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Gays

La vida (2)

Joaquín (“Joaco”, para los amigos) tenía entonces alrededor de 16 años. Nunca supe porque él se había convertido en cliente del centro asistencial, no parecía tener ninguna dificultad para aprender, y se mostraba como un chico bastante educado y cordial. Pero las aguas calmas son las más profundas, .
Joaquín (“Joaco”, para los amigos) tenía entonces alrededor de 16 años. Nunca supe porque él se había convertido en cliente del centro asistencial, no parecía tener ninguna dificultad para aprender, y se mostraba como un chico bastante educado y cordial. Pero las aguas calmas son las más profundas, dicen… Era el líder de una barrita de chicos de su misma escuela primaria (sí, con 16 cursaba séptimo, el mismo grado al cual iba yo con solo 12), a todos los cuales superaba un poco en edad. Pero no parecía importarle mandar, simplemente los demás lo seguían y él les permitía hacerlo.

A través de ellos entendí un poco mejor a que lugar me había llevado el cambio de mis horarios: al centro asistencial iban chicos con problemas escolares, esos “repetidores” casi desconocidos en mi escuela. Así que, desde la hora de almorzar hasta casi el atardecer, estaba mezclado con chicos de una clase con la que nunca me había mezclado. Ellos se insultaban en broma (o no tanto) con un “¡¡¡Andate a la Reputa Madre que te pario…!!!”, que a mi me hacía poner colorado y soltar un “No se insulta a la madre…” que los hacía olvidar de sus entredichos y volcarse a burlarse de mi. Para mi suerte, Joaquín era de los mayores y respetado, el estar en su mesa y a su sombra me salvó de ser tomado como objetivo para todas las clases de burlas que allí se hacían.

El siguiente en edad era Javier (“Javi”), de unos 15 años y con marcadas diferencias con Joaquín. Se podía notar que sentía celos por el predicamento que el mayor tenía y que, aunque no se atrevía a desafiarlo, las ganas de quitarle su posición de líder cubrían su horizonte.

Le seguían dos hermanos gemelos, Daniel y Miguel, casi de quince años ya. Nunca supe con cual de ellos estaba hablando y al parecer solo los padres podían distinguirlos, lo que les servía para tomarnos el pelo casi a diario.

Luego estaba Juan José (“Juanjo”, obviamente), de catorce recién cumplidos y cerraba el grupo (hasta mi llegada) Pedro, que se acercaba los catorce a grandes pasos ya.

Perdón, olvidé algo importante: yo soy Roberto (“Beto” para los amigos), el menor, a punto de cumplir los doce y el “nene de mamá” (así me decían cuando querían molestarme) en proceso de incorporación a la barrita de Joaco. Los seis mosqueteros se volvían siete…

Creo que en aquellos meses que compartimos solo conocí una parte de las cosas que los unían, otras quedaron ocultas para mi, principalmente por no compartir barrio ni escuela con ellos, sino solo las actividades del centro asistencial. Y no todas durante los primeros tiempos…

Al provenir de una escuela “de pitucos”, no ser repetidor y ser el único de mi clase que almorzaba allí, nunca me sentí realmente cómodo. Ni procuraron ayudarme a lograrlo, excepto los de la barrita. Pero incluso allí Javi era un caso aparte, él parecía deleitarse molestando a otros y fui uno de sus más habituales y fáciles blancos, lo que me llevaba a tratar de interponer a Joaco entre nosotros, como muro defensivo.

Las horas de clase me resultaban sencillas, ya que solo debíamos completar nuestros deberes. Por lo general no necesitaba ayuda y en un rato completaba todo solo. Pero descubrí que esa diferencia me jugaba en contra allí, por lo que rápidamente opté por sentarme en medio de la barrita y colaborar con ellos en lo que podía, evitando así que los demás notaran que había terminado ya mis tareas.

Descubrimos que Joaquín y yo vivíamos en la misma dirección, por lo que comenzamos a caminar juntos por varias cuadras a la salida, momentos en los que conversábamos con más libertad al estar solos. Él era mucho más maduro que yo, pero no parecía cansarse de mi infantilismo. Sabía que su vida escolar terminaba ese mismo año, no había un colegio secundario en su futuro. Mientras a mi me costaba dejar de hablar de como me imaginaba cuando vistiera el uniforme y de las cosas que le escuchaba a mi hermano mayor sobre profesores y materias, Joaco solo podía relatar que su padre le había prometido “romperle el culo a patadas si volvía a repetir” y que en diciembre iba a empezar a trabajar en un horno de ladrillos, terminara o no la primaria.

Un par de cuadras antes de llegar a mi casa se desviaba en alguna esquina, aunque no necesitaba hacerlo para llegar a la suya. Creo que pensaba que si me veían con él, a mis familiares no les iba a caer bien nuestra amistad. Y, muy probablemente, estaba en lo cierto.

Mi estadía en el centro asistencial se había vuelto casi rutinaria, y olvidado que había comenzado en contra de mi voluntad, cuando surgió el misterio…

Estábamos más o menos a mitad de abril cuando una tarde busqué a la barrita en el salón de clases y no pude hallarlos. Disimulé mi sorpresa y disgusto lo mejor que pude, para evitar que los otros notaran que me habían abandonado, y traté de pensar donde podían estar. ¿Se habrían escapado sin avisarme? No me parecía probable, al menos me hubieran advertido que se iban, creía. ¿Escondidos de mi, para molestarme? Podría ser, pero ¿dónde? Por más que revisé baños y salones, nada, en ninguna parte parecían estar. Por lo que a mi concernía, se los había tragado la tierra. Pasé la tarde en un estado de intriga cada vez mayor, pensando en como averiguar al día siguiente donde y por qué habían estado.

Pero para sorpresa mayor, los encontré en el pasillo central al momento de salir. No me dijeron nada entonces, ni lo hizo después Joaquín, mientras caminábamos rumbo a nuestras casas. Solo logré que se molestara conmigo por insistir y cerrara el tema diciéndome que no era cosa de chiquilines. No acostumbraba recordarme la diferencia de edad que había entre nosotros, así que me sentí humillado y resentido con él, pero decidí no seguir molestándolo con mis preguntas.

Al día siguiente todo parecía normal y ellos se comportaban como si nada extraño hubiera pasado, pero para mi ya nada era igual. La barrita tenía un secreto del cual yo no era parte.

Traté de no preguntar directamente, temiendo enojar a Joaco, pero cada vez que tenía ocasión hacía alusión indirecta al tema, del tipo de “¿y por qué no se evaporan, si ya están cansados de estar en el aula…?” Por lo general Javi se reía en tono burlón y me decía “¿Te gustaría saber qué estuvimos haciendo? Preguntale a Joaco, él no quiere que te mostremos…”. A esto Joaquín respondía poniéndose serio con él, y mirándome a mi de una manera que no podía descifrar. Se quedaba un largo momento observándome, como pensando algo, y luego cambiaba de tema dejándome totalmente en ascuas.

Tres o cuatro veces al mes la barrita desaparecía de mi vista, y no conseguía averiguar donde iban o por que no querían compartir conmigo eso. Por lo demás, todo marchaba muy bien para mi en mi ya no tan nueva experiencia en el centro asistencial. De los demás, algunos simplemente me ignoraban, otros eran amistosos, y los menos cordiales me dejaban en paz por mi amistad con Joaco y sus compañeros.

Un día de junio, tal vez movido por el frío que estábamos sufriendo en las aulas sin calefacción, Joaco trajo el tema a nuestra charla, “Tenemos un bulín, ahí nos metemos…”, me dijo. “¿Un qué?” le pregunté; “¡Un bulín, nabito! ¿Ves por qué no te quería decir nada? Si ni sabés lo que es un bulo…”.

“¡No soy un nabito!” le repliqué, ofendido en mi dignidad de chico que era de los grandes en su escuela, “¿no podés explicarme. acaso…?”.

“Hay cosas difíciles de explicar, se hacen y listo…”me dijo, y agregó: ¿Estás seguro que querés saber a qué vamos? Javi hace rato que quiere llevarte, pero yo no lo dejo…”

“¡Claro que quiero!” le respondí.

“Bueno, lo voy a pensar”, cerró la discusión.

80 Lecturas/31 julio, 2025/0 Comentarios/por ozkar55
Etiquetas: amigos, colegio, hermano, hermanos, madre, maduro, mayor, mayores
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