Festín en un sauna gay
No era la primera vez que iba a uno, pero sí fue la primera vez que porté como una perra..
Esta historia es 100% real y sucedió exactamente como la contaré a continuación. Ahora que tengo 49 años y vivo sexualmente de mis recuerdos, que son muchos y variopintos, compartiré el de aquella vez en que me pasé de vueltas en un sauna limeño. Por estos días se cumplen exactamente 30 años de este suceso.
Los saunas en Lima no son la gran cosa, y menos a principios de los noventa del siglo pasado, en que había pocas opciones, cada cual más insalubre que la otra. Ya había ido a casi todos los saunas en que había acción gay, como el Fuji y La Salud; a pesar de haber visto de todo, nunca había me animé a hacer algo, especialmente porque el perfil de los clientes no era mi tipo en absoluto. En cambio, como yo sí era de rostro atractivo y cuerpo delgado y marcado, todo el mundo andaba detrás de mí, rogándome por hacer algo conmigo. Era fascinante tener el poder de decir que no y saborear la desazón de los rechazados… ¡esas idioteces que uno siente y hace cuando no termina de salir de la adolescencia!
Pero este día de 1993, yo cumplía 19 años y, con intención de aprovechar la promoción de “ingresa gratis el día de tu cumpleaños” del Baño Turco Tívoli (al que aún no había ido), me dirigí hacia el local (que quedaba en la cuadra 40 de Petit Thouars).
El ingreso
En la puerta del Tívoli, que queda en una parte no tan elegante de uno de los distritos más elegantes de Lima, me atendió un gordito algo agraciado y sexy, de aspecto varonil. Le mostré mi libreta electoral (el DNI apareció años después). Me saludó por mi cumpleaños, me entregó una llave junto con un candado y, guiñándome el ojo, me dio la bienvenida. Pasando la entrada, había una especie de lobby de regular tamaño, con una especie de mostrador con bebidas, chocolates, condones y, quién sabe si ocultos, “pastas, pepas y otros postres”, aunque yo solo iba por Coca Cola helada. Remataba el lobby una imponente escalera que debió ser elegante en algún momento, pero que se veía un poco venida a menos. La escalera llevaba al segundo piso, donde se encontraba el sauna propiamente dicho.
Llegando al segundo piso, hacia la mano izquierda había un pasillo que dirigía a un gimnasio decentemente habilitado, duchas frías y un cuarto oscuro; un poco más allá, quedaban las cabinas individuales “para descansar”, que eran cuartitos hechos de madera con una especie de litera de media plaza al interior y apenas espacio para caminar, construidos en lo que parecía haber sido un patio. Antes de ingresar a esta sección, estaban los servicios higiénicos, también decentemente limpios y, en contraste con las cabinas, con cabinas más espaciosas. Podían entrar hasta cuatro personas para hacer de las suyas holgadamente… me han contado, eh.
Volviendo a la escalera, saliendo de ella y hacia la mano derecha había otro pasillo que llevaba a una sección con los vestuarios, los casilleros, duchas con agua caliente, duchas españolas, una cámara seca y otra de vapor. Más adelante, por otro pasillo, quedaban una especie de sala con varios jacuzzis y, por último, las cabinas en que los “masajistas” daban “masajes relajantes”. En resumen y juzgando por lo intrincado de su arquitectura, era una casona antigua, tal vez virreinal, que debió ser enorme y muy bonita, hoy convertida en sauna gay.
Cámara y acción (¿o “acción en las cámaras”?)
Luego de recorrer las instalaciones, procedí a quitarme la ropa en el vestuario, me puse las toallas y las sandalias que estaban dentro del casillero que se me había asignado, guardé mi ropa ahí mismo, cerré con el candado, amarré la llave a mi muñeca, me duché con agua tibia jabón, y me dirigí hacia la cámara seca. Eran aproximadamente las tres de la tarde y asumí que yo era uno de los primeros en ingresar al sauna, si es que alguien más ya lo había hecho. Así que decidí tomarme un descanso inicial.
Ya en la cámara seca, coloqué las toallas sobre la madera y me eché en ellas. Al poco rato entró alguien, pero como yo estaba ensimismado pensando en alguna cosa que ya no recuerdo (tal vez los pendientes de la universidad, tal vez algún chico que me gustaba), no me fijé ni en su cuerpo ni en su rostro… y así le hubiera prestado atención, igual no lo hubiera visto bien porque era y soy bastante miope y no llevaba mis lentes conmigo (esa es la razón por la cual inspeccioné las instalaciones antes de quitarme la ropa). Él individuo se sentó a la altura de donde reposaba mi cabeza y empezó a masturbarse. Reparé en su presencia y le eché una mirada y, pues, mal no estaba. Era un cholo power de unos 25 años, alto, cuerpón y bien dotado. Sin pensarlo, me acerqué a él y empecé a hacerle sexo oral.
O yo la chupaba muy bien o el tipo estaba muy aguantado, porque no duró ni medio minuto y se vino en mi boca. Le recibí la leche, pero luego la escupí. Con las mismas, el tipo se puso la toalla en la cintura y se marchó de la cámara seca. Nuevamente a solas, me volví a echar, pero esta vez boca abajo. En eso, llegó otro sujeto, de similar complexión, entre 25 y 30 años, con el abdomen marcado y una verga de respetables dimensiones, según pude ver cuando también se sentó a la altura de mi cabeza mientras se meneaba la pinga. Estiré la mano y le agarré la verga… más gorda y cabezona, aunque menos larga que la anterior. Estuve a punto de incorporarme para mamársela, pero él fue más rápido que yo y se puso de pie, dirigiéndose a mis nalgas, las abrió con sus manazas y con su lengua me dio una muy buena mamada de culo. Su barbita de tres días sin afeitar me raspaba el esfínter provocándome sensaciones muy ricas, y así se lo dije. Ni corto ni perezoso, procedió a rasparme con su barba la espalda, la nuca, nuevamente la espalda, bajando hacia mis piernas y repitiendo el recorrido. Yo estaba en el quinto cielo cuando de pronto sentí que colocó todo el peso de su cuerpo sobre mí, dirigió su pene hacia mi ano y de un solo empujón me lo introdujo hasta los huevos.
Su trabajo previo me había relajado y excitado, así que el dolor inicial fue leve. Empezó así un mete y saca moderado, cogiendo con sus dos manos mi cintura mientras me lamía las orejas y me mordía la espalda y/o me la raspaba con su barba. Yo estaba tan excitado que perdí la noción de todo y solamente la recuperé cuando empecé a venirme sin tocarme, segundos antes de que la respiración agitada de quien me estaba montando me anunciara que también se había venido lanzando semen en lo más profundo de mis entrañas.
Estuvo quieto por alrededor de un minuto hasta que la respiración se le calmó, sacó su verga de mi ano, se amarró la toalla a la cintura y se marchó, dejándome un poco cansado por la eyaculación, pero a la vez excitado y con ganas de más.
Salí de la cámara seca y me fui a la de vapor, donde encontré a dos morenos evidentemente extranjeros (por talla, porte y color), diríase cuarentones, que conversaban bajito entre sí. No sabía que en este sauna la gente empezaba a llegar tan temprano, a diferencia de los otros que conocía. En fin, que como quería aprovechar la coyuntura, conchudamente me senté entre ambos, interrumpiéndoles la conversación. Se miraron y liberaron sus penes de las toallas al mismo tiempo, meneándolos y ofreciéndomelos, a lo que correspondí con sendas mamadas y pajas a dos manos mientras ellos me trabajaban el ano con los dedos. A diferencia de los dos primeros en la cámara seca, ambos tenían vellos en el pecho y en el pubis, además de estar mejor dotados, con las venas marcadísimas y magníficos prepucios. Uno le dijo algo al otro en un idioma que tal vez era alemán, el otro le respondió y se puso de pie. Pude ver que de metro noventa no bajaba. Me cogió de las caderas, escupió en mi ojete, se ensalivó la verga y me la empujó hasta el fondo mientras yo se la mamaba al otro. Con el violento empujón de su pelvis, mi faringe no tuvo más opción que recibir la visita inopinada de una vergaza afrogermana, situación que aprovechó el que me la metió por la boca para asirme la cabeza, dejándome sin posibilidad de zafarme de él. Sin esperarlo yo, se vino mientras resoplaba y medio que deliraba en lenguas. Me tuvo sujeto y apretado contra su pubis afeitado sin dejarme respirar por un buen rato y me soltó justo a tiempo antes de que me la falta de aire se me hiciese crítica. Entre haber tenido una enorme pinga más allá de la garganta y haber recibido generosos disparos de semen en la tráquea, no pude evitar toser para recuperar el aire, y como con cada tosida mi recto se contraía con fuerza, provoqué un orgasmo en el moreno que me tenía ensartado por el culo. A juzgar por sus gritos, el éxtasis fue fenomenal. Podría jurar que estuvo como dos o tres minutos llenándome el culo de leche caliente, sin soltarme ni sacármela (hasta que se salió sola).
La sala de descanso
En un español tan horroroso que hubiera hecho quedar a Mambo Park como un hispanohablante de lujo, los morenos presuntamente alemanes trataron de decirme algo que no entendí bien; solo capté la parte final: debían irse en ese momento a dios supo dónde y me dejarían su número de teléfono en un papelito dentro de mi casillero. Saliendo ellos, entró al vapor un muchacho de mi edad, un tanto afeminado y bastante delgado, y sin preámbulo alguno se abalanzó sobre mi pinga aún erecta para hacerme un oral que, debo admitir, me quemó el chizo de lo rico que se sentía. Él movía la lengua de formas que jamás se me hubieran ocurrido, lo que me excitó mucho y me hizo “tomar nota” cual clase maestra de técnicas mamadoras. Para cuando me pidió que se la meta, yo andaba bastante zafado como para decir que no: se la metí de pie, de perrito, al hombro y finalizamos echados en el suelo de la cámara de vapor. Me tomé mi tiempo en venirme, lo cual favoreció al cambio de poses y a la impresión de garañón insaciable. “¡Qué macho eres, cómo te gusta metérmela, qué rico duras, dame más, préñame!”, decía al tiempo que gemía como Sharapova en el Grand Slam. A mí me excitaban esos halagos, pero sentía un poco de pena por el chico, pues no sabía que yo era tan pasivo como él. En mi afán por venirme, me puse cada vez más salvaje y empecé a morderle la nuca, darle nalgadas, decirle cosas sucias y vejatorias hasta que eyaculé en su huequito apretado con tanto placer que por poco y me desmayo. Antes de salir de la cabina, el muchacho me dijo “debo irme porque tengo clases, pero me gustaría volverte a ver”, así que dejaría su número en un papelito dentro de mi casillero.
El chico se fue y me quedé un buen rato descansando en el vapor. Incluso, me quedé dormido. Al despertar, me dirigí hacia las duchas españolas para espabilarme, de ahí al baño para expulsar el semen acumulado en mi culo. Luego de una buena limpieza, me dirigía a las cabinas de descanso, con la intención de continuar relajado. Pero el destino me tenía preparados más obsequios por mi cumpleaños número 19.
Fui hacia las cabinas del fondo y en una de ellas encontré a un maduro que ya andaría por encima de los 50 años, con cuerpo más que aceptable, trigueño, pelo en pecho salpicado con canas, porte varonil y bastante atractivo aún (¡algún día le dedicaré un relato entero a usted y a sus artes amatorias, doctor De la Vega!). Creo que me llamó la atención ese bigote poblado que le daba la pinta de actor porno de los años setenta. Reposaba sentado sobre la estrecha litera y cuando sintió mi presencia, alzó la mirada, se encontró con la mía y la chispa se encendió de inmediato. Entré, cerré la puerta y me agaché a retirar las toallas le cubrían una pinga oscura y sin circuncidar, generosamente grande y gruesa. No era normal encontrar en un sauna limeño tantos tipos de buen ver, sin panzotas cheleras y, sobre todo, tan vergones. ¡Debió ser que el universo me estuvo agasajando por mi cumpleaños!
Ya de rodillas, me metí a la boca aquella deliciosa pichulaza; le retiré el prepucio con los labios, y se la lamí tratando de imitar la técnica aprendida ese mismo día. De reojo, vi sobre el suelo un sachet de lubricante sin abrir. Lo tomé y se lo mostré sin dejar de mamar. “Usémoslo”, me ordenó, y puse manos a la obra: abrí el sachet, unté lubricante en su verga y en mi culo y procedía a sentarme sobre mi maduro bigotón, quedando ambos cara a cara y yo en cuclillas con su pinga gigante y gorda totalmente insertada en mi recto. Empezamos a besarnos con lengua, luego lamió mi cuello y después mordió mis tetillas, lo que me puso a mil… y vaya a saber qué tipo de movimientos habré hecho que al poco rato mi cachero maduro soltó un “¡uy!” breve pero contundente. Sabía que estaba por salírsele la leche, así que seguí moviéndome arriba, abajo, a los lados y en círculos. Junto con varios “¡oh! ¡oh! ¡ooooh!” sentí su enorme pija explotar como un volcán en mi interior, arrojando leche cual lava ardiente. Terminó de vaciarse con una exhalación y un golpe de su cabeza contra la pared de tripley de la cabina que debió haberse escuchado en todo el sauna. “¿Dónde aprendiste a moverte así?”, me preguntó. No dije nada y seguí moviéndome al notar que su pene continuaba erecto y se encontraba muy sensible, y que cada movida de mi culito lo hacía saltar, gritar, reírse, contorsionarse.
Me entretuve un rato más volviéndolo loquito hasta que me dijo que ya no daba más. Me dio un largo beso con lengua y se retiró… no sin antes decirme que me dejaría su número en un papelito dentro de mi casillero. Casi le digo que ponga su nombre, para no confundirlo con los otros papelitos que me iban dejando… pero luego me di cuenta que no tendría sentido porque no sabía su nombre ni el de ninguno de los anteriores (luego, sí supe los de algunos y volví a verlos, pero eso es materia de otros relatos).
Descansé unos 20 minutos en la litera que había sido testigo de mis habilidades de “power bottom”, y decidí ponerme las toallas y seguir buscando acción. Casi al salir de la sala de cabinas, encontré al gordito bonito y sexy que me atendió en la puerta. Era bastante más alto de lo que imaginé, y como su carita con barbita medio colorada era un sueño, le hice unas señas con las cejas y los ojos, y él me indicó con la cabeza que lo siga. Me regresó al final de la zona de cabinas, donde abrió la única cabina que tenía llave y entramos. Era una especie de depósito de implementos de limpieza bastante espacioso. De pie, porque no había dónde acostarse, el gordito me miraba muy nerviosamente, así que procedí a dejar caer mis toallas y luego a desabotonarle la camisa. Una mata de pelos marrones cubría su rollizo cuerpo, de piel muy blanca y de pezones rosaditos, sobre los cuales me abalancé para lametear mientras le abría el pantalón. Al son de sus suspiros profundos, bajé por su pecho y abdomen tratando de lamerle la mayor cantidad de pelos hasta llegar a su muy gorda, muy larga y muy rosada verga, la cual pelé retirando despacio del pellejo para descubrir una cabeza desproporcionadamente grande y muy roja. Cuando se la pelé, le sentí un fuerte olor como a pescado, nada agradable por sí mismo, pero que acompañado de todo lo demás me excitó mucho. Me entretuve un buen rato oliendo, mamando y lamiendo pinga y huevos, unos huevos también cubiertos de muchos pelos rojos y marrones, hasta que me decidí a darle el culo a este agraciado osito. Él seguía de pie en el mismo lugar y con una cara de palta que te cagas, así que le di la espalda y, tomando su verga desde la base, me la metí al culo despacito, preocupándome por ajustar todo el rato para que no descubra que antes de la suya, otras cinco vergotas me habían baldeado el pasadizo con harto detergente. El osito respondió con más suspiros y, una vez que creí tenerlo completamente dentro, toqué la base de su verga. Me dijo que “ya estaba toda dentro” y le dije que “no”, que “faltaba un pedazo” y empujé mi culo hacia atrás, apresándolo contra una pared y haciendo que, ahora sí, toda su pichula ingrese en mi cuerpo desde la raíz. Me sorprendió que me doliera como si fuese mi primera vez luego de meses… como si se me hubiese roto por primera vez algo muy dentro. Sentí que todo el interior de mi culo se cerraba alrededor del gigantesco cañón de mi oso y él me tomó de la cintura, metiendo y sacando con ritmo sostenido su trémula carne. Me mordió la espalda, lo cual me excitó mucho, y aumentó la velocidad de la cachada que me estaba dando. No demoró mucho en venirse: me cogió aún más fuerte de la cadera (de hecho, me dejó los dedos marcados por unos días), me dio una última embestida con la que casi me mete hasta los huevos, y me mordió los hombros con mucha fuerza por un largo rato (marcas que también me duraron días). Yo me dejé hacer. Traté de sentir las pulsaciones de su pinga, pero o ya había terminado de eyacular o ya mi culo andaba muy estirado para captar sutilezas.
Me la sacó del recto, se la sacudió, se la guardó y con las mismas me dijo que salga de la cabina para poder cerrarla. Pensé que también me dejaría su número en mi casillero, pero no fue así. Qué chucha, no siempre se impresiona a los activos… igual, no fue la última vez que lo hicimos, pero eso también vendrá en otro relato.
Yo moría de sed y decidí que era momento de hidratarme. Bajé al primer piso a por una Coca-Cola bien helada y me terminé bebiendo dos de medio litro en medio minuto. A un lado del escaparate con los productos, había un grupo de chicos guapetes que evidentemente eran masajistas. Aunque no les presté mucha atención, sentí que uno que otro me miró con lascivia.
La del estribo
Decidí irme para la sección de los jacuzzis, ahora sí con intención de relajarme. Escogí uno, abrí los caños, dejé que se llenara hasta el tope de agua muy caliente y me sumergí sin prisa hasta la mismísima coronilla, haciendo que el agua se rebalse. Y ahí estuve en modo salvapantallas hasta que un muchacho sumamente guapo, de unos 25 años, blanco, excelente cuerpo, ojos azules, cabello castaño ensortijado, de casi 1.90 de estatura y con un pichulón morcillón marcado sobre la toalla se me acercó para meterme letra. No me gustó que interrumpa mi letargo, pero me conquistó de inmediato con sus encantos, así que le seguí la conversación, tratando de entender por qué un chico tan apuesto me prestaba tanta atención a mí, un chico que, si bien era atractivo y bien formado, de ninguna manera estaba a su altura… hasta que me ofreció un masaje. Entendí que no era por amor al chancho sino a los chicharrones. Pero bueno, él estaba buenísimo y yo sí necesitaba un masaje, así que se lo acepté sin preguntar el precio.
Nos dirigimos a la zona de masajes, que tenía unas cabinas de mejores maderas y manufactura que las de descanso, plus unas ventanitas de vidrio en las puertas, como para que la gente al pasar vea el devenir de los masajes y se anime a pedir uno. Entramos; con voz moduladamente gruesa me invitó a subirme a la camilla. Me eché en ella boca abajo, con la cara sobresaliendo por el orificio ese que tienen las camillas para masajes, y le pedí que me cubra el trasero con alguna toalla (no tengo idea a qué vino este súbito recato de mi parte). Hizo lo que le pedí, luego encendió una vela, apagó las luces, puso un cassette de New Age en el que Enya, Enigma y Deep Forest sonaron en loop con sus únicos tres temas conocidos por entonces.
El adonis empezó la sesión masajeándome un pie: los dedos, la planta, el empeine, subió por mi pantorrilla, trabajó mi muslo hasta detenerse copiosamente en mis nalgas, colocando sus dedos en unas zonas de ellas que recién descubrí eran una especie de “punto G”. Tras eso, hizo lo propio con mi otra pierna. Masajeó vigorosamente mi espalda, luego ambos brazos, tras lo cual rodeó la camilla y continuó dándome masajes en la cabeza, primero con sus dedos y luego con un aparato que recién conocí llamado “orgasmatrón”. Era la primera vez que me ponían eso en la cabeza y la sensación fue tan inexplicablemente placentera y fuera de este mundo que interrumpí la sesión para saber qué me estaba haciendo. Luego de las explicaciones, regresé a mi posición y continuó frotando el orgasmatrón en mi cabeza, haciendo que me recorran latigazos de electricidad por todo el cuerpo, dejándome entre excitado y relajado.
Debido a la sensación de placer total provocada por el orgasmatrón, con dificultad me puse boca arriba según me lo pidió el masajista. Esta vez fue el turno de masajear mi cara, abdomen y pectorales, con énfasis en las tetillas. Yo, que ya andaba medio movido por el orgasmatrón, empecé a gemir como hembrita sopeada por primera vez con los pellizcos en mis pezones, lo cual animó al masajista a retomar el orgasmatrón para recorrer con él mi cuerpo y mis articulaciones (codos y rodillas), con lo que me llevó ida y vuelta seis veces al séptimo cielo.
“No doy más, papito; atraviésame con tu verga de una vez”. El masajista dejó caer la brevísima toalla que ya no conseguía cubrirle el pene ni los testículos dejando al aire un monstruo de carne caliente que debía tener 23 o más centímetros y el grosor de mi antebrazo. Me lo puso en la boca y me lo devoré de una zampada, mientras que con el bendito orgasmatrón seguía volviéndome loco. Con la excitación le di una mamada tan rica que empezó a gemir genuinamente, algo que nunca me había pasado con un masajista, y al grito de “ya no aguanto más” largó el orgasmatrón, me alzó en el aire como una almohada, me dio vuelta y me depositó boca abajo en la camilla, se montó sobre mí y me clavó esa verga tamaño pata de caballo en un solo movimiento y hasta el fondo de mi cuerpo y de mi alma. Y de ahí… nada más; con tan solo metérmela de sopetón, entre resoplidos varios, vació toda su leche en mi intestino depositando millones de sus hijos.
“Disculpa, esto no debió suceder… no es nada profesional de mi parte. Nunca me vengo en la chamba y jamás la he dado sin jebe… pero es que estás riquísimo y no pude aguantarme las ganas de preñarte…”
Y siguió disculpándose por un rato más hasta llegar a lo de “si deseas te muestro mis análisis de sangre, para que veas que no tengo nada”. Le dije que no se preocupara, que también yo tenía responsabilidad en lo que había sucedido. “Tu única responsabilidad es estar tan rico, huevón”, me dijo mientras me acariciaba el rostro, un gesto de macho dominante que terminó de conquistarme, aunque traté de disimular la sonrisa de felicidad. En un intento de que el ego no se me suba a la cabeza (acababa de sacarle la leche a un bello y varonil trabajador sexual, ¡eso es para ponerlo en el currículum vitae!), le pregunté cuánto le debía. “No, nada, cómo se te ocurre; va por cuenta de la casa”, dijo, y me regaló una sonrisa de macho-alfa-lomo-plateado-paladar-negro de satisfacción que me hizo sentir aún más orgulloso de mis capacidades amatorias. Yo ya no pude aguantar la sonrisa. Él me cogió con sus dos enormes manos por la cabeza y me acercó a él y me dio un beso con lengua que me dejó sin aire. “Espero que vengas pronto, para repetirlo”.
¡Suficiente por ese día!
A esas alturas, ya me temblaban las piernas. Quise ir a los servicios higiénicos para botar la leche de mis entrañas, pero me arrepentí; quería que los hijos del masajista se queden un rato más revoloteando en mi interior. Estuve a punto de hacer un último circuito de cámaras seca, vapor y duchas, pero me vino un cansancio atroz. El desenfreno me pasó factura, así que no tuve más remedio que pasar a los vestuarios sin bañarme, vestirme y regresar a mi casa. Vi mucha gente mientras me ponía la ropa, pero no les presté atención. Solo me preocupé de guardar bien los papeles con los teléfonos apuntados; ya tendría tiempo de ordenarlos. Me dirigí como un zombie a la puerta del sauna; al verme, el osito me dijo “ojalá la sigas pasando bien”, recibió las llaves y abrió la puerta. Le sonreí y salí a la calle. Era de noche, pero no había a quién preguntar la hora, yo no llevaba reloj y en la época nadie soñaba con tener un teléfono móvil. Paré un taxi y fui a mi casa.
Bufff, eso sí que fue todo un festín, además de darme envidia me has dejado bien caliente.
<3
🙂