Entrenando al pequeño Brandon – parte 3
De cómo desvirgo al pequeño Brandon cuando su mamá me lo deja el fin de semana.
Los que de verdad amamos a los niños pequeños sabemos que no hay nada más sensual que oler sus calzoncillos sucios. La pequeñez de los pliegues, lo delgado de la tela y, por supuesto, la mancha de orines en la parte frontal donde la tela está más gastada y casi se puede admirar el contorno del miembro infantil. A menudo también aparece una manchita café en el lugar donde ha estado—de pie, sentado, limpio, sudado, haciendo deporte, durmiendo en su cama—el orificio anal de la criatura. Me gusta especialmente cuando tienen dibujos; la inocencia implícita de las ilustraciones de superhéroes o caricaturas corona a la perfección la trusa de niño tradicional.
Desde aquella vez en que el pequeño Brandon me había dado sus calzoncillos para lavarlos, yo me había dado un banquete con ellos cada vez que tenía oportunidad. Por supuesto que me encargaba de limpiarlos bien, pero siempre me los quedaba un par de días para olerlos en los descansos del trabajo mientras me masturbaba en el baño de la sala de maestros. Primero fue la trusa amarilla con dibujos de los Minions, luego decidí comprarle un montón de trusas en Wal-Mart: una del hombre araña, otra de Hulk, y un paquete de cuatro calzoncillos blancos ajustados. Con el paso del tiempo iba deleitándome con cada uno y, cuando tenía oportunidad, le pedía a Brandon que me los modelara para ver cómo contorneaban sus nalguitas de nueve años.
La conducta de Brandon en la escuela había estado cambiando en las últimas semanas. Un día, uno de sus acosadores de la secundaria intentó bloquearle la salida del baño. Recordando su entrenamiento, mi niño lanzó un jab certero al estómago del adolescente, quien gimió de dolor y no pudo ni levantar los puños para defenderse. Habiendo caído al suelo como por inercia, Brandon le lanzó golpe tras golpe hasta que finalmente alguien los separó. El asunto no llegó a oídos de la dirección del colegio, y si acaso llegó, fue ignorado por completo. La maestra de Historia y yo celebrábamos el hecho de que Brandon se hubiera defendido contra alguien más grande que él. Desde aquel momento, el niño ya no huía de nadie. Al contrario; los otros niños de su clase querían ser sus amigos y lo invitaban a jugar fútbol en la cancha.
No obstante, la mayor alegría en su rutina eran las tardes en casa de su entrenador, donde podía jugar a ser la mujercita de un hombre adulto. Mientras en la escuela comenzaba a comportarse como un hombre que trataba de seguir mi ejemplo, cada vez que estábamos solos se portaba como una niñita hambrienta de verga. Cada vez con mejores ánimos, Brandon venía conmigo en el coche, disfrutaba de una comida completa y entrenaba por horas hasta que me pedía con ansias que nos diéramos un baño juntos. A veces, en el trayecto desde la escuela, el niño se cernía sobre mi regazo y me sacaba la verga del pantalón para empezar a chuparla como si estuviera hecha de chocolate. Por mi parte, yo le bajaba el pantaloncillo y empezaba a jugar con su trasero pueril para luego llevarme las manos a la nariz y olfatear los rastros del tracto anal que ahora me pertenecía por completo. A veces eyaculaba en el coche y admiraba cómo Brandon iba tragando chorro tras chorro de semen.
Por otro lado, su entrenamiento de boxeo iba progresando. Después de la hora de la comida, no se escuchaba nada más que el impacto de los puños de Brandon contra el costal. Había logrado enseñarle más de 10 combinaciones de golpes, lo había puesto en forma a fuerza de carreras cortas, abdominales y lagartijas. Lejos de estar agotado, al final del entrenamiento no quería dejar de moverse alrededor del costal.
El viernes de la segunda semana de diciembre salí para verlo hacer sus combinaciones. Ya pasaban de las cinco de la tarde y pronto tendría que llevarlo a su casa, entonces lo interrumpí.
—Ya es hora de bañarse —le dije.
—¿Y vamos a jugar? —preguntó con una sonrisa pícara.
—Claro que sí. Un ratito nomás, porque tengo que llevarte.
Entonces se quitó las vendas de las manos, arrojó sus tenis a un lado y se abalanzó sobre mí para colgarse de mi cuello y besarme en la boca. Nuestras lenguas parecían forcejear cuando en mi boca entraba la saliva dulce de mi nene y yo lo tomaba de las nalgas con ambas manos para que jugara libremente con mis labios. Mientras lo cargaba, el niño frotaba su pelvis contra mi abdomen y empecé a sentir su pequeña erección. Antes de encaminarme al baño lo llevé a mi recámara y lo acosté sobre mi cama matrimonial. Empecé a hacerle cosquillas y Brandon soltó una carcajada mientras se cubría las axilas para protegerse de mis manos. Me acosté sobre su pequeño cuerpo de piel morena y empecé a acariciar su barriguita lampiña debajo de la camiseta deportiva. El nene se estremeció y respondió con un gemido. Sin que se lo pidiera, se levantó el uniforme para darme fácil acceso a sus pezones diminutos y después se quitó completamente la playera. Mi boca se deleitó con ellos y sentí su corazón palpitar a un ritmo inaudito. Recorrí con mi lengua el camino sudoroso desde el pecho hacia el ombligo. Brandon se metió la mano bajo el pantalón deportivo para tocarse el pene cuando de repente mi celular empezó a sonar.
Le hice una señal de silencio a Brandon y contesté. Era su madre:
—¿Entrenador…?
—Sí, señora, dígame.
—No me digas señora, oye… somos de la edad… —me contestó arrastrando las palabras. El hecho de que había estado bebiendo era tan claro que casi podía oler el tufo a alcohol.
—Una disculpa —comenté con una risa cordial— ¿Qué necesitas?
Mientras me cernía sobre el cuerpecito de mi alumno, éste alargó su manita hacia el bulto que se formaba en mis pantalones.
—Sí, mira… Estoy con mi novio Esteban y decidimos irnos de viaje… Estamos en Toluca, ¿sí? —a ratos escuchaba los susurros de otra persona que seguramente era su actual pareja sentimental; se interrumpía en explicaciones y hacía preguntas antes de llegar al grano—: Lo que pasa es que no tengo con quien dejar a Brandon y necesito que me lo cuides. ¿Sí puedes?
El niño había metido una manita al pantalón y me frotaba el tronco del pene entre pequeñas carcajadas.
Fingí dudar por un momento, pues sentí que debía dar la impresión de que tenía algún tipo de plan el fin de semana o cosas importantes que hacer para no levantar sospechas de lo mucho que me gustaba meter mi lengua en el ano de su pequeño. Finalmente le dije que sí, que no había problema y que yo me encargaría de todo.
—¿Cuándo vas a regresar…?
A media frase escuché el clic del teléfono. Me había colgado.
—¿Era mi mamá? —preguntó Brandon, quien ahora se frotaba contra mi miembro descomunal.
—Sí, ¿quieres saber qué me dijo?
—¿Qué?
—Que va a irse de viaje con su novio… creo que se llama Esteban. En fin, quiere que yo te cuide todo el fin de semana.
—¡¿En serio?! —preguntó. Yo asentí con la cabeza y el niño soltó un grito como de niña, pues no podía contenerse de la emoción. Preocupado porque no quería alertar a los vecinos de que algo extraño sucedía, empecé a hacerle cosquillas en las axilas y Brandon soltó una risotada. Forcejeamos otro rato hasta que se cansó y se puso boca abajo. Entonces comencé a acariciarle suavemente la espalda: primero recorrí su cuello con mis dedos, luego tracé con las yemas la forma de sus omóplatos hasta dejar caer mi mano sobre su espalda baja, donde comenzaba a erizarse una ínfima cantidad de vello que era casi transparente. Brandon soltaba pequeños gemidos y paraba las nalguitas para indicarme que le gustaba el contacto.
—¿Recuerdas que te hablé de meterte mi pene en tu colita? —le pregunté.
—Sí, papi, por eso me pongo mi tapón —respondió con inocencia. Desde la semana pasada había empezado a decirme papi casi por instinto, sobre todo cuando me ponía a jugar con sus nalguitas. El escuchar a un morrito de 9 años decirme “papi” me hacía querer cogérmelo ferozmente y no parar hasta venirme diez veces en su agujero.
—¿Me lo enseñas? —le pedí.
Sin demora, Brandon hundió los pulgares en el elástico de su pantalón deportivo y se bajó el uniforme con todo y trusa. Ese día llevaba los calzoncillos del hombre araña. Yo lo ayudé a quitarse la ropa por completo hasta que ya sólo llevaba puestos sus calcetines blancos. Seguía levantando el traserito como para presumirme su juguete favorito y entonces se separó las nalgas con las manos. Justo en su cavidad anal vi la tapa rosada del dilatador que le había puesto hacía un par de semanas para prepararlo.
—Qué obediente, mi niño…Como ya estás listo, este fin de semana vas a ser mi mujercita. Te voy a meter mi verga cuantas veces quiera y te va a gustar. Te voy a llenar el culito de leche.
—¡Mmm! Sí, papi… dame leche.
Jalé el tapón lentamente y vi cómo la piel se iba estirando para dejar salir el plástico invasor. De pronto, parecido al sonido de una botella de champán que acabara de abrirse, se escuchó el sonido hueco de su ano abierto al expulsar por completo el tapón anal. El esfínter se contraía y dilataba en un pulso sincopado, dejando ver apenas las paredes profundas del recto mediante su ahora diminuto orificio.
Le dije que se acostara boca arriba y jalara sus piernas hacia atrás. El pequeño Brandon obedeció. Ansiaba sentir el trozo de carne que tanto le gustaba hundiéndosele en el intestino. Quería que lo preñara su papito querido. La vista de los huevitos de Brandon colgando hacia atrás y la carita de pillo que puso mientras se tomaba de las piernas para darme acceso a su traserito infantil y virginal ya era suficiente como para hacer que me viniera, pero respiré profundamente para controlarme mejor.
Aún se veía un boquete negro entre sus nalgas de bebé y hundí mi lengua en él, gozando un sabor a piel y sudor de nene que se habían acumulado a lo largo del día en su trusa de superhéroes.
—¡Mmmm! ¡Sí! ¡qué rico, papi!
Brandon estaba gozando de mi beso negro a tal grado de que su pequeño pene se le puso más duro que nunca y aproveché para metérmelo un rato a la boca y chuparlo como si se tratase de mi paleta favorita. Quería que me rogara que se la metiera y en poco tiempo me exigió lo que yo le había prometido.
Separé los labios de su miembro diminuto y hurgué en mi cajón para sacar una botella de lubricante y un frasco de popper para usar en caso de que el niño no se abriera lo suficiente. Me unté una cantidad generosa de lubricante en los dedos y empecé a metérselos en el recto. Las paredes anales del pequeño eran tan suaves como la seda. Le hundí completamente mis dedos índice y anular hasta que toqué su próstata. El nene soltó un gemido de placer desenfrenado y me pidió más.
Mi pene estaba tan duro como la piedra y lo puse encima de la erección de mi pequeño. La diferencia de tamaño era aún más evidente y noté que la punta rosada de mi glande le llegaba casi al pecho, pues el pequeño la tomaba con ambas manos como si fuera un ramo de flores que goteaba pequeñas gotas de líquido preseminal sobre su piel tierna.
—Métemela ya, papi… —dijo con tono de queja.
—Dale un besito primero.
—Voy.
Brandon abrió la boca y se irguió mientras yo levantaba las caderas para acercarle la punta de mi pene. Engulló la mitad de mi tronco hasta que mi miembro topó con el fondo de su boca. Le sostuve la cabeza y empecé un movimiento de mete y saca. Cuando lo metía hasta el fondo de su garganta, veía cómo a mi bebé se le inflaban los cachetes; cuando lo sacaba, el nene daba bocanadas de aire para recuperar la respiración. Le expliqué que si me lo llenaba de saliva iba a entrar más fácil y Brandon hizo el doble de esfuerzo por chupar el miembro de abajo hacia arriba.
Finalmente lo acosté boca arriba al borde de la cama, aferré ambos tobillos con una sola mano y le levanté las piernas hasta que sus pequeñas nalgas estuvieron a la altura de mi pene erecto. El nene se abrió el culo con sus manitas para facilitarme la entrada mientras pegaba mi gruesa punta a su hoyito dilatado. Empecé a empujar lentamente y el nene dio un respingo. A pesar de su entrenamiento, el culito de Brandon seguía apretando muchísimo, pero sabía que en cuanto entrara el glande iba a ser más sencillo seguirme introduciendo en el intestino de mi niño. Le pedí que se relajara y que se soltara como si fuera a hacer popó. Entonces aproveché para ejercer un poco más de fuerza y mi cabeza entró de repente. Brandon soltó un chillido y noté que acababa de hundirle unos siete centímetros de verga en el recto.
—¡Ayyy! Ya, papi… ¡me duele! —chilló mi pequeño mientras empezaban a salírsele las lágrimas.
—Shhh… —le dije, acariciándole las piernas—, vas a ver que te va a encantar. Es como el entrenamiento de box, mi amor. Al principio estabas todo adolorido, ¿te acuerdas?
Alargué la mano hacia el tocador y tomé la botella de Popper que había preparado. Se la puse debajo de la nariz y le dije que inhalara muy fuerte porque le iba a quitar el dolor. Brandon obedeció e inhaló del frasco entre sollozos. Me quedé en la misma posición con esperanzas de que se acostumbrara a tener mi pene adentro y que dejara de llorar poco a poco.
—¿Te sigue doliendo, mi amor?
—No… ya no tanto —respondió débilmente.
Entonces sucedió algo inesperado. Brandon tomó mis caderas con sus manitas jalándome hacia sí para indicarme que quería más. Su pequeño pene volvió a endurecerse cuando le introduje mi miembro adulto centímetro por centímetro y noté como la piel de su ano iba estirándose y apretando mi tronco que parecía imposiblemente grande para un cuerpo tan pequeñito.
El Popper le había producido al niño una avalancha de placer que se entremezclaba con el dolor. Seguía llorando, pero al mismo tiempo gemía y se dejaba ir. Ya había logrado meterle 15 centímetros de verga cuando de repente empezó a salir un chorrito de pipí de su penecito semierecto que, por la posición en que lo tenía, se acumuló en su ombligo y empezó a escurrir hacia los costados de la cama. La incontinencia de mi niño se debía seguramente a la presión que el miembro invasor ejercía en su vejiga; una reacción involuntaria que lejos de desalentarme hizo que me excitara aún más y decidiera meterle de golpe mi tronco completo. El niño empezó a sollozar otra vez ante la embestida y entonces decidí separarle las piernas para acostarme cuidadosamente sobre él y acariciarlo para que se calmara. Sentí el calor de la orina entre nuestros cuerpos desnudos.
—Mira qué valiente eres. Ya te entró toda —le dije mientras le acariciaba el pelo y le daba besos en las mejillas.
—Me duele, papi… —protestó con desgana.
—Sé que te duele, pero vas a ver que después te va a gustar tanto que vas a querer que te la meta todos los días.
—¿En serio?
—En serio. Dame un besito.
El niño sonrió, empezó a mesarme el cabello y pegó sus labios contra los míos. No cabía duda de que me amaba profundamente y yo lo amaba lo suficiente como para arriesgar mi trabajo, mi reputación e incluso mi libertad. A medio beso el niño empezó a ponerse más cómodo y me enroscó sus piernitas infantiles que apenas daban el largo para cruzarse a mis espaldas.
Mi pene aún estaba completamente dentro del intestino del nene que ahora me besaba apasionadamente y gemía de placer. Decidí que era momento de empezar a cogerlo en serio. Lentamente empecé a sacarle mi pene hasta la base del glande y después se lo volví a meter, suscitando un quejido de protesta por parte de mi pequeño. Luego repetí el movimiento y empecé un ritmo de mete y saca con el que Brandon empezó a gemir como toda una putita. Nunca pensé que un niño de nueve años pudiera siquiera aguantar una verga de adulto y mucho menos gozarla de tal manera que incluso me pidiera más.
—Más… rápido… pa… pi… —decía entre cada embestida.
Me dejé llevar por el momento y empecé a cogerlo como a una verdadera puta. Metía y sacaba con fuerza y aferraba al niño de los hombros para asegurarme de que su ano profanado no se separara de mi miembro. Mis bolas chocaban una y otra vez contra las nalguitas morenas del pequeño Brandon y sus gemidos subían de volumen, entremezclándose el dolor y el placer en una retahíla que era música para mis oídos.
—Ahí va la leche, mi amor…
—Da…me…leche…papi…
—Ya casi, bebé… ya casi…
De mi pene brotó una ráfaga de chorros de semen que parecieron inundar los intestinos del nene. Brandon arqueó el cuerpo y dio un gemido largo que se volvió un suspiro y después una respiración agotada.
—Se siente calientito…
—Es porque te preñé con mi leche, mi amor.
Brandon abrió los ojos de par en par y me miró con extrañeza.
—¿Los niños se pueden embarazar?
—No, lindo, pero así es como se hacen los bebés, con la leche del hombre —expliqué conmovido por la inocencia de mi pequeño.
—Ah…
Le di un largo beso en la boca a Brandon, la luz de mis ojos, el niño de primaria que acababa de hacer mío. El infante me correspondió moviendo su lengua como todo un experto para complacer a su hombre, a su entrenador.
Lentamente saqué mi pene aún erecto de la cavidad del niño y sonó un “¡plop!” seguido de un soplo de aire acumulado. El olor a semen, orines y ano de niño inundaban la habitación y el nene se sorprendió de verse en medio de un charco de orina del que no se había percatado hasta ese momento. Tomé un rollo de papel higiénico de mi buró mientras le sostenía las piernitas en alto y le dije que pujara. El nene obedeció y empezó a soltar ventosidades. De su ano que aún no terminaba de cerrarse empezó a salir un hilillo de semen espeso que empezó a escurrir hacia abajo. Tomé el papel de baño para limpiárselo hasta que terminara de sacarse toda mi leche.
En el exterior ya había caído la noche y muy pronto empezó a llover. Esa noche me bañé con mi pequeño Brandon y le puse una de sus trusitas blancas que tanto me gustaban. Luego nos acostamos en mi cama y le leí un cuento hasta que se quedó profundamente dormido entre mis brazos.
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Continuará…
Tenes putito para rato, dale mas👍
como sigue
uff…super caliente!!! me encanta tu forma detallada de contar…una delicia!!!
Esta bien rico el relato, sabroso que en el siguiente capítulo el novio de la madre se lo cogiera también un dia que le tocará cuidaelo unas horas y de hay supiera quién es que se lo cogió primero y se una los dos cogiendo al niño
Si, opino lo mismo
Me encantan tus relatos! Espero una continuación…