Jugando al doctor… y un poco más. Un relato para mujeres curiosas sobre el despertar sexual masculino.
Un detallado relato de mis experiencias infantiles con un amiguito, y una pequeña sospecha fantasiosa sobre alguien que decidió dejarnos jugar..
Eran mediados de los años 90, y tenía unos ocho años. Era un niño activo: además de ser un buen alumno de colegio, jugaba al fútbol y hacía natación. También solía salir a jugar con otros chicos por el barrio de mi casa.
Otra de mis actividades era estudiar inglés: la mamá de uno de mis mejores amigos era profesora, lo cual facilitó las cosas para comenzar a aprender desde bastante pequeño.
Me gustaba mucho ir, pues muchas veces me quedaba después de clase a jugar con mi amiguito. Digamos que se llamaba Gastón.
Nos veíamos con mucha frecuencia, por lo cual teníamos confianza. Gastón y yo éramos bastante parecidos físicamente: delgados, más bien rubios, de edad similar. Él usaba el pelo un poco más corto y era algo más bajo que yo. Nos llevábamos muy bien: jugábamos a la pelota, con autitos, con muñecos (figuras de acción), etc. En ocasiones, también nos divertían los juegos simbólicos (de rol): fascinantes historias en las que nos convertíamos en piratas, astronautas, luchadores y mil cosas más.
Mi secreto empieza en uno de esos juegos.
Algunas tardes de primavera estábamos casi solos en su casa. Su hermana iba a clases de patín, por lo que la habitación era toda nuestra. Su madre, paralelamente, solía abocarse a tareas domésticas y no tenía su atención puesta en nosotros. Quizá por eso nos atrevimos a inaugurar un nuevo entretenimiento, que a nuestra corta edad ya sabía un poco a prohibido: jugar al doctor.
Las primeras veces, el juego consistía en el esquema clásico: Gastón era el médico y yo el paciente, o viceversa. El “paciente” se acostaba en una de las camas, que oficiaba de camilla, y el “médico” lo revisaba recorriendo con las manos cada parte del cuerpo del paciente, simulando evaluar reacciones al tacto, preguntando si dolía, etc. Al completar la revisión, cambiábamos de rol.
Luego de jugar de esta manera en una o dos ocasiones, Gastón propuso que “el paciente” se levante un poco la ropa, dejando el abdomen lampiño a la vista. Y yo acepté.
Primero, me tocó ser médico. Inspeccioné sus piernas, brazos, cabeza… pero poco me importaba, solo pensaba en ese lugar que, novedosamente, aparecía descubierto. Pasé por su pecho y bajé despacio a su pancita infantil. Subí un poco más la ropa, y recorrí su piel de lado a lado con mis deditos inocentes. Recuerdo su piel erizada, su respiración acelerada. Hice algunos círculos alrededor de su ombligo, y se movió por las cosquillas que le provoqué. Luego dijo “ya está”, y se volvió a cubrir. “Te toca a vos”, indicó.
Entonces, con nervios, me acosté y levanté la remera. Él apenas tocó mis piernas y pecho, fue directo a la única zona desnuda de mi cuerpo. Empezó a acariciarme la panza despacio. Su tacto me estremeció y cerré los ojos. Sentí su mano recorrer el borde de mis pantalones, y mi pequeño miembro ponerse durito rápidamente. Era tan solo un nene. Un nene muy excitado.
Su mamá interrumpió el juego con un grito remoto, avisando que pronto vendrían a buscarme mis padres. Nos detuvimos de inmediato: sin hacerlo verbalmente explícito, sabíamos que ese juego no sería aprobado por los adultos. Y ambos queríamos continuar.
No recuerdo si pensé en el juego los días siguientes, pero estoy seguro de que sí.
Una semana más tarde, volví a visitar a mi amigo. Nuevamente la hermana se fue, la habitación quedó libre, y la mamá se ocupó en una habitación alejada de la casa. Gastón cerró la puerta. Nos miramos y supimos que queríamos volver a jugar “al doctor”.
Decidido, se acostó primero y levantó su remera dejando el abdomen al aire como la última vez, pero también el pecho. Esta vez, no disimulé mi impulso y llevé mis manos directamente a su zona desnuda. Lo acaricié despacio, y vi cómo sus pequeños pezones se ponían duritos. Bajé las manos, recorrí su panza, y -tal cual había hecho él en nuestra sesión previa- recorrí el borde de su pantalón, apenas introduciendo dos dedos por debajo del elástico. Sus ojos estaban cerrados, y eso me hizo sentir una cierta impunidad para mirar con detenimiento cómo crecía un pequeño bultito en sus pantalones.
“Ahora, boca abajo”, dije. Sin responder, se dio vuelta. Comencé a tocar su espalda, y vi cómo elevaba un poco la cintura para bajar un poco más su pantaloncito, con ambas manos, dejando a la vista un tercio de sus nalgas blancas y una línea en el medio que desaparecía hacia abajo. Recuerdo sentir una descarga en el pito, que había despertado hacía varios minutos, pero que ahora se estaba poniendo mucho más duro.
“Le duele… acá?” pregunté, sin olvidar el juego, mientras bajaba la mano para manosear el principio de su cola. “Sí… más abajo…” respondió, invitándome a avanzar, mientras se movía lentamente buscando rozar su pequeña erección contra la cama. Yo, de pie junto a la “camilla”, también estimulaba mi pijita con minúsculos embates contra el mismo colchón, sin dejar de acariciar sus nalguitas y acercándome lentamente a la rayita que las unía. Cuando posé un dedo sobre ella, gimió levemente y dijo, con la voz entrecortada: “te toca a vos”.
Se dio vuelta para acomodarse la remera y subirse los pantalones (que estaban más bajos que la vez anterior) y pude ver su slip abultado por su pequeña pero rígida verguita por unos segundos. Se puso de pie, dándome lugar en la “camilla” para tomar el rol de doctor.
Nunca había estado tan excitado. Nunca había tenido el pito tan duro.
Dando otro paso adelante en esta experiencia novedosa y tabú, bajé mis pantaloncitos hasta las rodillas para quedarme en ropa interior y facilitar el juego. Recuerdo que, si bien también quería ser “revisado” boca abajo (que me toque la cola, para decirlo sin eufemismos), la razón por la cual empecé en esa posición fue que quise dejar lo mejor para el final de la sesión.
Gastón levantó mi remera para conservar los pasos tácitamente acordados del juego, pero no demoró más que un instante en aproximarse a la zona que más le interesaba. Él también dio otro paso: lentamente, bajó mi calzón para dejar mi cola enteramente al aire. Suspendí la respiración por unos segundos, sorprendido por su atrevimiento, pero lo dejé hacer. Tomó mis nalgas, una con cada mano, y me masajeó suavemente. Mi pequeño pene estaba tan durito que casi me dolía al empujar instintivamente contra el colchón. Sentí cómo mi amiguito me abría la cola con cuidado. Volteé la cabeza para verlo en el preciso instante en que llevaba una de sus manos al bultito en sus pantalones mientras miraba fijamente el medio de mi cola. Luego, su mano volvió a tocarme. Cerré los ojos y sentí una caricia espiralada alrededor de mi ano, que se movió al medio.
No sé por cuántos segundos me quedé quieto, erotizado, tenso. Gastón me tocó un poco más y, fiel al registro formal del guión del juego original, ordenó: “Ahora se tiene que dar vuelta así lo termino de revisar:”
Obedecí. Mi pequeña pero contundente erección apenas sostenía el elástico de mi calzón, que estaba mucho más bajo en su mitad trasera. Gastón puso su mejor cara de médico serio y comenzó la revisión frontal: levantó mi remera tanto como pudo y más lentamente que por mi espalda, pasando sus manitos por mi pecho. Tocó mis pezones, poniéndolos duros, y sus caricias descendieron de a poco hasta mi cintura. Tocando el comienzo de cada pierna, y sin dejar de observar mi erección bajo la tela, dijo tímidamente: “Voy a tener que revisarle… el… pito.”
Me quedé en silencio. Recuerdo la excitación inocente, infantil, al escuchar la palabra “pito”. “Está bien”, logré responder, con el ritmo cardíaco cada vez más acelerado. Incorporé levemente la cabeza para no perderme detalle.
Entonces, su mano derecha tomó el elástico del calzón, y lo deslizó despacio hasta la mitad de mis muslos. Mi verguita de nene apareció, tiesa y rosada, hinchada como nunca. Dejé de mirarla para observar a Gastón, que parecía absorto. “Ahí me duele…”, dije, para espabilarlo y continuar los roces. “Acá?”, preguntó. Su mano se aproximó a mi pijita desde abajo y rozó muy suavemente mis huevitos. “Sí”, respondí. Quería más. Gastón pasó a acariciar el tronco de mi miembro. Movió su mano recorriéndolo de la cabeza hasta los huevitos, y nuevamente hasta la cabeza. Luego lo envolvió con los dedos. No sabíamos lo que era la masturbación, pero el instinto más erótico y básico guiaba cada pequeña acción durante ese juego tan tabú.
No sé cuánto tiempo estuvo tocándome. Un ruido de afuera nos rescató de la embriaguez del momento. “Listo”, dije, un poco avergonzado, y me volví a acomodar la ropa. Cerramos el juego con consideraciones erráticas, distraídas, sobre medicamentos e indicaciones inventadas, y luego salimos al jardín de la casa.
Al rato, escuché un grito lejano: “Nico! Te vino a buscar tu mamá!”. Saludé a mi amigo como si nada, y me fui a mi casa.
Pensé mucho en el episodio vivido. Recuerdo que, por la noche, al quedarme solo en mi cama, imitaba el momento en que Gastón me había bajado el calzón, y luego me quedaba disfrutando del roce de las sábanas con mi pequeño pene excitado.
Obviamente, no le conté a nadie: era mi secreto mejor guardado.
Pasaron unas dos semanas. La relación con mi amigo, a quien veía a diario en el colegio, no había cambiado en ningún sentido. No sentíamos atracción el uno por el otro. Nos gustaban las nenas, y a veces hablábamos de eso. Nuestro juego consistía simplemente en estimulación, en exploración de nuestros cuerpos, en interacciones prohibidas.
Un sábado de lluvia volví a la casa de Gastón.
Con paciencia nos entretuvimos, sin dejar de esperar ansiosamente el momento que ambos deseábamos. “Me voy a llevar a Julieta a patín, vuelvo en un rato!”, avisó su mamá. El golpe de la puerta al cerrarse fue liberador. Esta vez estaríamos realmente solos durante un rato.
No hizo falta hablar: de inmediato, fuimos a su habitación. Aunque no había nadie en casa, cerramos la puerta: era un juego secreto.
Mirarnos fue suficiente para acordar, tácitamente, que no queríamos esforzarnos por sostener la trama del juego del médico sino continuar estimulándonos y explorándonos sexualmente. Sin embargo, necesitábamos una excusa, un marco para permitirnos volver a desnudarnos y tocarnos. “Jugamos a la mamá y el papá hoy?”, propuso Gastón. “Cómo?”, dudé. “Primero yo soy la mamá y te toco el pito a vos. Y después sos vos, y me lo tocás a mí”, explicó, evidenciando que había prefigurado la dinámica en detalle de antemano.
Nos pusimos de pie, frente a frente, junto a la cama. Bajé mis shorts y mi calzón. Mi pito duro se erguía, orgulloso. Gastón acercó la mano y comenzó a rozar mis huevitos primero, y después fue subiendo y bajando sus dedos por el tronquito. Excitado, lo dejé hacer. No solo me calentaba el estímulo físico, sino también ver su mano tocándome el pito. Luego, dándose vuelta, se bajó los pantalones y calzones y me pidió: “pasámelo por la cola” mientras abría sus nalgas con ambas manos.
Me acerqué lentamente. Observé curiosamente su ano infantil y, con ayuda de mi mano, empecé a frotar suavemente la cabeza de mi verguita dura sobre ese agujerito virgen. Gastón, siempre de espaldas, seguía separando sus nalguitas y se dejaba hacer.
Al cabo de unos instantes, se dio vuelta para cambiar de rol. Vi su pene, tan parado y rosado como el mío, apenas más pequeño. “Tocamos pito con pito?”, dije. Sin responder, hincó su cintura hacia adelante, y yo hice lo mismo. Las dos pijitas, duritas como jamás habían estado, entraron en contacto. Recuerdo que la mezcla de excitación y nervios me hacía temblar. Nos acercábamos y alejábamos levemente, haciendo que tanto la cabeza como el tronco y los huevitos de cada uno se frotaran.
Llegó mi turno de “ser la mamá”. Gastón cerró los ojos, expectante. Acerqué la mano a su ingle. Imitando su accionar previo, mis dedos acariciaron primero su escroto sin pelos, muy sutilmente, y luego subieron y bajaron por todo su pene. Recuerdo ver el miembro pequeño, excitado, dando pequeños saltos cuando lo rozaba. Gastón estaba en éxtasis, parecía ido. La expresión en su cara revelaba lo caliente que se ponía al sentir a su amiguito jugando con su pito.
Después de algunos segundos de manoseo, me pidió que me diera vuelta. No estaba seguro de querer hacerlo, pero tenía que respetar el pacto: “una vez cada uno”. No me abrí la cola, solo le di la espalda y quedé levemente inclinado, sintiendo en mis genitales jóvenes el roce con el cubrecama. Mi piel se erizó cuando sentí que su pito apoyarse sobre mi nalguita izquierda y deslizarse lentamente hacia el medio. Me quedé quieto. Pude percibir cómo lo tomaba con la mano para acomodarlo mejor. Me pidió que me abra como había hecho él, y accedí. Su pequeño glande virgen se apoyó contra mi orificio más íntimo. El estímulo me excitó tanto que solté una de mis nalgas para poder tocar mi propio pito mientras duraba esta mímica infantil de sexo anal.
Me di vuelta y, nuevamente, quedamos frente a frente. “Tocame el pito, y yo te lo toco a vos”, dije. Entonces, cada uno estiró su mano derecha para acariciar el pene erecto del otro.
El ruido de la puerta de calle decretó el final de la sesión. Nos acomodamos la ropa y cambiamos de juego para disimular. Nuestro secreto estaba a salvo. Y, por falta de oportunidad o alguna otra razón que ya no recuerdo, nunca más volvimos a jugar de esta manera.
Sin embargo, me queda algo por decir. Cuando vinieron a buscarme ese día, pude escuchar (apenas) que la mamá de mi amigo, con disimulo, le contaba a la mía, sin detalles, lo que Gastón y yo habíamos estado haciendo.
Hoy, varios años después, me pregunto por qué -si es que nos vio- no quiso interrumpirnos.
Confieso que he fantaseado pensando que, sin que nosotros nos demos cuenta, nos espiaba.
Que la primera vez, al no escuchar el ruido habitual de juego, se acercó sigilosamente a la habitación para ver qué hacíamos. Que nos vio, y estuvo a punto de interrumpirnos y reprendernos… pero que algo en ella hizo que opte por seguir mirando, escondida. Me gusta pensar que nos observó en detalle desde el principio… y descubrió cuánto se calentaba al ver cómo su hijo y su amiguito se manoseaban la pijita y la cola. Que se quedaba espiando, y su mano se iba bajo la ropa para encontrar su concha mojada por el morbo de ver a dos nenes frotando sus pitos erectos. También me da morbo pensar que nos tomó fotos de incógnito y las miró masturbándose con culpa. Que por la noche, mientras su marido la penetraba, pensaba en ponerse en la boca nuestros pitos duritos, probando primero el mío y luego, ebria de excitación, transgrediendo la prohibición del incesto para chupar sin parar la verga de su propio hijo de ocho años. Que sugería a su hijo que me invite, porque sabía que -ni bien creyéramos estar solos- le regalaríamos una sesión de voyeurismo morboso y prohibido.
Estas no fueron las únicas experiencias de este tipo que tuve en mi infancia. Hubo también otros amiguitos. Y hubo una tía inusualmente… cariñosa. Quizá algún día me anime a contar, por relato o por chat, lo que sucedió en esas ocasiones.
A quien haya leído mi historia, me permito confesar también que hoy, como adulto, me encuentro excitado por lo que acabo de escribir. Y que también me excita la idea de ahondar en estos temas hablando con mujeres que hayan disfrutado este relato de mis vivencias y estén interesadas en saber más.
Espero sus comentarios.
Adiós.
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