Entre montañas (I)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Esto fue cuando tenía once años. Cursaba estudios de primaria en un colegio religioso y ya había sentido los primeros arrebatos hormonales. Era una época en la que empezaba a descubrir lo que el sexo iba a ser en mi vida.
Fue antes del final de curso que se organizó una acampada y nos fuimos juntos varios cursos de primaria a una zona de bosques y lagos, lejos de la ciudad. Nuestro tutor en ese año era el padre Horacio. Era un hombre callado y tímido. Cuando hablaba con nosotros casi ni nos miraba a los ojos. Debería rondar los cincuenta y cinco años o algo más. Además teníamos dos monitores mucho más jóvenes, Alberto y Lorenzo, de treinta como mucho, que nos iban a ayudar con las actividades en el campamento.
El primer día apenas llegamos ya nos tenían preparada una caminata. Fueron un par de horas por senderos de tierra. Paramos un un pequeño remanso del río y los monitores nos dieron permiso para bañarnos si queríamos y descansar antes de volver a la zona de acampada. Muchos compañeros se metieron en el agua solo con los calzoncillos. A mi no me apetecía. Me puse a dar vueltas por los alrededores buscando piedras redondeadas para luego irlas a lanzarlas al agua.
Paseaba por un pequeño caminito de tierra que iba paralelo al rio. Y en una zona de arbustos me pareció ver la silueta de alguien. Poco a poco me fui acercando y pude reconocer al padre Horacio. Estaba sentado en una piedra, con sus pantalones bajados y masturbándose mirando por encima de los arbustos a mis compañeros mientras se bañaban y jugaban en el rio.
Me quedé paralizado mirándolo. Estaba en una zona segura, fuera de su vista. Por un momento dudé si irme sin que se diese cuenta. Pero al final la curiosidad me pudo y me quedé a observar.
Me fijé en su verga que era bien gordota. En ese momento me parecía enorme. Con el tiempo he tenido el gusto de manejar otras mucho más grandes, pero como todavía no había visto la de un adulto en su esplendor pues me sorprendí. Jamás me la había imaginado así, con esas venas hinchadas como a punto de reventar. El ancho tronco terminaba en una punta pequeña, comparada con el resto de pieza.
Noté cómo me estaba empezando una erección. Sin darme cuenta esa situación me estaba excitando mucho. Estaba desconcertado y sin querer, mi pie derecho resbaló, tuve que dar un paso adelanté y partí unas ramas secas del suelo. Don Horacio lo oyó y se percató de mi presencia. Como pudo intentó subir un poco los calzones y miró hacia donde estaba yo.
Me quedé congelado apenas a unos pocos metros de él. Don Horacio me miraba avergonzado, pero seguía agarrando su pija. No había podido subirse los calzones hasta arriba.
– Hijo, no saques conclusiones… No estaba haciendo nada malo. Me relajaba un poco, pero nada más…
Como yo seguía sin responder pero tampoco echaba a correr, el cura parecía que se fue tranquilizando.
– A ver… Esto son cosas privadas. No tiene que saber nadie más de ellas. Ya te digo que no hacía nada malo. Acércate y te explico mejor… No voy a hacerte nada, ven.
Avancé despacio hasta él. Se sentó en el suelo y me hizo una seña para que me sentara al lado. Lo hice, él quitó la mano que tenía en la verga y la pude ver más cerca, pero un poco desinflada ahora. Don Horacio notó que no le quitaba ojo a su pija.
– A ver, hijo… vosotros a vuestra edad ya os tocais, que lo sé porque lo contais cuando hay confesión. ¿Tú no lo haces?
Dudé y asentí levemente con la cabeza.
– Ves… pues yo lo mismo. Y después me confieso como tú. Es un pecado que necesita del arrepentimiento, pero que pocas veces puede controlarse.
Poco a poco la tensión de la situación fue bajando. Guardó silencio por un momento y volvió a hablar.
– Ya veo que te fijas en mi pito. ¿No lo tienes tú igual?
– No…, que va.
– Seguro que lo tienes parecido. A ver, muéstralo y comparamos.
Yo, con toda tranquilidad, me bajé los pantaloncitos y los calzoncillos. Al cura se le ilumnaron los ojos. Y volvió a empezar a estrujarse la verga ahora de forma más pausada.
– Bueno, ahora está pequeñita, pero si haces como yo, cuando vayas creciendo, seguro que se te pondrá incluso más grande.
Yo me cogí el pito con los dedos.
– Así es como lo hago yo, don Horacio…
– Espera, esto te va a gustar más todavía.
Se agachó y se metió mi pequeña verga inexperta en su boca. La sensación fue indescriptible. Me acariciaba mientras los huevecitos y la entrada de mi culito. No sabía muy bien porque lo hacía pero me estaba encantando. Yo estaba tan caliente que notaba que enseguida me iba a venir un orgasmo, pero el cura paró.
– ¿Ves que bueno es eso? ¿No quieres probar tú con mi verga?
Sin dejarme responder don Horacio se había puesto de pie frente a mí y su cosa se meneaba delante de mi cara. Como si me hubiese hipnotizado cogí su pinga sin decir palabra. Estaba muy caliente. Era una sensación nueva y extraña. Abrí la boca y empecé a chupar tímidamente la punta.
Yo no sabía si lo hacía bien, pero poco a poco me fui metiendo más su trozo en la boca. Ahora que probaba la dura carne me daba cuenta que se iba a convertir en una de mis aficiones preferidas. Y don Horacio lo disfrutaba también.
Ese gordo pedazo se deslizaba suavemente por mis labios y me llenaba completamente la boca, hasta acariciar mi garganta. Sentía ahora bien las venas que rodeaban y adornaban todo su tronco.
A cada ratito el cura la sacaba de mi boca como para admirarla. Se tocaba un poco el rosado capullo y le salía algo de agüita brillante de la punta.
Así estuve mamando de aquella verga sin saber lo que me tenía preparado. De repente la sacó bruscamente.
– ¡Ay, a ver que bien que abres esa boca!
Yo hice como dijo y el padre agarraó con fuerza la verga. Estaba roja, como si fuese a estallar. Entonces disparó varios chorritos cortos de líquido salado y trasparente que me empaparon los labios. Y justo después, de golpe, vino un potente torrente de leche blanca que se estrelló contra el cielo de mi paladar y se depositó sobre mi lengua. El cura no controlaba sus movimientos. El segundo gran chorro no acertó, me vino a los dientes, y una parte se juntó con la anterior mientras otra se esparció por mi mejilla. Los siguientes fueron menos caudalosos y como había acercado más la punta a mi boca casi todo el esperma me cayó adentro. No me esperaba que don Horacio pudiese sacar tanto de sus pelotas. Noté aquel líquido muy caliente en contraste con el frío ambiental de ese día y veía como salía algo de vapor de mi boca entreabierta.
Y mientras a don Horacio le había entrado un temblor de piernas de tan buena que había sido la venida. Yo no sabía muy bien qué hacer. Ahora me daba cuenta del montón de semen pegajoso que el cura me había logrado alojar en la boca. Cerré los labios y poco a poco empece a tragarlo, dejándo que fuera pasando por mi garganta. No me resultó desagradable ni el sabor ni la sensación, a pesar de que me costaba un poco que bajara por lo espeso que estaba.
Después de ese día me volví un verdadero devoto del blanco néctar de macho, recién extraído por el intenso placer de los hinchados huevos de su dueño. Me encanta paladearlo tomado directamente de la manguera de carne, bien cargadito de vigor y de testosterona. Desde entonces he saboreado la leche que me han proporcionado muchos hombres. A pesar de que a algunos les dejo que me inunden las entrañas con su calor, me encanta recibir el manjar maduro de su hombría y que puedan ellos también admirarlo. Y así las he probado amargas, dulces, saladitas, muy densas, casi líquidas, abundantes, escasas… pero creo que la de don Horacio ha sido una de las mejores. Será porque fue la primera que probé, y además me la dio en una buena ración, para que pudiera paladear bien sus bondades.
– ¡Vaya por Díos! Hijo mio, no has desperdiciado nada de mi lechecita.
Yo iba tragando saliva para asegurar que terminaba con lo que quedaba en mi boca. Me pasé la mano por la mejilla y recogí una buena cantidad del esperma que había lanzado por fuera. Luego lo fui lamiendo poco a poco de mi mano. Se había enfriado muy rápido pero pude apreciar más el sabor ese que ahora me vuelve loco. Miraba a don Horacio y su cara era de satisfacción. Pasaron unos segundos y le dije.
– Es raro como ha orinado los juguitos, padre. Me los puso en la boca y me los comí. ¿Tendré que confesarme, verdad?
– No lo creo. No deberías confesarte cada vez que ayudes a un hombre a expulsar así su simiente. Es necesario con frecuencia, para que no le haga mal. Y es muy gustoso. No me parece un pecado eso. Yo sí que debo confesarme, puesto que debería controlar más esta necesidad.
– Y ya no puedo sorber más de su pinga. ¿Le sale más de eso?
– Hijo mio, no ahora. Ya me la has agotado. Necesitaría algunas horas de reposo para retener algo más en los huevos.
Acariciaba sus pelotas mientras lo decía y hablaba con toda naturalidad. Su timidez había desaparecido completamente. Yo en ese momento no terminaba de entender bien. Me dijo entonces:
– ¿Esta noche te apetece que pase a buscarte por la cabaña? Podemos probar más cosas que te pueden gustar también. Y te prometo más leche calentita para que duermas de un tirón. ¿Qué te parece?
– ¿Antes de acostarnos dice?
– No. Tú te acuestas a la hora de todo el mundo, y después te despierto, para que podamos seguir con el secreto ¿vale?
– Vale pues, me acostaré y espero.
Entonces me ayudo a limpiarme un poco la cara, se subió y se abrochó los pantalones. Yo volví con los otros chicos y pasó la tarde sin que le contara a nadie lo ocurrido. Me había quedado un calor interior, por lo que el padre me había hecho, y lo que me había prometido. Yo necesitaba disfrutar de más experiencias como esa.
Lo que pasó en esa noche es ya otra historia.
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