El verano de mi «aflojamiento» Capítulo 5 Primer orgasmo, primera eyaculación
Por fin llega el día de mi primera eyaculación con 12 años recién cumplidos..
Personajes en este capítulo:
Yo, Max, 12 años recién cumplidos.
Abel, 11 años, vecino de verano.
Oscar, 13 años, hermano de Abel.
Un día por la tarde, después de almorzar, estaba en mi habitación intentando hacer una siesta pero el calor sofocante me lo impedía.
Estirado sobre la cama, vistiendo solamente mi traje de baño, me vinieron a la mente algunos de los juegos sexuales realizados estos primeros días de verano y empecé a ponerme cachondo. Recordaba a Abel, como si lo tuviera allí delante, bajándose los pantalones vaqueros, sus calzoncillos blanquísimos y el bulto que allí se insinuaba. Recordaba a Abel bajándoselos hasta las rodillas quedando completamente desnudo y yo extendiendo la mano y tocando esa polla caliente y excitada.
Sin darme cuenta, mientras pensaba en todo esto, me empecé a tocar a mí mismo. Primero por encima del traje de baño y poco a poco por dentro, introduciendo la mano por la ingle, provocando una erección y un gran placer. Era la primera vez que me masturbaba aunque sin saber muy bien lo que hacía. Solamente sabía que me estaba gustando.
De repente se me ocurrió que todo esto sería mucho más excitante si lo hacía en calzoncillos. Me levanté y fui al armario, cogí unos calzoncillos, me quité el traje de baño y me los puse.
Eran iguales que los de Abel, blanquísimos, y resaltaban de forma espectacular con el bronceado del cuerpo por el sol del verano.
Me miré en el espejo y me produjo mucha excitación el verme con esos calzoncillos, con esas aberturas frontales y la erección que en ellos se marcaba descaradamente.
Volví a estirarme en la cama y repetí las caricias por encima de los calzoncillos y después por la parte interior de los muslos hasta llegar a la ingle. Introduje los dedos por debajo del borde de los mismos hasta tocar la polla erecta, provocándome como una descarga eléctrica de placer que me obligaba a retirar la mano unos segundos, porque no sabía que podía ocurrir si continuaba. Era una sensación como si fuera a explotar de placer. Paraba, pero al poco rato volvía a repetirlo con gran excitación. Durante todo este tiempo imaginaba que era la mano de Abel la que me acariciaba.
Repetí estos gestos varias veces , siempre parando cuando el placer llegaba a un punto muy alto. En una de estas ocasiones, estaba acariciándome por encima de los calzoncillos y, se me ocurrió meter la mano por la abertura de la bragueta y al tocar la polla erecta sentí que había llegado al límite de lo que podía aguantar y retiré la mano rápidamente. Faltó poquísimo para que ocurriera lo inevitable. Y yo me asusté porque desconocía de qué se trataba.
Ignoraba lo que era un orgasmo, y mucho más una eyaculación, pero ya era la tercera vez en este verano que estuve a punto de llegar al punto de no retorno. Las dos primeras a manos de Abel y este día descubrí que también podía provocar esta sensación con mis propias manos.
Decidí parar debido a ese miedo a lo desconocido si continuaba.
La erección fue cediendo poco a poco y empecé a vestirme, pero entonces me di cuenta de que estaba en calzoncillos. Todos estos días de verano me había dejado el traje de baño seco debajo de mis pantalones tejanos. Al principio por pereza al cambiarme y cuando iniciamos los juegos sexuales por vergüenza a que me vieran los calzoncillos.
En ese momento me imaginé que jugaba con Abel y mi hermana y que al llegar a mi turno me veían en calzoncillos. Y, por primera vez, en lugar de darme vergüenza, me excitaba muchísimo esa idea. Recuperé la erección al instante solamente con imaginarlo.
En aquel momento decidí que a partir de ahora iba a llevar mis calzoncillos blancos debajo de mis tejanos el resto del verano con la esperanza de volver a realizar algún juego sexual llevándolos puestos.
Así pues, me vestí procurando disimular mi erección, dejando la camiseta por fuera del pantalón y me fui al jardín.
Uno o dos días después, una tarde, me encontré con Abel y su hermano mayor Oscar que venían a buscarme para jugar. Nos fuimos a un lugar un poco apartado del jardín de mi casa pero que no estaba tan alejado como para no ser vistos. De hecho desde las ventanas del piso superior nos podían ver perfectamente cualquiera situado allí. Pero nosotros no pensamos en eso en aquel momento.
Una vez más fue Oscar el que propuso el juego. Abel debía esconder un objeto que representaría «un tesoro» , creo que era una caja de cerillas, en alguna parte del jardín sin que nosotros lo viéramos y después lo «torturaríamos» hasta que «confesara» dónde lo había escondido.
En ese mismo momento empecé a sentir cosquillas dentro de mis calzoncillos porque imaginé como continuaría el juego.
Oscar y yo nos giramos mientras Abel escondía el » tesoro» y al poco rato volvió, dispuesto a ser torturado.
Mientras yo iba imaginando de que manera iba a torturarlo, Oscar desapareció sigilosamente sin que yo me diera cuenta de su ausencia. Tampoco me importaba. Solamente pensaba en cómo podría iniciar un juego sexual, disimulando mi interés, con la excusa de la tortura. Aunque, si lo pienso ahora, creo que Oscar y Abel ya habían tramado antes entre ellos este juego «del tesoro» para que acabara convirtiéndose en un juego sexual. Imagino que Oscar fue el que lo inventó y que a Abel le gustó la idea.
Lo que no entendía es el motivo por el cual Oscar proponía un juego que seguro se convertiría en sexual y entonces desaparecía.. Hoy día me pregunto si nos espiaba desde algún rincón escondido o si se marchaba y más tarde su hermano le explicaría todo lo que habíamos hecho para pajearse. Nunca lo averigüé.
Sea como fuere, la cuestión es que yo iba a torturar a Abel, que esperaba pacientemente sentado en la baranda de piedra que cercaba el jardín.
Me dirigí hacia él y, siguiendo el juego, le dije:
– Hablarás?
Abel: No
Entonces , con gran calentura, llevé mi mano hacia la cremallera de sus tejanos y, mirándole a los ojos, volví a preguntarle: – Hablarás?
Abel: No
Con esa respuesta me acababa de dar luz verde para continuar, por lo que le bajé la cremallera de sus tejanos y quedó al descubierto una parte de sus calzoncillos blancos. Eso me excitó todavía más.
Volví a preguntarle: – Hablarás?
Abel: – No
Yo estaba por entonces ya muy excitado y mi polla completamente dura en mis calzoncillos. Así que alargué la mano hacia su entrepierna y separé bien las dos partes de la cremallera para que se vieran bien una mayor parte de sus calzoncillos. Eso me puso a mil y mi calentura me impedía razonar, porque si lo hubiese hecho supongo que hubiera desabrochado también el botón de sus tejanos para ver completamente sus calzoncillos.
En lugar de ello alargué nuevamente mi mano hasta casi tocar el bulto que allí se adivinaba pero parando a menos de un centímetro para decirle: – Hablarás?
Yo estaba fuera de mí y deseando tocarle desesperadamente, pero no estaba seguro de si me estaba propasando y en cualquier momento Abel iba a levantarse y decirme algo así como: – Eres un guarro! Por eso a cada paso que daba yo seguía el juego de la tortura y al preguntarle – Hablarás? era como si le pidiera permiso para continuar. Y Abel hasta ahora no había protestado en absoluto.
Abel contestó de nuevo: – No
Sin pensarlo, alargué el brazo y puse mi mano sobre ese bulto que ya se marcaba en esos calzoncillos y apreté suavemente notando como crecía con mis caricias. Mientras yo disfrutaba con esto, le miré a la cara y vi que tenía los ojos medio cerrados y la boca entreabierta respirando entrecortadamente.
Viendo que él también lo estaba disfrutando y no oponía ninguna resistencia, esta vez sin preguntarle nada, lleve mi mano a su ingle y metiendo los dedos por el borde de sus calzoncillos le toqué la polla directamente y sentí su dureza, su textura suave y caliente.
A Abel se le escapó un ligero gemido cuando jugaba con ella y sentí un deseo irrefrenable de verla por lo que tiré de ella y la saqué afuera de su calzoncillo por el borde.
Estando Abel en la posición de sentado solamente se podía ver una parte de su polla pero podía observar su cabeza asomando por su prepucio y una parte de su tronco. La palpé y jugué un poco con ella. Yo tenía una erección incontrolable en mis calzoncillos y una excitación que no había sentido en mi vida.
En este momento, a pesar de que Abel continuaba sin protestar y que era evidente que los dos lo estábamos disfrutando, pensé que la excusa de «la tortura» ya había durado demasiado y que quizás al final Abel se iba a enfadar conmigo. Una idea absurda si lo pienso ahora pues los dos en el fondo sabíamos que lo que estábamos haciendo no era ninguna tortura. Todo lo contrario. La culpa la tuvo mi falta de experiencia con el sexo.
Así pues le introduje la polla erecta como pude de nuevo en sus calzoncillos y le subí la cremallera del pantalón.
Permanecimos los dos callados sin decir nada durante unos momentos. Yo estaba en mi nube y los dos teníamos nuestras braguetas a punto de explotar.
De pronto Abel rompió el silencio y, sorprendiéndome, me dijo:
– Bueno, todavía no he hablado. Tienes que continuar torturándome.
Y diciendo esto, se estiró boca arriba en el césped del jardín.
Yo estaba desconcertado porque pensaba que me había pasado con mis tocamientos, que era evidente que no era ningún juego de «tortura» y que quizás Abel se podía haber molestado.
Ahora veía claramente que le había gustado y que quería continuar.
De todas maneras me dio un poco de vergüenza seguir tocándolo directamente, por lo que se me ocurrió la idea de que escogiera él la tortura entre tres que yo le propuse. Ahora que lo pienso vaya forma tan extraña de «torturar» a alguien, dejando que el torturado escoja, ja ja.
Le dije:
– Qué prefieres? Cosquillas, Puñetazos, o sacarte la pera (así le decíamos a la polla en aquella época, ja, ja)
Pensé que si escogía cosquillas al menos podría tocarle un poco por encima del pantalón. Lo de los puñetazos lo dije porque sabía que no escogería esto y era una forma de disimular que le daba tres opciones. Y, naturalmente, sacarle la pera otra vez era lo que yo deseaba pero en este caso sería él quien lo pidiera si le apetecía.
Abel contestó rápido: – Cosquillas.
Me decepcioné un poco pero pensé que era lo lógico que escogiera al tratarse de la tortura más suave. Así pues, me coloqué a su lado para comenzar con la «tortura» cuando Abel me sorprendió de nuevo diciendo:
– No, no, mejor sacarme la pera.
Al parecer cuando escogió las cosquillas lo hizo como un impulso y sin pensarlo demasiado, pero quizás fue su propia polla la que lo pensó mejor y le hizo cambiar la elección.
Al escucharlo, mi propia polla que se había dormido un poco cuando escogió las cosquillas volvió a reaccionar como un resorte y se puso dura de nuevo. Al parecer a Abel le había gustado lo que le había hecho. Sonreí.
De esta manera se disimulaba un poco el hecho de que era yo el interesado en tocarlo ya que era él quien me lo pedía.
Ya no hacía falta que le preguntara cada vez que daba un paso: -Hablarás?
Ya los dos sabíamos a lo que íbamos.
Por tanto, bajé su cremallera de nuevo, y ya se podía ver la excitación de Abel en el bulto que se marcaba en sus calzoncillos blancos. Lo acaricié y palpé un poco por encima de ellos, lo cual me daba mucho morbo, y enseguida mi mano buscó el borde del calzoncillo y se introdujo hábilmente dentro de ellos tocando su polla erecta y sacándola afuera.
Era más o menos del tamaño de la mía, aunque él tenía casi un año menos que yo, y ese día la note más dura que en las otras ocasiones. No estaba circuncidado y el prepucio estaba algo retirado y se veía la cabeza con aquel ojo en medio que parecía mirarme.
Jugué con ella y después de un rato la volví a meter en sus calzoncillos y, con cuidado, cerré la cremallera de sus tejanos.
No recuerdo haber notado líquido pre-seminal aunque en aquel tiempo yo no tenía ni idea de todo aquello. Por ese mismo desconocimiento yo no continué con la paja hasta el final porque ni siquiera sabía que existía un final cuando jugabas así.
Lo que si sabía es que tenía mi polla a punto de estallar en mis pantalones y todavía me excité más cuando Abel me dijo el ya consabido: – Ahora tú!
Sabía que era inevitable que ahora Abel iba a hacerme lo mismo que yo acababa de hacerle a él, lo cual me provocaba excitación y nerviosismo a la vez.
Me estiré en el césped dispuesto a sufrir la misma «tortura», olvidándonos por completo del «tesoro escondido» que fue la excusa para que ocurriera todo esto.
De repente Abel me sorprendió diciendo:
– ¿Qué prefieres, cosquillas, sacarte la pera, o… qué era lo otro?
Yo: – Puñetazos
Abel: – Eso, puñetazos.
En aquel momento mi polla, que estaba completamente erecta, se relajó un poco y bajó mi nivel de excitación porque Abel me estaba dando la posibilidad de no tocarme, por ejemplo si yo escogía cosquillas. Pero, tras unos segundos, mi polla decidió por mí y respondí:
– Lo que tú quieras.
Fui un poco hipócrita, lo reconozco, porque yo ya había decido lo que quería. Por primera vez deseaba ser tocado y visto. Pero prefería que no se notara mi interés y que fuese Abel el que tenía que decidir lo que él quería hacer. Aunque yo estaba seguro de cuál sería su elección.
Y, efectivamente, Abel no tardó ni un segundo en pensárselo y dijo:
– Sacarte la pera.
Mi polla reaccionó como un resorte y se puso dura al instante.
Abel se colocó de rodillas entre mis piernas y me bajó la cremallera de mis vaqueros. Yo, que estaba estirado, le miraba a él y observé que ponía cara de sorpresa e inmediatamente me miró a los ojos como si quisiera decir algo. Levanté un poco la cabeza y miré a la zona de mi cremallera para saber qué era lo que le había sorprendido y enseguida lo entendí. Se veían perfectamente mis calzoncillos blancos que yo ya me ponía expresamente bajo mis tejanos desde hacía unos días, porque ahora me daba morbo que me vieran con ellos si algún día realizábamos algún juego sexual. Así pues, Abel se había sorprendido porque en todas las ocasiones anteriores yo llevaba mi traje de baño debajo y era la primera vez que me veía los calzoncillos. Eso provocó que mi excitación fuera máxima y más intensa que nunca.
Abel, sin comentar nada, empezó su exploración deslizando los dedos por mis calzoncillos buscando el borde y entonces dijo:
– Que calzoncillos más anchos.
Y yo: No, lo parece, pero son normales.
Abel: Bueno, es igual.
Introdujo la mano dentro de ellos y con gran habilidad sacó mi polla durísima y empezó a jugar con ella. Primero palpándola, provocándome oleadas de placer y, a continuación, la agarró con tres dedos y empezó a acariciar la cabeza de la misma con el dedo pulgar. La iba frotando despacio pero sin parar, pasando también por el meato de la orina y mi placer iba creciendo hasta límites nunca hasta ahora vividos. Empecé a jadear y sentí como si fuese a explotar de tanto placer, motivo por el cual estaba a punto de pedirle que parase porque no sabía que iba a suceder, cuando de repente, con un movimiento brusco Abel introdujo de forma rápida mi polla de nuevo en los calzoncillos. En el momento que la cabeza de la misma rozó la tela de mis calzoncillos mi polla llegó al límite y, sintiendo un enorme placer, me corrí incontrolablemente contracción tras contracción.
No sabía bien lo que me había pasado pero si supe que me había gustado y mucho, pero no tuve tiempo de pensar en ello porque observé que Abel permanecía quieto mirando a la distancia por encima de mi cabeza y se me ocurrió decirle:
– Bueno, ciérrame la cremallera ¿no?
Y Abel levantándose rápidamente me dijo:
– Cuidado! Viene gente!
Giré la cabeza y, efectivamente, vi como se acercaban tres adultos (familiares y amigos) y cuando estuvieron a unos tres metros de nosotros se pararon y se pusieron a hablar entre ellos. Yo me subí la cremallera rápidamente y Abel y yo nos fuimos de allí lo más disimuladamente que pudimos.
En aquel momento no lo pensamos, pero hoy en día estoy convencido que nos pillaron con las manos en la masa. Lo pienso porque el lugar dónde estábamos, aunque situado en una parte del jardín un poco alejada de la casa, podía ser visto sin ninguna dificultad desde alguna de las tres ventanas del piso superior que daban a esta parte del jardín. Yo creo que alguien nos vio y decidieron poner fin a nuestros juegos aunque de una forma discreta, sin asustarnos. Por eso se acercaron a dónde estábamos y cuando se percataron de que ya los habíamos visto, a pocos metros, decidieron disimular como si la cosa no fuese con nosotros.
En todo caso Abel y yo nos fuimos uno para cada lado y yo me dirigí al baño a ver que era esa humedad en mis calzoncillos. Me encerré, me desabroché los tejanos y miré dentro de mis calzoncillos dónde pude ver restos de una sustancia pegajosa y algo blanquecina. La toqué con un dedo y lo acerqué a mi nariz. Tenía un cierto olor como a pescado.
Yo no sabía lo que era, pero pensé que quizás tuviera algo que ver con lo que me preguntó un día un compañero de colegio: ¿Ya te sale leche? Y yo no supe que responderle. Tardaría todavía unos meses en aprender los misterios de la vida.
En aquel momento no me extrañó que no hubiese traspasado y manchado los tejanos. Ni se me ocurrió pensarlo. Pero ahora creo que se debió a que al ser mi primera eyaculación la cantidad de semen debía ser pequeña, y también a que por aquel entonces usaba unos calzoncillos de algodón de buena calidad, algo grueso, junto con una capa doble a la altura de la bragueta dónde existía una abertura lateral para sacar la polla por allí al ir a mear. Abertura que curiosamente no utilizamos para nuestros tocamientos.
Sea como fuese, había tenido mi primer orgasmo y mi primera eyaculación, y además había sido a manos de un amigo, aunque creo que Abel no llegó a enterarse al producirse la eyaculación en mis calzoncillos.
Abel había dado un paso más en mi «aflojamiento». A pesar de ser un niño tímido de mi desnudez, Abel había conseguido que me dejara desnudar y tocar sin dificultad. Es más, había conseguido que me gustara ser visto y tocado. Yo podía haberlo evitado, de haber querido, cuando me hizo escoger una de las tres propuestas de «tortura». Y yo le dejé escoger a él sabiendo perfectamente cuál sería su elección.
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