punta de su pene

Yo solo hice caso, cerrando los ojos para pasar el mal momento. Chupaba sin apoyar los dientes, escuchando los gemidos de ese hombre que horas antes me había violado.

Su respiración cada vez más agitada me hacía entender que en cualquier momento iba a eyacular, me alejé y cerré la boca. Su leche calentita estaba sobre toda mi cara y pecho.

—Anda a lavarte la cara— Dijo con un tono como enojado.

Salió de la habitación y la puerta quedó entreabierta. No la cerró del todo, como si quisiera recordarme que podía volver a entrar cuando quisiera.

Quedé inmóvil, escuchando sus pasos desvanecerse por el pasillo.

Unos minutos después, o quizá fueron muchos más—ya no sabía distinguir—lo sentí volver.

Golpeó la puerta suave, sin entrar.

—Te compré ropa —murmuró

No agregó nada más.

Se quedó parado ahí unos segundos, como esperando una reacción.

Yo no dije nada.

—Solo decime si necesitás algo —dijo finalmente, más tenso—. Si vas a estar acá… tengo que saberlo.

Sus pasos se alejaron de nuevo.

El silencio volvió a llenar la habitación, pesado, denso.

Pasaron los días y, de forma inesperada, el hombre dijo que podía irme. No me dio una explicación clara. Solo abrió la puerta una mañana, dejó mi mochila en el suelo y dijo:

—Andate. Pero no digas nada de esto. A nadie.

Lo dijo sin gritar, sin amenaza directa, pero con una firmeza que dejaba claro que no era una sugerencia.

Yo asentí. Ni siquiera pensé en desobedecer.

Caminé hacia la salida con las piernas temblando, sin mirar atrás. Cuando crucé la vereda y di la vuelta a la esquina, recién ahí pude respirar.

Una semana después, todavía tenía pesadillas.

Todavía me despertaba sobresaltado, pensando que iba a escuchar la manija girar otra vez.

Pero también… había algo extraño.

Una confusión que no sabía explicar.

Porque ese hombre me había asustado, sí… pero también me había dado comida, ropa, un lugar donde dormir.

Era una mezcla rara, incómoda.

Como si mi cabeza no supiera qué sentir.

Esa tarde, mientras estaba tirado en mi cama mirando el techo, mi celular vibró.

Mensaje desconocido:

“¿Fran? Soy yo. ¿Podemos vernos?”

Me quedé mirando la pantalla por unos largos minutos, hasta que dije que sí.

El camino hasta el lugar se sintió más largo de lo que realmente era.

Tomé el colectivo sin mirar a nadie, con la cabeza apoyada en la ventana y los auriculares puestos aunque no escuchara música. Solo quería que nadie me hablara.

Cada tanto miraba mi celular, revisando el mensaje que él me había enviado, como si fuese a cambiar de repente.

Cuando me bajé, el aire parecía más frío.

Caminé las dos cuadras que faltaban con la sensación extraña de que cada paso me alejaba de mi casa… pero también de cualquier idea de seguridad.

No sabía exactamente por qué lo hacía.

Una parte de mí estaba aterrada.

Otra decía que quizá necesitaba respuestas.

Y otra —la que más me confundía— decía que con él, al menos, alguien me prestaba atención.

El lugar era una esquina tranquila, con un auto viejo estacionado al lado de una pared descascarada.

Y ahí estaba él.

Respiré hondo, intentando que el temblor en mis manos no se notara.

Él dio un paso hacia mí, lento, como si ya supiera exactamente cuánto podía acercarse sin que yo retrocediera.

—Pensé que no ibas a venir —dijo, observándome de arriba abajo—. Pero sabía que al final ibas a aparecer.

Lo miré confundido.

—¿Cómo…? —empecé a decir, pero él me interrumpió.

—Fran—sonrió, esa sonrisa tranquila que me inquietaba más que cualquier grito—. Sé más de vos de lo que pensás.

Sentí un escalofrío.

No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo: seguro… demasiado seguro.

—Sé que tus viejos no preguntaron dónde estabas aquella vez —continuó—. No notaron nada, ¿no?

Yo tragué saliva.

Él lo decía como si hubiera estado ahí.

Como si lo hubiera visto.

—Ellos nunca ven —agregó, clavándome los ojos—. Nunca escuchan. No te prestan atención. Yo sí.

Mi respiración se volvió más rápida.

Una mezcla de enojo, miedo y algo parecido a vergüenza me atravesó.

—¿Cómo sabés eso? —pregunté, más duro de lo que esperaba.

La sonrisa se le achicó, pero no desapareció.

—Porque estuve mirando —respondió como si fuera lo más normal del mundo—. Tenía que asegurarme de que estuvieras bien… y de que no hablaras de mí.

El frío que sentí en ese momento no fue físico.

Era como si la calle entera se hubiera apagado.

Él siguió hablando, tranquilo, calculado:

—Te vi cuando salías de la escuela. Te vi cuando tus padres discutían y vos te encerrabas en tu cuarto. Te vi cuando te ibas solo a caminar para no estar ahí. No sos difícil de encontrar.

Mi estómago se hundió.

Era eso.

No era casualidad que me hubiera escrito justo esa semana.

No era casualidad que supiera cómo me sentía.

Me había estado observando, esperando el momento.

—Fran—dijo él, como si fuera lo más natural del mundo—. Vos necesitás a alguien que esté pendiente de vos. De verdad.

Y yo puedo hacerlo.

Ese “puedo hacerlo” no sonó a oferta.

Sonó a sentencia.

Y ahí entendí que el miedo que sentía no era solo por lo que él había hecho…

sino por lo que todavía podía hacer.

Porque él no me había dejado ir.

Solo se había asegurado de que yo volviera solo. Para saber que podía hacerme lo que él quisiera una y otra vez sabiendo que nadie me iba a salvar de ahí.

44 Lecturas/7 diciembre, 2025/0 Comentarios/por lks
Etiquetas: baño, chico, culito, escuela, leche, pija, verga, virgen
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