El verano de mi «aflojamiento» Capítulo 0 (Introducción)
Esta es una historia que ocurrió durante un curso escolar a un chico de 11 años pocos meses antes de que se iniciase en el mundo del sexo, y de una serie de acontecimientos que se dieron que ya dejaban algunas pistas de lo que más tarde iba a descubrir. Se describen los hechos tal como ocurrieron si.
Ocurrió en el año que yo cumpliría mis 12 años. Hasta entonces mi vida había transcurrido como la de cualquier niño de una familia de clase media en que no nos faltaba nada esencial aunque tampoco nos sobraba demasiado.
Cursaba estudios en un colegio católico regentado por sacerdotes algunos de los cuales también nos daban algunas de las clases y el resto de profesores eran laicos.
Yo era un niño tímido aunque no por ello dejaba de tener mi reducido grupo de amigos aunque el trato con ellos se limitaba casi exclusivamente al ámbito de la escuela. Era un alumno que no sobresalía en nada pero aprobaba todas las asignaturas con notas medias, ni altas ni suspensos.
Durante el curso escolar mi mundo transcurría de forma monótona entre la escuela y mi casa. Tenía varios hermanos mayores que, aunque vivían todavía en casa de mis padres, nos ignoraban la mayor parte del tiempo a mi hermana pequeña ,a la que llamaré María, un año menor que yo y a mí mismo.
A estas alturas de mi vida yo desconocía absolutamente todo acerca del sexo y ni siquiera sabía que mi polla podía servir para algo más que para orinar.
Mi primer recuerdo con una situación que remotamente podría tener alguna connotación sexual, aunque no la tenía en absoluto, se produjo un poco antes, hacia mis ocho o nueve años, en que pensé que un compañero de clase, delgado y esbelto, era guapo. Admiraba su belleza pero sin ningún sentimiento erótico.
Algo parecido me ocurrió en el curso escolar al que me refería al principio, a mis 11 años, con otro niño de mi colegio. En este curso, durante una clase de música, el profesor nos hizo cantar una canción popular a toda la clase a la vez mientras él iba pasando pupitre a pupitre, acercando su oído a nuestra boca y a algunos niños nos puso la mano sobre la cabeza. Al finalizar la audición nos anunció que los chicos a los que nos puso la mano sobre la cabeza éramos los elegidos para pertenecer al coro de la escuela. A mí me sorprendió porque, al ser tímido, cantaba muy flojito y apenas debió oírme. De esta manera fue como de repente me encontré siendo un niño de coro sin haberlo yo solicitado y obligado a realizar ensayos los sábados por la tarde y cantar en la misa dominical mientras los demás compañeros de clase disfrutaban del fin de semana libre.
Durante los ensayos destacaba un niño algo menor al resto, de unos nueve o diez años, muy gracioso, rubio y ojos azules, que tenía una voz angelical y que pronto llegó a hacer de solista.
Una tarde después del ensayo, al llegar a mi casa, le comenté inocentemente a una hermana mayor ,de 14 años, que en el coro cantaba un niño que era «muy mono». Y ella me contestó en un tono sarcástico: ¿eres marica o qué? Y yo me quedé completamente mudo sin saber que responder. Había oído la palabra «marica» cuando algunos chicos se peleaban pero no tenía ni idea de lo que significaba aunque, claro, sabía que era un insulto, uno de los peores.
No entendí el motivo por el cual me insultó mi hermana pero comprendí a partir de ese instante que era mejor no comentar ciertas cosas en casa y nunca más lo volví a hacer, guardando para mí esos sentimientos que no entendía que podían ser malos.
Buscando entre mis recuerdos me vienen a la mente un par más de situaciones de descubrimiento en este año escolar previo a mi iniciación estival en el mundo del sexo.
En esta escuela católica eran obligatorias las confesiones individuales una vez cada dos semanas. Uno por uno debíamos arrodillarnos frente al confesionario y el sacerdote encargado de la confesión corría unas pequeñas cortinas ambos lados de nuestra cabeza quedando la misma «engullida» dentro del confesionario y desde fuera solo se veía el resto de nuestro cuerpo. Mientras iba recitando los inocentes pecados que se me ocurrían… he dicho alguna mentira, he dicho alguna palabrota… el sacerdote me iba acariciando, mejor diría «sobando» mis mejillas, mi cuello de forma exagerada, acercando su cara a pocos centímetros de la mía y jadeando entrecortadamente repetía una y otra vez: ¿y qué más? y parecía como enfadado porque a mí no se me ocurría ningún otro pecado. Finalmente, al ver que era inútil su insistencia me dijo en un tono irritado: ¿pero niño, tú cuántos años tienes? Mi cara se puso roja porque sentí como si me tratara como un niño pequeño, como infantil para mi edad, por no confesar algún pecado que él esperaba oír y del cual yo no tenía ni la más remota idea. Bastante más tarde, después de descubrir el sexo ese verano, entendí de que iba la cosa si juntaba sus caricias exageradas, sus jadeos y su interés por saber detalles de pecados más interesantes para él. En las próximas semanas evité confesar de nuevo con ese sacerdote y escogía cualquier otro menos sobón. Y pude observar que yo no era el único que procuraba evitarlo.
El otro incidente al que me refería ocurrió en plena clase. En clase de religión nada menos. El encargado de impartir la lección era un sacerdote nuevo, que nunca antes habíamos visto en nuestro colegio, llamado Rafael. Era un sacerdote joven , de unos 25 años, alto y delgado. A las pocas semanas de iniciado el curso, un día llegó el padre Rafael a clase y nos anunció que aquel día realizaríamos un examen sorpresa. Entre las protestas de algunos alumnos, que hizo acallar rápidamente, puso unas preguntas en la pizarra que nosotros debíamos contestar en una hoja en blanco. Al mismo tiempo nos dijo que no quería oír ni una voz mientras él tenía que hablar en privado con uno de los alumnos en un cuarto anexo, al que se accedía por una puerta en un lateral del aula. Se trataba de un pequeño despacho pobremente amueblado con una mesa, un sillón, un par de sillas y una pequeña estantería con algún libro. El niño al que se refería resultó ser el que era considerado más popular de la clase aunque era bastante engreído. Era rubio, guapo, atlético y el que mejor jugaba al fútbol. Le indicó al chico que le siguiera y entraron en el despacho anexo y, antes de cerrar la puerta tras ellos, el padre Rafael nos volvió a insistir con rostro serio que no quería oír el más mínimo ruido. Naturalmente, en cuanto se cerró la puerta comenzaron los susurros de todos los chicos, el copiar del compañero de al lado las respuestas al examen o directamente copiarlas del libro que en teoría nadie podía consultar. ¿Cuánto tiempo duró? No más de 15 o 20 minutos. De repente se abrió la puerta y vimos salir al chico del despacho. Me llamó la atención verlo algo sofocado, con la cara roja y la mirada fija en el suelo caminando tímidamente. Y lo que más me sorprendió es este aire extremadamente tímido en un chico cuyo carácter era totalmente opuesto. Normalmente era altivo, soberbio, tratando a los compañeros que no pertenecían a su pequeño círculo de amigos con desprecio. Pero ni tan solo verlo caminar cabizbajo en estas condiciones levantó ninguna sospecha entre nosotros sobre los motivos de su estado y solamente nos preocupaba esconder los libros que supuestamente no podíamos consultar para el examen. Además el padre Rafael nos dijo que teníamos que poner una nota en la parte superior de la hoja del examen diciendo si habíamos copiado, recalcando que Dios todo lo veía y sabría si alguien mentía, lo cual era un pecado… Yo fui de los pocos o quizás el único tonto que puse que había copiado.
Estos «exámenes sorpresa» se fueron repitiendo cada dos o tres semanas y en cada ocasión el padre Rafael se llevaba a su despacho a un niño diferente que siempre eran los más esbeltos y atractivos. Y se repetía el mismo ritual que en la anterior.
En una de estas ocasiones el niño elegido fue uno de mis amigos que era alto y también esbelto y atlético. Al tratarse de mi amigo tuve algo de curiosidad en saber qué ocurría en ese despacho durante los exámenes de religión. Así que al rato largo de cerrarse esa puerta, aprovechando que en el pupitre detrás del mío estaba el chico rubio y altivo que había sido el primero en ser llevado a ese despacho como ya he contado, me giré para preguntarle y observé que puso cara de terror como si lo hubiera pillado en algo que no debía haber visto. Pensé que debía estar copiando del libro, como la mayoría, y que no había porque asustarse de esa manera. Pero entonces me llamó la atención que su compañero de pupitre, que era el chico más joven de la clase, no estaba sentado normalmente, si no completamente encogido en el fondo del respaldo y el resto del cuerpo estirado, con una sonrisa como de bienestar, algo maliciosa, dibujada en su cara. Al observarlo más atentamente pude ver que tenía la cremallera del pantalón completamente abierta y separada, dejando ver una erección que se marcaba claramente en sus calzoncillos blancos clásicos que todo el mundo vestía en aquella época. Quedé un momento paralizado sin decir nada cuando oí al chico rubio decirme con un tono de desprecio: ¿qué estás mirando? Y yo, tímido y un tanto azorado, me giré de nuevo hacia mi pupitre sin saber cómo reaccionar. Me quedé pensativo intentando encontrar respuestas a muchas preguntas cuando de repente se abrió la puerta del despacho y vi salir a mi amigo con la cara completamente enrojecida y una mueca de enfado, provocando todavía muchas más preguntas sin respuesta en mi cabeza. Creo que ese día dejé el «examen» de religión sin responder y ni tan siquiera entregué la hoja en blanco. En el tiempo del recreo fui a buscar a mi amigo y le pregunté qué había ocurrido en aquel despacho ya que lo vi salir completamente azorado. Más que avergonzado estaba realmente enfadado por lo sucedido allí adentro. Me explicó que nada más cerrar la puerta el padre Rafael le había dicho que tenía que realizar un pequeño examen médico y que por favor se quitara la ropa. Acto seguido se sentó tras el sillón de la mesa haciendo como si estuviera revisando unas fichas pero en realidad no quitaba la vista de mi amigo mientras se iba desnudando. Cuando ya estaba solamente en calzoncillos mi amigo permaneció quieto esperando alguna indicación, pero el padre Rafael se lo miraba sin decir nada por lo que entendió que estaba esperando que también se despojara de la última pieza de ropa que le quedaba. Así que, viendo como el cura alzaba la vista de los papeles que tenía sobre la mesa y no le decía nada se quitó la prenda de tejido blanco que le restaba y quedó completamente desnudo. Entonces ocurrió algo que fue lo que verdaderamente enfureció a mi amigo. El padre Rafael soltó una risita sarcástica y le dijo: Hombre, los calzoncillos no hacía falta que te los quitaras… En ese momento enrojeció súbitamente, más por enfado que por vergüenza, ya que el padre Rafael había esperado pacientemente a que se quedara completamente desnudo, mirándolo pero sin pararle, para después hacer cómo si eso no es lo que esperaba que ocurriera. Mi amigo intentó volverse a poner los calzoncillos rápidamente pero el cura le dijo que no hacía falta, que ya que estaba así continuaría el examen de esta manera. Le dijo que se subiera a una pequeña báscula de pie que allí tenía para pesarle mientras con la excusa de colocarlo de forma adecuada no evitaba rozar sus nalgas o su entrepierna con sus manos entreteniéndose en ello para empeorar todavía más el evidente enojo y vergüenza del chico. La tortura todavía duró unos minutos más al hacerle algunas preguntas sobre enfermedades que había pasado u operaciones quirúrgicas que hubiera sufrido, todo ello con el chico en pelotas mientras el curita se lo comía con la mirada… Después lo dejó vestir y salir a la clase dónde yo lo vi llegar todo atolondrado.
Yo no supe que decirle y en mi cabeza bullían un montón de pensamientos intentando ligar lo que me acababa de explicar, que seguro había ocurrido con los otros chicos que les tocó la misma suerte que a mi amigo, sobre todo con el rubio y también el episodio del pupitre con el chico más joven y la bragueta abierta y su sonrisa benevolente.
Con los años, y la experiencia, imaginé que el chico rubio le debió explicar a su compañero de pupitre lo que ocurría dentro de aquel despacho y la calentura que provocaban las hormonas en efervescencia a esa edad les había llevado a algún tipo de juego sexual… en plena clase de religión!
Pero en aquella época yo era completamente inocente y desconocía absolutamente todo sobre sexo, así que después de unos momentos de desconcierto olvidé completamente el incidente y no volví a pensar en ello en el resto del curso. El sacerdote desapareció de la escuela misteriosamente a mediados de curso en que apareció un nuevo sacerdote para dar las clases de religión, sin darnos ningún tipo de explicación. Actualmente intuyo que hubo alguna queja contra el padre Rafael por los «exámenes médicos» durante la clase y fue trasladado a cualquier otra escuela en una provincia distinta, tal como por aquel entonces se acostumbraba a hacer con este tipo de casos. Siempre me he preguntado porque yo no fui escogido para esos exámenes ya que en aquella época yo me consideraba bien parecido, aunque claro, no tanto como los elegidos por el cura. Quién sabe si yo hubiera sido uno de los próximos escogidos si no se hubiera visto obligado a cambiar de escuela.. Al menos mi ego herido me lo hace imaginar…
En ese momento yo desconocía que ese mismo verano, en el que yo cumpliría 12 años , unos meses después de estos hechos, iba a ser el de mi iniciación al sexo por parte de otros niños de mi edad que además iban a conseguir vencer mi timidez, lo que yo ahora llamo «aflojarme», hasta conseguir que participara encantado en sus juegos sexuales
Muy buen comienzo, continua, me eduque en escuela religiosa y se de que hablas👍