Entrenando al pequeño Brandon
Ficción.
Yo no tenía la intención de ser entrenador de boxeo, pero tampoco pensaba que dos años después de graduarme de la universidad iba a estar trabajando en la escuela primaria Agustín Iturbide. El lugar en sí era agradable: había un gran pabellón y edificios gemelos desde donde los alumnos se solían asomar por las ventanas para hacer guerras de lodo. La zona en la que estaba era marginal y de no ser por mi aspecto corpulento e intimidante (mido 1.86, peso 80 kilos y estoy en forma), lo más seguro es que ya me hubieran asaltado o acuchillado o ambas.
Al conocer a Brandon fue que me empezó a gustar el trabajo. Se trataba de un niño de cuarto de primaria, pequeño para su edad, de ojos negros y piel canela. Siempre llevaba el uniforme un poco sucio y los otros niños hacían burla de él porque decían que era maricón. Es cierto que usaba una mochila color rosa, pero era porque su mamá apenas tenía dinero para llevar al niño a la escuela y darle de comer un par de veces al día. Naturalmente la mochila era de segunda mano y, cuando se es pobre, no se puede ser remilgoso con el color.
La primera vez que lo vi estaba sacando mi almuerzo en una banca que daba hacia la cancha de fútbol. Se acercó por un costado, dando pasitos, como queriendo decir algo sin atreverse. Miraba fijamente mi sándwich.
—¿Por qué no estás en clase?
—Disculpe profesor. Por favor no me regañe —dijo con los ojos llorosos. Me partió el alma.
—No te voy a regañar. No pasa nada. Siéntate —le indiqué, haciéndome a un lado para darle espacio en la banca de madera—. ¿Tienes hambre?
El niño asintió con la cabeza. Le alargué el sándwich y lo tomó con recelo. Le sorprendió que se lo diera completo. A partir de entonces me buscaba en los recreos con todo y mochila. Al principio no entendía por qué. Resulta que había un grupo de niños que siempre le escondía sus cosas, lo colgaban de las piernas desde el segundo piso o incluso abusaban de él en los baños. Hubo un niño de secundaria que le orinó en la boca y lo obligó a tragar todo. Apenas hacía un año, otro niño le había metido un lápiz por el ano y lo había grabado todo con su celular. La directora tuvo que intervenir porque el suceso había llamado demasiado la atención en redes sociales. Al final expulsaron al niño y lo mandaron a una correccional. Desde entonces el acoso era más simple: empujones, insultos, intimidación clásica.
De modo que Brandon me buscaba para que lo protegiera y porque había sido una de las pocas personas en mostrarle el mínimo de cariño. A veces le regalaba cosas que le hacían falta en su casa como jabón, toallas, juguetes sencillos. Se quedaba conmigo en el salón mientras revisaba las tareas y se ponía a hacer dibujos que luego me entregaba; más que un agradecimiento, eran símbolos de amor. En el dibujo aparecía yo tomando a Brandon de la mano junto a la banca donde me gustaba sentarme. En esos días hacía mucho calor y Brandon llevaba unos shorts negros que le quedaban muy chicos. Se acostaba en el suelo boca abajo y se le marcaban sus nalguitas de niño mientras coloreaba con los lápices del salón. Una vez tuve una tremenda erección viéndole las nalgas. La piel tersa de sus piernas morenas aparecía desnuda hasta donde empezaba su trusita color amarillo que los shorts apenas alcanzaban a cubrir. De repente se levantó y me dio su dibujo para que lo mirara. Aparecíamos otra vez los dos, pero ahora había también un corazón ovalado con las letras de nuestras iniciales. Antes de que me diera cuenta, me rodeó el cuello con sus bracitos y se trepó en mi regazo. A veces me daba abrazos, pero esta vez era diferente. Pensé que se iba a asustar al sentir mi pene duro entre sus piernas, pero sólo emitió un pequeño gemido y empezó a moverse de atrás hacia adelante, una y otra vez. ¿Será que sí le gustan los hombres?, pensé, sorprendido de que un niño de 9 años se comportara así. Al final me ganó el sentido común y le dije que ya se había acabado el recreo. Lo levanté con mis brazos y lo paré en el suelo. El niño estaba sonrojado y no dejaba de sonreír, entonces le guiñé un ojo y le di una nalgada amistosa para que se fuera.
Yo daba clases de matemáticas en sexto de primaria y nunca había tenido como alumno a Brandon, pero pronto se corrió la voz de que yo había participado en el campeonato nacional de boxeo hacía un par de años y la maestra de historia me sugirió enseñarle a defenderse. Le dije que para eso necesitaba el equipo necesario: guantes, un costal, vendas, colchones protectores, etc. Cosas que sólo tenía en mi casa.
—Perfecto, entonces le puedes dar clases en tu casa. Yo hablo con su mamá, no te preocupes.
Sonaba muy bueno para ser verdad, pero es justo lo que sucedió. La mamá de Brandon trabajaba todo el día, pero pidió una tarde del viernes para hablar conmigo. Me dijo que le gustaba cómo era con su hijo y que Brandon necesitaba una figura paterna, que su padre los había abandonado desde antes que naciera y que ella ya no había querido casarse con nadie.
—A veces me preocupa dejarlo solo en las tardes, así que me gustaría que me lo cuidara, si no es mucha molestia. No tengo mucho dinero, pero espero que 100 pesos a la semana sean suficientes…
—No se preocupe, señora —le llamaba “señora” aunque éramos casi de la misma edad—. No tiene que pagarme tanto, para mí no es ninguna molestia porque su hijo se porta muy bien y yo vivo solo.
La mamá de Brandon intuyó que tenía un vínculo especial con su hijo. No sé si se imaginaba que entre nosotros había algo más que un cariño filial, pero si lo sospechaba, debía intuir que no tenía mucha importancia mientras el niño estuviera feliz. “Nunca lo he visto tan feliz”, me repitió antes de despedirse.
A partir del lunes empecé a llevarme a Brandon a mi casa después de la escuela, a eso de las 2:30 p.m. El primer día, mientras íbamos en mi carro destartalado, el niño iba dando saltitos en su asiento y me preguntaba sobre las cosas que iba encontrando en la guantera: unos chicles, la cartilla de circulación, un desarmador, etc. Cuando llegamos a mi casa le ayudé a cargar su mochila color rosa e hice que se quitara los zapatos enlodados. Le di de comer un estofado que había preparado en la mañana y unas verduras congeladas. Esperamos un rato a que se nos bajara la comida y luego lo llevé al patio a hacer estiramientos, lo puse a correr a lo largo de mi calle unas cuatro veces y luego le enseñé a ponerse las vendas en las manos que, de tan pequeñas, hacían que se me dificultara hacerles el nudo. Le enseñé cómo colocar sus pies para equilibrarse y a usar el peso de su cuerpo para dar un golpe. Una vez que entendió la mecánica empezó a dar golpes rectos al costal hasta que me dijo que estaba agotado. Apenas eran las cinco de la tarde y yo lo tenía que llevar a su casa hasta las ocho. Le dije que se sentara en la sala y le llevé un vaso de agua. Noté que su camisa despedía un olor desagradable, como de ropa sin lavar o estancada. Decidí no mencionarlo para que no se sintiera mal, pero cada día que pasaba, el olor empeoraba. Seguramente no le lavaban la ropa más que una vez a la semana. Una vez que terminamos el entrenamiento del jueves le pregunté si había traído algo para cambiarse.
—Este es mi único uniforme, pero traje otra trusa —dijo con timidez.
—¿Qué te parece si te lavo tu ropa y te das un baño en mi regadera? Cuando salgas puedes andar en calzones si quieres.
El niño gritó “¡Síii!” y dio saltitos alrededor de la alfombra. Lo conduje al baño y prendí la llave del agua caliente. Brandon se me quedó mirando, haciendo nudos con los dedos y de nuevo percibí que quería decirme algo.
—¿Qué pasa?
—¿Puedo bañarme con usted, profe?
Dudé por un segundo. No podía ignorar el hecho de que desnudarme con un niño de nueve años representaba un riesgo, sobre todo ahora que la idea de bañarme con Brandon hacía que se me pusiera durísima la verga. Pero entonces me vinieron a la mente las palabras de su mamá: “Nunca lo he visto tan feliz” y la actitud solícita con la que me había ofrecido dinero a cambio de quedarme con su hijo toda la tarde.
—Está bien —le dije mientras le sacudía el pelo juguetonamente.
Me quité la playera y el pantalón deportivo de manera mecánica, esperando que de alguna manera mi pene se calmara, pero el niño miraba atento mi entrepierna. Brandon se quitó la camisa con la insignia del instituto y luego se bajó los shorts negros y apretados que tanto me habían fascinado. Llevaba una trusa de color amarillo con dibujos de los Minions y se le veía un pequeño bulto. Enseguida se tapó la entrepierna con ambas manos.
—¿Qué pasa, no te lo vas a quitar?
—Es que tengo el pilín parado —me contestó en voz baja. La sangre le había subido a los cachetes y sonreía tímidamente.
—Yo también lo tengo parado —respondí—. ¿Nos lo quitamos al mismo tiempo?
—Bueno.
Me bajé el calzoncillo liberando mi pene erecto. Era bastante grueso y medía casi 19 cm de largo, circuncidado. Procuraba recortarme el pelo púbico de vez en cuando, pero me gustaba mantenerlo visible.
—¡Güau, es muy grande!
—Cuando seas grande te va a crecer así.
—¿Y me van a salir pelos?
Asentí con la cabeza. El niño se quitó la trusa amarilla para revelar un pene rígido de unos 7 centímetros de largo. La cabecilla rosada del glande asomaba bajo el prepucio. La zona debajo de su ombligo se veía aún más suave que sus piernas y su pubis era ligeramente más claro que el resto de su cuerpo tostado por el sol.
—Qué hermoso niño —le dije en un suspiro. Me sonrió y alargó la mano para tocar mi pene. Intentó comparar el grosor con su miembro infantil y entré en un trance total. Ahí me encontraba yo, un adulto de 25 años, frente a un niño prepúber que me tocaba el pene con toda confianza. Entonces volví a la realidad y le dije que nos metiéramos a la regadera.
Le lavé el pelo y empezó a escurrir un color gris junto con el agua. El peque no se había bañado en más de tres días y decidí limpiar con ganas cada rincón de su cuerpo diminuto. Empecé por los brazos y su panza de bebé. Luego le pedí que se volteara y finalmente vi sus nalgas redondas y firmes que más bien parecían las de una niñita, aunque a esa edad no hay mucha diferencia. Dejé la esponja a un lado y enjaboné el hueco entre sus piernas con los dedos. El niño sintió cosquillas y su cuerpo dio una sacudida. Con una mano le masturbaba su pequeño pene y con la otra empecé a enjabonarle el ano. Después de unos segundos empezó a gemir como la vez que se me había sentado en las piernas.
—Mmm, se siente rico, profe.
—¿Te gusta? ¿quieres ser mi mujercita?
—Sí…
El niño se separó las nalgas para darme fácil acceso a su florecita rosada. Entonces empecé a lamerle todo el hueco entre las nalgas y me detuve en su ano infantil que tenía un sabor a piel de bebé con jabón y un aroma fecal. Era lo más delicioso que había probado y estuve devorando el agujerito de Brandon por más de dos minutos. Entonces le di la vuelta y me metí todo su miembro a la boca. El niño se estremecía y me mesaba el cabello mientras complacía sus huevitos con mi lengua.
—Ay sí… así, profe, qué rico… ay… ¡ay…!
Su pene dio una sacudida en mi boca y el pequeño suspiró. Supongo que así tienen orgasmos los niños, pensé. El niño sonreía como un angelito. Le terminé de enjabonar sus partes y luego me dediqué a las mías. Yo no me había venido, pero el complacer a mi pequeño Brandon fue más placentero que cualquier orgasmo. En mi mente ya maquinaba alguna forma de meter mi pene completo entre sus nalguitas morenas para preñarlo con mi leche.
Continuará…
como continua
Ufff exquisito todo, me encantó amigo, ya espero las siguientes partes
Demasiado bueno, espero con ansias la continuación!
Yo rompería el culo del pequeño Bandon y terminaría con una hermosa lluvia dorada es su carita
Qué delicia de relato. Espero pronto poder leer la continuación.
ya esstoy ansioso por leer la continuación! espero que tenga muchas más aventuras!
Tu relato me puso muy caliente espero pronto nos compartas la continuación
Gracias por sus comentarios. Pronto se publicará la segunda parte.
Bravisimo.Debe haber una 2da parte.La buscare.Gracias por calentarme tan rico con tu relato.5 estrellas
Rico