En el apartamento del chico de la franela blanca
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por VaronSilente.
El chico de la franela blanca me guió en medio de las oscuras escaleras hasta que llegamos al estacionamiento.
No sentía los pies, ni la brisa de la madrugada. Solo esos dedos largos y medio temblorosos que sujetaban los míos con decisión. Cada vez que pasábamos a la luz de una bombilla en el oscuro estacionamiento podía admirar su exquisito porte trasero. Tenía el cabello oscuro, corto y revuelto. Debo admitir que parte de ese desorden fue culpa de mis manos animosas en el cubículo del baño. Estaba medio húmedo de sudor, igual que el que empapaba la parte posterior de su franela, que se pegaba a una espalda ancha y alargada. Era lo que más me encantaba de él: estaba bueno, endemoniadamente divino, pero no era una masa de músculos sin sentido.
Cada línea de su espalda, sus brazos, su trasero y sus piernas estaba donde debía, resaltando lo suficiente ante las escasas luces de la noche. Había un encanto que galopaba entre lo frenéticamente sexual y la sobria seguridad de un hombre serio. Tras mirar su espalda todo lo que quise, me entretuve mirando las nalgas que poco antes estuve palpando como si se fueran a desvanecer de un momento a otro. Redonditas, bien ceñidas en ese pantalón de blue jean negro que poco a poco despreciaba más, que quería hacer desaparecer de un tirón. Le di una agarrada en su lindo glúteo derecho justo cuando llegábamos ante su carro. Se giró, y sujetándome imperturbablemente por el cuello me dio un largo y hondo beso. Nuestras lenguas se abrazaron con el ánimo de lo novedoso y desconocido. Mis ganas, recién satisfechas, comenzaban a borbotear otra vez. Él quería que lo complaciera, pero algo me decía que yo saldría premiado nuevamente antes del amanecer.
-Sé que no es fácil, pero aguántate –me dijo con su suave voz grave-. No sabes las ganas que tengo de agarrarte ese duro culo tuyo y cogerte aquí mismo contra la maleta de mi carro, pero quiero algo bien hecho contigo. Me traes loco, no sé por qué. ¿Cómo te llamas?
-Santiago –le dije-. Puedes gritarlo o gemirlo en el tono que quieras. ¿Qué tal tú?
-Ernesto. Y sé que lo gemirás duro en mi apartamento. Vivo aquí cerca, frente al parque Fernando Peñalver. Es un piso compartido, pero no que eso no te preocupe; mi compañero anda de viaje. Full privado. Hay vino en la nevera.
-No suelo salir con el primer chico que vea en un bar. De hecho, es la primera vez que vengo a un bar de este tipo. Hace tiempo que quería, pero no me atrevía.
Ernesto amplió su sonrisa pícara y acercó mi cuerpo al suyo, recostado del carro. Su calor me embargo otra vez. Ambas erecciones se sentían como una sola que latía al unísono. Se enserió un poco y me susurró:
-¿No has estado con un hombre entonces?
-No –le dije con sencillez-, pero cómo lo deseo.
Me mordió una oreja.
-Entonces ya llegó la hora de que sientas una tremenda verga penetrándote, ¿no crees?
No pude contener un gimoteo. Quise comenzar a manosearlo todo, pero me lo impidió con suavidad.
-Si es la tuya, esa tan grande que vi hace rato, sí.
-Vámonos, entonces.
Nos montamos en el carro. Ernesto me agarraba la pierna. El cómo pudimos aguantarnos esos minutos que duramos en la vía, no lo sé. El cómo atravesamos los pasillos y escaleras para llegar a su apartamento, siempre será un misterio. Yo no pensaba en nada. Olvidaba quien era, por qué quería seguir simulando que solo me gustaban las mujeres. Nos olvidamos del vino que supuestamente aguardaba en la nevera. Apenas recuperé el dominio de mi cuerpo cuando Ernesto cerró la puerta, encendió las luces, y comenzó a avanzar por su sala, todo seductor. Yo lo seguía embelesado. Fue apagando las luces a su paso, y me llevó hasta su habitación. Sencilla, sin mucha decoración, con una cama de sábanas blancas y negras en todo el centro. La vi y sentí que el corazón se me iba a salir.
No hubo palabras a partir de allí. Solo el sonido de la ropa que se va, gemidos sibilantes y algunos gritos de placer.
Se quedó plantado frente a mí, y levantó los brazos. Le quité la humedecida franela blanca y dejé su torso de piel clara y tersa todo para mí. Lamí sus tetillas claras, acaricié su pecho, fui en busca del cierre de su blue jean. Él imitaba mis movimientos, desabotonando mi camisa, bajando mi pantalón. Estábamos en bóxer los dos, con sendas vergas bien paradas, como queriendo romper esa tela impertinente. Se lo saqué y lo mamé con fruición. Era tan claro como el resto de su piel, pero con la cabeza roja e hinchada, más ancha que el resto de su largo pene. Me asaltó un breve latigazo de miedo ante el dolor del que tanto había escuchado provocaba la primera penetración, pero el queso que me sacudía hizo pasar rápido esa idea. No me importaba. Si me reventaba de dolor que fuera por ese güevo fuerte y varonil. No tendría otra oportunidad como esa.
Ernesto gemía sin pudor, hundiendo su verga en mi boca. En un momento imprevisto, terminó de quitarme el bóxer y, sujetándome de la cintura, me puso boca abajo en su cama. Sentí un ramalazo de placer como nunca lo había sentido. Gemí cuanto pude ante ese cosquilleo sin sentido que recorría mis nalgas. Mi culo recibía por primera vez la lengua danzarina de un hombre hambriento de sexo. Qué ráfagas de gusto me invadieron por todas partes. Mordía la sábana y la apretaba entre mis dedos convulsos. Mi pene bailaba con el vaivén de mis jadeos. Así estuvo un rato, besando, tocando, pellizcando. Nunca pensé que mi culo pudiera experimentar tanto placer. Me sorprendió. Ni siquiera traté de tocar mi pene, porque sabría que la eyaculación sería inmediata. Me contuve. Quería gozar aquello hasta sus últimos albores. Y ya podía presentirlos.
Su lengua se detuvo, pero mi ano pedía más. Su dedo ya había probado un poco de él, y apenas me causó cierta incomodidad. Se irguió para poner lubricante sobre su pene enorme y lo presentó ante mis nalgas. Yo temblaba, de la emoción, el miedo y el deseo. Lo presionó un poco y su cabeza entró hasta la mitad. Lo hizo retroceder y volvió a la misma posición. Yo no podía ya dejar de jalar las sábanas. Esta vez presionó más fuerte y su cabeza entera se fue sin titubear. Allí sí grité. Me sentía alanceado, pero lo menos que podía querer era que aquel dolor parara. La retuvo un momento allí antes de volver atrás y entrar un poco más. Mi virginidad se escurría como el miedo, y mi grito se transformó en gemidos incontenibles. Sentía todo mi ano dilatado. Su verga entraba más y más. Dolor y placer se entrelazaban, y se turnaban para aguijonearme.
Él también temblaba y jadeaba. Sus manos apretaron mi cadera y entonces metió su miembro entero. Su abdomen se pegó a mi espalda y me erguí para sentir su corazón retumbar en su pecho. Bajé mi cabeza nuevamente a la almohada y dejé mis nalgas a su antojo. Allí comenzó realmente el vaivén del sexo. Entrar y salir, penetrar y complacer. Para mí era un delirio. Sus movimientos se aceleraron. Lo sentí desbocado. Podía apreciar la entereza de su orgasmo en mi piel, delatado por los jadeos entrecortados y el frenesí de su pene. Su cara se alzó al cielo, contraída y olvidada por este mundo. Gimió y gritó en el último momento, cuando su pene no era más que un borrón rosáceo y una ola de algo nuevo, desconocido, pero anhelado, invadía mi interior. Su semen era ardiente. Sus manos fueron desesperadas ante mi verga y la tocaron casi con veneración.
Por supuesto, solo eso estaba esperando yo. Un chorro largo de semen se fue entre sus dedos y manchó sus sábanas negras. Caí rendido, y él sobre mí. Aún no me la sacaba. Pude sentir las últimas palpitaciones antes de que la retirara. Me abrazaba con fuerza contra su pecho, estando yo de espalda, y gimiendo y riendo. No pude desear más que permanecer allí, entre los brazos de ese hombre. Cerré los ojos y me abandoné a su abrazo. La respiración sobre mi nuca acunó mis pensamientos y los hizo desvanecerse por completo.
Solo existía Ernesto para mí en ese momento; ya del mundo me encargaría luego.
Varon Silente
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