La vida… (19)
La creación del Dr. Frankestein era un monstruo, pero sus partes antes fueron humanas y en su forma seguía la estructura que esas partes requerían. Así son los relatos; no mera ficción, sino retazos de realidades escondidas tras el cambio de nombres, lugares y momentos; un collage que las disimula…
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Este relato es solo una parte de una historia mayor. Si no ha leído las partes anteriores a esta, y le interesa mantener la secuencia cronológica y la integridad de la historia, puede buscar la primera parte (https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/gays/la-vida-1/) en mi perfil, y comenzar desde allí. Consta de 27 partes, de diferente extensión.
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(19na. parte)
Nuestro padre no podía aceptar que su rendición fuera incondicional, por lo que mi autorización incluía una clausula por la cual yo aceptaba que él me llevara al lugar de pesca, como forma de cuidar lo más posible mi seguridad. Y de mostrar sus banderas de padre de familia ondeando, aun en la derrota.
Así que avisé a la barrita que iba, pero que no pasaran por mí pues me llevarían en auto. Al retorno si volveríamos juntos, pues mi bicicleta iría en el baúl del coche. Repasamos todo lo que necesitábamos, hicimos y deshicimos un listado descartando y agregando cosas más o menos útiles y necesarias, hasta que terminó ese viernes. En casa arreglé caña y anzuelos, bajo la mirada atenta de mi madre y la pensativa de mi hermano mayor; dejé llorando al menor al negarle enfáticamente toda posibilidad de acompañarme. El sábado a la mañana mi madre compró conmigo las cosas que necesitaba y no tenía, soportó mi impaciencia y revisó mi mochila en busca de errores u omisiones. Puso un par más de medias “Por si te mojás los pies, Betito, cambiatelás así no te resfriás” y antes que me diera cuenta del paso de los minutos, se libró de mí al emprender nosotros el viaje.
Cuando, por un camino de tierra, nos acercábamos al campo desde donde accederíamos al río, divisé a Joaco sentado sobre la tranquera. Me intrigó esto, pero no dije ni palabra. Papá, una vez llegados allí, apartó un poco el coche del camino y lo detuvo. Entonces Joaco se acercó y nos saludó mientras descendíamos.
“Buenas tardes, señor, yo soy Joaquín. Hola Beto. ¿Cómo están?”
“Bien, gracias…” le respondió nuestro padre “…¿vos nos abrís la tranquera, Joaquín?” preguntó nuestro padre con curiosidad al ver un gran candado en ella.
“Por eso los estaba esperando, Señor. Los demás ya están en el río. El cuidador ha tenido que salir y no podemos abrir. Es que él no esperaba a nadie en coche, ¿sabe?” explicó Joaco, de una manera muy respetuosa.
“¿No está el encargado?” preguntó nuestro padre con cara de contrariedad, mientras yo comenzaba a preocuparme en silencio.
“No…” dijo Joaco “nos dejó un aviso antes de irse…” señaló un cartón que estaba del otro lado de la tranquera y continuó “tuvo algo que hacer en la ciudad”.
“¿Puedo verlo?” pidió nuestro padre, señalando el cartón.
“¡Sí, por supuesto!” aceptó Joaco, para luego de decirlo saltar la tranquera y retornar junto a nosotros con el famoso aviso.
Lo leí junto a nuestro padre. estaba escrito con lápiz negro, en letra grande y decía
“Chicos: tube que ir a la ciudad
Saquen agua de la bomba del galpón
no se arrimen a la casa que están los perros
Vuelbo tarde a la noche mañana los veo
NO SE METAN EN EL RIO”
Papá no parecía muy conforme, pero retirarse conmigo de allí significaba declarar una guerra a sus hijos, así que solo preguntó “¿Es muy peligroso el río acá?”
“¡Sí, señor!” asintió Joaco, con tono serio “Tiene muchos remansos y tira de lo lindo. Pero no tenga miedo, no somos locos para meternos, solo pescamos desde la orilla, y no hay barranca”.
“Ah, bueno” aceptó papá. Parecía que Joaco no le caía del todo mal “Vamos a llevar las cosas y de paso veo el lugar”.
“Claro, vayanme pasando todo que yo lo agarro del otro lado. Beto, alcanzame primero la bici” dijo Joaco con cara alegre.
Cruzamos mi bicicleta mientras nuestro padre sacaba la mochila del auto, entonces se le ocurrió preguntar “¿Cuánto tendremos que caminar, Joaquín?”
“Poquito, señor, son unos seis kilómetros nomas…” le respondió este.
Papá abrió grandes sus ojos y exclamó “¡¿Seis kilómetros? vamos a tardar más de una hora!”
“No, ¿porque tanto, señor?” Joaco pareció confundido. Después agregó, “¡Ah, claro, usted no tiene bici, perdón!”
Joaco miró los bultos, la huella que era en realidad el camino y ofreció una solución “Podemos ir en las dos bicicletas, si yo lo llevó a Beto y usted las cosas, señor. Así repartimos los pesos y no las rompemos. Pero vamos a tener que ir despacito”.
“¡Dale papá, vamos!”, lo animé.
Papá miró el camino, las bicicletas, y creo que pensó en todos los años pasados desde la última vez que había pedaleado.
“Saben, chicos, mejor no. Vayan ustedes nomas, porque tendríamos que ir, y luego volver ustedes conmigo para llevar la bicicleta de vuelta. A ver si rompemos alguna todavía, esa huella está muy despareja”, se resignó.
“¿Te ayudo a cruzar la tranquera, Beto?”, me ofreció sonriendo.
“No papá, yo puedo solo”, dije mientras la cruzaba en un par de saltos.
Lo miramos mientras subía al coche y se alejaba, luego comenzamos a pedalear.
(Continuará)
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