El Semental de la Isla P1
Bautista, un macho irresistible, despierta la lujuria incestuosa de su hijo Nico, quien se sumerge en un mundo de morbo y secreto para consumar su deseo..
Esta historia se centra en la adoración de una figura masculina, explora muchos fetiches y situaciones morbosas. Todo es ficticio y solo se busca el entretenimiento, algunas prácticas no son promovidas en la vida real, así que tómenlo como lo que es: una fantasía. Espero les guste y les caliente mucho. Recuerden apoyar con un voto y un comentario si les gustó el contenido.
P1 DESPERTANDO PLACERES
El sol de amanecer azotaba Isla Marinero con una furia dorada, derritiendo la resina de los pinos y haciendo brillar las escamas de los peces recién capturados en los muelles.
Bautista Arriaga emergía como un dios bajo el sol veraniego, su silueta recortada contra el cielo azul en un monumento vivo a la virilidad. A sus 35 años, cada músculo contaba la épica de un pescador que desafiaba mares y tempestades. Dos metros de altura que proyectaban una sombra intimidante; una piel blanca original, ahora lucía un tono ligeramente bronceado por el sol. Sus hombros, anchos como las vigas de un barco, sostenían unos pectorales hinchados que sobresalían bajo la camisa de lino abierta hasta el ombligo y que, a pesar de ser holgada, dibujaban los surcos de una ancha espalda y resaltaban el contorno de una sensual barriga ligeramente abultada, firme, casi como el resto de sus músculos, pendiente sobre el cinto de las bermudas.
Tarareaba con voz afinada una canción popular del momento, despreocupado y solar, mientras sus manos fuertes y ásperas como cuero, anudaban redes con precisión de poeta.
—Enséñale bien, mi amor, — dijo Lucia, su esposa, quien le puso un gorro en la cabeza y untó bloqueador en su piel descubierta para protegerlo del sol. —Pero cuídalo y tráemelo sin moretones. —
La mujer de caderas ovaladas y busto que luchaba contra el escote, se refería a nada más y nada menos que al último de sus retoños. Bautista había engendrado tres hijos: Diego, un muchachote de 16 años que ya olía a testosterona; Valeria, una adolescente de 12 con la inocencia marchitándose en sus ojos; y Nico, el hijo menor en cuestión, de tan solo 10 años, quien dedicaba toda su admiración a su magnífico padre.
—¡Lo juro, hermosa!— —replicó Bautista, guiñando un ojo pícaro y protector.
El hombre quería empezar a cincelar al niño y convertirlo en hombre de sal y coraje, tal como lo hizo con su primogénito. —Los hijos deben crecer fuertes y preparados para lo que les venga en la vida—, pensaba y qué mejor que enseñar esa fortaleza aprendiendo a domar al impetuoso mar.
—¡Nico, mi campeón! ¿Listo para la aventura? — rugió Bautista, su voz grave como el retumbar del mar.
Nico asintió con los ojos brillantes. —¡Sí, papá! — dijo animado por cumplir las expectativas del hombre.
—Cuídalo— Replicó nerviosa la mujer.
—¡Como si fuera mi sombra! — prometió Bautista, palmeando cariñosamente la cabecita de Nico que apenas le llegaba a la cadera.
Pronto el pequeño bote de madera, La Marta, se mecía en aguas tranquilas. Bautista, de pie en la popa, era un espectáculo masculino. Sus bermudas beige, gastadas por años de trabajo, se aferraban desesperadas a sus caderas, resbalando una y otra vez sobre el monte venusino que sus genitales esculpían bajo la tela.
—Mírame bien, Nico— instruyó Bautista, colocando las manos callosas sobre las del niño para guiar una pequeña red que él mismo había ingeniado para su hijo. —El mar exige respeto… ¡y fuerza! — Su aliento mentolado cálido rozó la nuca de Nico.
Al inclinarse para enseñar a su hijo el lance de redes, el tejido traicionero de sus pantaloncillos cedía, revelando que el hombre no llevaba ropa interior, mostrando indecentemente un velludo triángulo púbico castaño, donde la sombra de un pene colosal prometía secretos prohibidos.
—Así se hace, mi niño —rugió Bautista, su voz vibró en el pecho de Nico—. Los verdaderos hombres sentimos el mar en las venas. ¡Agárrala fuerte!
Sus manazas fuertes envolvieron las diminutas manos del niño. Nico sintió el calor de las palmas de su padre, el roce de los nudillos peludos, el olor a sal y sudor que emanaba de su cuerpo, el desodorante de las axilas. La camisa blanca, empapada y transparente, pegada al torso como una segunda piel, dejaba ver los pezones rosados y erectos, el vello pectoral humedecido en gotas de agua salada. Cada inhalación de Bautista hinchaba su pecho como un fuelle, mientras sus pantorrillas, gruesas como troncos de caoba, tensaban la madera del barco bajo sus pies descalzos y enormes.
Tras horas de pesca bajo el sol inclemente, el calor se volvió una bóveda de vapor. Bautista se arrancó la camisa de lino con un gruñido ronco, entregándosela a Nico. La tela, empapada de sudor viril, pesaba como un pecado húmedo, desprendiendo un cóctel de sal marina, testosterona y esfuerzo… pero bajo esa capa bravía, persistía el fantasma de su pulcritud: notas de jabón de pino y bergamota que Lucía elegía para él, mezcladas con el vaho limpio de desodorante de cedro que aplicaba cada mañana.
—Huele muy bien, papá— dijo Nico sin contener el gusto que le generó la fragancia de su padre.
—Un hombre huele a trabajo, hijo, no a basura —murmuró, empezando a limpiar su pecho con una franela, exhibiendo músculos que aún transpiraban elegancia salvaje.
El hombre se pasó el trapo por el cuello, por sobre sus venas y piel bronceada. Luego bebió de la cantimplora, el agua escapó por las comisuras de sus labios gruesos y resbaló en un hilo dorado por su barba perfumada con aceite de coco, descendiendo hacia el vientre firme donde las gotas brillaban como diamantes sobre el vello castaño.
—¡Uf, este calor derrite los huevos! —bramó, desabrochándose las bermudas—. Niño, aparta… voy a mear.
Nico contuvo el aliento. Las bermudas cayeron como una cortina rasgada, atascándose en sus muslos monumentales. Allí, en plena luz del sol, el semental desnudó su arma. Su pene, flácido pero monstruoso, colgaba orgulloso: grueso, sonrosado, coronado por un prepucio carnoso que apenas velaba el glande rojizo. Debajo, los testículos, bolas rosadas del tamaño de naranjas, pendían en un saco carnosos y velludo, palpables de tan pesadas.
Bautista apuntó hacia el mar. Un chorro dorado estalló con fuerza hidráulica, silbando en el aire como una serpiente. El líquido caliente y espeso golpeó las olas, pero gotas rebeldes salpicaron el brazo de Nico.
—Mira eso, campeón —rió el gigante, acariciando la cabeza del niño con una mano—. ¿Viste qué potencia?
Con un movimiento de caderas, el chorro se arqueó en un arcoiris perverso. Las gotas relucían como diamantes sucios a contraluz. Nico, hipnotizado, vio cómo el prepucio se retraía lentamente mientras que el pene parecía haberse hinchado un poco más, mostrando un glande húmedo y brillante. Las bolas oscilaban, pesadas, rosadas, como dos soles gemelos en un universo de pelo rizado.
—¡Papá… es gigante! —susurró Nico, sus pantalones mojados no solo por el rocío del mar.
Bautista sonrió, orgulloso, sus abdominales se tensaron bajo la barriga sensual:
—Sangre de Arriaga, hijo. Esto —agarró su pene flojo, pero aún imponente, sacudiéndolo para escurrir las últimas gotas— es herencia. Algún día tendrás uno igual.
Al subirse las bermudas, una gota de orina rezumó del prepucio, dibujando un hilo dorado en su muslo por debajo de la tela hasta la rodilla. Nico sintió el ardor en sus entrañas.
Desde entonces, la fragancia de Bautista se había convertido en la esencia sagrada para Nico. Cada mañana, el niño de doce años se deslizaba como una sombra por el pasillo, sus ojos ávidos pegados a la rendija de la puerta del dormitorio paterno. Allí, el titán despertaba.
Bautista dormía como un coloso derribado: boca arriba, las sábanas empujadas por sus piernas poderosas, la erección matutina levantando el tejido de sus calzoncillos como una tienda de campaña. Nico contaba los latidos de su propio corazón mientras espiaba aquel bulto monumental que palpitaba bajo la ropa interior sudada. Algunas madrugadas, el espectáculo era más crudo: La penumbra, teñida de plateado lunar, acariciaba el cuerpo de Bautista con devoción: dos metros de escultura viril donde las sábanas, cómplices lascivas, jugaban al desnudo parcial.
Una pierna poderosa emergía del lienzo de seda, columna de mármol viviente cruzada por venas bajo la piel bronceada. La tela resbalaba desde el hombro esculpido hasta el ombligo profundo, revelando un torso bañado en sombras danzantes. Allí, el vello pectoral, ralo y sedoso, enmarca pezones rosados que se erectaba bajo el frío nocturno. Más abajo, la barriga de guerrero subía y bajaba al ritmo de respiraciones roncas.
Las sábanas se arremolinaban sobre su entrepierna, esculpiendo la silueta de los genitales hinchados. La tela se pegaba al pubis peludo, insinuando la raíz gruesa del pene y la sombra de testículos pesados que colgaban como bolas de acero. Pero eran sus pies desnudos los que hipnotizaban al pequeño: arcos pulidos como nácar, talones lisos y notoriamente suave, dedos fuertes y rectos cuyas uñas, perfectamente recortadas brillaban bajo la luna.
Nico guardaba imágenes mentales sobre el ejemplar masculino, las cuales recreaba en soledad, imaginaba ser Lucía, su madre, acurrucada contra aquel torso cálido. Soñaba con la textura de ese vientre bajo sus mejillas, el olor a sueño y testosterona impregnando sus fosas nasales. Una tarde, durante un juego inocente, Nico apoyó su cabeza junto al pie descalzo de Bautista:
La tarde se derretía en luz dorada cuando Lucía sentada a un lado de Bautista, ungía sus pies con crema de coco mientras conversaban de su día. Él, recién salido de la ducha, tenía la piel de ámbar húmeda que atrapaba destellos del ocaso, sus cabellos castaños goteando agua sobre los hombros esculpidos. Vello pectoral oscuro, pegado al esternón como musgo a una roca., tenía solo una toalla cubriendo de su desnudes y la cadena de plata que siempre le daba una apariencia más varonil y sofisticada.
Sus dedos entrelazados con los de Lucía dibujaban un erotismo doméstico. El aroma dulzón de coco fundido se enredaba con la fragancia primal de testosterona fresca que emanaba de sus poros. Nico, aprovechando su imagen inocente, excusando su deseo por tocar los pies de su padre bajo el pretexto de hacerle una broma, lo toma por sorpresa de los tobillos y grita.
—¡¡Ataque de Cosquillas! —¡
—¡¡No te atrevas, mocoso malcriado! ¡No! ¡Deja! —. Exclamaba Bautista en medio de carcajadas, mientras su hijo le rascaba y acariciaba con frenesí la sensible piel de las plantas.
Fue un juego divertido entre padre e hijo que duró solo unos segundos antes de la tregua. Nico aprovechando la ingenuidad del hombre, apoyó su cabeza junto al pie descalzo de Bautista. El empeine izquierdo se sentía caliente y acogedor, con un aroma maravilloso.
—¡Mira, mamá! —murmuró Nico, besando el arco del pie con devoción de feligrés—. El pie de papá es más grande que toda mi cabeza.
Los dedos infantiles acariciaban la planta untada de brillo. Bautista rió, sus costillas vibraron.
—¡Pequeño fisgón, deja de hacerme cosquillas o te pateo! —bromeó, presionando suavemente la planta aceitada contra la mejilla del niño, interpretando sus caricias como inocentes juegos de niño.
Nico enterró la nariz en el metatarso y en silencio, solo lamió la piel, saboreando el rastro de coco y hombría.
—¡Hey! Ya es suficiente— dijo Bautista aplastando el pie completo sobre el rostro de Nico, empujándolo, un poco tosco. Por un segundo, el niño ahogó un gemido al sentir la humedad entre los surcos plantares.
Lucía observaba, ajena al juego perverso:
—Deja al niño, Bauti. Está admirando a su ídolo—.
—Pero, es que…—
—Es que nada —dijo Lucía regañándolo.
Bautista miró a su hijo con juguetona maldad, y en un acto divertido le pateó suavemente el torso con él pie haciendo que el niño cayera al piso y le sacará una carcajada a su padre.
—¡Te lo tienes bien merecido, enano! —musitó el gigante, quien se retorcía de la risa ante los regaños de su esposa.
Con el paso de los días, la afición de Nico por su padre lo llevó a espiarlo en situaciones íntimas y morbosas. El baño exterior, una estancia pulcra junto a la casa, accesible solo por el patio, se convirtió en el santuario perverso. Entre las maderas ajadas, un orificio casi imperceptible permitía a Nico atisbar los rituales íntimos de Bautista. Allí, con la respiración contenida y el ojo pegado a la fisura, Nico devoraba los fragmentos de aquel cuerpo que jamás vería completo: la sombra de un tobillo apoyado en el suelo, el brillo húmedo en la curva de un músculo, la silueta apenas esbozada tras la cortina de vapor. Cada visión era una golosina que alimentaba su morbo, transformando el espacio en un confesionario profano donde deseaba arrodillarse cada vez que su padre cruzaba aquel umbral.
Bautista, incluso después de la faena, irradiaba una pulcritud salvaje. Nico acechaba sus pasos con sigilo felino. Al escuchar el crujido de la puerta, corría hacia su escondrijo. Entonces observaba, hipnotizado, el chsss líquido del chorro dorado estrellándose contra la loza del inodoro, incluso, si se acomodaba bien, podía alcanzar a ver la manera en que el prepucio, esa carnosidad rosada y templada, liberaba gotas rezagadas del orín, o le mostraba aunque sea un poquito del poderoso glande y la hendidura de la uretra.
A veces, ya sin ningún reparo, Nico solía fisgonear cuando Bautista se sentaba en la taza a hacer sus necesidades, se perdía en la arquitectura de ese cuerpo: el perfil de unas nalgas monumentales, esculpidas como colinas de mármol vivo; los muslos recios surcados por venas palpitantes que se tensaban al inclinarse, la suculenta forma en que llevaba un trozo de papel higiénico en sus grandes manos y como limpiaba su ano cuidadosamente.
Pero era en la ducha donde Bautista se revelaba completamente. Bajo el agua que resbalaba por su espalda de titán, cuando sus nalgas oscilaban al compás del jabón. La mano diestra, enfundada en espuma, descendía por el pecho y abdomen, hasta amasar con lentitud deliberada los huevos paternos: un saco rosado, turgente, donde el pene reposaba vanidoso entre tupidos rizos.
Así, Nico aprendió a templar su paciencia. Notó que las borracheras de su padre dejaban de ser simples desvaríos para convertirse en ceremonias sagradas donde el dios doméstico, Bautista, se despojaba de su coraza de hombre decente y energía en su forma más pura: la de un semental sin riendas. Era entonces cuando la casa entera se impregnaba de una nueva atmósfera, un perfume a cerveza derramada y sudor primario. La entrepierna de su padre, ya de por sí un continente de promesas, se transformaba en un territorio rebelde, abultándose bajo la tela con una insolencia que denunciaba un torrente sanguíneo acelerado, una bestia despertando de su letargo.
Al regresar, el hombre no caminaba, sino que irrumpía. Su risa, un trueno gutural y contagioso, sacudía las paredes de madera mientras se despojaba de su camisa con un movimiento torpe pero deliberado, revelando un torso bañado en un brillo pegajoso de alcohol y calor. —¡Hace un calor de mil putas, Lucía!— gritaba una vez, y la frase, tan cruda como un golpe, resonaba en los oídos de Nico con la musicalidad de un salmo. No había vergüenza, ni el más mínimo asomo de pudor. Se movía por la casa en boxers, siempre ceñidos. Unos, de color negro, se aferraban a sus glúteos como una segunda piel, esculpiendo la forma perfecta de dos hemisferios de granito. Otros, blancos y gastados por los lavados, traslucían el interior con una la silueta oscura de su vello púbico, la sombra difusa de su pene colgando de un lado al otro, y a veces, hasta la firma violácea de su glande. En algún descuido, al agacharse o al sentarse con las piernas abiertas, la pernera se abría lo suficiente para que Nico, desde algún punto oculto, lograra vislumbrar uno de los testículos asomando como melones colgantes tras la abertura de la prenda.
Una noche pasadas las 1 am, Bautista cruzó la puerta no como un marido, sino como un conquistador vencido por su propia embriaguez. Se tambaleó hasta el centro de la sala, donde Lucía lo atendió luego de bajar las escaleras, con una mezcla de amor y resignación en la mirada. El hombre olía a barra, a mar, a sexo sin concretar. Sus ojos, inyectados en sangre, brillaban salvajes. Habló, y sus palabras eran gruesas, cargadas de una testosterona que se derramaba con cada sílaba.
—Aguántame, reina,— siseó, dejando caer su cuerpo pesado en un sillón. —Hoy me bebí el puerto entero, pero todavía me queda algo para ti.— Lucía se acercó, sus manos suaves terminaban de desabrochar la camisa manchada. Él la atrajo hacia sí, su aliento caliente y agrio rozando su cuello. —Tú sabes que si depende de mí, te tengo haciendo el amor desde que sale el sol hasta que se esconde, ¿eh? Te llenaría de tanta leche que no habría año en el que no des a luz a una cría.—
Lucía rió, un sonido suave y excitado. —¡No seas cerdo, Bauti!, ya te he dado tres hijos, somos felices con ellos, mi amor— le susurró al oído, su cuerpo se recostaba contra él, traicionando sus palabras.
—¡Hijos! ¡Mi reyna!— bramó él, con una carcajada que divertida. —Si no fuera por estos mocosos, te follaría aquí mismo, en el suelo y en todas partes…es más lo haría ahora para que aprendan cómo es que debe preñar un macho de verdad.— La frase cayó en el aire como una piedra en un pozo oscuro, y Nico, que fingía dormir en su habitación a escasos metros, la sintió vibrar en sus propios huesos. Escuchó el jadeo de su madre, un sonido ahogado de placer y sorpresa, y luego el murmullo de sus voces, el roce de la ropa, los besos necesitados y la chispa de un amor que él no podía ver pero que imaginaba con una claridad brutal.
Pronto, el silencio regresó, pesado y denso. Nico escuchó los pasos de su madre alejándose hacia el cuarto, seguidos por los de su padre, que prometía volver del baño para —rematar la faena—. Pero la faena nunca llegó. Los minutos se convirtieron en una eternidad. La fatiga, esa aliada silenciosa de los niños curiosos, debió de vencer a Lucía, porque pronto el único sonido era el de la respiración profunda y regular de su madre desde el dormitorio. Su padre, en cambio, no regresaba. El silencio desde el patio era inquietante. Una idea sucia, se enroscó en la mente de Nico. Éste era el momento. La oportunidad que había esperado. Con el corazón martilleándole en el pecho como un tambor de guerra, se deslizó de su cama.
El patio estaba fresco bajo la luna llena. La puerta del baño, de madera vieja y carcomida, entreabierta, dejaba escapar un haz de luz amarillenta que cortaba la oscuridad. No había seguro. Nico, con el pretexto listo en la garganta: —¿Papá, me dejas pasar? Tengo que hacer pis—. Empujó la madera con la punta de los dedos, revelando el espectáculo que se desveló ante sus ojos como una visión profana. Allí estaba Bautista, sentado en la taza del baño, con la cabeza ladeada y la boca entreabierta, profundamente dormido. La borrachera lo había vencido antes de que pudiera siquiera orinar de pie. Sus calzoncillos blancos, yacían en un montón en sus tobillos, como sensuales grilletes. Sus pies, esos pies que Nico adoraba en secreto, estaban descalzos, apoyados en el frío azulejo. Eran perfectos, arqueados y poderosos, con los dedos largos y fuertes, una obra de arte de fuerza y masculinidad.
Nico se acercó como un felino, sin hacer ruido. El olor en el pequeño cuarto era denso, una mezcla de orina estancada, el dulzor de la crema de coco que aún impregnaba la piel de su padre y el ácido del alcohol emanando de cada poro. Extendió una mano temblorosa y tocó el bíceps de Bautista sacudiéndolo. La piel era caliente, el vello áspero, el músculo duro como una roca bajo la superficie. El hombre no se movió. Anhelado por la audacia, la mano de Nico descendió, trazando un camino por el pectoral velludo, hacia el abdomen firme, hasta que encontró el bosque oscuro de su vello púbico. Sumergió sus dedos en la espesura, tirando suavemente de los vellos rizados, sintiendo su textura. Luego, su mano encontró el premio colgante.
El pene de su padre, incluso en reposo, era una maravilla de la naturaleza. Caliente, pesado, blando pero con una firmeza subyacente. Lo tomó con ambas manos, sintiendo su peso, la suavidad de la piel que cubría el glande. —Lo tienes muy rico, papá,— susurró al aire, como un secreto para sí mismo. Con delicadeza, manipuló el vergón y lentamente lo fue levantando hasta extraerlo fuera de la taza. —¡Uff! ¡Papasito!— exclamó el niño apreciando el miembro carnoso ahora colgando frente a él y sin contener su morbo y curiosidad, llevó sus deditos hacia el prepucio y lo deslizó hacia atrás para descubrir la cabeza rosada y húmeda. El glande brillaba bajo la luz del baño, enorme y ancho. Fue entonces cuando, con el pene ya semi erecto en sus manos, Bautista emitió un gruñido y sus párpados se movieron.
Nico dio un salto, el terror helándole la sangre. Pero los ojos de su padre, vidriosos y sin foco, solo lo vieron a él. Una sonrisa perezosa y borracha se dibujó en los labios del hombre. —Nico… mi bebé,— balbuceó. Con un movimiento torpe, extendió sus brazos y atrajo al niño hacia sí. Lo abrazó con una fuerza que casi le rompía las costillas, aplastando su cara contra su peludo y sudoroso pecho. El olor era abrumador: a desodorante de cedro casi vencido, a sudor fermentado y a la esencia pura de Bautista. Le dio un beso húmedo en la frente. —Ven aquí, mi campeón. —
Nico, latiéndole el corazón con la fuerza de un animal acorralado, se aferró a la apariencia de inocencia que su padre le ofrecía. Siguió la corriente. Acarició sus hombros anchos, sus pectorales, y depositó un beso tímido en uno de sus pezones, que se endureció al instante. Se recostó contra él, sosteniéndose de sus muslos macizos, y desde esa posición, su rostro quedó a centímetros del pene que ahora, semi erecto, rozaba su mejilla. Podía ver cada vena, cada detalle de la piel, sentir el calor que emanaba de él. Su padre, en su estupor alcohólico, no notaba la naturaleza lasciva de su exploración.
—¿Te sientes bien, papá? — preguntó Nico con una voz de niño preocupado.
—Ah, sí… solo… un poco mareado, — murmuró Bautista, cerrando los ojos de nuevo.
La confianza regresó a Nico, redoblada. —Déjame ayudarte, papá. Estás un poco… sucio aquí atrás. — Lo cual era mentira pues el hombre solo había miccionado, y con la excusa más perversa que su mente infantil pudo inventar, tomó un trozo de papel higiénico. Se arrodilló a un costado de su padre, que aún seguía sentado en la taza. Con sumo cuidado, como si realizara un ritual sagrado, pasó el papel por el ano de Bautista. El anillo muscular, rosado y calientito, se contrajo ligeramente con el contacto y pareció arder bajo su toque. A Nico le pareció sentir el placer de su padre en ese gesto, una vibración caliente que recorría su propio cuerpo. Se tentó incluso a soltar el papel y tocar la zona con su tacto.
—¡Hey! Eso no se hace, Nico, — dijo Bautista, su voz un gruñido cavernoso, pero sin la menor amenaza. —El ano de papá no se toca. Es privado. — Se río, un sonido ronco y divertido. —Pero si quieres tocar algo, mete la mano más abajo, travieso. —
El corazón de Nico dio un vuelco. —¿Dónde? ¿Aquí? —, preguntó con una falsa ingenuidad, mientras su mano, obedeciendo a la orden divina, descendió desde la espalda baja, pasando por el espacio sagrado entre sus nalgas, hasta encontrar su destino. Sus dedos pequeños y temblorosos envolvieron el escroto de su padre. El peso fue abrumador, dos bolas colosales, calientes y peludas, de las cuales una sola llenaba por completo su palma, rebasando incluso. La sintió pesada, llena de una vida y una potencia que lo dejó sin aliento.
—¡Wou! ¡Papá, pero que bolotas tan grandes tienes—
—¡Pequeño curioso! — exclamó Bautista, con una carcajada que hizo temblar sus testículos en la mano de su hijo. —¡Esas son las bolas de papá! ¡Son así porque tienen mucha leche! — Juguetonamente, le quitó la mano y, ignorando por completo la magnitud de lo que acababa de suceder, volvió a abrazar a Nico contra su pecho. —Te amo, mi niño, — susurró, y le dio otro beso en la frente.
Se levantó de la taza con dificultad, tambaleándose como un oso herido. Estaba completamente desnudo, su cuerpo una escultura de luz y sombra bajo el bombillo. Mientras se ponía de pie, Nico vio una última gota brillante escaparse de la punta de su pene semierecto. —Espera, papá,— dijo rápidamente. —Todavía tienes algo.— Con su manita pequeña, se acercó y cubrió el glande desnudo, recogiendo en su palma la tibia y salada gota de orina residual. Bautista lo miró con un gesto de torpe agradecimiento. —Gracias, hijo. — Con una agilidad sorprendente para su estado, se quitó los calzoncillos de los tobillos usando solo los pies, y luego, en un último acto de poder paternal y absurda ternura, cargó a Nico en sus brazos y lo llevó de vuelta a su cama.
A la mañana siguiente, el sol entró por la ventana y encontró a Bautista roncando en su cama, con una resaca que le nublaba la mente. No recordaba nada. No recordaba la promesa hecha a su esposa, ni el viaje al baño, ni las manos de su hijo explorando sus secretos más profundos. Pero Nico sí recordaba. Cada segundo estaba grabado a fuego en su memoria, un tesoro que guardaría en el silencio de su corazón, un sabor a sal, a poder y al amor más prohibido que se pueda concebir.
El tacto de los testículos de su padre se había grabado en la memoria de Nico como un sello ardiente. Ese peso, esa textura rugosa y cálida, se había convertido en el norte de su universo secreto. Enviciado, anhelaba más, y su instinto le dijo que el próximo nivel de revelación se encontraba en el santuario más íntimo de sus padres: su dormitorio. Sabía, por los susurros y las sonrisas cómplices, que la unión sexual de Bautista y Lucía era frecuente y apasionada, pero discreta, un ritual sagrado que se llevaba a cabo tras la puerta cerrada y el silencio de la noche.
Su oportunidad llegó una noche de luna menguante. La casa era un bostezo de sombras. Nico, descalzo, se deslizó de su cama como un humo, moviéndose con una pericia que le daba el miedo y el deseo. El pasillo era un abismo oscuro, pero una delgada línea de luz bajo la puerta de sus padres era su faro. Se acercó, el corazón martilleando un ritmo tribal contra sus costillas, y se arrodilló. Y de una pequeña rendija donde el marco no encajaba del todo le ofreció una ventana al paraíso prohibido.
Lo que vio le robó el aliento y le reavivó la sangre. Allí estaba su padre, un dios vigoroso ultrajando el cuerpo de su mujer. Bautista estaba de rodillas en la cama, su espalda delineando músculos tensos, brillaba con el sudor bajo la luz mortecina de la lámpara. Su cuerpo era un arco de potencia, y cada embestida era un terremoto controlado que hacía temblar toda la cama. Fap… fap… fap… El sonido de sus cuerpos encontrándose era una percusión primitiva, húmeda y brutal. Lucía, debajo de él, tenía las piernas abiertas en señal de entrega total, sus manos aferradas a la espalda ancha de su marido, sus uñas dejando marcas pálidas en su piel.
—¡Así, mi amor! ¡ábrete bien que te voy a partir por medio! —rugía Bautista, su voz un moderada. Su mano, grande y callosa, aferraba la cadera de su esposa y la otra la tomaba de una teta con una posesión que era a la vez violenta y tierna.
—¡Ay, Bauti, sí! ¡Dios mío, eres un animal! —susurraba ella, con la voz rota por el placer.
Nico veía todo: el contraste entre la piel bronceada y velluda de su padre y la piel más clara de su madre, cómo los glúteos de Bautista se contraían con cada embestida, aplaudiendo obscenamente sobre el sonido de las pieles chocando. Veía el enorme pene de su padre, una vara de carne enrojecida que desaparecía y reaparecía dentro de su madre, cubierto de un brillo húmedo que olía a mar y a sexo. El olor llegaba hasta él, un perfume denso y embriagador que le daba vueltas en la cabeza. Bautista era un semental en plena faena, y le gustaba verbalizar su dominio.
—¿Te gusta, mi reina? ¿Te gusta cómo te llenas? —le preguntaba, mordiéndole el cuello. — Este es el pene que te da hijos, ¿Sientes cómo te destroza?
—¡Aay, Bauti! ¡Más despacio que me estás moliendo a pijazos! —gritaba ella, alcanzando un clímax que hizo arquear su espalda como un arco tensado.
Nico, agazapado en la oscuridad, se tocaba a sí mismo con una desesperación que no entendía, imitando el ritmo de su padre, sintiendo una ola de placer y celos que lo ahogaba. Estaba viendo el acto primordial, la fuerza que lo había creado a él y a sus hermanos. Era hermoso.
—¡Eso es, preciosa! ¡Moja la verga de tu hombre! ¡Estas hirviendo! —rugió él, y con una última embestida feroz, se clavó hasta el fondo, su cuerpo rígido como una estatua, un temblor recorriéndolo de la cabeza a los pies mientras vaciaba su semilla en el interior de su mujer. Nico vio cómo el enorme miembro de su padre, cubierto solo por la lubricación de fluidos, salía lentamente de la destartalada vagina, goteante y victorioso.
Haber presenciado el acto de creación, la fuerza bruta de su padre y su pasión por hacer bebe, hizo que las cosas cambiar drásticamente en Nico, su obsesión, hasta entonces centrada en el cuerpo estático de Bautista, explotó para incluir esta dinámica, esta danza salvaje de poder y sumisión. Solo pudo ser testigo de este espectáculo en contadas ocasiones, pues la discreción de sus padres era impecable, pero el conocimiento de lo que ocurría cada noche era corroborado por los comentarios de sus padres en cada murmullo, en cada chiste en doble sentido y en el sonrojar de su madre luego de que Bautista le susurrara alguna obscenidad al oído.
Pero por una gracia del destino, Nico no solo presenció el acto, sino su consecuencia más sagrada. Fue testigo de la noche en que se gestó su siguiente hermano. Esa vez, Bautista tenía a su mujer de perrito, él de cuclillas sobre ella follandola en la posición más animal mientras le tiraba del cabello, la energía era diferente, más densa, más solemne. Nico podía ver las bolas de Bautista agitándose al compás, incluso el ano rosado expuesto por la postura. Sus palabras no eran solo sucias, eran una profecía.
—Te quiero preñar, Lucía… te voy a meter un hijo dentro… lo vas a sentir crecer y nacer —siseaba él, con una intensidad que aterrorizaba y excitaba a Nico.
La culminación fue memorable. Bautista, conteniendo un rugido gutural, se derramó en ella, abundantemente, y en ese momento, Nico supo, con una certeza que no necesitaba palabras, que una nueva vida había sido creada por la furia y el amor de su padre.
Cuando el embarazo fue anunciado, la casa se llenó de alegría. Bautista, levantando a Nico en sus brazos como si pesara una pluma, le prometió con toda la sinceridad de su corazón borracho de felicidad: —No te preocupes, mi niño. Aunque venga otro, tú siempre serás mi bebé. Mi pequeño campeón.
Y Nico, abrazando el cuello de su padre y oliendo su perfume a hombre y a mar, solo podía pensar en la verdad que él solo conocía: en cómo se había forjado esa nueva vida, en lo salvaje que había sido su padre, en lo rico que había follado a su mamá para sembrarla.
La vida continuó, y Nico se comportaba como el niño feliz y normal que todos creían que era. Jugaba, reía, iba al colegio. Pero nadie sabía el gusto oculto que corroía su alma, la devoción enfermiza que lo llevaba a buscar nuevas visiones. La tercera vez que los vio, su madre ya mostraba un vientre abultado, una curva sagrada que Bautista adoraba. La escena fue diferente. Más lenta, más reverencial. Bautista no era un animal furioso, sino un adorador. Besaba el vientre de su esposa, hablándole al bebé que crecía dentro. Y luego, ocurrió algo que Nico nunca olvidaría. Bautista, recostado boca arriba en la cama, con su mujer encima suyo moviéndose sobre su poderoso pene, se llevó, en un arranque de lujuria uno de los pechos hinchados y oscuros de Lucía a su boca. Los pezones, ya grandes como moras, goteaban un líquido blanquecino. El hombre comenzó a succionar, a beber la leche del bebé que aún no nacía. El sonido húmedo, el gesto de poder y ternura, era lo más erótico que Nico había visto jamás.
—Bau, ya detente, vas a dejar al nene sin alimento —dijo la mujer acariciando la cabeza de su marido.
—Es que está dulce, mi amor —dijo Bautista, levantando la cara, con un hilo brillante de leche colgando de su labio. —Dulce como tú.
Lucía gemía, no de dolor, sino de una plenitud absoluta. Aquello continuó hasta que, a los siete meses, el embarazo se volvió delicado y la puerta del dormitorio permaneció cerrada para siempre.
Los gemidos cesaron. Y en su lugar, Nico vio a su padre más ofuscado que nunca, un toro enjaulado sin dónde desahogar su furia hormonal.
Entonces, el destino le tendió una trampa sádica. Un día, su madre fue al hospital por un control, acompañada de una amiga. Sus hermanos mayores se fueron al centro comercial. Bautista lo miró con una extraña intensidad.
—Nico, toma algo de dinero. Vete a la tienda, cómprate lo que quieras y compártelo con Gabito. Vete, alégrate un rato —le dijo, con una sonrisa que no le llegó a los ojos.
Nico salió, sí, pero su instinto, aguzado por meses de vigilancia, le gritó que algo no cuadraba. Dio un rodeo, esperó a que Gabito se fuera y regresó a casa como un ladrón, sigiloso, con el corazón en la garganta. La casa estaba en silencio, pero no el silencio vacío, sino el silencio tenso del secreto. Desde el pasillo, escuchó una voz. No era la de su madre. Era la vecina, una mujer de pechos enormes y caderas amplias que siempre lo miraba con una sonrisa demasiado dispuesta.
Asomó la cabeza por la esquina del salón y el mundo se le rompió en mil pedazos. Su padre estaba ahí, en el sofá, pero no era el hombre que había hecho el amor a su esposa. Este era un depredador. Tenía a la vecina de rodillas en el suelo, con la cara enterrada en las almohadas del sofá, y la estaba follando por el culo con una brutalidad que dejó a Nico sin aliento. No había cariño, solo dominio. Los golpes de piel contra piel eran secos, violentos. Bautista la agarraba por el pelo, tirando de su cabeza hacia atrás.
—¿Quieres un hijo, perra? —le gritaba él, con una voz que Nico nunca había oído, llena de un desprecio excitante. — ¿Tú crees que voy a darle mi semen a una zorra como tú?
—¡Sí! ¡Por favor, déjeme que venga! ¡Por favor, préñame! —suplicaba la mujer, con la voz distorsionada por el placer y el dolor.
Bautista se rió, un sonido frío y cruel. Se retiró de golpe, dejando a la mujer con el ano abierto y temblando. La giró sobre la espalda y se la metió por la vagina sin ninguna transición. La mujer gritó, una mezcla de dolor y éxtasis. Y entonces Nico vio algo nuevo. Una funda de látex, un jebe translúcido que cubría el pene de su padre. Un condón que servía como barrera. La barrera que separaba a su madre de una simple perra.
El hombre la folló así, con las piernas de la mujer sobre sus hombros, mirándola a los ojos con una sonrisa de desprecio mientras la insultaba y escupía. La cambió de posición. Bautista se echó en el sofá, boca arriba. Nico, desde su escondite, veía perfectamente las plantas de sus pies, esos pies que él adoraba, tensas y arqueadas mientras empujaba hacia arriba. La vecina lo cabalgaba, desesperada, moviendo sus caderas como una posesa.
Pero Bautista parecía aburrirse. De repente, en un arranque de ira pura, la agarró por la cintura y comenzó a follarla desde abajo, a una velocidad demencial. El sofá crujía, los gemidos de la mujer eran agudos, ininteligibles.
—¡Toma, zorra! ¡Toda esta leche! ¡Y no te la vas a beber! —gruñó Bautista, alcanzando su propio clímax con un rugido gutural que pareció sacudir los cimientos de la casa.
Se quedó quieto un momento, luego empujó a la mujer a un lado. Se quitó el condón con un gesto rápido y experto, lo anudó y lo arrojó, sin mirar, hacia el cesto de basura del baño, que estaba justo a la vista de Nico. La vecina, temblando, comenzó a vestirse. Bautista, ya con su semblante amable de siempre, le dijo:
—Gracias, Elena. Fue un placer. Ahora vete, que llegan los niños. Y mándale saludos a tu marido.
La mujer salió sin mirar atrás. Nico esperó a que oyera la puerta principal cerrarse. Esperó cinco minutos. Diez. Luego, salió de su escondite. con el corazón desbocado, se lanzó hacia el cesto, lo abrió y allí estaba. El condón, todavía tibio, pesado y lleno del tesoro de su padre. Con manos temblorosas, lo recogió. Era su nuevo trofeo, la prueba de una faceta más oscura y poderosa del dios al que adoraba.
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