La vida… (1)
Generalmente vamos por la vida sin advertir los momentos de cambio, esos puntos del recorrido en que algún suceso trastoca nuestras realidades para siempre. Pasado el tiempo, tal vez y no siempre, creemos descubrir donde cambió nuestro rumbo. Otras veces podemos ubicar con toda precisión el día, el .
Generalmente vamos por la vida sin advertir los momentos de cambio, esos puntos del recorrido en que algún suceso trastoca nuestras realidades para siempre. Pasado el tiempo, tal vez y no siempre, creemos descubrir donde cambió nuestro rumbo. Otras veces podemos ubicar con toda precisión el día, el momento, casi el minuto preciso…
Crecí en una ciudad mediana, allá por la década de 1960, el del medio de tres hermanos varones. Todo fue lo normal de aquellos años: reuniones familiares, amigos del barrio, cine los fines de semana, juegos en la vereda, escuela sin contratiempos mayores (nunca abanderado, jamás una nota en colorado). Hasta aquel cambio de turno en séptimo grado.
A mis doce años, encontré que mi horario escolar estaba a contramano de los demás de la familia. Yo debía ir a la escuela de mañana, mientras mis dos hermanos (secundaria y jardín) seguirían a la tarde. Con mis padres trabajando, sin nadie para esperarme con el almuerzo y una perspectiva de estar toda la tarde solo en la casa (que a mi no me disgustaba), todo parecía caos para mis mayores. Pero en mi niñez las familias eran una pequeña mafia, donde el problema de uno se volvía el problema de todos, y todos contribuían a la “solución”, con lo que ya antes de comenzar las clases apareció una de mis tantas tías con la propuesta: ella tenía una amiga que conocía a una maestra que trabajaba en el centro asistencial y podía lograr que me aceptaran. Cuando escuché pensé para mis adentros ¿y qué carajos es un “centro asistencial”? En poco tiempo lo iba a saber de primera mano, pues además de solucionar mi cuestión de horarios, quedaba bastante cerca de mi escuela y en la misma dirección de mi casa. “!Ni siquiera vas a tener que caminar una cuadra de más…!”, me alentaron, porque mi cara no ha de haber sido justamente un muestrario de felicidad.
La semana previa al inicio de clases de aquel año, acompañé a mi madre hasta el lugar, para anotarme formalmente y que conociera el camino. Descubrí que en ese lugar no solo almorzaría, sino que debería pasar la mayor parte de la tarde, ¡era casi como otra escuela!, allí me ayudarían con mis tareas y tendría otras actividades con diferentes maestros. Bueno, las tendría cuando las tuviera. Pero ese es es otro tema, tiempo al tiempo…
Un lunes de marzo comencé mi último año de primaria (mi último primer día de clases con delantal blanco, un suceso que pasó de largo entonces) con todos mis viejos compañeros y amigos de infancia. Cuatro horas de tareas que volaron, anotando libros y útiles a comprar, cosas para hacer y tener en cuenta y todas esas “graves” cuestiones que complicaron nuestros mejores años.
Timbre, fila, ¡Tomen distancia…!, “¡Hasta mañana, Sra. Directora!” y me encontré caminando rumbo a mi nuevo destino, la novedad del centro asistencial y del almuerzo con desconocidos. Y bien desconocidos que eran…
Con bastante curiosidad y también de miedo, abrí la puerta y entré al viejo edificio. Claro, pasé por alto contar algo sobre el lugar: la construcción había sido originalmente un mercado municipal. No me pregunten que era eso, nunca lo conocí funcionando. Tenía la forma de un rectángulo, con una gran entrada al frente que, en tiempos mejores, debió dar acceso directo a un gran patio central, alrededor del cual se distribuían salones (¿locales, en su origen, tal vez?). Lo habían modificado para formar algunas aulas al frente, una oficina y un comedor, único sector que parecía estar en uso. Los demás salones estaban cerrados desde mucho tiempo atrás, me pareció.
Bueno, la cuestión es que entré y, ni bien lo hice, una maestra me recibió con un “¿De dónde venís vos, por qué llegás tarde? Ya están todos en el comedor, ¡apurate…!”.
Algo asustado obedecí y, casi corriendo, entré al comedor. Varias decenas de pares de ojos que se clavaron en el nuevo me detuvieron en seco. Inmóvil en la puerta, todavía agarrado al picaporte, escuché a otra maestra retarme nuevamente por mi tardanza: “¡¿De dónde venís?! ¡Apurate a buscar tu plato, que te vas a quedar sin comer!”… ¿Buscar mi plato? ¡si mi plato estaba en casa! No lograba entender que hacía yo allí, adonde debía ir, como funcionaba eso que me parecía un manicomio…
De las varías decenas de ojos que me habían recibido, algunos pares se habían desentendido del nuevo, otros me miraban riéndose y diciéndose cosas entre si por lo bajo con sus compañeros de mesa, mientras yo estaba cada vez más desorientado… llevaba ya más de un minuto parado, la maestra había seguido su camino olvidándose por completo de mi, y continuaba sin saber que hacer cuando mi mirada paso por una mesa ubicada al fondo del salón, contra las ventanas que daban al patio (que yo aún no conocía). La ocupaba un grupo de chicos, todos mayores que yo, la mayoría de los cuales no parecían preocupados por mi presencia, seguían almorzando y charlando entre ellos sin mirarme. Pero uno de ellos pareció sentir mi angustia, porque levantando la cabeza me miró y, discretamente, me hizo señas con una mano para que me acercara.
Caminando entre las mesas, fui al encuentro de mi destino…
“Hola”, me saludó cuando me acerqué, “¿es tu primer día, no?”
“Sí…”, respondí.
“Podés sentarte ahí”, dijo señalando un espacio en su misma mesa, “pedile una silla a la cocinera.”
Al ver que seguía mirándolo desorientado y si atinar a moverme, señaló una puerta y continuó:
“Esa puerta es la de la cocina, decile que recién llegás y todavía no comiste.”
Así conocí a Joaquín en mi primer día en el centro asistencial.
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