La Oscura Medina
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por abi3.
Desde la altura todo parece diferente. Al observar la costa norte africana, se observa la verdadera frontera física entre Marruecos y España, el Mediterráneo. Eso sí, una vez dentro del continente es imposible divisar la artificiales fronteras administrativas entre el resto de países.
Hacía algo más de una hora que había salido del aeropuerto de El Prat en dirección a Marrakech, en uno de esos vuelos low cost que son tan baratos como incómodos, pero que si te las puedes arreglar sin facturar equipaje, el bolsillo te lo agradece. Desde el comienzo del vuelo estaba inmerso en una guía de viajes de la que ya había hecho uso un año atrás al viajar a Tánger y la cual estaba orientada al viajero que pretendiera visitar todo el país, desde las ciudades más cosmopolitas de Casablanca y Rabat, hasta las interiores y bonitas ciudades de Fez y Meknes, pasando por las sureñas Merzouga y Ouarzazate; pero, que dedicaba gran parte de su texto a la ciudad imperial de Marrakech.
Por lo que había leído e indagado sobre esa ciudad, había lugares interesantes para visitar como la plaza Djemaa el Fna, las murallas de la Medina, la propia Medina, los jardines Majorelle, la mezquita de la Katoubia, y otros parajes cercanos a la ciudad; aunque lo que verdaderamente me llamaba la atención y me había puesto en alerta es que el 35% por la población eran jóvenes de menos de veinticinco años. Verdaderamente, este dato había creado en mí un deseo irrefrenable de visitar los lugares prohibidos de Marrakech.
De repente el comandante del avión dio señales de vida:
—Señoras y señores pasajeros, iniciamos la maniobra de aproximación al aeropuerto de Menara, donde en quince minutos aterrizaremos. La temperatura es de 25º C, el cielo está totalmente despejado y la hora local es 13:45 horas. La tripulación y el que les habla, desean que hayan tenido un placentero viaje…
Tras pasar el pertinente control de pasaportes y cambiar mis pocos euros por dírham, salí en busca de un taxi. Había leído que los más baratos eran los petit taxi, pero rápidamente puede comprobar que no era menester buscarlos, ellos te buscaban a ti:
—Italiani, italiani, bona sera…
—Lo siento, soy español, perdone.
—Ah, español, por favor……
Ya me había cazado. Era un hombre que aparentaba ser bastante más mayor de lo que en realidad era. Cogió mi mochila, abrió el maletero de su pequeño Peugeot, y lo colocó con cierta delicadeza en el interior de su destartalado vehículo. Observé que en otros taxis los clientes subían delante, por lo que hice lo propio con la intención de mantener una conversación con el chófer a lo que él accedió gustosamente.
—Quisiera ir al Riad Nordine.
—¡Oh sí! Es un buen Riad, cerca de la plaza, muy bonito. ¿Cómo se llama usted? —preguntó.
—Carlos, ¿y usted?
—Ahmed, soy de Ourzazate, pero vivo aquí toda la vida. ¿Viaja sólo? ¿Ha dejado su mujer en España?
—No, siempre viajo solo, y no tengo pareja.
Me miró fijamente mientras se acariciaba sutilmente la entrepierna y me hacía una especie de sonrisa, o por lo menos eso quería imaginar yo.
—¿No está casado? Yo estoy casado hace casi treinta años y tengo cuatro hijos, todos hombres.
Me lo dijo, visiblemente orgulloso de haber creado una familia y poder darles de comer. Entonces calculé que habiéndose casado joven, lo habitual en esas latitudes, debía de tener unos pocos años más que yo, cuarenta y tantos, aunque aparentaba estar a punto de jubilarse. Y prosiguió con su particular interrogatorio.
—¿Y por qué no se casa?
—Me gusta estar sólo y conocer gente de todo el mundo, y que disfruten conmigo…
Ahora es cuando le miré yo y deseé que entendiera mi indirecta. Me parece, que mucho antes ya se había dado cuenta de mis intenciones.
—¿Quiere que le enseñe el palmeral? Hay más de doscientas mil palmeras. Ahora habrá poca gente que pueda molestarnos, y estará más tranquilo…
—Claro, me gustaría mucho ir allí.
Volvió a acariciarse la entrepierna, y cuando vio que le miraba fijamente, se levantó la camisa que llevaba sobre el pantalón, asió mi mano izquierda y la puso sobre su muslo derecho. En otro contexto hubiera supuesto que llevaba un arma blanca o similar, pero en esta ocasión pude palpar su miembro erecto como una piedra. No se adivinaba muy grande, pero era tan compacto, que se me hacía muy apetecible. Entonces debió notar que mi excitación ganaba enteros y aceleró su pequeño taxi en busca de la complicidad de unas palmeras, a las que deseaba ver más que nunca.
Tras dejar el casco urbano unos kilómetros atrás, nos desviamos por un camino de tierra que estaba situado a la derecha de la carretera principal. Tras varios cientos de metros, y tras rebasar tres humildes casas ubicadas en el margen izquierdo, y alrededor de las cuales jugaban una docena de chiquillos de no más de once años; llegamos al final del camino, lugar en el que daba comienzo un inacabable palmeral de altísimas y finas palmeras, entre las cuales se podía circular ya que en suelo era duro y tenía pocos obstáculos. Una vez, en el interior de aquel idílico paraje, Ahmed buscó el lugar idóneo para que me deleitase probando el producto autóctono que había bajo su cintura.
Aminoró la velocidad, se le notaba inequívocamente excitado, miraba en todas direcciones buscando el lugar ideal para observar sin ser observados. Frenó. Volvió a mirar con cuidado alrededor de nuestra posición y sin llegar a apagar el motor del vehículo, se desabrochó sus suaves pantalones de cachemir, y emergió su vigoroso pene circuncidado. Lo cogí con dulzura esperando que él me obligase a tragármelo, y así fue.
—¡¡¡Chupa!!!
Me cogió de la nuca con fuerza, pero sin hacerme daño. Aunque me lo hubiera hecho no creo que lo hubiera notado, y me dirigió la boca a su pétreo glande. Me cabía entero en la boca, era ideal para follar, no muy grueso y muy duro. Por un momento temí que reventaran las venas que circulaban bajo el prepucio. Por un momento quise lamerle los huevos, pero no me dejó. La erupción era cuestión de segundos. No tuvo que avisarme porque instantes antes me apretó las cervicales para fijar su nabo dentro de mi garganta, y empezó a escupir su leche en mi boca. En un principio, no quería tragarme su lefa, pero era imposible almacenarla en la boca y engullí todo su magma testicular mientras gemía en silencio.
Al llegar al Riad, le pagué generosamente y me despedí con un guiño de complicidad tras anotar en la agenda del móvil el teléfono de mi nuevo amigo-chófer Ahmed.
El Riad estaba situado en la misma Medina, en una de las calles más anchas por las que podía circular un turismo de pequeñas dimensiones, por lo que Ahmed me pudo dejar en la misma puerta. Al entrar, una vez atravesado el quicio de la puerta principal había un patio arbolado organizado alrededor de una fuente, y sobre la planta baja emergían dos pisos en losuales se encontraban todas las habitaciones dispuestas para el descanso y disfrute de los turistas; mientras, que en la parte baja del inmueble se encontraban los espacios comunes tales como cocinas, salones y comedores.
Me recibió una mujer madura que se presentó como Amina, la cual se encontraba en la recepción del Riad, y próximo a ella, estaba su hijo Rachid ataviado con una djellaba gris que cubría su delgado cuerpo y unas babuchas amarillas, que estaban perdiendo el color a marchas forzadas por el uso. Ella se mostró extremadamente cortés y me acompañó a mi habitación situada en la primera planta, mientras Rachid permanecía en la recepción en una actitud tímida aunque vigilante.
Amina dominaba el castellano con una soltura exquisita, y tras solicitarme mi pasaporte para poner en regla los trámites administrativos, me aconsejó una serie de circunstancias que ya había leído previamente en la guía de viaje.
—Carlos, aunque Marruecos es un país seguro, es importante que no lleve mucho dinero cuando salga al atardecer por la plaza Djemaa el Fna, por si algún chico pudiera quitarle algo en un descuido. Allí se reúnen muchos jóvenes necesitados y es mejor no correr riesgos. Si quiere visitar la ciudad o hacer alguna excursión, le puedo dar el teléfono de alguna agencia que nos hace buenos precios, y sobre todo, no vaya sólo de madrugada por la Medina, porque se perderá y puede ser peligroso…
—Gracias, Amina, lo tendré en cuenta. Ahora voy a descansar un poco del viaje y a darme una ducha.
El cuerpo me agradeció la ducha. Había tragado mucho polvo en el palmeral. Y lo que no es polvo. Pero algo me quedó claro, en la plaza y en la Medina podría salir de caza esa misma noche. Lo prohibido me solía parecer lo más sugerente.
Me eché una buena siesta.
Eran las ocho y veinte de la tarde, acababa de oscurecer y el muecín llamaba a la oración. En mi caso me llamaba para cenar. Salí del Riad y a medida que me acercaba a la plaza, oía el inconfundible sonido de ese lugar emblemático, ya olía la fritanga de los múltiples puestos que ocupaban el centro de la plaza. Contadores de cuentos, dentistas, vendedores de naranjas, acróbatas, encantadores de serpientes, puestos de comidas típicas, y sobre todo, muchos turistas y muchos chicos jóvenes deambulando por el lugar.
Estaba hambriento. Lo único que había comido desde el desayuno era la polla del taxista, que en su momento me satisfizo, pero que horas después había perdido sus propiedades nutritivas. Así, que me dirigí a un puesto de comidas, desde el cual podía pasar revista a todo el personal que por allí pasaba mientras degustaba un suculento tajine de pollo.
Era increíble. A medida que se acercaba la medianoche, los turistas se iban yendo a sus hoteles, y se veía más claramente las intenciones de los paseantes. Turistas solitarios como yo; chicos jóvenes y atléticos que caminaban junto a ellos cruzando miradas cómplices y algunas palabras solícitas. Incluso pude ver, como alrededor de un cuentacuentos, y mezclados entre un grupo de varias decenas de personas, uno de los chicos se puso detrás de un hombre mayor y comenzó a restregarle los genitales por detrás, lo cual pareció agradarle a éste, y a mí me puso como un potro desbocado.
Decidí participar en el cortejo. Le pedí la cuenta al dueño del puesto de comidas, y tras abonarle el importe, acompañado de su merecida propina, me levanté, y me dirigí a los grupos de personas que rodeaban a los cuentacuentos, alrededor de los cuales, rondaban todos los chicos. Enseguida aprecié la salvaje belleza de aquellos jóvenes. Se notaba que no eran precisamente lo mejor de cada familia, algunos tenían heridas de alguna pelea, a otros se les apreciaba una tez extremadamente bronceada y no cuidada que denotaban una juventud dura e ingrata. Pero a todos ellos se les disculpaban esos pequeños defectos, ya que la mayoría hacían gala de un físico esbelto, unas piernas fuertes y musculadas, unos brazos que al mínimo movimiento dejaban ver unos bíceps en su plenitud acabados con unas manos grandes y fuertes, y sobre todo, se apreciaba que tras sus pantalones vaqueros habían miembros vigorosos llenos de amor y dispuestos para arrasar con lo que se les pusiera por delante.
Tras unos minutos imaginando lo que me podía deparar esa noche, vi un rostro conocido. Intenté acercarme para hacer memoria y cuando estuve cerca, me acordé. Era Rachid.
—Hola, soy Carlos. ¿Hablas español? Speak spanish?
—Buenas noches, Carlos.
Respondió sin poder disimular que le incomodaba mi presencia, pero cambió el semblante y se dirigió en un castellano cuasi perfecto, como el de su madre.
—¿Es la primera vez que visitas Marrakech?
—Sí, ya había estado en Marruecos, pero en Marrakech nunca. Veo que hay muchos chicos jóvenes…
Desde el principio, Rachid sabía de mis intenciones. Casi todos los hombres que viajan solos a esa zona, buscan encuentros esporádicos, y yo no era ajeno a ese grupo. Nos apartamos un poco del resto de los transeúntes y se puso a mi disposición.
Se levantó la camiseta hasta los pezones, y mostró su torso moreno y fibrado. Sonrió cuando advirtió que lo estaba escaneando, mejor dicho, devorándolo con la mirada.
—Rachid, me gustaría que me enseñases la Medina por la noche. Contigo estaré seguro…
—Claro, Carlos. Quiero que disfrutes de tu primera visita a mi ciudad. Me gustaría que me recordaras por haberme portado bien contigo —respondió sonriente.
Giró sobre sí mismo, y comenzó a caminar hacía un callejón oscuro que daba acceso a la Medina. Ladeó levemente la cabeza y con su mano izquierda me hizo una seña para que le siguiera. Lo hice, aunque noté que prefería que lo hiciera a cierta distancia.
Parecía una Medina diferente a la del día. Se encontraba, casi a oscuras, únicamente la iluminaban la luna llena y algunas farolas, que emitían una luz extremadamente tenue.
Anduvimos cerca de diez minutos por estrechas callejuelas, y por el camino nos cruzamos con varios chicos que con la mirada pedían acción y alguna recompensa que les hiciera sacar rentabilidad a sus perfectos cuerpos, pero yo tenía mi chico delante y no tenía la intención de dejarle marchar. Habría otras noches para probarlos a ellos.
Súbitamente entró en un pequeño callejón sin salida y se detuvo en una sombra que parecía expresamente creada para ocultarse, tras él llegué yo. Me cogió las manos con sus duras y curtidas extremidades, y me las puso alrededor de su cintura. Se desabrochó el botón del pantalón y emergió su enorme miembro flácido, pero de unas dimensiones desproporcionadas. Lo cogí con ambas manos y a la vez le acaricié su enorme y rugoso escroto. Continué masajeando su masculinidad y ésta empezó a cobrar la dureza propia de la edad. Me agaché y me introduje parte del falo en mi boca. Verdaderamente era inabarcable. Entonces él me levanto y me volvió de espaldas a él. Acto seguido frotó su descomunal polla contra mi culo, se llenó la mano derecha de saliva y comenzó a juguetear con mi ojete, introduciendo su dedo corazón y provocando una dilatación en mi esfínter que pensé insuficiente para el calibre de lo que se avecinaba. Introdujo el glande muy despacio, el dolor era insoportable, pero mi deseo por sentirlo dentro era mayor. Continuó con fuerza. No sabía jugar con los tiempos en la penetración, era salvaje y muy caliente. Me tumbó en el suelo, estaba sucio e intenté no colocarme en esa posición, pero me obligó, sin duda el mando lo tenía él. Después de varias embestidas, introdujo la totalidad de su carne en mi recto, y empezó a bombear semen sin cesar. Me llenó de amor, de la parte más viscosa del amor.
Se levantó, me pidió una ayuda y se marchó. La verdad es que me había dejado con ganas, porque no me había dado tiempo a eyacular. Así que, me limpié un poco de las inmundicias que había adquirido de mi estancia en el sucio suelo del callejón y volví a la plaza.
Se habían ido muchos de los que ocupaban anteriormente el lugar, pero seguían quedando chicos solitarios, buscando su turista generoso. Enseguida, se me puso un jovencísimo chico a mi rebufo, por lo que empecé a alejarme del lugar, a sabiendas de que me seguía. Una vez alejados, un par de calles más adelante, se acercó a mí, y tomó la iniciativa. Se fue caminando, en dirección al casino de La Mamounia, y unos metros más adelante, se introdujo en un oscuro olivar.
Sin decirle nada, se bajó la bragueta, y asomó su pequeño, pero duro miembro. Me cogió del hombro, y me impulsó hacia abajo, orientando mi boca hacia su órgano viril. Mientras se la chupaba, se fue bajando los pantalones del todo, y se dio la vuelta, invitándome a que le comiera el culo, lo que hice sin dudarlo. Su pequeño, duro y depilado culo, invitaba a hacerle cualquier cosa que pidiera.
Sin duda, el beso negro le excitaba, pero me daba la impresión de que ese culo nunca había sido penetrado por nadie, y yo no iba a ser el primero.
Se volvió a girar, e insistió en taládrame la boca. Aceleró la velocidad y la embestida final, vino acompañada de una corrida intensa. Por suerte, esta vez pude sacarme la polla a tiempo, y me pude masturbar mientras le comía parte de su ser.
Al acabar le limpié su animosa polla, y acto seguido, retiré las últimas gotas de esperma que aún goteaba de la mía.
Cuando le fui a dar algo de dinero, se enfadó ostensiblemente. Quería más dinero. Insistí en que la cantidad era adecuada, pero el enfado del chico fue en aumento. Cuando intenté zanjar la discusión, para marcharme lo antes posible, me cogió de un brazo, y me gritó en árabe algo que no entendí, pero que sabía perfectamente a que se refería.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja de reducidas dimensiones, que aunque pequeña, me asustó sobremanera. Aunque lejos de la presunta peligrosidad de la Medina, recordé lo que me dijo Amina, y estaba claro que me había metido en un buen lío.
Al final, acabé sin dinero, sin reloj y sin teléfono. Me habían salido caras las dos mamadas, pero me había servido de lección. Los días posteriores, estuve más precavido, pero ya no volví a tener problemas con ningún chico más. Eso sí, no llevaba más que lo justo encima, para no provocar al destino.
FIN
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