La pequeña cantimplora (Tercera parte).
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Manolito.
Durante varias semanas lo narrado anteriormente se hizo rutina; cada dos o tres días yo iba a la zona más apartada del parque y allí estaban el mulato y el negro esperándome, y uno de los dos me singaba mientras el otro me daba de mamar. Yo también empecé a sentir placer con aquello, y ellos me trataban como si yo fuese una niña, y me mimaban y acariciaban por todo el cuerpo. Me acostumbré también a llevar un paño en el culo porque me salía la leche constantemente y ensuciaba el pantalón, ellos se dieron cuenta y me aleccionaron sobre el tema. En mi casa mis abuelos no se enteraban de nada, mi abuela estaba muy enferma y mi abuelo también se puso malo con la situación, por tanto los cambios que acontecían en mí pasaron para ellos desapercibidos. Yo pensaba mucho también en los chicos de la escuela, en que descubrieran algo, pero nada noté al respecto; en casa me miraba desnudo en mi cuarto a ver si las nalgas me habían crecido o si se anchaban mis caderas, pues decían que eso ocurría cuando te singaban, pero tampoco noté en principio nada raro. Así me fui calmando y acostumbrando a ser la putica de los dos hombres, y así ellos vieron la puerta abierta para pasar a la siguiente parte de su plan.
Ellos hablaron con otro señor, un viejo que vivía en las afueras del pueblo, en una finquita con animales, y con algunos amigos que supongo participaban de sus mismos gustos sexuales. Mi abuela estaba en el hospital y mi abuelo con ella, yo me había quedado a cargo de unas vecinas que me daban de comer, de modo que perderme de vista un buen rato un sábado por la tarde no era problema. Yo me acerqué al parque, ellos me recogieron allí en bicicleta y tomamos como 20 minutos de camino hasta llegar a la casa del viejo, un bohío rodeado de árboles y varios corrales con animales. En la casa ya esperaban otros tres tipos, mayores todos de 40 años, que estaban sentados en la sala compartiendo una botella de ron. El plan era exhibirme, hacer una demostración delante de los otros, y de ese modo poder provocarles a pagar dinero por cogerme. Estando todos en la sala me desnudaron y el mulato me estuvo tocando por todo el cuerpo y besándome y mostrando a los otros mis nalguitas blancas. Luego fue el negro en que se me acercó y allí delante de todos, con mucha suavidad, me fue metiendo su trancota poco a poco para que los otros pudieran calentarse bien y llenarse de deseos. El ambiente se calentó y todos empezaron a quitarse la ropa y dar vueltas en torno a nosotros, incitando al negro y al mulato que se acercó y empezó a darme de mamar. Se les notaba llenos de deseos y me acariciaban la espalda y la cabeza, mientras yo estaba ensartado por delante y por detrás.
Entonces el mulato propuso el precio para singarme, y tras algunos titubeos dos de ellos aceptaron; entonces el negro se quitó y otra pinga puso su cabeza en la puerta de mi culo y empujó adentro. Yo estaba ya muy dilatado y no sentí dolor, sino placer, un placer renovado, y lo mismo sucedió cuando tras un rato este la sacó y otro de ellos ocupó su lugar; los dos se fueron alternando, mientras los otros se masturbaban a nuestro alrededor. Cuando estaban a punto de acabar preguntaron si la podían echar dentro, y el multo les dijo que sí, que me llenaran el culo de leche, que a mí me gustaba.
Así descargaron todo dentro de mí, y los demás se corrieron sobre mi cara y cuerpo, llenándome de semen. Entonces el mulato me llevó hasta un pozo que había en el patio y me lavó mientras me decía que me había portado muy bien, que eso era lo que él quería de mí; ellos estuvieron conversando y bebiendo un rato y yo me dediqué a recorrer los alrededores y mirar los animales: un caballo, gallinas, chivas, etc.
No voy a dilatar mucho el relato de esta etapa: se hizo habitual que los sábados fuéramos a casa de Serafín, que así se llamaba el guajiro dueño de la finca, y que allí se reunieran entre 5 y 8 tipos para tener sexo con y en torno mío. Yo era el juguete sexual de aquel grupo, el que ponía el morbo y acababa poniendo el culo y la boca para que aquellos machos descargaran su leche. Un niño entre adultos, al que trataban como una niña, y que por su edad empezó a descubrir inocentemente que ese era el mejor juego al que podía jugar, convertido en el juguete de un montón de hombres. Un día el juego consistió en meterme desnudo dentro del corral con los animales, y me obligaron a chuparle el rabo al caballo, una verga enorme que olía a rancio. Pero las cosas cambiaron de la noche a la mañana, pues mis abuelos murieron uno detrás del otro, y me quedé solo; tras el velorio aparecieron los de Atención Social y luego de hablar con las vecinas y conmigo concluyeron que no tenía yo familiares cercanos y que me enviarían a un internado que estaba en un pueblo cercano para muchachos huérfanos o con problemas de conducta. La casa se quedaría cerrada hasta que yo pudiera disponer de ella, pues me pertenecía por derecho. No había pasado una semana cuando vino a recogerme un carro de policía y me llevó a mi nuevo destino, a una hora más o menos de casa. Recuerdo que llegamos en la tarde casi anocheciendo, salió a recogerme el director de la institución, me llevó a los dormitorios, un salón grande que tenía unas 30 camas y explicó brevemente los horarios, dejando para después los pormenores. Fue difícil adaptarme a la nueva situación, echaba de menos muchas cosas, pero comprendía que lo que más extrañaría era la ración de pinga a la que me había habituado; había pasado más de 15 días desde la última vez que había participado de los encuentros en casa de Serafín, y no volví a tener noticias del mulato y el negro.
En el internado con mi carácter pasivo e introvertido me sumé enseguida a la rutina, y empecé a observar la nueva realidad: era una casa campestre, en la que vivían 30 muchachos, varones, entre 12 y 16 años; luego estaba el director y dos ayudantes, y algunos maestros que veían para darnos clases por la mañana. Por primera vez pude observar a otros chicos como yo, desenvolviéndose diariamente, desde el levantarse por la mañana hasta el acotarse por la noche: algunos eran pequeños y aniñados como yo, otros estaban más hechos, eran casi hombres. Se desenvolvían sin pudor alguno en los dormitorios, andaban desnudos, hablaban de sexo desenfadadamente, y además en la noche les podía escuchar a veces jadear, suspirar, moverse en la cama. Todo eso y el no tener la ración de pinga a la que me había acostumbrado me fue excitando, y me dediqué a observar el físico de mis compañeros. La mayoría de los chicos acostumbraba a dormir desnudo, yo también, y cuando me levantaba a orinar por las noches caminaba despacio mientras la luz que llegaba del exterior me dejaba ver sus cuerpos. Empecé a pensar que la experiencia vivida en el pueblo me había transformado definitivamente, que en algún momento tendría que encontrar el modo de recibir lo que necesitaba. (Continua…)
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