La vida (20)
La creación del Dr. Frankestein era un monstruo, pero sus partes antes fueron humanas y en su forma seguía la estructura que esas partes requerían. Así son los relatos; no mera ficción, sino retazos de realidades escondidas tras el cambio de nombres, lugares y momentos; un collage que las disimula…
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Este relato es solo una parte de una historia mayor. Si no ha leído las partes anteriores a esta, y le interesa mantener la secuencia cronológica y la integridad de la historia, puede buscar la primera parte (https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/gays/la-vida-1/) en mi perfil, y comenzar desde allí. Consta de 27 partes, de diferente extensión.
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(20ma. parte)
Cuando llegamos al lugar donde habían armado el campamento, le pregunté con curiosidad a Joaco “¿No dijiste que eran como seis kilómetros? No hicimos más de dos…”. Sonriendo picaramente me dijo “¿A vos te parece, Betito? Me debo haber equivocado, entonces…”
Me picó la curiosidad y continué “¿Viste que el encargado no firmó el aviso? ¿que raro, no?”
Siempre sonriendo, confesó “No firmó porque en una de esas tu papá sabía el nombre del encargado. Yo no lo se…”, riéndose.
“¿¿No lo conocés??” abrí grande los ojos.
“No Betito, cuando nosotros venimos los fines de semana, nunca hay nadie” cerró el tema.
Me quedé pensando que tal vez nuestro padre tenía, en realidad, algo de razón en sus precauciones. Pero también admirado por la facilidad con que Joaco parecía haber manejado todos los contratiempos.
Los otros habían armado la carpa, una vieja estructura que aparentaba origen militar, con capacidad sobrada para el doble de personas que nosotros eramos, entre unos arboles bajos, lejos de la costa y a cubierto de todas las miradas de cualquiera que pasara accidentalmente por el río. Pasamos la tarde los seis pescando, corriéndonos por entre el monte, tomando mate con bizcochos y divirtiéndonos como solo a esa edad es posible hacerlo.
Al faltar Javi, nadie de la barrita tocó temas espinosos entre nosotros. No hubo alusiones, directas o indirectas, al bulín o cosas que pudieran hacerme sentir incomodo o darle a nuestro campamento otro sentido que el de un tiempo de diversión. Me sentí agradecido con Joaco, al ver que su promesa se cumplía al pie de la letra.
Cuando comenzó a caer el sol, en una parrillita improvisada con alambres asamos salchichas que comimos con pan y unas gaseosas y continuamos nuestra charla durante un rato más, mirando nuestras líneas de pesca.
Cuando la oscuridad se cerró totalmente a nuestro alrededor, me puse de pie diciendo “No sale nada, che”. Para agregar enseguida “Creo que me voy a descansar un rato”.
Me miraron y alguno agregó “Sí, no pica nada. Pero es temprano, Beto”.
Con la mayor calma que me fue posible, continué “Claro que es temprano, pero el día ha sido largo. Capaz que después vuelvo… ¿me acompañás, Joaco…? No me acuerdo bien el camino…”
Él me miró un momento y luego aceptó “Bueno, dale. ¿Ustedes se quedan, ¿no?” me pareció más un mensaje que una pregunta. “Sí, vayan tranquilos…” le contestó uno de los gemelos “nosotros nos vamos a quedar hasta tarde”, aseguró por todos.
Alumbrando el camino con una linterna, llegamos hasta la carpa, donde entramos de rodillas para no ensuciar el piso; nos quitamos las zapatillas y las dejamos junto a la entrada, a un costado. Aunque era una hermosa noche, casi veraniega, estiramos y acomodamos lo mejor posible las mantas que habíamos traídos para dormir, conversando de cosas sin importancia. Luego de hacerlo, comenzamos a desvestirnos.
Cuando terminaba de quitarme mi camisa y estaba por acomodarla formando un pila con mi demás ropa, noté que Joaco se demoraba un poco, como siguiendo mis pasos luego que yo pisara.
Acomodé la camisa, me quité la camiseta e hice lo mismo con esta, luego de lo cual me quité mis pantalones lentamente. Mi cabeza daba vuelta pensamientos a toda velocidad.
Terminé de doblar mis pantalones y, mientras los ponía junto a la demás ropa, vi de reojo que Joaco me observaba mientras desprendía sus propios pantalones con calma.
Esa noche no eran los muchachos mi incógnita, sino yo mismo. De parte de ellos, me parecía que todo estaba claro: si iba y me dejaba coger, me cogerían. Pero “yo” era otro asunto. En esos momentos, tenía dos vocecitas diciéndome que hacer a mis oídos: el Betito angel y el Betito diablo (sí, como en las historietas que leía). Mientras uno me decía “No te podés dejar coger, vos sos bueno”, el otro incitaba “Dale, dejate coger, a vos te gusta en realidad”. Y seguían: “Betito, te obligaron, estás confundido porque en realidad, no te gusta”; y la otra voz “Sí, te obligaron, ¡pero te gustó, confesalo! Dale, Betito, ahora ya sabés como es, date el gusto”. Y cuando me saqué los pantalones, ambas voces me gritaron al mismo tiempo, una espantada por lo que podía venir y la otra disfrutando ya de lo que podía venir “¡¡Betito, ¿que vas a hacer ahora, Betito?!!”. Entonces calcé mis pulgares en el elástico de mis calzoncillos y las voces se marcharon para siempre; el diablito riendo porque yo no era ningún inocente, el angelito llorando por mi inocencia perdida.
Me quedé inmóvil un instante y luego, sin pensarlo más, tiré de mi calzoncillo hacia abajo. Me parecía sentir el peso de la mirada de Joaco sobre mi, cuando lo doblé por el medio, antes de colocarlos sobre los pantalones. Giré sobre mí, le sonreí a Joaco ( que sí, me estaba mirando con un gesto pensativo), levanté las mantas y refugié mi desnudez entre ellas.
(Continuará)
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