La chispa
Fue en una fiesta, sí. Una de esas donde la cerveza corre más rápido que el juicio y la música retumba en las costillas. Amigos por todos lados, risas, calor, vasos chuecos llenos a la mitad. Pero esa noche, algo se sentía distinto. El aire estaba cargado. Como si algo fuera a explotar..
Santiago llegó tarde. Con la camisa abierta hasta el pecho y ese perfume cabrón que lo delataba a tres metros. Entró como si nada, saludó, rió, pero cuando abrazó a Sebastián, ambos lo supieron: esa tensión ya no se podía esconder.
El novio de Sebastián estaba ahí, claro. Hablador, sonriente, con un cigarro apagado en la oreja y esa manía de desaparecer a cada rato. “Voy por cerveza, ahorita vuelvo”, dijo.
Y en cuanto la puerta se cerró, la casa cambió.
Santiago fue al baño. Sebastián lo vio pasar y lo siguió con la mirada. Algo se encendió.
Cuando Santiago salió, la casa seguía vibrando con música, pero ahí, en el pasillo oscuro, solo iluminado por la luz del televisor de fondo, Sebastián lo estaba esperando. Lo miró fijo. Le agarró la camisa del pecho y lo jaló hacia sí.
El beso fue seco, directo, sin permiso. Santiago se quedó quieto un segundo… y luego respondió. Le agarró la nuca y lo besó con todo. Con lengua, con dientes, con las ganas acumuladas de un par de años de “no puedo” y “no debo”.
Se separaron de golpe con respiraciones fuertes y las pupilas dilatadas.
Santiago caminó rápido hacia la cocina, como si pudiera huir de lo que acababa de pasar. Sebastián no lo dejó. Cerró la puerta detrás de ellos. Quedaron a oscuras. Solo el reloj del microondas iluminaba la escena.
—Estás loco… —susurró Santiago, agitado.
—Me tienes como loco —dijo Sebastián, antes de empujarlo contra el refrigerador.
Lo volvió a besar, esta vez más sucio. Le metió la lengua hasta el fondo y lo apretó contra sí. Santiago lo recibió con todo, frotando su verga contra la de él, apenas separadas por la ropa.
Sebastián bajó las manos y se las metió por debajo de la camisa. Le acarició la espalda, los costados, y bajó más, directo a ese culo que ya le obsesionaba. Lo agarró con fuerza, lo apretó con las dos manos, hasta que Santiago soltó un gemido en su oído.
—Esto no está bien…
—Me vale verga —respondió Sebastián, y con una mano lo bajó al suelo, despacio, contra los gabinetes de la cocina.
Santiago se dejó hacer. Con la respiración entrecortada, le desabrochó el pantalón. La verga de Sebastián ya estaba parada, caliente, palpitando. La sacó con una mano y la empezó a mamar con desesperación. Sin pausas. Como si lo necesitara para seguir respirando.
Sebastián se apoyó en la pared, jadeando. Le sujetó el cabello, marcando el ritmo. Pero no se aguantó. Lo levantó, lo volteó y lo puso de espaldas sobre la barra.
—Quítate el pantalón.
Santiago obedeció. Se lo bajó hasta las rodillas, el culo expuesto, la piel temblando.
Sebastián le escupió los dedos, le separó las nalgas y empezó a meterle uno. Lento. Santiago se tensó, pero se aferró al borde de la barra, gimiendo, mientras con un beso caliente y apasionado silenció sus gemidos ahogados.
—No pares… —susurró.
Sebastián le metió otro dedo, moviéndolos despacio, sintiendo cómo se abría. Con la otra mano le acariciaba la verga, jalandosela al mismo ritmo. Santiago empujaba hacia atrás, necesitándolo más profundo.
—Te tengo así desde hace años, ¿verdad?
—Desde que te vi por primera vez… —respondió entre dientes.
Sebastián no aguantó más. Se sacó los dedos, lo giró y lo sentó en la barra. Se paró entre sus piernas, le agarró la verga y empezó a jalarsela con fuerza, mientras Santiago le hacía lo mismo a él.
Los dos jadeaban. Sus manos moviéndose, los cuerpos sudando, la cocina impregnada de locura y deseo. Los dos pajeándose al mismo tiempo, viéndose directo a los ojos, sintiendo el roce de sus cuerpos y el calor subiendo como lava.
—Me vengo… —avisó Santiago.
—Hazlo. Mójame.
Y Santiago se vino con un gemido apagado, su semen caliente cayendo sobre el abdomen de Sebastián. Eso lo volvió loco. Le agarró la verga con rabia y acabó también, disparando sobre las piernas de él, las gotas salpicando en la barra.
Quedaron ahí, jadeando, pegados, cubiertos de leche, sin decir nada. Solo el pitido del microondas interrumpió el silencio.
—Estás cabrón —murmuró Santiago.
—Tú empezaste —le respondió Sebastián, sonriendo con la frente pegada a la suya.
Y justo entonces se oyó la puerta de entrada abriéndose. El novio regresaba con la cerveza y la pareja caliente salió al patio a esconderse.
Y vuelta a la sala… como si nada hubiera pasado no sin antes robarle otro beso a Santiago, pero ahora con una mordida de labio que lo prendió de nuevo, fingieron salir por separado.
Pero ya nada era igual.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!