LA TARDE AQUELLA EN QUE QUEBRÓ MI HOMBRÍA
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
La historia sucedió, hace algunos años, en una hermosa ciudad de la meseta castellana cuyo nombre no hace al caso.
Habíamos ido allí mi mujer y yo para pasar unos días con sus padres.
Desde Madrid, donde residía, se había desplazado también un hijo nuestro para ver a los abuelos y estar con todos el fin de semana.
Era domingo al atardecer.
Mi hijo tenía que regresar a Madrid y le acompañé a la estación de ferrocarril dando un paseo.
Cuando partió su tren, desaparecieron, como por encanto, las gentes que poco antes paseaban el vestíbulo y llenaban el andén, quedando la estación casi desierta.
Tenía que regresar a casa a pie, así que aproveché para aliviar mi vejiga y entré en los lavabos.
Estaban también vacíos.
Me dirigí al mingitorio más alejado de la entrada, de una hilera de seis o siete adosados a la pared.
Apenas me había situado, cuando entró en los servicios un señor de respetable apariencia que había visto instantes antes en uno de los bancos del vestíbulo cercano a los aseos.
A pesar de estar libres todos los sanitarios más próximos a la entrada, el buen hombre vino a situarse en el contiguo al mío.
No existía entre los recipientes mampara o pantalla alguna que protegiera la intimidad de los usuarios y, a menos que me hubiera pegado completamente al urinario, lo que resultaba hartamente incómodo, hacía difícil dejar mi masculinidad al abrigo de sus miradas.
Me llegó enseguida el sonido metálico de la cremallera al deslizarse por su pantalón, y con el rabillo del ojo pude observar cómo, separado de su urinario de forma calculada, dejaba sus atributos a mi vista.
Enseguida comenzó a jugar con su pene, todavía flácido, masajeándolo suavemente con sus dedos, mientras volvía la cabeza hacia mí, primero con gestos que parecían reflejos, y luego con descaro y sin ningún pudor, tratando de ver mis genitales.
Intenté ocultarme a sus miradas lascivas, pero, carentes los vasos de pantallas separadoras y no teniendo yo la condición de invisible, nada le impidió tenerme en su punto de mira.
Su actitud curiosa y su insistente provocación lograron ponerme nervioso, y decidí encararle con la intención de que entendiera que sus miradas me estaban incomodando y que se equivocaba, si pensaba que yo iba a participar de sus juegos.
Fue en el momento de girarme cuando llegué a ver lo que con tanto interés intentaba mostrarme: el tamaño más que generoso de su pene que, reaccionando a sus estímulos, había empezado a despertar.
Frisaba yo cincuenta años y él rondaría los setenta.
En los años en que practiqué deporte colectivo era normal vestirse, desnudarse y ducharse a la vista de los compañeros, antes y después de los partidos, y estaba acostumbrado a ver toda clase de miembros viriles: largos y cortos; grandes, medianos y pequeños; gordos y delgados; sin embargo, como el de aquel señor nunca había visto ninguno.
No sé si me impresionó más su longitud o su grosor, porque era, al tiempo, largo y grueso.
Su contemplación produjo tal impacto en mí que no pude reprimir una exclamación, no sé si de admiración o de sorpresa.
Él aprovechó mi gesto para preguntarme si nunca había visto un pene; yo le respondí, medio avergonzado, que sí, que algunos había visto, pero que como aquel ninguno.
Mi respuesta me perdió.
Me pareció que él la esperaba, porque, con una sonrisa entre amable y pícara, me dijo que aquel lugar no era el más apropiado, pero que, si quería vérselo con tranquilidad y en toda su potencia, podríamos ir a su casa, que estaba cerca y vivía solo.
Me quedé perplejo, sin saber qué contestar ni cómo reaccionar.
Pasaron unos segundos sin que yo abriera la boca, así que él insistió en su propuesta.
No puedo saber si fue la curiosidad o fue el asombro, acaso las dos cosas, lo que me llevó a seguir sus deseos.
Yo no tenía prisa porque mi mujer había salido con sus padres y habíamos quedado en que volverían tarde a casa, así que, salimos del servicio, abandonamos la estación y subimos a su casa que, como me había dicho, estaba a la otra parte de la calle.
Era un apartamento acogedor, coqueto y bien ordenado, muy en consonancia con el porte distinguido y el aspecto aseado de aquel hombre.
Mediaba el verano y hacía bastante calor.
Hay algunas tardes de julio en Castilla que tienen poco que envidiar a las tardes asfixiantes de las tierras manchegas, de donde procedíamos.
Me condujo al salón y, para aliviar los calores y romper la tensión del momento, se ocupó en sacar unas cervezas casi heladas.
Vestíamos los dos pantalón corto.
Apelando al calor, me pidió permiso para quitarse la camisa y me animó a que hiciera yo lo mismo.
Para su edad, me pareció un hombre bastante atractivo, a quien seguramente no harían ascos la mayoría de las mujeres de su generación o, incluso, de generación más joven.
Era de mediana estatura; conservaba aún una buena mata de pelo, todo blanco y ligeramente ondulado; su piel mostraba la tersura de un hombre de menor edad, y su cara y su torso desnudo lucían un excelente color tostado.
Su espalda era ancha; fuertes y rectos sus hombros; y bajo una ligera y ensortijada capa de vello, cual finas hebras de algodón, destacaba la armónica contundencia de sus pectorales; con todo, lo que más resaltaba en él era la mirada limpia de sus ojos claros.
Yo me había sentado en uno de los extremos del sofá despojado de mi camisa; él abrió las cervezas y vino a sentarse junto a mí, tan cerca que se rozaban nuestras pieles húmedas del sudor.
Vaciamos en las copas las cervezas y brindamos: “por nuestro encuentro”, dijo, y haciendo un movimiento que me pareció espontáneo y creí amistoso, rodeó mi cuello con su brazo, dejándolo descansar en mi hombro, mientras su cuerpo buscaba el contacto con el mío.
No me era posible separarme de él, dada mi proximidad a la orilla del sofá.
Aquella postura continuada me azaró y, aunque trataba de disimular, me podían los nervios; apenas sabía qué hacer ni qué decir, y en ese momento me arrepentí de haber aceptado su invitación.
Él afrontaba la situación con total naturalidad.
Dominaba la escena con la habilidad propia de un experto.
Me fue fácil deducir, por ello, que no era la primera vez que se veía en aquel trance.
Se interesó por mi procedencia, mi estado, mi familia y por los motivos que me habían llevado a aquella ciudad.
Quiso indagar, después, sobre mis gustos sexuales y me preguntó si había tenido alguna vez relaciones homosexuales.
Le respondí, como era la verdad, que no y que nunca había estado en mi ánimo tenerlas.
Él me confesó que no se había casado, pero que había tenido sexo con muchas mujeres hasta que un día, a los cuarenta y tantos, se cruzó en su camino un hombre que le llevó a experimentar sensaciones muy diferentes, pero sumamente placenteras; así que, desde entonces, me confesó, había descartado las relaciones sexuales con mujeres y, cuando sentía necesidad de sexo, buscaba el contacto con otros hombres.
Mientras me hablaba y trataba de explicarme las delicias y los goces de las prácticas homosexuales, sus dedos comenzaron a acariciarme, distraída y suavemente, el pelo, el cuello, la nuca, las orejas…
Por entonces llevaba tiempo mi mujer con sus problemas menopáusicos y tenía totalmente perdido el deseo por el sexo.
Yo, en cambio, que vivía en la más pura abstinencia por obligación, me moría de ganas.
Habían pasado ya varias semanas desde nuestra última relación amorosa.
Puede que fuera el calor de aquella tarde o el deseo irrefrenable que venía soportando día a día lo que hizo que las palabras de aquel hombre, el contacto con su piel y sus provocadas y estudiadas caricias avivasen, de repente, dentro de mí unas ganas enormes de liberación.
Me convenció su voz cálida, su conversación reposada, la sinceridad de sus palabras, la aseveración de que iba a experimentar sensaciones que seguramente hasta entonces no habría vivido y, sobre todo, la promesa de que no haría nada que yo no quisiera.
Decididamente, me liberé de prejuicios, dejé a un lado mis demonios y, sin oponer resistencia, me abandoné a sus palabras y a las delicadas caricias de sus manos, con la esperanza de gozar las glorias que prometía.
Él, que había intuido mi rendición, siguió ejerciendo, paciente y sin prisas, de maestro de ceremonias.
Me animó a despojarme del pantalón y pidió que me tendiera boca arriba en el sofá; se arrodilló sobre un cojín en el suelo y, como si practicara un rito litúrgico, comenzó a recorrer lentamente mi torso desnudo con sus labios y su lengua; exploró la húmeda oquedad de mis axilas, y mordisqueó luego con suavidad mis pezones, hasta ponerlos enhiestos.
Mientras su boca me recorría y yo sentía abrirse al gozo cada uno de los poros de mi cuerpo, deslizó con destreza sus dedos bajo mis bóxers, jugueteó unos segundos con el vello de mi pubis, y continuó su búsqueda profunda hasta atrapar con su mano mi sexo erecto.
Liberó mis genitales de la presión del calzoncillo; buscó, enseguida, mis ingles, y las mordisqueó pausadamente con sus labios; se paró, luego, en mis testículos, besándolos continuada y repetidamente, y terminó deslizando su lengua humidificada, una y otra vez, desde la base de mi pene hasta el glande, que, liberado del prepucio, se ofrecía en flor.
Mi cuerpo, entonces, empezó a temblar de placer, igual que temblaba cuando, con quince o dieciséis años, tuve mis primeros escarceos sexuales con las chicas.
Era tal el estado de excitación en el que entró mi cuerpo y tan fuerte la intensidad de aquellas sensaciones que, temiendo que no pudiera controlar la eyaculación, se lo advertí, porque no quería mancharle.
Me tranquilizó diciéndome que eso no debía preocuparme y que continuara disfrutando sin importarme dónde debía eyacular porque a él no le importaba.
Sus palabras hicieron que olvidara mis temores y él siguió procurándome, con absoluta delicadeza y sin pausa, todo tipo de caricias.
Flotaba yo en una nebulosa de sensaciones jamás sentidas, cuando, inesperadamente, sentí que tomaba mi pene entre sus labios y, apretándolo con fuerza, lo masajeó enérgicamente de arriba abajo.
Fue aquel el momento justo de la explosión: como una descarga eléctrica imposible de contener me llegó el orgasmo y, entre espasmos de placer, sin tiempo de retirarme, me derramé en su boca.
No se incomodó por ello; al contrario, comenzó a emitir leves gemidos, al tiempo que seguía frotando mi pene con sus labios hasta que quedé vacío.
Verdaderamente, no recuerdo haber sentido antes tanto deleite.
Permanecí tumbado en el sofá mientras mi corazón recobraba el sosiego.
Él continuó arrodillado sobre el cojín, con su cabeza reposando en mi pecho y su mano
abandonada sobre mi sexo, ya casi flácido.
Estábamos empapados en sudor.
Me invitó a tomar una ducha y acepté agradecido.
Entramos los dos en el cuarto de baño y me pidió entonces ducharse conmigo, si no me importaba.
“¿Por qué había de importarme?”, le respondí, considerando que estaba obligado a ello.
Él, que había permanecido todo el tiempo con el pantalón puesto, se lo desabrochó y, en un solo gesto, se desprendió de él y del calzoncillo, quedándose, por vez primera, enteramente desnudo frente a mí, y ofreciéndose a mi vista la totalidad de su cuerpo, todavía armónico, y el tamaño más que generoso, pero bien proporcionado, de sus genitales.
Cuando entró en la ducha era visible su estado de excitación.
Abrimos el grifo y dejamos que el agua empapara nuestras pieles y aliviara el calor de nuestros cuerpos.
Las pequeñas dimensiones del cubículo favorecían el contacto piel con piel.
Los roces turbadores que él buscaba contribuyeron a elevar su grado de excitación.
Bajo el caudal reconfortante del agua, sentí su cuerpo temblar pegado al mío y vi brillar sus ojos de deseo.
No me lo pidió, pero creí que debía devolverle algo del placer que él me había proporcionado.
Tomé gel, lo puse en mi mano y masajeé con él sus testículos firmes y turgentes.
Acaricié luego su pene y lo llené de espuma hasta ser su tacto suave y sedoso.
Él se dejaba hacer y yo seguí jugando con aquel músculo arrebatado y carnoso hasta que consiguió la erección plena.
¡Qué envidia sentí en aquel momento! ¡Qué no daría yo por tener unos genitales como aquellos!
Noté pronto que su excitación llegaba al punto más álgido, porque me abrazó con fuerza y, acercándome su cara, me ofreció, tembloroso, su boca.
Un sentimiento de gratitud por su solicitud conmigo me llevó a acercar mis labios a los suyos entreabiertos y, en un suspiro, se enlazaron nuestras lenguas.
El temblor de su cuerpo, que se apretaba al mío, me anunció la catarsis: una sacudida nerviosa y un largo gemido de gozo dio paso, al momento, a un torrente de semen, que escapó a borbotones de aquel caño de fuego, como un río de lava candente.
Me tuvo así, estrujándome fuerte y con el alma en sus besos, hasta vaciarse entero.
Fue allí, bajo el chorro reparador del agua, donde contemplé en todo su esplendor la turgencia y la potencia de su sexo.
Y fue allí también cuando la natural y la humana comparación entre los suyos y los míos me hizo tomar conciencia, por vez primera, del tamaño pírrico de los atributos con que quiso obsequiarme la naturaleza.
Impulsado por un fuerte deseo, me desprendí de sus brazos, salí de la ducha y me vestí en silencio.
De repente había sentido una necesidad incontenible de huir de aquel lugar y, más que eso, de escapar de mí mismo y de acallar los reproches de mi conciencia.
Un apresurado apretón de manos y un “hasta luego”, mientras buscaba azaroso la salida, puso el sello a nuestra despedida.
Con las últimas luces del crepúsculo, agobiado y confuso, emprendí el camino de vuelta a casa.
En el trayecto, trataba de ordenar mis pensamientos, de encontrar las razones que me habían llevado a vivir una práctica hacia la que jamás había tenido inclinación; el abatimiento no me permitía pensar, pero aquel incidente, al que me condujo la curiosidad, había roto mis esquemas, dejando en mi mente una gran zozobra y en mi alma demasiadas sombras.
Ya han pasado algunos años.
Con ellos se han ido sensaciones, emociones y vivencias de otro tipo y de otros tiempos; sin embargo, ha quedado en mi mente, grabado a fuego, el recuerdo agridulce de la tarde aquella en que quebró mi hombría.
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