Las siete vidas del gato – Un pan atraganto al gato y le resto otra vida
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por relatosdesexgay.
Como les conté en un anterior relato, mi barrio era nuevo y aún tenía muchas calles sin construir, lo que me permitía correr a lo que mi pequeña moto me daba de velocidad.
Siempre al caer la tarde pasaba un chico de unos 28 años en una moto de mayor cilindraje que el mío de la cual arrastraba un remolque acondicionado para almacenar pan, llegaba a todas las casas con el producto a domicilio.
Un día después de comprar el pan de la casa le pregunte que, si me dejaba dar una vuelta en su moto, que quería experimentar en una más grande que la que yo tenía, a lo que Adolfo (nombre del chico del pan) me dijo que en media hora lo viera tres calles más debajo de mi casa por donde no construían aun, para que no nos vieran y de pronto lo fueran a regañar por prestarme la moto grande.
Pasado el tiempo fui a cumplir mi cita, estacioné mi moto a orilla de la vía debajo de unos árboles, y a los 10 minutos llego Adolfo, desprendió el remolque de su moto y me invito a conducir la suya, pero no solo porque le daba un poco de miedo que me fuera a caer
Se subí a la moto con él de parrillero, se sujetó con las manos a mis hombros.
Arranqué la moto y tomamos velocidad.
Pronto me di cuenta de que algo Me presionaba en el culo, y comencé a sentir una sensación extraña entre las dos nalgas, como un picor que era bastante placentero, debo reconocerlo.
Aquella presión entre mis nalgas fue aumentando, y no sabía muy bien por qué.
El caso es que yo estaba alcanzando ya una velocidad bastante respetable, y el aire en la cara y aquella presión creciente en el culo hizo que mi pene se empezara también a poner a tono.
El chico, desde atrás, me susurró al oído.
– Si no te importa, voy a cogerme a tu cintura, porque a esta velocidad si no, me voy a caer.
Y quitó las manos de los hombros para agarrarme alrededor de la cintura.
Se apretó más contra mí, y la presión entre mi culo se hizo aún más poderosa.
No sabía por qué, pero aquella situación me estaba poniendo muy excitado.
Sentía que mi polla crecía dentro de mi pequeño pantalón.
Ya podía notar por detrás, sin ninguna duda, una dureza que sabía bien a qué correspondía, apoyada a las puertas mismas de mi agujero anal, sólo separado por la tela de mi pantaloneta.
No sé cómo, pero actué por instinto: culeé con disimulo, como si quisiera acomodarme mejor en el sillín, pero con la intención de que aquella presión se incrementara.
Entonces Adolfo actuó: retiró una de sus manos de mi cintura y, por detrás, me bajó la pantaloneta.
Yo tragué saliva, pero no dije nada.
Noté entonces como algo húmedo, pero relativamente delgado, se colocaba a la entrada de mi culo, ya entonces al aire libre de la joven noche, y pugnaba por entrar en aquel recóndito escondrijo.
Lo consiguió sin mucho problema, porque tenía el agujero bastante lubricado por la excitación.
Enseguida supe de qué se trataba: era un dedo ensalivado.
Aquel dedo dentro de mí me produjo un escalofrío de placer, y culeé, ahora más descaradamente, pidiendo más.
A todo esto, habíamos alcanzado los 100 Km.
/hora, y el aire nos azotaba el rostro sin piedad.
La carretera estaba vacía, afortunadamente, pues no creo que hubiera tenido reflejos para evitar una colisión o hacer algún adelantamiento.
Adolfo me había metido ya el dedo totalmente dentro de mi estrecho agujerito, y yo me movía al ritmo que marcaba él con un suave mete y saca.
Me introdujo entonces un segundo dedo, y poco después un tercero, y aquello ya era un placer inenarrable.
Sentía aquellos tres dedos húmedos dentro de mi agujero, y me retorcía en el sillín de gusto, mientras procuraba no perder la visión de la carretera.
El pene lo tenía como un palo de duro, y se había salido por la pernera derecha de mi diminuta pantaloneta.
Adolfo debió darse cuenta, porque con la otra mano que se agarraba a mí me lo agarro y empezó a hacerme una paja.
Como por instinto, hice algo que facilitó lo siguiente: me recliné sobre la moto y alcé el culo, de tal forma que presenté a Adolfo un panorama creo que alentador.
Me imaginé la visión que tenía mi nuevo amigo: el de un chico de 14 años, montado en una moto, a una velocidad superior a los 100 Km.
/hora, con la pantaloneta hasta el muslo y el culo en pompa, pidiendo guerra.
El chico no se lo pensó dos veces, y, tal y como yo esperaba, me colocó en la puerta de mi ya bien lubricado agujero anal algo grande, muy grande, y caliente, muy caliente.
Dio un golpe de pelvis y creí que veía las estrellas.
Me había metido apenas la cabeza de su verga enorme, pero era como si tuviera un aparador dentro del culo.
No sé de donde saqué fuerzas para gritar:
– Más, dame más.
Debió escucharlo, a pesar de la velocidad, porque inmediatamente dio otro golpe de pelvis y me metió su verga por lo menos hasta la mitad, aunque yo sentí el culo casi lleno.
Era como tener un bate de béisbol en el culo, algo desmesurado y ardiente.
Giré un momento la cabeza, con la vista extraviada y la lengua fuera de la boca, y el chico entendió: quería más.
Un tercer golpe de pelvis me la introdujo hasta el fondo, hasta que noté la base de su pene en mis nalgas, el roce de sus pelotas entre mis nalgas.
Me parecía que me iba a salir la punta de su verga por la boca, de grande que lo sentía dentro de mí, de profundo que lo notaba en mis entrañas.
Empezó entonces un mete y saca, y yo me recliné aún más sobre el depósito de la moto para permitir mejor la entrada y salida de aquel rabo monumental.
No apartaba la mano del acelerador, así que debíamos ir como a 120 Km.
/hora, por lo menos.
Notaba aquel cacharro enorme entrar entre mi culo y me sentía verdaderamente feliz cuando llegaba hasta el final y notaba la piel suavemente rugosa de los huevos chocar contra mis nalgas.
Pero era demasiada suerte que hubiéramos conseguido llegar hasta allí sin que nos pasara nada, a esa velocidad y con el copiloto "ensartando" al piloto, entonces en una de las curvas reduje la velocidad hasta detenernos y nos fuimos fuera de la carretera.
la suerte no nos abandonó: justo allí había un gran número de balas de paja que había colocadas en la curva, quizá para prevenir posibles accidentes.
El caso es que mi compañero y yo nos tiramos sobre las balas de paja él de espaldas y yo casi encima de él, justo con mi cabeza sobre su pelvis.
Así fue cuando di cuenta de que tenía, como a diez centímetros de mi boca, un pedazo de vergajo en plena ebullición; pude constatar entonces que, efectivamente, era monstruosamente grande: no menos de 23 centímetros tenía aquel pollón prodigioso, rezumante de líquidos, apetitoso, que estaba pidiendo "cómeme, cómeme".
Y como yo siempre he sido muy bueno mandado, no me lo pensé dos veces: me metí como pude el glande hermoso y enhiesto dentro de la boca, y me pareció entonces haber encontrado el paraíso.
Era una sensación exquisita, sentir dentro de tu boca, en tu lengua, en tus encías y dientes, aquel gran pedazo de carne que palpitaba por ti.
Me gustó tanto que comencé a tragármela, poco a poco, con gran esfuerzo porque era un artilugio enorme y yo no tenía costumbre de tragar, ni remotamente, nada como aquello.
Pero se ve que debía tener dotes innatas, porque conforme iba tragando centímetros de verga iba mejorando la técnica.
Adolfo me ayudaba tomándome de la cabeza y ayudándome a progresar.
Llevaba ya metidos en mi boquita adolescente la mitad del rabo, es decir, unos 14 centímetros, cuando noté que la punta del vergajo tocaba en la campanilla de mi garganta.
No me arredré: redoblé mis esfuerzos e hice pasar el glande de la zona de las amígdalas, camino de la garganta.
Una vez pasada esa frontera el resto fue relativamente fácil.
Continué tragando, notando las cosquillas del capullo en la laringe, hasta que, al fin, conseguí llegar a enterrar mi nariz en el vello púbico de Adolfo, y con el labio inferior pude saborear el placer de tocar los huevos enhiestos de mi amante.
Me sentí totalmente lleno, completo, sin ningún tipo de problema.
Pero vi que Adolfo comenzaba a jadear y quería salirse.
Yo, la verdad, me quedé un poco sin saber qué hacer, pero como él se salía, le ayudé en la tarea; sin embargo, justo cuando el glande aparecía sobre mi lengua, tras haber horadado muy profundo dentro de mi garganta, salió del ojete del mismo un chorro de leche tremendo, que me llenó completamente la boca.
Lo probé casi sin darme cuenta, y comprobé que era un manjar exquisito, como una vainilla un poco agria pero decididamente erótica.
Agarré entonces el rabo que pugnaba por escaparse y me lo situé encima de la lengua, donde descargó el resto de su cargamento, un cargamento copioso, no menos de ocho o nueve chorros, cada uno de ellos bien lleno de semen.
Lo saboreé todo con glotonería, y esculqué en el ojete cuando ya parecía que no habría más.
Conseguí una última gota que me pareció la más deliciosa de todas, y aún seguí chupando el glande un ratito más, saboreando el sabor de la leche sobre el pene.
Por fin, Adolfo me separó la cabeza y me dio un bezo en la boca.
Nuestras lenguas retozaron con su leche, que todavía embadurnaba la mía.
Se salió Adolfo para apartarme un poco y situarse en posición de chuparme el pene, se lo metió en la boca y comenzó a mamármela con técnica y buen saber; se veía que no era la primera verga que se comía.
No tardé en correrme, porque estaba muy caliente.
Me recibió en su boca y se tragó toda mi leche, con glotonería, con la vista extraviada, como si recibiera uno de los mayores placeres de su vida.
Ni que decir, antes de despedirnos aquella noche, volvimos a hacerlo: Adolfo me dio de nuevo por el culo, y ahora se corrió dentro de él, haciéndome creer que me iba a partir en dos, pero transportándome a la vez al nirvana.
Yo, por mi parte, lo monte también, pero prefirió que me corriera en su boca, y así lo hice.
No fue la última vez que nos vimos.
Nos vimos todas las tardes, después de entregar el pan, aunque ya no en carretera, a 120 kms.
/hora y con un rabo enorme clavado en el culo del conductor; habíamos tentado demasiado la suerte en aquella primera ocasión, y no era cosa de que la suerte nos abandonase.
Pero durante las siguientes tardes nos dimos un placer inenarrable.
Descubrí mi verdadera tendencia sexual, lo que me gusta en el sexo: tener un gran pene encajonado en la boca, sentir llegar su leche sobre mi lengua, que fluya sobre ella, y tragármela, poco a poco, mientras mamo de nuevo el glande, el mástil, el vergajo de mi amado, bien embadurnado de su semen viscoso; y sentir su enorme verga entre mi culo, rozar sus huevos con mis nalgas, y sentir cómo se vacía dentro de mí, regándome por dentro.
Como les decía, esa moto fue matando más al gato, ya solo le quedan dos vidas
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